20

Al cabo de un rato, el vulcanólogo desembocó en la carretera de El Golfo. Junto a los riscos, la estrecha carretera costera discurría a tramos entre una vegetación arbustiva, para confundirse hacia la punta suroriental con puras llanuras de lava.

El viento se había tomado un respiro. Dax se pegó a la cuneta, avanzando en medio de una bochornosa calima.

Suponía que algunas actrices se acostaban con los directores para conseguir papeles en sus películas, pero ¿qué necesidad tenía una chica tan joven como Puerto de casarse con alguien como el director de Vayamos por partes? ¿Y por qué se comportaba ante Leo Cosmo como si, efectivamente, le debiera algo que solo podía pagar con su… entrega, con su consentida esclavitud?

Una agrupación de casas rústicas que no llegaba a formar una población le recibió con hosco silencio. Eran modestas viviendas de bloque, apenas una decena, todas de una sola planta, con un jardín reseco y un corral trasero para algún perro y quizá unas pocas cabras. Como tantas otras construcciones en la isla, parecían sin concluir.

Dax saludó al pasar a un par de isleños ocupados en reparar un muro de piedra. Ambos le ignoraron.

El vulcanólogo siguió andando bajo un declinante sol. Pasó frente al Lagartario, una instalación moderna, con centro de visitantes y un parking. Dax recordó que José Perdigón, el guía, le había indicado que la subestación quedaba por allí cerca. La encontró doscientos metros más adelante, cerca del desvío a Las Calcosas.

Se trataba de un cobertizo de erosionada piedra sillar, de toba volcánica, una desvencijada puerta asegurada con un cerrojo y una sola ventana con rejas; a través de la cual, puesto que no llevaba las llaves encima, echó un vistazo.

Por allí no debía aparecer nadie desde hacía meses. Los ordenadores y el resto de aparatos e instrumentos estaban cubiertos con una polvorienta lona de plástico. Dax se prometió regresar al día siguiente y ponerse a trabajar.

Reanudó su camino hacia la Colonia científica. Como surgido de la nada, un hombre se había puesto a caminar detrás de él, en la misma dirección.

La carretera estaba desierta. No se veía a nadie. En dirección al mar no había una sola edificación. Las pocas casas que se distinguían en los riscos parecían abandonadas.

El silencio era de cristal. Dax podía oír los crujidos de las suelas del otro caminante al aplastar la gravilla del arcén y, de vez en cuando, un estornudo seco.

De esa forma, separados por treinta o cuarenta pasos, debieron recorrer alrededor de medio kilómetro. En un par de ocasiones, Dax se giró para comprobar si aumentaba la distancia entre ellos. Pero, aunque él apretaba el paso, el otro no se alejaba.

En dirección al faro de Orchilla, la carretera se estrechó todavía más. Dax continuó caminando por el arcén. Cuando llegó a la pista de tierra que conducía a la Colonia decidió detenerse y esperar al hombre que caminaba tras él. Era un tipo alto, con aspecto inofensivo. Se limitó a desviarse de la carretera y a pasar delante de él, saludándole con un escueto «buenas tardes».

Dax le abordó:

—¿Se dirige a la Colonia?

—Así es —asintió el desconocido, sin detenerse. Dax tuvo que recuperar el paso y ponerse a su altura.

—Me alojo en una de las cabañas, por eso me he permitido…

—Abel Lambergis —le cortó el otro, sin dejar de caminar a buen paso, manteniendo la vista al frente.

—¿El biólogo?

—Herpetólogo, si no le importa.

—Claro que no. Me han comentado que está usted al frente de un programa de recuperación de especies protegidas.

—¡La gente no tiene otra cosa que hacer que darle a la lengua! ¿También le han dicho que soy del Madrid?

Lambergis sonreía pícaramente. Dax se echó a reír.

—No lo sabía. En mi condición de barcelonista, me alegro de todo corazón. Así, más que hablar de fútbol, podremos discutir a placer.

El brillo de una fanática afición encendió la mirada del otro.

—Esta temporada no va a terminar como ustedes creen, entonando el alirón. Todavía queda bastante Liga como para que muerdan el polvo.

—Ya lo veremos.

