Entró, se quitó las sandalias y dejó colgado el jersey de Leo Cosmo en el respaldo de una silla. El olor del director, a grasa agria, y el suyo propio se habían entremezclado en el apelmazado algodón.
Dax se duchó fuera, en la precaria cabina de baño, bajo un chorro de agua fría que le despejó la cabeza. Se envolvió en una toalla, entró de nuevo a la cabaña, se puso unos vaqueros y una camisa limpia, encendió el ordenador y consultó su correo electrónico.
Tenía un largo mensaje de Luis Manglano. El director de la Estación Vulcanológica le adjuntaba una serie de apéndices técnicos relativos a las últimas mediciones del Teide, con un ligero aumento de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, y al proyecto de un laboratorio submarino en el que estaba trabajando el Instituto de Sismología, con idea de instalarlo en las proximidades del cabo San Vicente. Como colofón, Manglano se hacía irónico eco de los comentarios que el guía local, José Perdigón, había vertido sobre él. «Te califica de persona poco sociable», le revelaba Manglano. Dax casi pudo oír la risa franca de su director.
¡Poco sociable! No era, ni mucho menos, lo peor que le habían dicho en los últimos tiempos. Y tampoco era del todo incierto, por lo que decidió tomárselo con sentido del humor.
Se disponía a apagar la pantalla cuando reparó en otros dos mensajes.
El primero respondía el anuncio de un club nocturno de Valverde llamado Síbaris. Mostraba la imagen de una chica muy ligera de ropa. Como pie de foto, un teléfono de contacto y la promesa de ofrecer una serie de «servicios especializados» al potencial cliente del Síbaris. ¿Quién le habría enviado esa publicidad erótica? ¿Tal vez el señor Pepico, el guía, despechado por su negativa a aceptar que le llevase chicas al bungalow? Pero ¿cómo habría accedido a su correo? Por si podía hacer alguna averiguación, Dax conservó ese mensaje y pinchó el último.
En un primer momento, no se dio cuenta de que era de María Puerto. El curso de su sangre se alborotó.
No me gusta que me sigan ni que me acosen. Déjenos en paz, a mí y a mi familia.
P.
Muy nervioso, Dax revolvió el neceser de las medicinas hasta encontrar un par de tranquilizantes. Se los tragó a palo seco y releyó varias veces el mensaje tratando de sacar conclusiones. ¿Por qué le habría escrito Puerto en ese tono? Él no la había acosado… ¿o sí? Tenía una fuerte sensación de irrealidad y, al mismo tiempo, la excitante sospecha de encontrarse bajo un alud, dependiendo solo de un grito o de una ráfaga de viento para que una masa incontrolada de tierra y nieve lo enterrase en una tumba sin nombre junto a la mujer a la que había empezado a ¿compadecer…? ¿A desear?
¿Sentía algo por ella? Dax no podía saberlo aún. El recuerdo de Leticia estaba vivo, pero necesitaba descubrir una respuesta a la ansiedad que le desasosegaba por dentro. Pasara lo que pasara, iba a dejarse arrastrar por aquella fuerza que le estaba trastornando, atrayéndole hacia la mujer de Cosmo.
Terminó de vestirse y se afeitó en un lavabo adosado junto a la cama, de cuyo herrumbroso grifo salía apenas un chorrito de agua. Estuvo tumbado un buen rato, con las manos detrás de la nuca, mirando el techo y pensando en lo sucedido en la casa del volcán, hasta que consideró que había llegado la hora de la cena y se acercó al barracón de Abel Lambergis.
La puerta estaba abierta. A través de ella escapaba un penetrante aroma. Una cierta sensación de hogar reinaba en el limpio y ordenado interior. Había alfombras, sillones, una estantería, dos mesas de trabajo atestadas de libros y cuadernos y diversos puntos de luz repartidos por la habitación.
El profesor estaba trajinando en la cocina. De la sartén salía una humareda. Olía a tocino frito. Al oír las «buenas noches» de Dax, Lambergis se dio la vuelta con un espetón en la mano. Llevaba un divertido mandil decorado con un sonriente lagarto que, puesto en pie, saludaba entre las siete islas canarias anunciando una receta de mojo picón. También el biólogo, como si le llenase de satisfacción el hecho de haber encontrado nueva compañía en la solitaria Colonia, sonreía de oreja a oreja.
—Adelante, Ricardo, pase usted.
—No sabe cómo le agradezco su generosa hospitalidad, profesor. Su choza resulta mucho más confortable que la mía.
