Eran cerca de las doce cuando regresaron a El Valle, a la posada llamada La Cruz Blanca. Tal como Dax había presumido, Puerto prefirió esperar a que sus dueños y los huéspedes se retirasen a dormir.
Los furtivos amantes pasearon sin rumbo por el mal iluminado y vacío pueblo. Los pocos bares habían cerrado. Al pasar delante de las casas tan solo se oían los ladridos de un perro o el ahogado murmullo de las voces procedentes de un televisor.
El dueño de la posada había indicado a Dax que el establecimiento se cerraba a las doce. A partir de esa hora, deberían entrar al hostal con una llave adjunta a la de la habitación.
Pasaban cuarenta minutos de las doce cuando Puerto y Dax se dirigieron a La Cruz Blanca. Tres o cuatro coches aparcados a la entrada indicaban la presencia de huéspedes, pero el establecimiento estaba envuelto en silencio.
Subieron las escaleras procurando no hacer ruido. Su habitación, en el último piso, era la 301.
Nada más entrar al amplio y desamueblado cuarto, con suelo de baldosa y paredes de estuco, se besaron largamente. Pero los besos de Puerto eran fríos. Parecía desmotivada y no se desnudó hasta que él lo hizo. Su pasividad, tendiéndose como inerte debajo de él, sin abrazarle, sin responder a sus acometidas, limitándose a recibirle como si de una obligación se tratara irritó a Dax, pero aún no tenía con ella el grado de confianza como para expresar decepción alguna. Se limitó a fingir satisfacción y a encerrarse en el baño.
Puerto se levantó de la cama, abrió las contraventanas del balcón y salió a fumar un cigarrillo. Dax se tumbó de nuevo, temiendo que algo, en lugar de anudarse, estuviera a punto de deshacerse entre ellos.
Puerto se había sentado en el estrecho balcón. Dax la vio acuclillada contra la reja, aspirando el tabaco con avidez. La llamó, pero ella no pareció oírle. La luz de la luna iluminaba con suavidad su rostro, haciendo brillar su mirada como la de un misterioso animal nocturno. Puerto fumaba sin parar, arrojando a la noche columnas de humo azulado.
A su vez, Dax encendió un cigarrillo y empezó a consumirlo en la cama, esperando a que ella regresara del lugar, fuera cual fuera, en el que se encontraba su mente. Puerto aplastó la colilla contra una baldosa del balcón, pero todavía permaneció unos minutos en la misma postura, con la mirada perdida y las rodillas flexionadas contra el pecho. Finalmente, se levantó y entró al cuarto. Arrancó la colcha, como si tuviera frío y quisiera cubrirse con ella, pero no se acostó. Prefirió sentarse en el filo de la cama.
—Escúchame con atención, Dax —dijo con su extraña voz—. Voy a contarte algo que nadie sabe. Solo Leo. No me interrumpas, por favor. Cuando haya terminado, tampoco quiero que me hagas preguntas. ¿Lo prometes?
Dax asintió y ella dio inicio a una especie de confesión. Sus primeras palabras resonaron con una metálica reverberación:
—No soy la mujer que has imaginado.
—Es cierto que sé pocas cosas de ti, pero…
—Realmente muy pocas, Dax. Ignoras que estuve en la cárcel.
—¿Por qué razón? —saltó él.
—Sin preguntas, Dax.
—Está bien.
Ella pareció ablandarse.
—Serás tú quien tendrá que perdonarme.
—Quiero saber por qué te encarcelaron.
—Fui condenada por asesinato.
El tiempo pareció condensarse en el aire templado de la habitación. Dax preguntó con lentitud:
—¿Mataste a alguien?
—A mi marido.
Dax se limitó a mirar a Puerto con una expresión vacía. Ella continuó hablando:
—El hombre con quien me casé se llamaba Dámaso. Era uno de los cámaras que solían trabajar con Leo. Muy guapo, algo mayor que yo. Nos conocimos durante el rodaje de El tren de las doce y cuarto, la única película que llegaría a hacer con quien, algún tiempo después, se convertiría en mi segundo marido.
Puerto hizo una pausa para encender otro cigarrillo. Dax experimentó la sensación, casi física, de que algo sólido que ya habían levantado entre los dos se desmoronaba como una muralla de cartón piedra. Pudo sentir el mismo miedo a lo desconocido que le invadió cuando perdió a Leticia. Era como un cuerpo extraño, un peso sobre el pecho, una repugnante y viscosa membrana que le impedía respirar.