—Puede apostar. Aparte del ser del Barça, ¿qué más defectos tiene?

—Soy vulcanólogo. Trabajo para la Estación de Tenerife.

—Eso está muy bien. Me encanta la geología.

—En cambio, yo no sé una palabra sobre lagartos. Lambergis le reclamó precisión.

—Utilice el singular. Solo me ocupo de la especie gigante de El Hierro, bastante trabajo me da. Pero hablemos de usted. ¿Qué le trae por aquí?

Aprovechando que atravesaban una zona de material eruptivo joven, Dax desarrolló con brevedad la teoría de una supuesta erupción en aquella zona de la isla a finales del siglo XVIII; tesis que se proponía desarrollar, añadió, mediante un exhaustivo trabajo de campo.

Lambergis le escuchaba en silencio, con el cuello erguido, mirando siempre hacia adelante. Entre deformes bloques de lava, la pista discurría sinuosa en dirección al mar.

El herpetólogo parecía un hombre amable y abierto. Mientras conversaban, Dax pudo observarle disimuladamente. Su tercer vecino de barracón era bastante más alto que él, pero mal proporcionado. Estrecho de hombros y con una redondeada cintura, su tipo resultaba un tanto feminoide. Se le notaba la edad; su espalda había comenzado a encorvarse. En su sonrosado cráneo unas matas grises, pobres testigos de una perdida y seguramente antaño rizada cabellera, sobresalían encima de las pobladas patillas. A cada repecho, las dilatadas aletas de su nariz griega aspiraban oxígeno con fruición. Rostro y cuello estaban quemados por el sol, cuya exposición le había dejado manchas en la piel. Vestía con sencillez y comodidad: una camisa de lino, un pantalón de campaña y zapatillas de tenis.

—¿Lleva mucho tiempo en la isla? —le preguntó Dax.

—Va para tres años.

—¿Siempre al cuidado de sus lagartos gigantes?

—Y multiplicándome. Tenemos que vigilar y alimentar varias colonias.

—¿Dónde se encuentran, si no se trata de un dato reservado?

—La única información confidencial que me resistiría a proporcionarle, querido colega, sería la alineación del Real Madrid.

Ambos sonrieron. Lambergis indicó los arriscados barrancos de El Golfo.

—Una de las colonias de lagarto gigante se encuentra en tierra, en la Fuga de Gorreta, y otra en medio del mar, en el Roque Chico de Salmor. Aquél.

El profesor hizo detenerse a Dax y le invitó a mirar atrás. En la otra punta de la inmensa bahía, dos peñones sobresalían del mar como peñascos arrojados por un cíclope.

—Supongo que el Roque Chico será el más pequeño.

—El de mar adentro —ratificó el herpetólogo.

Dax observó el cónico y salvaje perfil de aquel islote. La distancia lo empequeñecía, pero hasta su redondeada cumbre los lisos paredones de basalto muy bien podían elevarse a medio centenar de metros. Las olas los batían con furia.

—¿Cómo se arriba a ese roque? Por mar parece imposible.

—Lo es. Solo se puede llegar por aire. Un helicóptero me descuelga una vez al mes.

—¿A usted?

—Puede que ya no sea joven, pero de ahí a considerarme un inválido…

—No pretendía ofenderle, profesor —se apresuró a retractarse Dax—. Aunque se le ve en muy buena forma, para descender por una sirga desde un helicóptero hace falta…

—Es mi obligación. La cumplo mensualmente, ya le digo. Mañana mismo tengo que regresar al Roque Chico. He quedado con el piloto a las once, en el aeropuerto.

—¿No será un tal Sendín?

—Creo que se apellida así, en efecto. ¿Le conoce?

—Me trajo desde La Palma.

—Un chico muy simpático, con un repertorio de chistes la mar de graciosos.

—¿Con usted también se dedica a hacer acrobacias?

—Claro que no. Pilotando es muy serio.

—Debió de elegirme como conejillo de Indias. ¿Cuánto tiempo suele permanecer en el Roque Chico de Salmor, profesor?

—Con buen tiempo, varias jornadas. Tres o cuatro días. A veces, dependiendo del trabajo, si es época de reproducción, o si hemos padecido la aparición de alguna especie invasiva, puedo quedarme hasta una semana.

