El blanco y lujoso automóvil estaba aparcado a la puerta del Barlovento. Cosmo salió del bar tambaleándose, abrió la portezuela y se dejó caer con pesadez en el asiento del conductor.
—¡No pensarás conducir! —se escandalizó Puerto.
—¿Por qué no? Nunca me he sentido mejor. Suba al coche, señor Dax. Le llevaré como si fuese su chófer.
—Estás borracho, Leo —protestó su mujer.
—Aplicando una fórmula más poética te corregiré con un sinónimo, Puertito —la riñó Cosmo mientras luchaba por conectar el motor—. Solo estoy embriagado. Sigamos el consejo del poeta… ¡Embriaguémonos de vino, de poesía o de… velocidad!
El Rolls se puso en marcha, trazó una cerrada curva y se lanzó a tumba abierta por una de las calles principales de Valverde, flanqueada por comercios y casas de dos o tres pisos, bastante animada aún. La calzada era estrecha y las ruedas del Rolls, descoordinadas por los volantazos de Cosmo, golpearon los bordillos. Cuando dejaron atrás La Candelaria, iluminada por las farolas de su plaza, Puerto insistió:
—Conduciré yo, Leo.
—De ninguna manera. Si tienes miedo, pásate atrás, con el señor Dax. Eso os excitará más de lo que ya lo habéis estado cuando os veíais a solas.
Puerto enrojeció.
—Entre nosotros no ha pasado nada. Un puño del director golpeó el volante.
—¿Me crees incapaz de enterarme de lo que está sucediendo en esta isla, entre mi esposa y este, este…?
—Escuche, Leo… —empezó a decir Dax desde el asiento trasero.
—¡A callar! —bramó el director—. ¿No está satisfecho con su trofeo? ¿Necesita exhibirse?
—Su mujer no es ningún premio. La voz de Cosmo sonó más triste.
—Puede que no le falte razón. Para mí no lo ha sido. Mientras iba buscando el desvío a Frontera, Cosmo permaneció callado. Se había perdido por las enrevesadas callejas del barrio alto de la ciudad. Gotas de sudor hacían brillar su rugosa calva. Dax pensó que sería fácil sacarle del coche y golpearle hasta dejarle sin sentido. Mentalmente le vio en la cuneta, entre regueros de sangre. Él mismo se horrorizó de la dimensión de su odio.
—¿En qué está pensando, señor Dax? —balbuceó el cineasta, dirigiéndole una vesánica mirada por el espejo retrovisor—. ¿No estará madurando el criminal proyecto de quitarme de en medio?
Dax tragó saliva, sugestionado por aquella demostración de clarividencia. El ritmo de su corazón se estaba acelerando. No había cogido sus pastillas y temió sufrir una arritmia. Se sorprendió pensando de nuevo en lo fácilmente que podría matar a Cosmo. ¿Era una idea derivada de la situación o estaba perdiendo el control de su voluntad? Recordó algo que le había dicho Puerto. ¿Sería cierto que Cosmo era capaz de leer las mentes?
—He acertado, ¿verdad? —dio por hecho el director—. Como la mayoría de los hombres de ciencia, señor Dax, en el terreno sentimental es usted obtuso. Carece de la necesaria ductilidad para disfrazar su papel de adúltero. No sabe fingir, actuar. Ama y odia sin matices, rodando por la cuesta abajo de la pasión exactamente igual que una de esas rocas de obsidiana que tanto le gusta estudiar, limitada a arder en el fuego del volcán o a enfriarse bajo el soplo del alisio. ¿Por qué se queda callado? ¿No sabe lo que dice el refrán?
—¿Qué refrán?
—Quien calla, otorga.
—No voy a callarme. Quiero a su mujer.
—No sabe nada de ella, señor Dax. No se deje engatusar.
—¡Para el coche! —gritó Puerto, no tanto porque su marido hablase como si ella no estuviera presente como debido a que acababa de tomar una curva de manera suicida.
—¡Déjenos bajar! —reiteró Dax.
—Nada de eso —se negó Cosmo—. ¿Por qué tanto miedo? Si nos despeñamos, moriremos todos, y su nombre, señor Dax, saldrá en las noticias junto al mío. ¿Podría un oscuro científico aspirar a algo más alto?
—Sí: a evitarlo.
—Nadie va a morir, señor Dax. Para que al drama que estamos viviendo, a esta carnal reedición de Otelo, no le falten sus principales protagonistas, debemos sobrevivir los tres. Voy a encender los faros antiniebla. Así veré un poco mejor esta maldita carretera.