Puerto prosiguió, con la voz ronca por el tabaco:
—Yo procedía del teatro. Había tenido conversaciones con otros directores de cine, pero no llegaron a nada. En realidad, El tren de las doce y cuarto sería la única cinta en la que llegaría a trabajar. A Dámaso le tocó filmar algunos de mis planos y nos caímos bien. Nos acostamos durante el rodaje y nos casamos a los cinco meses. Era un tipo sencillo y cariñoso, y un buen profesional, pero carecía de matices, de ambición, y era celoso, casi tanto como más adelante descubriría que lo era Leo.
Dax hizo ademán de ir a decir algo. Puerto levantó una mano.
—No hay preguntas, Dax. Pero puedo imaginarme la que te quema en los labios. También yo me he preguntado muchas veces por qué me atrae ese tipo de hombres. No tengo una respuesta. Dámaso me hacía feliz a ratos, y otros desdichada. No porque me despreciase o maltratara, sino porque nuestro matrimonio daba la espalda al futuro. Vivíamos en Valencia, en el piso de él. Ni siquiera llegué a conocer la ciudad. Apenas salía de casa. Con cierta frecuencia, Dámaso debía incorporarse a un nuevo rodaje y yo me quedaba sola durante semanas, sin amigos ni amigas, sin otra cosa que hacer que ver la televisión y esperar a que el teléfono sonara. Una noche salí, entré a un bar, tomé unas copas, me dejé invitar por un tipo y me acosté con él. Me dijo que no estaba casado y que se dedicaba a los negocios. No le creí y tampoco me importó no hacerlo. No disfruté con él en la cama y no volví a verle, pero siempre le agradeceré que me ayudara a romper los lazos que me ataban a Dámaso.
—¿Se lo contaste a él?
—Sin preguntas, Dax. No hubo más infidelidades. Seguí soportando a Dámaso, viviendo con él, ejerciendo el papel de su mujer lo mejor que podía o sabía. Cocinando para él, acostándome con él. Un día, Leo Cosmo apareció por Valencia y Dámaso se empeñó en que le invitásemos a cenar. Tenía interés en quedar bien con él y me pidió que me esmerara en la cocina. Nos gastamos una fortuna en marisco y en la mejor carne que pude conseguir. Puse candelabros en la mesa de nuestro ridículo salón. Dámaso le había citado a las nueve, pero Leo no se presentó en nuestra casa hasta una hora y media después. Había mantenido reuniones importantes, se justificó, citas que podían resultar decisivas para la financiación de la película en la que andaba trabajando, y se le había hecho tarde. Llevaba unos whiskies encima, pero, en cuanto se sentó a cenar, sus síntomas se le pasaron como por ensalmo. Dámaso estaba pendiente de él. Le había acomodado la silla y se ofreció a partirle el marisco. Yo estaba avergonzada de su servil actitud. Había encargado unos vinos que jamás los habría comprado para nosotros, ostras, caviar, champán… Dámaso le servía como habría hecho el más adulador camarero. Leo, ya le conoces, hablaba sin parar. De sus cosas, por supuesto. En ningún momento se refirió al trabajo de Dámaso. Le consideraba un empleado suyo, alguien a sus órdenes, a su servicio, un simple técnico a quien empleaba y remuneraba cuando había dinero y trabajo. Dámaso intentaba meter baza, deslizar alguna coletilla procedente de los rodajes en los que había grabado bajo sus órdenes, pero Leo, sin permitirle en ningún momento situarse a su nivel, ignoraba sus estupideces y seguía hablando de su nueva película.
—¿Cómo se titulaba? —preguntó Dax, procurando relajar el angustioso tono que se iba apoderando de ella.
—A esa cuestión sí te puedo responder —sonrió Puerto, pero lo hizo dolorosamente—. Se titulaba Los vampiros duermen de día. Iba a ser una de esas góticas mezclas de comedia y terror que tanto le gustan a Leo. En ese proyecto, nos desveló él con su mejor sonrisa, tenía un papelito para mí. Necesitaba una «chupadora de sangre», me adelantó, joven, hermosa y lo bastante mórbida como para que el espectador se turbase ante la visión de sus pechos comprimidos por un escotado vestido. Me ofreció el papel. Dámaso livideció, pero no rechistó. Acepté. Leo añadió que tendría que aparecer desnuda en algunas escenas, e igualmente volví a aceptar. Leo se puso en pie y me dio un abrazo y un tentón en el culo. Dámaso agachó la cabeza. Bebimos para celebrarlo y seguimos bebiendo cada vez más.
