La luz se detuvo a una cierta distancia de la hoguera en la que ardía el Rolls, con Leo Cosmo en su interior, y se apagó enseguida. Uno o dos minutos más tarde, mientras Puerto y Dax continuaban bajando a buen paso la falda del volcán, volvió a encenderse. Esta vez lo hizo acompañada de un leve petardeo.
—¿Qué es eso? —preguntó Puerto, cada vez más inquieta.
—Parece una motocicleta —opinó Dax.
—¿A estas horas? ¿Quién será?
—Seguramente, algún campesino.
—¿Qué le vas a decir?
—Déjame hablar a mí. Tú limítate a actuar como una mujer que acaba de perder a su esposo. No olvides mantener la calma.
—¡Dax, mira! ¡Esa moto viene hacia aquí! Asombrado, el vulcanólogo comprobó que lo que Puerto acababa de afirmar era cierto. La moto había emprendido el ascenso a la Montaña del Hombre Muerto. Si no se desviaba ni regresaba a la carretera principal, en breve llegaría hasta ellos.
—¡Vamos! —ordenó Dax—. ¡Le haremos creer que acudimos en ayuda de Cosmo!
Él mismo, echando a correr pista abajo, se adelantó a Puerto. En cuanto el faro de la motocicleta comenzó a deslumbrarle, se puso a dirigir a su conductor frenéticas señas.
—¡Pare! ¡Deténgase!
El vehículo lo hizo un par de curvas más abajo. Su conductor no apagó el motor, pero descabalgó de la máquina y permaneció inmóvil junto a la luz del faro.
Era un hombre. Dax volvió a gritarle:
—¡Necesitamos ayuda!
La respuesta demoró unos segundos más de lo que habría sido lógico.
—Está bien, Dax, acércate. Hazlo despacio y a la luz del faro. No se te ocurra intentar ninguna tontería. Quiero verte las manos en todo momento.
El corazón del vulcanólogo se encogió. La voz del motorista no le era desconocida. Dax exclamó:
—¿Fagen? ¿Eres tú?
—Ese era un apodo.
—¿Estás bromeando? ¿De qué va esto?
—Seré yo quien haga las preguntas, Dax. ¡No te acerques más! Te estoy apuntando con una pistola y tengo fama de buen tirador.
—Escucha, Fagen…
—Mi nombre es Claudio Cabral. Desconcertado, Dax intentó ganar tiempo.
—Seas quien seas, tenemos que socorrer a un hombre que acaba de accidentarse. Su coche está ardiendo. ¡Démonos prisa, tal vez podamos salvarle!
—Nadie puede ayudarle, Dax. Leo Cosmo ya no es más que un montón de carne al carbón.
En su tono había un matiz de burla. Algo se iluminó de golpe en la mente de Dax. Fue como si resbalara un velo, como si un lazo acabara de desprenderse de una caja que contenía un regalo, solo que ese obsequio no era para él. Lentamente, preguntó:
—¿Cómo sabes que el hombre del coche es Leo Cosmo?
—La policía no es tonta, Dax. Llevo semanas detrás de ese cabrón.
—Espera un momento… ¿Eres un agente de policía?
—Con grado de inspector. ¿Dónde está la chica, Dax?
—¿A quién te refieres?
—No te hagas el imbécil. Sabes perfectamente a quien me refiero. —La voz del inspector Cabral se endureció con un timbre militar—: ¿Vas a seguir fingiendo que esto no va contigo? ¡Te estoy preguntando por la mujer de Leo Cosmo, por esa tía buena a la que te estás tirando!
Dax apeló a todo su dominio para sujetar los nervios. Tenía que ajustarse al guión. Sostuvo:
—Su marido conducía como un loco. Nos bajamos juntos del coche. Puerto venía detrás de mí. En cuanto vea esta luz se dirigirá hacia nosotros.
—¿Estaba siguiéndote montaña abajo? ¿A qué distancia iba de ti?
—A unos cincuenta metros.
—¿Y por qué no está aquí? ¡Dime la verdad, Dax!
¿Te las has cargado? ¿Prefirió quedarse con el viejo y le diste pasaporte, como a él?
—¡Yo no he matado a nadie!
—¿Qué has hecho con ella? ¡Responde! ¿La golpeaste y la arrojaste por el barranco?
—¡Socorro!
Aquella voz de auxilio había sonado cerca de ellos. Dax se dio la vuelta. Vio a Puerto bajar por la pendiente y la oyó gritar, llena de terror:
—¡Aléjese de ese hombre! ¡Es un criminal! ¡Ha intentado matarnos!
—¿Se encuentra bien, señora? —le gritó Cabral.
—¡Me golpeó hasta dejarme inconsciente, golpeó a mi marido! ¿Qué le ha hecho a Leo? ¿Dónde está el coche?
Le repuso una explosión. Parte de la carrocería del Rolls saltó por los aires en medio de un millón de rojas chispas. Cabral ordenó:
—¡Venga hacia mi posición, señora Cosmo! ¡Y tú, Dax, escúchame! Vas a ponerte estas esposas. Las tiraré al suelo, delante de ti. ¡No intentes nada! Voy a llamar para pedir refuerzos, pero no los necesitaré para meterte un balazo entre pecho y espalda.
Puerto pasó cerca de Dax, sin mirarle. Delante de Cabral rompió en sollozos.
—Mi marido está muerto, ¿verdad? ¡Él lo hizo! —Y señaló a Dax, ahogándose en llanto.
—¡Puerto! —estalló Dax—. ¿Cómo puedes…?
—¡Maldito bastardo! —gritó ella, histérica—. ¡Mire mi cara! ¡Me pegó, el muy canalla! ¡Se presentó en nuestra casa como un admirador de Leo y desde entonces nos ha sometido a un acoso inhumano!
—Cálmese, señora Cosmo —repitió Cabral, pasándole un brazo protector por los hombros—. Soy inspector de policía. No corre usted ningún peligro.
—¿Por qué no le detuvieron antes?
Cabral se acogió a un tono de humildad, como si tuviera que lamentar un error.
—En realidad, vigilábamos a su marido.
—¡Estúpidos! ¿Desde cuándo?
—Desde aquel crimen en el Teatro Español. El señor Cosmo se encontraba entre los espectadores.
—También yo.
—Sí, pero a él una serie de circunstancias lo relacionaban con la víctima. Esa orquídea negra, por ejemplo, con hojas de sanjora, una planta que solo se da en El Hierro, bien pudo salir de su invernadero. Decidimos montar un operativo en su entorno. Me trasladé a El Hierro, asumiendo el rol de un artista cuya ficticia personalidad creamos con ayuda de la Red, y me instalé en la Colonia científica. Pero ¿quién iba a decirnos que nos habíamos equivocado de asesino?
Puerto se derrumbó. Cabral intentó consolarla, pero ella no reaccionó ni siquiera cuando la escena se llenó de luces y vehículos de la Guardia Civil hicieron su aparatosa presencia. Un par de sanitarios abrigaron a Puerto con una manta, la tumbaron en una camilla y la introdujeron en una ambulancia.
Tendrían que transcurrir veinticuatro horas para que la mujer de Cosmo estuviese en condiciones de comparecer ante el juez. El mismo magistrado que ya había dictado prisión preventiva para quien acabaría siendo el único imputado en la muerte del director de cine: Ricardo Dax.