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Cuando la brisa del amanecer le hubo despejado, Dax regresó a la cabaña, preparó un café y encendió el ordenador.

Entró en el buscador y tecleó el nombre del odiado director de Vayamos por partes.

Las referencias a Leo Cosmo eran prácticamente innumerables. Para limitarlas al único aspecto que ahora le interesaba de él, Dax añadió el nombre de María Puerto.

Transcurridos un par de minutos, uno de los buscadores localizó un archivo con el título de una película que Dax no había visto, El tren de las doce y cuarto. La cinta, la última de Cosmo, con María Puerto en uno de los papeles secundarios había sido dirigida en 2006, pasando por completo desapercibida. Se distribuyó en escasas salas y no aguantó ni un par de semanas en cartel.

Dax fatigó los recursos de búsqueda hasta entrar en otro archivo que contenía una corta secuencia de dicha película.

El material cinematográfico de Cosmo disponible en la Red procedía de copias pirateadas. Las imágenes de El tren de las doce y cuarto eran de irregular calidad. El fragmento de la película apenas sumaba tres minutos de metraje.

En algunas de sus escenas aparecía María Puerto. Dada su acusada caracterización, al propio Dax le costó reconocerla.

Llevaba un vestido de noche gris perla ajustado a su cuerpo como un rayo de luz lunar. De tan maquillada, su palidez resultaba enfermiza. Le habían pintado los labios de un rojo rabioso. Sugestivos mechones de un falso color platino le caían en tirabuzones desde un complicado moño.

Su personaje respondía al nombre de Ágata. La primera secuencia la representaba avanzando sensualmente a lo largo del pasillo de un vagón de tren, cuyo decadente lujo recordaba al Orient Express. El espectador no sabía hacia dónde viajaba dicho convoy; solo que lo hacía de noche.

Ágata continuaba desplazándose, flotando por el corredor del vagón hasta encontrar el compartimento que estaba buscando. Una mano abría la puerta y ella entraba. Otro plano nos mostraba a su único ocupante. Un hombre mayor, de unos sesenta o sesenta y cinco años, bien vestido, pero muy gordo y con unas peludas manos que, en cuanto Ágata se hubo sentado a su lado, en el rígido sillón de cretona convertible en cama, procedieron a desabotonarle el vestido, a descolgar el único tirante que lo sujetaba a uno de los hombros y a acariciarle con desorden los pechos.

En ese momento, una sombra atravesó la acristalada puerta del compartimento y el hombre, nervioso, casi asustado, se apresuró a correr las cortinas. Acto seguido se arrojó sobre Ágata, amenazando con aplastarla bajo su peso. Ella se zafó de ese torpe abrazo, pero no para liberarse de él, sino para tumbarle a su vez sobre el sillón, acabar de desnudarse y cabalgarle como hacía unas pocas horas lo había hecho con el propio Dax, los brazos en alto, la cabeza inclinada hacia atrás, la pelvis trazando frenéticos círculos…

Un malsano aire de violencia y corrupción se mezclaba con la escena y el humo que al exterior de la noche expulsaba aquel tren de las doce y cuarto. Puerto bien podía encarnar una asesina porque, apenas concluida su visita al hombre del vagón, justo cuando ella se alejaba de espaldas por el pasillo del tren, una espeluznante imagen mostraba a su orondo amante degollado en su compartimento. El mango de un cuchillo le sobresalía de la garganta. ¿Era Ágata quien le había apuñalado?

Dax iba a quedarse sin saberlo. La secuencia, sin dejar resuelto el enigma, transcurría a un fundido en negro. Al vulcanólogo no le costó demasiado imaginar que, a lo largo de lo que faltaba de película, bien podría repetirse esa misma escena, la de la hermosa y frívola Ágata prostituyéndose con un adulto que, como consecuencia de ese contacto erótico, y de la pasión de Leo Cosmo por los efectos truculentos y las turbulencias argumentales, se convertía en su víctima. Dax estuvo seguro de que Puerto, o Ágata, se desnudaba otras veces en esa misma cinta y se sorprendió atormentándose con la absurda idea de que otros actores se hubieran sucedido en su cama de ficción, hubiesen besado su boca y sus pezones morenos como había hecho él, hasta obtener un sabor como a leche y miel. Pero ¿qué culpas debían pagar quienes gozaban del cuerpo de Ágata? ¿Por qué eran asesinados? ¿Por quién?

¿Los eliminaba ella misma, la prostituta del tren, o era un invisible cómplice quien se manchaba las manos?

¿Y quién sería ese cómplice? ¿El dueño, quizá, de aquella sombra que, como la de la noche anterior en la ventana de su cabaña, se había cruzado como una oscura amenaza frente a los amantes del vagón?

Una sombra en la noche… Dax no dejaba de relacionar la que había visto en la cabaña con aquel recurso dramático de Cosmo en su primera y última película con María Puerto.

¿A quién pertenecería la sombra del barracón? Finalmente, Dax había llegado a pensar que podría tratarse de Fagen, pero ahora se daba cuenta de que eso no tenía sentido. ¿Sería alguien sin escrúpulos, uno de los esbirros de Leo Cosmo, dispuesto a informarle de la infidelidad de su mujer?

¿Podría haber sido el propio Cosmo?