—Ventajas de ser un hombre mayor. Pero no crea que es mérito mío. Cuanto de práctico pueda encontrar aquí dentro es aportación de dos de mis colaboradoras del Lagartario, un par de tímidas y encantadoras señoritas isleñas empeñadas en que no viva como un robinsón.
—Seguramente no se merece usted menos. ¿Puedo ayudar en algo?
—La comida está casi lista. ¿Cree que podremos cenar al aire libre?
—Desde luego.
—En ese caso, voy a encargarle que despeje una de esas mesas y la instale lo más cerca posible del acantilado, con un mantel y una candela debidamente protegida contra el viento, que ahora mismo le voy a proporcionar. Mientras yo termino de ocuparme de las patatas, vaya abriendo el vino y sírvase un vasito sin necesidad de esperarme. Le aconsejo que lo saboree con lentitud, contemplando la belleza del mar y abandonándose a sus pensamientos. Es lo que yo suelo hacer para relajarme en el que es mi segundo mejor momento del día.
—¿Cuál es el primero?
—Está relacionado con mis niños.
—¿Tiene usted hijos?
—A cientos, como Noé.
—Ya entiendo —sonrió Dax—. Sus lagartos.
—Los ratos que paso con ellos son… La sensación de integración en la naturaleza es tan intensa que…
El profesor se había emocionado. Tuvo que enjugarse los ojos con la punta del delantal.
—Lo siento mucho, querido colega. Lamento haberme conmovido de una manera tan banal.
—Le entiendo perfectamente, profesor. Yo mismo he experimentado sensaciones parecidas.
—Abra esa botella y déjese llevar por una nueva y maravillosa sensación.
Dax sacó a la intemperie un par de sillas y tomó asiento frente a un plateado mar, al que iban abandonando las luces del crepúsculo.
Probó el Ribera del Duero. Con el primer sorbo, experimentó una oleada de bienestar.
Puerto no se apartaba de su mente. Cerró los ojos frente a la puesta de sol y volvió a verla en la playa volcánica, nimbada de luz. Se estaba obsesionando con ella y eso le provocaba un claro desequilibrio, una mezcla de ternura y angustia sexual, ansias de libertad, de correr y nadar, de sentir el viento y el agua, de hacer el amor… ¿Pero cómo, si estaba encadenada?
¿Y de qué modo liberarla de su yugo? ¿Era él quien debería arrebatársela al hombre que la tiranizaba y la hacía sufrir? ¿Era él quien debía salvarla?
Abrió los ojos y desvió la mirada hacia los riscos. La penumbra del anochecer desdibujaba el anillo de volcanes.
Anaranjados resplandores incendiaban la Montaña del Hombre Muerto. Allá arriba, en el cráter, en su grotesca mansión de cuento de terror, seguiría durmiendo su indigna borrachera el no menos infame Leo Cosmo… Dax había comenzado a odiarle. Se avergonzaba de haber admirado sus películas, que ahora le parecían ridículas, incapaces de superar el filtro del tiempo. ¿Qué diablos se habría creído aquel tipo, jugando a ser Dios? No era más que un viejo enloquecido y cruel dispuesto a hacer todo el daño posible antes de emprender el camino hacia la nada. «Un despojo humano», le condenó Dax, recordando de qué manera había tratado a Puerto, y avergonzándose de su indecisión para impedirlo y enfrentarse a él. En el fondo, le paralizaba la misma incógnita que le había asaltado desde un principio: ¿a cambio de qué se habría casado aquella hermosa y joven mujer con Cosmo? ¿De protección, chantaje, dinero…?
—¿Qué le sucede, Ricardo? ¿Está pensando en cómo lo hizo? —preguntó Lambergis, apareciendo de improviso con una bandeja de patatas y huevos fritos.
Dax se giró, aturdido.
—¿Disculpe?
—Compruebo que ambos nos abstraemos con facilidad —comentó el científico—. Me refería a eso.
—Lambergis acababa de depositar la bandeja en la mesa y estaba señalando hacia las entenebrecidas playas.
—¿Al mar?
—Al mundo. A cómo lo hizo.
—¿Quién?
—El señor Energía. Dax sonrió.
—Estoy convencido de que el universo se hizo a sí mismo.
Un alérgico estornudo sacudió a Lambergis.
—¿Partiendo de un estallido como este?
—¿De un estornudo cósmico? —rio Dax—. ¿Por qué no?
—¿Es usted panteísta?