Puerto se arrebujó en la colcha, dobló las rodillas y se quedó mirándoselas. Sus verdosos ojos brillaban con una líquida y agresiva cualidad. Otra vez parecía haberse ausentado de la habitación.
Dax hizo un gesto de impaciencia y ella continuó hablando:
—Lo que pasó después, de madrugada, es inaceptable, y por eso lo he olvidado en parte. Dámaso se emborrachó de puros nervios, o de puros celos, y acabó faltándole el respeto al director. Intenté evitarlo, frenarle, pero era inútil. Una interminable vomitona de rencor comenzó a salir de su boca y ya no cesó. El pobre estaba muy borracho. El alcohol le sentaba invariablemente mal, y por eso, en días normales, bebía muy poco o nada. Pero aquella noche se le había ido la mano y ya no tenía vuelta atrás. Leo me hacía disimuladas señas, indicándome que no le diera importancia, pero yo me sentía cada vez más humillada. También Dámaso lo estaba, así como exasperado por la inmutable superioridad, por el cínico dominio de Leo sobre aquella penosa situación y sobre las frágiles normas que regían nuestra pareja, nuestro matrimonio. Dámaso la tomó conmigo. Empezó a insultarme, a llamarme puta, a denunciar a gritos que a veces, cuando yo no estaba, llamaban hombres al teléfono de casa preguntando por mí, obligándole a responder que su mujer había salido y condenándole a imaginarse cómo serían sus caras, sus casas, y si me hacían el amor en hoteles de lujo o en el interior de coches aparcados en las veredas de los huertos. Incluso, ¿quién sabía?, argumentó, fuera de sí, en nuestra propia cama. En ese instante, Leo se levantó, asqueado, y se marchó, dejándome a solas con aquel fracasado. Quedarnos frente a frente envalentonó más a Dámaso. Tuve que oír las más groseras acusaciones que pueda escuchar una mujer. Me refugié en el dormitorio. Él se puso a forcejear con la puerta, intentando hacer saltar el pestillo. De pronto, algo estalló en mi cerebro. Rompí contra el radiador un frasco de perfume, lo empuñé y quité el cerrojo. Dámaso se arrojó sobre mí, pero yo sostuve mi arma y se la clavé en la cara. Se ensangrentó y dio tumbos por la habitación gritando que le había dejado ciego. Abrí la ventana, lo empujé hacia ella y, golpeándole salvajemente con una silla, conseguí hacerle caer desde nuestro quinto piso. Todavía resuena en mis oídos su inhumano aullido.
Puerto abatió la frente y se hundió en un prolongado silencio. Fuera, en la oscura noche, se oyó cantar a una lechuza. Dax sentía que la sangre se le había retirado del rostro. Alegó, conmocionado, dándose cuenta de que le temblaban las manos:
—Lo hiciste en defensa propia.
—Te equivocas. Maté a Dámaso deliberadamente. Después me arrepentí, pero en aquel momento lo habría vuelto a hacer.
—¿Qué sucedió luego?
—Nunca he estado demasiado segura. Es como si ese episodio perteneciera al mundo de los sueños. No sé cuánto tardó en llegar la policía, ni quién la avisó. Yo no me había movido del dormitorio. Me encontraron tumbada en el suelo, en medio de un charco de sangre, en estado de shock. Fui trasladada a comisaría e interrogada. A las primeras de cambio, confesé. Un abogado de oficio me adelantó que, sin testigos, y sin golpes en mi cuerpo que pudieran demostrar que había sufrido malos tratos, solo podía confiar en que la sentencia contemplase algún atenuante. En el fondo, me daba igual. Y siguió sin importarme hasta que recibí en la cárcel la visita de Leo y de otro abogado, el suyo. Leo me dijo que iban a hacerse cargo de mí y que él pagaría todos los gastos. Por mi parte, yo solo tendría que portarme «como una buena chica» y ajustarme al guión de aquel carísimo abogado especialista en defender a los famosos del cine. Me dejé aconsejar, llevar. Maticé mis declaraciones y poco después supe que el tribunal había admitido nuevas pruebas. El juicio tardó en convocarse trece meses, de los cuales cinco los pasé en una cárcel de mujeres y el resto en libertad provisional bajo una fianza que, naturalmente, pagó Leo. Fue una farsa, Dax. Leo había comprado a todo el mundo, a los policías, a los jueces. Me declararon inocente y quedé libre. Libre para siempre.
Ahora era Puerto la que estaba temblando. Se acostó junto a su amante y buscó su calor.
—¿Entiendes ahora por qué me casé con él?