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Sin balizar, y con fuertes pendientes, el precario trazado permanecía embarrado por la lluvia caída a media tarde. En sus cerradísimas curvas, que iban ganando rápidamente altura, no había barreras ni medida alguna de seguridad. A pesar de los potentes faros antiniebla, la visibilidad era prácticamente nula.

En el interior del automóvil, sus tres ocupantes guardaban silencio.

Puerto había alcanzado el mayor grado de humillación que era capaz de tolerar. Se sentía tan despreciada y hundida que ni siquiera podía llorar. También Dax tenía la impresión de que la dignidad y el valor le habían abandonado. Debería haberse enfrentado mucho antes con el director, pero era como si Cosmo, aún habiéndole Dax arrebatado a su mujer y, de algún modo, vencido, mantuviese sobre él una inhibidora influencia. Y, sí, tenía miedo a morir.

Detrás de cada una de aquellas curvas que ascendían hacia la cumbre del volcán un nuevo abismo se abría en la noche. Dax decidió que, apenas hubiesen entrado en la casa, rogaría a Puerto que metiese cuatro cosas en una maleta y huyesen de allí. Tenía el presentimiento de que su destino iba a decidirse en las próximas horas. Una parte de su existencia pasó ante él. Pero, en lugar de hacerlo con claridad, bajo la luz de una renovada esperanza, negras sombras desfilaron por los antiguos escenarios de su vida.

Aferrando el volante con ambas manos, Cosmo hacía un esfuerzo por mantener los ojos abiertos y evitar un error. Sin venir a cuento, soltó una risa como la de un fauno.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le preguntó su mujer, rezumando tal aborrecimiento hacia él que Dax se contagió de una corriente de odio.

—Pensando en la Chupetes acaba de venirme a las mientes una imagen verdaderamente entrañable, Puertito. ¿Te acuerdas de cuando me la chupaste por primera vez? ¡Tu madre te había enseñado a mamarla antes que a leer!

No pudo seguir. Dax le había agarrado del cuello y lo apretaba contra el reposacabezas. Lo que pasó a continuación sucedió muy deprisa. El Rolls se desvió hacia un terraplén. Chocó, rebotó contra una pared de roca y, con el capó levantado, quedó atravesado en la pista. Dax había tenido que soltar a Cosmo, pero, al detenerse el coche, cuyo motor arrojaba una densa columna de humo, lo sacó a empujones y lo machacó a golpes. Involuntariamente, uno de sus puñetazos fue a darle a Puerto en la cara.

Dax estaba atendiéndola cuando Cosmo le atacó por la espalda. El viejo era más duro de lo que había supuesto. Le dobló los brazos y consiguió tumbarle y echársele encima. La pelea cambiaba de signo. Ahora era Dax quien comenzaba a recibir un golpe tras otro y quien notaba una garra aprisionándole la garganta. Le faltaba aire, no conseguía zafarse y ya se temía lo peor cuando se oyó un sonido como el de un jarrón al caer al suelo. Algo había estallado contra el cráneo de Cosmo. Por la calva del director resbalaba un chorro de sangre. Dax le empujó y el viejo se cayó de costado. Estaba muerto.

Jadeante, Puerto se apoyó contra el terraplén, sosteniendo la piedra con la que acababa de golpear a su marido.

—¡Me condenarán por esto, Dax! ¡Esta vez jamás saldré de la cárcel!

—Cálmate, Puerto. Nadie va a ir a prisión.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿No te das cuenta? —Dax estaba pensando a toda velocidad; la tensión interior tallaba su rostro—. Contamos con una ventaja. No hay testigos. Diremos que nos bajamos del coche porque él iba muy borracho y que, unas cuantas curvas después, perdió el control y se despeñó.

—Es demasiado simple.

—Por eso nos creerán.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy. ¡Piensa! Nadie sabía lo nuestro. Apenas se nos puede relacionar. Todo lo más, como simples conocidos. Un montón de gente vio a Cosmo absolutamente borracho en ese bar de Valverde. Es fundamental que nuestra versión coincida. Diremos que tu marido se empeñó en conducir y continuar la fiesta en vuestra casa… Nos dirigimos hacia el volcán hasta que, alarmados por su estado, y ante el riesgo de un accidente, decidimos de común acuerdo bajarnos del coche y proseguir a pie… Es verosímil —concluyó el vulcanólogo, procurando ocultar el temblor de su voz—, hazme caso.

Puerto contemplaba el cadáver de Cosmo casi con el temor de que les estuviese escuchando. Pero no había duda de que no respiraba. El golpe con la piedra había abierto en su cabeza una brecha del tamaño de una pelota de tenis. La sangre empezaba a cuajarse sobre el rostro embarrado.

—Ayúdame —urgió Dax—. Tenemos que meterlo en el coche.

Necesitaron de todas sus fuerzas para mover el cadáver. Después de un par de fallidos intentos, y de arrastrarlo por la tierra, consiguieron restituirlo a su asiento y sujetarlo con el cinturón de seguridad.

La llave de contacto seguía puesta. Dax accionó el freno de mano y la hizo girar. Para su sorpresa, el motor, que no había dejado de arrojar humo, se encendió con la misma suavidad que de costumbre, y asimismo los faros antiniebla funcionaron con normalidad, como si el vehículo no acabara de sufrir un aparatoso golpe. Dax lanzó al barranco la piedra con la que Puerto había golpeado a su marido y utilizó otras de similar tamaño para calzar las llantas traseras del Rolls. Cuando consideró que el vehículo estaba asegurado, abrió la portezuela del acompañante, desconectó el freno de mano e indicó a Puerto:

—Ponte a mi lado y empuja.

Unos pocos metros les separaban del filo del precipicio. Puerto y Dax apoyaron las manos en el maletero y empujaron hasta no sentir los músculos. Cuando el morro perdió pie ellos resbalaron, reincorporándose de inmediato para ver hasta dónde caía el Rolls. Desde el borde del farallón oyeron el fragor de hierros colisionando contra salientes rocosos. El automóvil cayó y cayó hasta que una llamarada brotó de algún lugar que parecía encontrarse mucho más abajo de donde ellos estaban. Apenas unos segundos después, una explosión que pareció sacudir la montaña hizo volar por los aires los restos del coche. Las llamaradas alcanzaron tal altura y luminosidad que pudieron distinguir el perfil de la costa. El de Puerto seguía terriblemente angustiado. Dax intentó animarla:

—Todo saldrá bien. Suceda lo que suceda, debes conservar la calma.

—¡Nos van a descubrir, estoy segura! ¿Qué pasará cuando examinen el cuerpo?

—El fuego lo carbonizará —aventuró Dax—. Es probable que tengan dificultades para reconocer el cadáver.

—¿Y el golpe en la cabeza? ¡Sabrán que alguien le agredió antes del accidente!

—Durante una caída como esta, de más de un centenar de metros, necesariamente el ocupante del vehículo tuvo que sufrir numerosos golpes —razonó Dax, casi en tono pericial—. El del cráneo será uno más. Vamos —agregó, cogiéndole de la mano—. Acerquémonos hasta el lugar del siniestro, como si fuésemos a socorrerle. Si apareciese alguien no podríamos explicar por qué dejamos de hacerlo. Es seguro que, después de semejante explosión, habrá cundido la alarma.

Como otorgándole la razón, una débil luz que, allá lejos, cerca de la costa, parecía estar recorriendo la carretera de El Golfo, cambió de dirección y, trazando un ángulo recto, se dirigió hacia el automóvil en llamas.