—Tiene que ser duro.

—Para otros, tal vez, pero no para mí. En el roque estoy muy entretenido, apenas descanso un minuto. No habrá ahora mismo allí menos de trescientos lagartos. A muchos de esos ejemplares, previamente, en el Lagartario, les hemos insertado un microchip y, en casos de especímenes muy determinados, un radiotransmisor que nos permite mantenerlos bajo control y llevar a cabo un minucioso y actualizado seguimiento de sus medidas y pesos… Pero quizá le estoy aburriendo.

—En absoluto. Sucede que apenas conozco la especie.

Las rocas de lava se despejaron y pudieron ver sus barracones, con el mar al fondo. Sin una sola nube alrededor, el sol, igual que en un dibujo infantil, pendía sobre las olas como una inmensa bola rojiza.

—El Gallotia Simonyi es robusto —se molestó en ilustrarle Lambergis, en tono doctoral—, de color pardo negruzco, con dos series laterales de ocelos de color amarillo. En su edad adulta puede llegar a pesar alrededor de cuatrocientos gramos y a medir en torno a sesenta centímetros.

—¿Es agresivo?

—No. Y sí, y muy a menudo, me temo, víctima de la civilización, del progreso. Eso nos obliga a luchar enconadamente contra la amenaza de su extinción. Hay que controlar su proceso de adaptación y supervivencia, así como sus procesos reproductivos…

—Está consiguiendo emocionarme, profesor. Lambergis sonrió, halagado.

—Exceptuando mi confeso madridismo, no soy ningún sentimental, pero cuando los lagartos se me quedan mirando con esos ojos fijos como carbones encendidos es como si quisieran decirme algo…

—Quizá le estén dando las gracias.

—Nada me gustaría más. Me siento muy orgulloso de la labor que venimos realizando. Se ha normalizado el nacimiento de lagartos gigantes en cautividad y avanzamos a buen ritmo en el segundo ciclo del programa, consistente en recuperar sus hábitats primarios, incluidas las Laderas del Julan, vertiginosas pendientes con grave y constante riesgo de desprendimientos de coladas traquíticas. No hay quien suba allá arriba, créame, solo los guías locales y cuatro locos que nos jugamos la vida. Si la perdiera, la daría por bien aprovechada. Nuestra misión ya es un éxito. El proyecto ha sido asumido por los herreños como símbolo de la protección y el respeto medioambiental que demandan para su isla.

La comunidad científica en pleno avalaba su trabajo, continuó explicando Lambergis, poniéndolo, en muchos casos, como ejemplo de rigor en el contexto de la herpetología moderna. Numerosas autoridades, incluidos destacados miembros de la Casa Real, se habían desplazado hasta El Hierro para conocer el Lagartario.

—Hay ayudas oficiales, por suerte, pero nadie nos ha regalado nada —prosiguió el profesor, atacando el último tramo del camino—. Para llegar hasta aquí, hemos tenido que salvar toda clase de obstáculos. La proliferación de gatos cimarrones, la lucha contra los furtivos o la competencia nutritiva de las cabras, que se alimentan de las mismas plantas que nuestros lagartos.

—No sabía que fueran vegetarianos.

—Su nutrición principal procede de plantas autóctonas, el tajinaste, la vinagrera, la hierba de roca, ¡pero! —advirtió el profesor, alzando un preventivo índice— no hemos descartado una moderada tendencia omnívora. Nuestros lagartos gigantes no le hacen ascos a un suculento escarabajo, al saltamontes o a la mosca común.

—¿Y las hormigas? —preguntó Dax, al sorprender una hilera de ellas desfilando en fila por una superficie de polvo de cuarzo.

—Les gustan mucho, así como las larvas de los insectos. A los ejemplares en cautividad, que suman alrededor de doscientos, los suplementamos con complejos vitamínicos y tabletas de calcio.

Habían llegado a los barracones. Lambergis le invitó a compartir su cena.

—Solo puedo ofrecerle unos humildes huevos fritos con patatas, pero guardo como oro en paño una botella de Ribera del Duero. Me sentiré muy honrado descorchándola en su honor.

Dax aceptó, encantado, y se dirigió a su cabaña para cambiarse de ropa.