Muy crispado y con los nervios en tensión, Dax hizo volar el coche por la carretera de la costa. Llegó a Valverde a las seis menos cuarto de la tarde.
Aparcó cerca de la iglesia de la Candelaria. Su balconada caía sobre los riscos, pero apenas se divisaba el mar. Una neblina impulsada por la brisa difuminaba el paisaje, configurando nubes que amenazaban lluvia.
Para hacer tiempo, Dax visitó algunas tiendas, compró material fotográfico e informático y encargó víveres asegurándose de que el servicio de reparto podría llevárselos hasta la Colonia a lo largo del día siguiente, dejándoselos a la puerta, debidamente embalados, si él no estaba. Se había quedado sin efectivo y fue a sacar doscientos euros de un cajero automático. Se hallaba guardando los billetes en su cartera cuando empezó a llover.
—Está claro, ingeniero, que ha sido usted quien ha traído la lluvia a El Hierro.
Al girarse, Dax se dio de bruces con José Perdigón, la última persona del mundo con quien hubiera deseado encontrarse. El guía llevaba un deshilachado sombrero de paja y la camisa abierta enseñando una medalla y lo que parecía el colmillo de un gran felino. Iba fumando un cigarrillo realmente apestoso y su aliento hedía a alcohol.
—¿Qué, ingeniero, como le van las cosas? ¿Qué tal se las arregla en la Colonia?
—Muy bien, gracias.
—¿No necesita nada?
—Creo que no.
—¿Ni siquiera…? —Y el señor Pepico le guiñó un ojo al tiempo que dibujaba con las manos el contorno de un cuerpo femenino.
—Tampoco, ya le dije.
—No me extraña. Va bien servido. Dax le miró con prevención.
—¿Qué insinúa?
—Nada, ingeniero. Solo que el otro día me pareció verle muy bien acompañado en las proximidades del Parador.
—Era una amiga.
—Rubia, me pareció. ¿Extranjera?
—Sí… Una chica inglesa, vulcanóloga, también, con la que coincidí en el Monte Santa Elena.
—Qué casualidad.
—Ya lo creo. Dimos un agradable paseo recordando viejos tiempos.
—¿Toma una copa conmigo?
—Tengo una cita.
—¿Con la inglesa?
—¡Qué más quisiera! Se trata de un compromiso de trabajo.
—Si es así, le dejo. En cuanto oigo el verbo trabajar me entran ganas de echar un trago.
—Todo indica que hoy ha trabajado mucho.
—Por eso estoy que me caigo.
—Váyase a dormir —le aconsejó Dax.
—Buena idea, ingeniero. Eso haré.
Perdigón desapareció calle abajo. Aunque era muy pronto, Dax se dirigió al Barlovento, el local donde había quedado con Puerto.
Se trataba de un pub céntrico, con una barra alargada, espaciosa, media docena de máquinas tragaperras y, al fondo, dos mesas de billar. El ambiente estaba cargado de humo. Había bastantes clientes. Jóvenes, sobre todo. Pacíficos, la mayoría, y algunos con aire bohemio y esos gestos pausados y enfáticos propios de las islas.
Dax ocupó una de las mesitas laterales, pidió un café y sacó uno de sus cuadernos de campo, dispuesto a emplear el tiempo de espera en redactar otro informe para la Estación central.
Apenas le habían servido la taza se oyó un griterío en la entrada. Leo Cosmo y María Puerto hicieron una tumultuosa aparición en el local.
El director iba indecentemente borracho. Sujetaba a su mujer de un brazo, como para que no huyese de él. A su vez, ella se esforzaba en mantener el equilibrio y evitar que su marido se cayera.
Puerto vio a Dax y su rostro se cubrió de una intensa vergüenza. En medio de las brumas de su borrachera, Cosmo le reconoció y se dirigió hacia él. Dax notó una fuerte presión en la cabeza. El corazón le golpeaba dentro del pecho.
—¡Si es mi fan número uno! —vociferó el director.
Un taburete se atravesó en su camino y estuvo a punto de tropezar. A duras penas, sujetándose primero a la mesa y después al propio Dax, que se había levantado al verle venir, Cosmo consiguió mantenerse en pie. Acto seguido, se dejó caer en una silla demasiado pequeña para él y señaló los dibujos de composiciones geomórficas que Dax se había entretenido en pergeñar mientras esperaba a Puerto.
—¿Qué son esas rayas? ¿Bocetos? ¿No se habrá creído, después de nuestra larga conversación del otro día, que ha ascendido usted a la categoría de artista?
Cosmo se echó a reír estrepitosamente, como si ese concepto, asociado al vulcanólogo, le causara hilaridad. Humillado, Dax esperó a que se callara. Puerto había acercado un taburete a la barra. Sin dejar de observarles a distancia, se había puesto a conversar, cabizbaja, con uno de los camareros.