—Mi panteísmo sería evolutivo, en todo caso.
—Puedo estar de acuerdo con eso —asintió Lambergis—. La necesidad del cambio constante es uno de los elementos básicos de la raza humana; otro sería la permanente lucha por separar la parte del todo y volverlos a aunar… Pero fíjese en mis lagartos. Pongamos que lleven aquí, en El Hierro, un millón trescientos mil años, más o menos la edad de la isla. Antes de eso, como especie, tenían que haberse desarrollado en algún lugar. ¿Dónde?
—¿No hay fuentes?
—Muy inseguras. Las más antiguas, de Tolomeo a Plinio el Viejo, hablan de ellos. Los lagartos gigantes estaban aquí mucho antes de que los bimbaches aprendiesen a momificar a sus muertos, depositándolos en sus cuevas sagradas, sobre lajas de piedra, a la espera de que los dioses acudiesen a despertarles del sueño de su primitiva razón.
—Tiempos felices para ellos.
—¿Para mis lagartos?
—Para sus niños. Vivirían en paz.
—Así lo creo. Realmente, no sufrieron un especial acoso hasta el desembarco en El Hierro de los grandes naturalistas decimonónicos. Es cierto que, gracias a ellos, Europa tuvo acceso al conocimiento de una prehistórica especie de reptil adaptado a la hostil naturaleza de su más remota isla. A cambio del interés científico, nuestros lagartos, mis niños, comenzaron a cotizar en los mercados clandestinos a precios similares a las manos de orangután o a los colmillos de marfil. Eran raros, únicos. Sus grandes ojos de hierro colado habían visto tanto… Explosiones volcánicas, terremotos, tsunamis… No hay nada que le guste más al ser humano que sentirse rodeado por aquellos testigos de su evolución que, desde un principio, se mostraron incapaces de disputarles la tierra como su reino de barro. Supongo que estará de acuerdo conmigo, Ricardo, en que el género humano considera el planeta como su habitación en el cosmos, una finca de su exclusiva propiedad. Nuestra soberbia nos impide conceder a los dinosaurios, a las ballenas y, también, a estos entrañables lagartos gigantes de El Hierro, el reconocimiento debido a los primeros viajeros del tiempo. Y tal vez, ¿por qué no?, antepasados nuestros.
Dax se mostró conforme con esa teoría.
—¿Quién nos asegura que no lo son?
—Bien dicho —remató el profesor—. ¿Acaso no tienen dedos y uñas, aparato respiratorio, sistema reproductor?
—Nuestro otro vecino, un tal Fagen —dijo Dax; al oír el nombre del escultor, Lambergis meneó la cabeza, como dando a entender que le juzgaba una calamidad—, está convencido de que los árboles piensan. Con mayor motivo, los lagartos. —A Dax se le ocurrió la siguiente broma—: El que figura en su mandil de cocinero me ha recordado al lagarto Juancho de los dibujos animados. Imagínese que cualquier día de estos uno de sus niños le trae el desayuno y el periódico a la cama.
El científico rompió a reír. Dax tomó otro sorbo de vino y sonrió también, pensando si, debido a su permanente trato con aquellos bichos, Lambergis no habría incorporado a su fisonomía determinados rasgos de los reptiles o de los saurios: esas aletas de la nariz que parecían ventear el alisio, los ojos negros y demasiado juntos, el pelusón que le crecía sobre las orejas, dándole aspecto de sabio despistado… No creía en ellas ni siquiera desde un punto de vista arqueológico, pero a Dax le seguían fascinando aquellas vetustas, intelectualmente polvorientas y más que superadas teorías fisonómicas que atribuían al pescador la mirada atónita y desmemoriada de los peces, protuberantes palas dentales al criador de conejos o una jabonosa nariz al amaestrador de delfines.
La conversación derivó a temas más serios. Eran las once cuando Ricardo Dax se despidió de Abel Lambergis.
—Lo he pasado muy bien, profesor. Esos huevos fritos me han recordado a los que hacía mi madre.
—Tendremos ocasión de repetirlos.
—Muchas gracias. Buenas noches.
Lambergis apagó el candil. En medio de la oscuridad, Dax recorrió los veinte pasos que le separaban de su barracón.
Nada más empujar la puerta se dio cuenta de que alguien había entrado en su ausencia. Se dirigió a la mesa de trabajo y encendió la luz.
María Puerto estaba en su cama, fumando un cigarrillo. Había miedo en sus ojos, y en su cara señales de haber sido golpeada.