Sobre las tres de la madrugada, él se quedó profundamente dormido. No despertaría hasta las seis y media, sobresaltado y con el cuerpo entumecido de frío.
Puerto no estaba. El hueco de la almohada había retenido su calor. Dax pudo percibir su perfume y, pegado a la suya, el olor de su piel.
Se puso un pantalón y una camiseta y salió a la intemperie.
La rosada luz del amanecer, tenue y sobrenatural como la de una nube, escapaba por las rendijas del cielo, iluminando el mar de lava y los acantilados.
Era como si el mundo acabase de nacer. Al recordar lo que había vivido y gozado esa noche, y al tratar de imaginar cómo sería su segundo encuentro con Puerto, una sensación de eufórica complicidad invadió a Dax.
Antes de quedarse dormida, o de abandonar la cabaña en cuanto él lo hubo hecho, Puerto le había confiado que su marido iba a ausentarse de El Hierro y que ella debería acompañarle. Viajarían al día siguiente a Madrid. El agente de Cosmo había convocado un nuevo casting para, ¡definitivamente!, según enfatizaría él, adjudicar a la actriz más idónea el papel de Desdémona.
—¿No es una manera de humillarte? —había preguntado Dax.
—Mi carrera cinematográfica ha terminado —fue la respuesta de Puerto—. Carezco de talento, mi marido lleva razón.
—Eso no tiene por qué ser cierto.
—Lo he asumido, Dax. Quiero que mi vida discurra por otros derroteros. Quiero viajar, tal vez pintar. Un día de estos te enseñaré mis acuarelas.
—Seguro que me encantan —la había animado Dax—. ¿Cuántos días estarás en Madrid?
—Dos o tres.
El secretario, Ledesma, y Santoro, el gerente, les acompañarían. Los cuatro habían reservado billetes para el vuelo de la tarde, pero solo de ida. Dax y ella tendrían que esperar para encontrarse de nuevo.
Dax la deseaba obsesivamente, como no había deseado a otra mujer. El sexo con ella inundaba su mente.
Procuró no ofuscarse. Necesitaba conocerla mejor, saber, realmente, quién era, y tener mayor seguridad en sus sentimientos. Se consideraba cualquier cosa menos un seductor, pero esa noche, con Puerto a su lado, se había sentido un conquistador, un hombre nuevo, más confiado y fuerte. Un hombre-dios, un hombre sol, pues todo había orbitado a su alrededor. Y, al mismo tiempo, todo había sido tan irreal… «Y tan hermoso», apostilló Dax.
Se acurrucó entre unas rocas para protegerse del viento. El sol asomaba su ceja dorada bajo un mar en calma. Los cirros tomaban el color de la granada. Invisibles pájaros dejaban oír su sinfonía de agudas notas.
El remordimiento tensó una cuerda en su secreta sonata de exaltación amorosa. Una olvidada imagen de Leticia, su novia muerta, sonriéndole desde otro lugar y tiempo, desde otra playa o cielo, contaminó su memoria. Dax quiso pensar que no se le aparecía cargada de reproches, sino como una comprensiva amiga, dispuesta a animarle a seguir viviendo, compartiendo, amando.
«Puede salir bien», se dijo Dax, no sin reparar en el descomunal obstáculo que le separaba para alcanzar la felicidad con Puerto. Calculando la resistencia de ese muro, se preguntó: «¿Cuánto le quedará a Cosmo, en el mejor de los casos? ¿Cinco años, en el mismo o parecido estado en que se encuentra ahora, más otros cinco en una silla de ruedas en cuanto se le revienten las venas o el hígado?».
Arrojó una piedra lo más lejos que pudo. Su próximo pensamiento pareció descender en parábola del cielo: «¿Qué gana un viejo acabado como Leo Cosmo con seguir viviendo?».