27

Dos días después, Dax consideró que la subestación estaba a punto para regresar a la normalidad.

El vulcanólogo había revisado también las instalaciones del observatorio meteorológico, situado en una de las cumbres centrales, en medio de un bosque de laurisilva, y los equipos del faro de Orchilla. Partiendo del trabajo realizado en la actualización de datos, estaba ya en condiciones de concentrarse en la renovación tecnológica de las nuevas instalaciones de medición de riesgos, incluidos los sensores submarinos diseñados para la plataforma litoral. Decidió dar prioridad a su puesta a punto y hablar con el buzo profesional.

Manglano le había facilitado un teléfono de contacto con el submarinista, Ángel Alegría. En otras ocasiones ya había trabajado para ellos. Dax le había llamado, sin obtener respuesta. Dejó un mensaje en su contestador, pero no le devolvió la llamada en todo el día. Extrañado, Dax cogió el coche y se dirigió a La Restinga, donde residía el buzo.

Eran cerca de las seis de la tarde cuando llegó a esa población costera, cuyos habitantes estaban lejos de sospechar que, unas pocas noches atrás, la tierra, allá abajo, había temblado.

Dax condujo por las callejuelas hasta desembocar en una playa de arena negra y un pequeño puerto en el que permanecían amarradas barcas de pesca y las zodiacs empleadas por las agencias de buceo.

No hacía demasiado calor, pero el sol poniente brillaba en el mar con serpentinas de plata, confiriéndole un aspecto tan invitador que le entraron ganas de darse un baño. No se lo pensó demasiado. Llevaba sus bermudas en la mochila. Las sacó y se cambió dentro del coche. Bajó por unas escaleras de hierro empotradas en el muro de la dársena y se zambulló cerca del puerto.

El agua no estaba demasiado fría ni tampoco limpia. Plásticos a medio degradar y una película de grasa flotaban alrededor de las embarcaciones. Un denso olor a gasolina saturó el aire cuando una de ellas, una veloz lancha, accionó su potente motor a escasa distancia de él.

Dax comenzó a nadar en pos de su estela. Según se iba aclarando, libre de la suciedad portuaria, el agua, más transparente, le permitió ver los fondos.

Nadó hasta allá donde las olas se remansaban en largas y profundas ondas.

Durante un rato, para recuperar fuerzas, flotó en la posición del muerto. Espalda rígida, piernas estiradas, cabeza semihundida. Al entrar y salir de sus oídos, el agua salada hacía el mismo ruido que al desaguar en una gruta costera. El sol bajo le daba de frente. Dax cerró los ojos. Le invadió una sensación de abandono, como si su cuerpo, ingrávido, flotara sin esfuerzo alguno, como si, en lugar de las suaves olas del Atlántico, unos brazos invisibles estuviesen meciéndole en un lecho de espuma. Se relajó aún más, dejándose invadir por una creciente invitación al descanso, similar a la que experimentaba cuando tomaba demasiados hipnóticos para poder dormir. Su visión se nublaba. Rojas y negras sombras le envolvían. ¿Eran pájaros, espíritus? Abrió los ojos al sol. Por un instante, deseó que la muerte se pareciese a aquel dulce sopor que anestesiaba sus emociones e ideas, salvo el deseo de ella.

Recurrir a Puerto, murmurar su nombre y regresar a la conciencia de la vida fue un solo e instantáneo acto. Dax tomó aire y se dejó caer hasta el fondo. Había bastante profundidad. Sus pies tardaron unos eternos segundos en tocar la roca. Como una ráfaga de esperanza, le asaltó la idea de dejar de respirar, pero sus talones le impulsaron de regreso a la superficie y se encontró nadando de retorno al puerto. Sus brazadas eran vigorosas. Volvía a tener ganas de vivir. Y todo el rato pensaba en ella, en Puerto, la mujer de Cosmo.

Salió del agua y se sentó en la playa hasta que su piel se hubo secado. Luego regresó al coche para cambiarse y se puso a buscar al buzo. Tenía su oficina en una de las estrechas calles del casco urbano de La Restinga. Después de dar unas cuantas vueltas, Dax encontró el local.