Cosmo accionó los faros y un precipicio se abrió delante de su amarilla luz. Puerto volvió a estremecerse, temiendo que fueran a despeñarse, pero de algún modo el conductor logró dejar atrás el peligro y el Rolls continuó su inseguro trayecto por una carretera que había vuelto a estrecharse.
Para respiro de sus pasajeros, Cosmo bajo la ventanilla y dejó que el aire le diese en la cara. Pareció despejarse un tanto, incluso redujo la velocidad. Atravesaron un largo túnel excavado en la roca viva, cuya bóveda rezumaba agua de manantial. Al otro lado de la montaña, la noche se reveló un poco más clara. Cada vez que el morro del automóvil enfilaba el invisible mar, cubierto por la bruma, Dax tenía la vertiginosa sensación de estar volando en medio de nubes tras las cuales se ocultaban los volcanes y las llanuras de lava.
Cosmo le propuso cambiar ese estado de confusión por otro:
—Para ir centrando sus planes homicidas, señor Dax, y a fin, en todo momento, de evitar que el tiro le salga por la culata, le aconsejaría, ¡definitivamente!, que no intente liquidarme ahogándome en mi piscina. Es lo primero que se le ocurriría a cualquier aficionado. Mediante ese burdo procedimiento jamás conseguiría engañar a la policía. Edgar, mi fiel cacatúa, le vería cometer la fechoría. En cuanto los agentes apareciesen por la Montaña del Hombre Muerto, mi simpático lorito le acusaría a usted, graznando horriblemente:
«¡Ha sido Dax, el señor Dax!». No tendría defensa posible y el caso se resolvería dando con sus huesos en la cárcel.
—Está usted loco —se limitó a replicar el vulcanólogo.
—¿Acaso no lo está usted?
—Claro que no.
—¡Claro que sí, señor Dax! Está loco por mi mujer, no hay más que advertir con qué ojos de cordero degollado la mira cuando cree que no me doy cuenta. Puedo leer dentro de su cabeza, y en la de ella, como en las páginas de un libro abierto. Usted cree que Puertito le corresponde… Pero yo no estoy ciego y sé que no es así.
—¿Cómo lo sabe?
—Es usted muy tosco, señor Dax. ¿No comprende que su última y espontánea pregunta ha implicado una confesión en toda regla?
Puerto se había acurrucado contra la portezuela. Dax la oyó decir:
—Él es inocente, Leo. Respétale.
Cosmo le pegó otro manotazo al volante. El coche se bandeó peligrosamente.
—¡Qué sabrás tú de respeto si ni siquiera te respetas a ti misma!
Puerto se apretó más contra la portezuela. Dax temió que pudiera abrirse e insistió:
—Déjeme coger el coche, Leo.
—¿Sigue teniendo miedo, señor Dax?
—No.
—¿Por qué me miente? Por el espejo retrovisor estoy viendo su aterrada cara de hurón.
Dax se mordió la lengua. La de Cosmo se volvía de trapo. El director cabeceaba, como si fuera a dormirse. A duras penas lograba mantener la atención en la carretera. Por fortuna, un último resto de prudencia le había hecho reducir aún más la velocidad, de manera que el enorme y silencioso automóvil avanzaba con lentitud en medio de la oscuridad de El Golfo, horadando un arco de bruma con el hemiciclo de volcanes a un lado y el negro mar a su derecha.
—No solo tiene usted miedo a un accidente, señor Dax —siguió barbotando el director—. También a mí me lo tiene. A pesar de ello, y de que solo soy un anciano, sigue creyéndose un tipo duro. Uno de esos machos ibéricos que se divierten jugando con las esposas de los demás y que, para completar la burla, acaban abandonándolas en brazos de otros de peor condición, todavía. ¡No, señor Dax, no me interrumpa! Y tú tampoco, Puertito. Tu aventura va a terminar mal. El señor Dax es poco para ti. Pronto le habrás olvidado. Volverás a la senda de la autodestrucción, al arroyo y al burdel. Te recomendaría el club Síbaris, a cuyas atentas señoritas conozco en persona, y entre las que he hallado el consuelo y el afecto que tantas veces tú, alegando vagas e inaceptables excusas, maritalmente me negabas.
La mención a ese club hizo recordar a Dax el correo publicitario que hacía unos días habían enviado a su ordenador. Era como si Leo Cosmo le estuviese indicando que había sido él. Asqueado por lo que acababa de oír, Dax pensó que, en el fondo, le era indiferente quién lo hubiese remitido.
Una difusa señal les advirtió que estaban llegando al cruce con el Lagartario. Dax comprendió que era su última oportunidad para bajarse del coche, pero no pudo hacerlo. Algo más fuerte que él lo inmovilizó en su asiento de piel mientras el Rolls comenzaba a subir por última vez la pista de tierra de la Montaña del Hombre Muerto.