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El vulcanólogo no bajó de la Montaña del Hombre Muerto por el accidentado sendero por el que había ascendido la ladera sureste del volcán, sino por una estrecha carretera de tierra que, dibujando cerradas curvas, descendía algo más suavemente por la falda contraria.

Como para congraciarse con Dax o paliar el mal efecto causado por su patrón, Ledesma le había acompañado hasta la puerta. Antes de despedirle, le propuso mostrarle el Rolls Royce que usaban para desplazarse por la isla.

El mayestático automóvil estaba aparcado al aire libre, aprovechando una oquedad de la montaña adecuada como improvisado garaje, con cuatro traviesas de ferrocarril y un tejadillo de hojas de palma. La chapa del coche estaba tan limpia como si acabaran de pasarla por un tren de lavado. Su tapicería era de piel teñida de color púrpura y sus cromados brillaban como si fuesen de plata.

—Es el coche de Cosmo, supongo —comentó Dax.

—Ahora esta maravilla pertenece a Leo —asintió Ledesma, pasando una amorosa mano por la figurita del chasis—. Pero fui yo quien lo adquirió para una de las películas que rodamos juntos.

—¿Cuál?

Hambre de justicia.

—La recuerdo —asintió Dax—. ¿Con Gina Lollobrigida?

—Gina tenía un pequeño papel, en efecto. Tres o cuatro escenas, pero que me costaron más que el resto de la cinta.

El exproductor señaló la lujosa tapicería con la misma reverencia que si fuese la Sábana Santa.

—En una de ellas, la Lollo se sentaba ahí, en el asiento del copiloto, con un vestido tan escotado que cortaba la respiración. Rodamos sus escenas en la Costa Brava. Cada tarde, al concluir las tomas, ella repetía, aludiendo al título de la película: «Tengo hambre de justicia y de langosta». De modo que, para terminar de hundir mi cuenta corriente, cenábamos con vino blanco y champán en restaurantes desde los que se veían barcas de pescadores y puestas de sol como las que Dalí pintaba en Cadaqués. Una tarde, por cierto, estuvimos saludando al pintor. Y también hice amistad con Kirk Douglas, cuando vino a rodar a España. Leo y yo colaborábamos con producciones internacionales. ¡Qué tiempos! Éramos los reyes del mundo. Pero luego me pasé con las drogas y…

—No tiene por qué contarme su vida privada.

—Gracias por mostrarse comprensivo.

—Tampoco me adjudique esa virtud. Es muy poco lo que he entendido esta tarde.

—¿Y qué cree que deduje yo cuando me diagnosticaron un cáncer? Yo estaba sin blanca, fue Leo quien se ocupó de los tratamientos. Me quemaron por dentro, señor Dax. Este viento del desierto penetra en mí sin filtro alguno, abrasándome como si me hubieran puesto a cocer a fuego lento. Gracias a que Leo… Puede creerme si le digo que ni siquiera un hermano se habría portado así.

—¿Desde cuándo vive con él?

—Desde que enfermé y me arruiné me acogió en su casa. Primero en Madrid y luego aquí, en El Hierro.

—¿Siguen trabajando juntos?

—No, pero a veces Leo me consulta determinados temas. Ahora, según él mismo le ha adelantado, está trabajando en el guión de una nueva película, para la que me ha pedido un presupuesto de actores.

—¿Quién encarnará a Otelo?

—Al señor Cosmo le gustaría que fuese el señor Nicholson.

—¿Jack Nicholson?

—El mismo.

—¿No está un poco mayor para ese papel?

—Leo no opina así. Se lo ha propuesto en firme, ya veremos si acepta.

—¿Y qué actriz hará de Desdémona?

—Leo está buscando a la idónea. Creyó haberla encontrado en Teresa Sanagustín. Desgraciadamente, fue asesinada en los camerinos del Teatro Español. Leo no lo dirá, pero esa tragedia le ha llevado a pensar que la película está gafada.

—¿Quién pudo asesinar a esa actriz?

—La policía sigue investigando. Leo estaba en el Teatro Español la noche del crimen. En su infinita estupidez, los policías llegaron a interrogarle, sospechando de él. Naturalmente, no pudieron implicarle.

—El señor Cosmo dispone de otra Desdémona —apuntó Dax—. Y muy cerca.

—¿A quién se refiere?

—A María Puerto.

—Leo no desea que su mujer vuelva a actuar. Ella insiste, lo sé, y realmente se moriría por hacer el papel de Desdémona, pero no le va a convencer. Para Leo, una película es mucho más importante que un matrimonio.

—Eso se llama egoísmo.

—Peor es ella, que se casó con él por su dinero. Contra lo que usted pueda pensar tras haberle visto comportarse como lo ha hecho hoy, Leo es un hombre muy cariñoso. Te entrega su corazón sin pedir nada a cambio. ¿No le ha regalado a usted su amistad?

—Y un jersey —sumó Dax, señalando el que aún llevaba puesto.

—¿Lo ve? Quédeselo.

—Solo en concepto de préstamo. ¿Cómo podré devolvérselo?

—Ya tendrá oportunidad. ¿Se va a marchar descalzo?

—Sufriré un poco más. A todo se acostumbra uno.

—Le traeré un par de zapatos. Vuelvo en un instante, no se vaya.

—¿Y adónde iba a ir?

Ambos contemplaron el duro y fascinante paisaje que se extendía a sus pies. En la desolada costa volcánica no se veía una casa, un barco. Al margen del volcán y el mar no había nada más.

Ledesma regresó con unas zapatillas de suela de esparto. El vulcanólogo se las probó. Le venían bien.

Pensando todo el rato en Puerto, en su absurda existencia bajo el dominio de Leo Cosmo, Dax fue descendiendo a buen paso las amarillentas lomadas de la Montaña del Hombre Muerto.