En ese momento, Dax vio cómo Fagen entraba al local. El escultor le dirigió una amistosa seña, saludó a Puerto con una sonrisa y se acodó en una esquina de la barra para pedir el juego de dardos y una primera copa, de la larga serie que seguramente estaría dispuesto a consumir.
—¡Un ron, camarero! —gritó Cosmo al chico que estaba hablando con su mujer.
—¿No prefiere licor de plátano? —ironizó Dax.
—Esta noche me propongo rendir homenaje a mi sangre cubana —repuso Leo, con un tono de voz casi normal.
Dax recordó que, según Puerto, el cineasta era capaz de entrar y salir de la embriaguez con pasmosa facilidad. Haciendo buena esa observación, parecía haber recobrado milagrosamente la serenidad.
—¿Sangre cubana? ¿No es usted español?
—Solo a medias, señor Dax. Soy hijo de Leopold Cosmolín, un boxeador cubano que recaló en Madrid, donde se casaría con una manchega. Mi padre llegó a disputar un campeonato europeo de peso gallo, pero el alcohol, no como a mí, acabó dominándole y tumbándole en la lona.
El camarero le puso delante un ron con hielo. Cosmo lo alzó y brindó al techo.
—Va por ti, mamá. Permítame, señor Dax, que, antes de analizar temas más serios…
—¿Qué clase de temas, señor Cosmo?
—Tenemos que hablar de ella.
—¿De quién?
—No se haga el tonto.
Dax le miró, desafiante. Sus rasgos parecían de piedra. El proteico rostro del director brillaba de astucia. Dax empezó a decir, algo inseguro:
—Puerto y yo no…
Cosmo le interrumpió con delicadeza, como a un hijo al que no se desea ridiculizar en público.
—Antes de que nos metamos en harina, señor Dax, permita que le revele algo más de mi vida. A un intelectual de su talla, tan docto en el cine español, le servirá de información complementaria. Durante muchos años, repitiéndose las palizas a mi madre, sus perdones y, otra vez, sus insultos y golpes, mi padre entraba y salía de nuestro hogar, llevándose el poco dinero que teníamos para gastarlo con otras mujeres. Mamá trabajaba de limpiadora en un hospital de Madrid. Yo siempre estuve muy unido a mi madre, que se llamaba Angustias, pero había heredado la naturaleza violenta del gallo Leopold y con frecuencia me metía en líos callejeros. Muy pronto empecé a experimentar con drogas. Trapicheé, robé, estuve detenido y pasé por el reformatorio, donde aprendí carpintería. A los dieciocho años entré en el mundo del cine, precisamente en calidad de carpintero de escenarios. Trabajé para algunos directores medianamente conocidos. Por las noches actuaba en salas de fiestas y cabarets haciendo números de magia, con el nombre artístico de Mago Cosmopoulos, o cantando boleros bajo el apodo de Leopoldo… De casta me venía, señor Dax, porque mi madre, de joven, había cantado coplas. No le he dicho que, antes de eso, siendo yo pequeño, mis primeras actuaciones las protagonicé vestido de mujer. Mi madre quería una niña, en lugar de un varón. Me vestía con mallas y me hacía jugar con muñecas. En el fondo, estoy agradecido a aquella actitud, porque desde mi más tierna adolescencia me permitiría conocer con mayor profundidad y fecundidad mi doble naturaleza de hombre-mujer.
—Deje de inventarse vidas imaginarias.
—¿No me cree, señor Dax? Comencé a escribir guiones, a publicar relatos, a filmar documentales, anuncios, cortometrajes, toda clase de ensayos e intentonas. Era y me consideraba un hombre, pero, es cierto, gusté de otros hombres. No renegaré ahora de algo que en el mundo del cine ha sido práctica habitual. Al final, empero, opté por las mujeres. Son ellas las que hoy renuevan mi deseo, el péndulo de mis ideas, quienes guardan las claves y secretos de mi creación. El hombre es maniqueo, señor Dax. Héroe o bufón, verdugo o místico. La mujer, en cambio, va dispersando por la superficie de la vida distintas semillas y valores. Ni se apresura ni se demora. Oscila de la resignación al odio y de la apatía a la acción con los misteriosos ritmos de la naturaleza. Reina en los corazones y en el trono de los hombres y llora con lágrimas de sangre dolores que pronto olvidará, pues muchos serán los que todavía le resten por sufrir. La mujer, señor Dax, existe como género. Su naturaleza íntima es el misterio. El velo. La sonrisa de la Gioconda. En el hombre, raramente encontramos algo tan elevado y sutil, salvo en aquellos que fueron de estirpe sagrada: Pitágoras, Platón, Alejandro Magno, Jesucristo…
A Cosmo se le había secado la boca y bebió con avidez de su copa de ron. Sin disimulo, como si se tratase de una desconocida, señaló a su mujer, quien, a su vez, les contemplaba desde la barra con una expresión que Dax no le había visto antes y que no supo definir.