La oficina estaba cerrada. Un cartel, sin la «u», advertía: VUELVO ENSEGIDA. El vulcanólogo esperó diez minutos delante de la puerta, pero Ángel Alegría no apareció.

Se estaba haciendo de noche. Dax supuso que el buzo no viviría lejos de su lugar de trabajo y decidió preguntar en una tienda de pesca que estaba a punto de cerrar. Al muchacho que ocupaba el mostrador no pareció agradarle la consulta, como si tampoco Ángel Alegría le cayese especialmente bien, pero indicó a Dax que tal vez pudiera encontrarle en Las Caracolas, un bar situado a un par de manzanas, «donde suele comenzar su ronda de cervezas».

Dax localizó Las Caracolas. Era un cafetín con los cristales sucios. Entró y preguntó al camarero. Casualmente, Alegría acababa de marcharse. El camarero apuntó que quizá podría encontrarle en otro bar, también con nombre de criatura marítima: El Aguja.

—Iba con una señorita —añadió, dando a entender que se trataba de una belleza.

No le faltaba razón, porque era Puerto. Dax se sorprendió reconociéndola a través de las cortinas de cintas de colores de El Aguja. Puerto estaba delante de una caña de cerveza y del rostro amazacotado de un hombre que, sentado en otro taburete, se inclinaba hacia el suyo para hablarle a la menor distancia a la que ella, recostada hacia atrás, le permitía.

—Hola —dijo Dax—. Qué pequeño es El Hierro. Ella le había visto entrar. Muy nerviosa, se puso en pie junto a su taburete.

—¿Qué está haciendo usted aquí? ¿Por qué me sigue? Dax palideció.

—¿De qué estás hablando?

—¿Por qué me tutea? ¿No ve que estoy ocupada?

—Me doy cuenta. ¿Interrumpo algo? Puerto se echó a reír.

—Encima no estará pensando que… ¡Le advertí que me dejara tranquila!

El hombre que la acompañaba se encaró con Dax.

—¿Está buscando problemas?

—Al contrario, intento solucionarlos.

—Pues tiene una manera muy curiosa de hacerlo.

—Me temo que aquí hay un mal entendido.

—Es usted en el que no entiende. Por eso le voy a hablar con toda claridad: ¡largo!

—Si me marcho, no sabrá a qué he venido. ¿No es usted el buzo? Soy el nuevo técnico de la estación. Le llamé esta mañana, pero…

Alegría se relajó.

—¿Dax? ¿Ricardo Dax?

—Soy yo.

Apaciguado, el submarinista volvió a ocupar su taburete.

—Me advirtieron de Tenerife que se pondría en contacto conmigo. He tenido un día horrible, lo siento. Primero se me averió la zodiac, con una pareja de buceadores a bordo. Tuvieron que venir a remolcarme. Y esta tarde me dolía tan terriblemente la cabeza que he tenido que ir a…

—¿Tomar unas cervezas?

—Bueno, eso también, pero antes pasé por el médico… Y luego se presentó de improviso la señora Cosmo…

—Así es como suele presentarse —la provocó Dax.

—No pienso seguir aguantándole —dijo ella—. ¡Adiós!

Puerto salió del bar. Dax se la quedó mirando, aturdido, pero no se atrevió a seguirla.

—¿Se conocen? —preguntó con precaución el buzo. Dax no pareció haberle oído, porque preguntó a su vez:

—¿Qué quería?

—Tomar unas clases de buceo. Le he estado informando de los horarios y precios.

Durante los minutos siguientes, Dax intentó explicar al submarinista el tema de los sensores y cámaras, y organizar con él unas sesiones de inmersión, pero era como si otro hablase en su lugar o como si él mismo, muy debilitado, lo estuviese haciendo debajo del agua. Solo podía pensar en salir corriendo detrás de Puerto. Al minuto de estar hablando con Alegría, se bloqueó por completo. Para no prolongar la penosa imagen que debía de estar ofreciendo, quedó en llamar al buzo al día siguiente. Murmuró una excusa cualquiera, salió del bar y estuvo buscando a Puerto por las calles cercanas.

