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No eran aquellos los pensamientos más positivos para emprender el día.

Dax procuró relajarse y concentrarse en las tareas que tenía por delante. Se había propuesto recorrer la isla en su perímetro y aventurarse por los senderos de montaña hasta el observatorio meteorológico de Malpaso, a fin de admirar los amurallados riscos que caían sobre la plataforma de El Golfo. Después, bajando de nuevo hacia la costa, conocería las piscinas naturales, erosionadas por la marea frente a los Roques de Salmor. Le apetecía pasear por los bosques de laurisilva, empapándose de su lluvia horizontal, y acercarse al faro de Orchilla para rendir su personal homenaje al Meridiano Cero.

Para hacer todo eso, necesitaba un medio de transporte. Tenía que desplazarse a Valverde y alquilar un coche. No se le ocurrió mejor manera de hacerlo que pedir prestada su moto a Fagen.

Eran las ocho y media, por lo que se atrevió a despertarle.

La puerta de su bungalow estaba entornada. Dax entró. Fagen seguía tirado en el suelo. Su aspecto era lamentable, más próximo al de un cadáver que al de un hombre joven, pero al vulcanólogo se le habían agotado las reservas de conmiseración y le agitó de un brazo.

—¡Despierta!

—¿Qué pasa? —farfulló el artista—. ¿Quién está ahí?

¡Ah, Dax! ¿No has visto el cartel de «no molesten»?

—Necesito tu moto.

Los ojos de Fagen se pusieron en blanco como huevos duros. Sus párpados pesaban tanto que volvieron a caer.

—Llaves, en mi americana —dijo telegráficamente, dándose la vuelta para seguir durmiendo.

Dax localizó una chaqueta arrugada en un rincón, junto al resto de las ropas. El llavero estaba en un bolsillo.

La moto se puso en marcha a la primera. Dax la manejó con facilidad por la carretera de El Golfo, disfrutando con la sensación del viento contra su cara. A los pocos kilómetros se dio cuenta de que apenas quedaba combustible y tuvo que detenerse en una gasolinera. Mientras repostaba, se informó del estado de las pistas.

Al llegar a Valverde, alquiló un coche. Dejó la moto de Fagen en la agencia, comprometiéndose a recogerla más tarde.

Pasó el resto de la mañana recorriendo la isla con su vehículo de alquiler, un Golf, y disfrutando con sus descubrimientos. El Hierro ofrecía una notable variedad paisajística. Su vulcanología joven, con los pequeños cráteres de las llanuras altas depositados como flanes de arena sobre el manto de especies áridas, jara, tomillo, tajinaste, deparaba constantes sorpresas y, en todo momento, la pletórica impresión de que el laboratorio de la naturaleza estaba vivo y funcionando a toda máquina.

Compró un bocadillo y un par de cervezas y se detuvo a reponer fuerzas en un bosque de pinos negros donde tan solo se oía el sonido del viento entre las ramas y el chasquido de las piñas al caer a la pradera.

Recostado en la hierba, Dax volvió a pensar en Puerto. Comprendió que ya era tarde para retroceder.

Se había enamorado. El impulso optimista, la fuerza que bullía dentro de él no manaba de otra fuente que de la esperanza de arrancarla de allí y llevarla lejos, muy lejos de El Hierro, solos los dos, lejos y a salvo de toda perturbación… y de Leo Cosmo.