—Es guapa, ¿verdad? —preguntó Cosmo, clavándole sus redondos y vivarachos ojos.
Dax asintió mímicamente. El sombrío relámpago que acababa de cruzar el rostro del director le había invitado a ponerse en guardia.
—Y muy joven todavía —añadió Cosmo—. Casi tan joven como usted.
—Yo no soy joven.
—¡Qué dice! Todavía no ha visto nada, nada en absoluto. Espérese a que la vida le vaya mostrando sus abismos y a que el infierno asome ahí abajo. ¿O es que cree que siempre estará rodeado de ángeles?
—Hay seres humanos que valen la pena.
—Mi esposa podría ser uno de esos seres, ¿no, señor Dax?
—Es posible.
Cosmo se pegó un puñetazo en el muslo. Si lo hubiera hecho en la mesa, la vajilla habría saltado por los aires.
—¿Qué sabe usted de ella, señor Dax? ¿Quiere que le cuente la verdadera historia de la chica de la que se está encoñando?
Dax le puso un dedo en el pecho a modo de advertencia, pero el director se lo apartó de un manotazo.
—¡No se atreva a negarlo! ¡Mírese a sí mismo, encelado como un novillo! Créame que le comprendo, señor Dax —agregó el director, moderando el tono—. Yo también la he visto con esos bañadores ceñidos y sin ellos. Pero no es oro todo lo que reluce.
—Seguramente es usted quien no la conoce. Yo creo que es una gran mujer.
—¿En la cama?
—No se denigre a sí mismo.
—Ya veremos quién de los tres termina más enfangado, señor Dax. Ignoro qué le habrá contado ella, pero le ha mentido. Puertito es una fantasiosa compulsiva, como toda fulana. Un caso perdido. Si hubiera conocido a sus padres… Él era atracador. Lo llamaban El Shangai porque estaba obsesionado con enriquecerse y retirarse a esa ciudad que ni siquiera sabía dónde estaba, pero que había idealizado a través de una película. El Shangai murió en una reyerta, no sin antes encumbrarse como un temible delincuente. Además de abrir innumerables cajas fuertes, llegó a abrir las noticias de un telediario. Sexualmente, era un pervertido. Comenzó a abusar de Puertito cuando solo era una niña. A partir de los quince años la prostituyó, dando así continuidad al oficio de la madre, que también era puta. En el Borne barcelonés, donde vivían, y donde Puerto nació, conocían a la madre como La Chupetes, por el virtuosismo de sus felaciones. Puertito era una gitanilla, nada que ver con la sofisticada mujer de hoy. Hubo que educarla, limpiarle el barro del arroyo… Yo me acostaba con ella desde que tenía dieciséis años, señor Dax. Cuando iba a cumplir su mayoría de edad, la adquirí en exclusiva. Pagué al Shangai y a la Chupetes una astronómica cifra, contante y sonante, más una mensualidad fija a cambio de que se olvidaran de su hija para siempre y de que, sin amenazas, represalias ni futuras demandas, la dejasen venir conmigo en calidad de sirvienta. Más adelante le costeé los estudios de interpretación. Como actriz, sin embargo…
—¡Basta ya, Leo!
Puerto estaba en pie, junto a ellos, con la chaqueta del director doblada en un brazo. Jadeaba, como si le faltare el aire.
—Tan solo estaba informando al señor Dax sobre nuestros humildes orígenes —se justificó su esposo—. Los antropólogos lo llaman «arqueología de la personalidad». Se asombraría de la cantidad de ciencia que consumo, señor Dax. En astronomía, por ejemplo, contando el telescopio que hice instalar en nuestra casa del volcán, no habré gastado menos de…
—Me voy, Leo —dijo Puerto.
—Nos vamos todos.
—No he querido decir eso.
—¡Mujeres! ¿Qué has querido decir, entonces?
—Que me marcho, Leo. Te dejo.
—Eso lo hablaremos en casa.
—No pienso volver a casa.
—Claro que sí. Y usted vendrá con nosotros, señor Dax. Cenaremos en la Montaña del Hombre Muerto y brindaremos por nuestro trío amoroso. Quizá esta noche me transforme en volcán y vuelva a arrojar torrentes de lava. ¡Venga, salgamos de este apestoso bar! ¿Llevo yo las llaves del Rolls o las guardaste tú, Puertito?