No tuvo suerte. Exasperado, regresó al coche y dio varias vueltas al pueblo, sin resultado alguno. Finalmente, se resignó a abandonar La Restinga.

No había recorrido un kilómetro cuando la vio caminando por el arcén de la carretera, sola.

Frenó.

—No sé qué estará pasando dentro de tu cabeza —le dijo—, y seguramente no es asunto mío, pero sube al coche.

Ella obedeció en silencio. Dax no había apagado el motor. Ambos permanecieron inmóviles, mirando hacia la noche que caía como una capucha sobre la tierra.

—¿Podrás perdonarme? —rogó Puerto.

—No tengo por qué. Eres muy dueña de hacer lo que quieras. De ignorarme, de despreciarme.

Ella parecía a punto de llorar.

—No te mereces esto, Dax. Eres demasiado bueno para mí. No sé por qué me comporto así. Solo sé que tengo miedo. ¡Vámonos de aquí!

La mano de él se posó sobre la suya. Dax le habló durante un largo rato. De él, de su trabajo. De Leticia, de su muerte. E intentó explicarle lo que, desde que la había visto en aquella playa de arena cárdena, había sentido hacia ella. Pura atracción, al principio. Pero luego…

—¿Por qué no lo intentamos, Puerto? Te estoy hablando en serio. Es posible que haya una oportunidad para nosotros.

Ella no contestó. Había oscurecido. Una luna llena iluminaba la carretera.

—Apaga los faros —propuso Puerto.

Dax lo hizo. Descubrió que se podía conducir en la penumbra lunar.

—¿Lo habías hecho alguna vez? —preguntó ella.

—¿Conducir a oscuras? ¡No!

—¿Te gusta?

—Puedo ir más deprisa, si quieres.

Las ruedas derraparon y el automóvil emprendió una temeraria subida por el desnivel que les separaba de las tierras altas. Aunque el riesgo a un accidente era real, la cara de Puerto se mantenía impávida.

Dax notaba cómo el sudor empezaba a brotarle en el pecho. Aferró el volante con manos rígidas. No sabía muy bien qué estaba haciendo ni por qué. Tenía la sensación de volar en la oscuridad. Pisó el acelerador más y más, hasta que Puerto dijo:

—Para.

Dax frenó junto a una cuneta sembrada de cactus.

—Sal del coche —añadió ella.

Un negro desierto se extendía ante ellos. Las chumberas insinuaban formas que parecían humanas.

Puerto tiró de él hacia un cono de unos cincuenta metros de altura, erguido bajo la luna.

—Es un volcán —observó.

—No hay duda.

—La hay, Dax.

—Es pequeño, pero un volcán.

—Me refería a tu imaginación. ¿Tienes? Nunca te imaginarías lo que se puede hacer en un volcán. ¿Alguna vez has hecho el amor dentro de uno?

Dax sonrió con timidez.

—¿Quieres decir que tú y yo vamos a meternos ahí dentro y…?

—Será maravilloso, Dax. Te tendré en el lugar donde ardió la lava y tú arderás. Me poseerás bajo la luna.

Él intentó besarla, pero ella le contuvo.

—Todavía no sé si estás enamorado de mí.

Dax la besó, lamió sus labios, sus dientes. El cielo y la tierra daban vueltas. En silencio, escuchando el sonido de sus respiraciones, fueron dejando abajo la pradera esteparia y, mucho más allá, un mar de tinta. Subieron al volcán y descendieron hacia la base de su extinguida caldera.

En el fondo del cráter una conmovedora sensación embargó a Dax. Su amor a la naturaleza le hacía reconocer aquellos instantes o destellos en los que la revelación de una idea estaba próxima a formularse; pero casi siempre, cuando eso había sucedido, él estaba solo, sin nadie a quien expresar sus emociones.

Ahora era distinto.

Notó cómo ella le besaba y le acariciaba apasionadamente. Puerto se arrodilló y trazó un círculo en el polvo de lava. Luego se quitó la ropa y se tumbó en el centro mirando a la luna.

—Hazme tu diosa —dijo.