El anuncio no se hizo esperar. Con el redoble del gong, hicieron aparición dos nuevos personajes.
El primero de ellos era un hombre todavía joven, moreno y con buen aspecto, vestido con un traje azul marino y corbata del mismo color. Cosmo le presentó con un circunspecto «Santoro, el gerente». El segundo era un tipo desgarbado y corpulento, con pinta de sufrir algún tipo de retraso mental.
—¿Reconoce a este gigantón, señor Dax? —preguntó Cosmo.
—No, y estoy empezando a cansarme de sus juegos —le advirtió el vulcanólogo.
—No se enfade, señor Dax. Para un cabal aficionado al cine español, como usted, la pregunta es muy sencilla.
—Las nuevas generaciones carecen de conocimientos básicos —se lamentó Ledesma, que se había sentado a la derecha de Cosmo—. Y, algunos de sus jóvenes representantes, de educación.
—Hablando de la juventud —terció el director—. ¿Alguien sabe dónde está mi mujer?
Como si le hubiera oído, Puerto se unió al grupo. Se había maquillado y cambiado de ropa. Llevaba una blusa de seda negra y una falda del mismo color y se había recogido el pelo en una cola de caballo. Saludó sin entusiasmo al resto de los comensales y eligió sentarse al lado de Dax. Su agresivo perfume saturó el aire cristalino del volcán.
—Permítame que le presente formalmente a Eulogio Morán, señor Dax —continuó Cosmo, después de haber dedicado a su mujer una larga y hermética mirada—. Buena parte de su carrera la desarrolló conmigo. Sería más exacto decir: gracias a mí.
—No sé quién es, ya le digo —comentó Dax—. Lo siento —añadió, dirigiéndose al gigantón.
—No tiene importancia —le disculpó Cosmo—. Su gloria es añeja. Entre otros papeles de género, Eulogio hizo de Frankenstein y del conde Drácula.
—Llegué a componer una rica galería de monstruos clásicos —expuso con timidez el gigante; su apacible y cantarina voz resultaba opuesta a su feroz aspecto—. Pero fue a Frankenstein a quien le debo todo.
—¡Serás ingrato! —se dolió Cosmo.
—Lleva razón, don Leo, le ruego me perdone —se compungió Eulogio, como si acabara de faltarle al respeto—. Sin su ayuda, no habría llegado a ser quien soy.
—¿Y quién eres, Eulogio?
—Me refería a aquel que fui, señor. Porque hoy no soy nada.
—Eso ya se va ajustando un poco más a la realidad —aprobó Cosmo, tomando una loncha de salmón con los dedos y engulléndola de un solo bocado—. Teniendo en cuenta que tuve que sacarte de aquel manicomio donde tu familia, con buen criterio, te había encerrado, alimentarte, vestirte y enseñarte un oficio, no creo que tu deuda con Mary Shelley sea mayor que la que contrajiste conmigo.
El director se metió en la boca media rodaja de un pescado de color rosado asimismo aderezado con salsa rosa. El mantel era del mismo color, y las sirvientas habían colocado dos búcaros de orquídeas. Cosmo apenas masticaba los alimentos, limitándose a engullir cada bocado con generosos tragos de un vino tinto que la muchacha africana, llamada Jenny, le iba sirviendo en una jarra de cristal. Entre otros manjares que el cocinero chino, Huang, estaba ayudando a servir, había marisco y caviar.
—¿Le complace mi mesa, señor Dax?
—¿Cómo se abastecen?
—Esa cuestión me es prosaica.
—¿Traen los víveres desde la Península?
—Es posible, no lo sé —divagó Cosmo, un tanto fastidiado por lo doméstico del tema—. Puedo asegurarle que no miro ni mido el gasto. Esta comida estará costándome quinientos o seiscientos euros, ¿qué importa? Todos los presentes se alimentan bien y lo hacen cada día, básica necesidad que no siempre antes cubrían. Algunos, ¡definitivamente!, tendrían que besar el suelo que piso, pero ya ve usted… Del mismo modo que la proximidad desdora al artista, la convivencia invita a presuponer la gratitud… Volviendo a su pregunta, y si quiere que le diga la verdad, no sé de dónde salen las viandas. Supongo que Huang se ocupa de ir al mercado y nuestro gerente de que nuestros recursos no mengüen. ¡Brindo por usted, Santoro!
El cineasta alzó su copa hacia el hombre de cara aceitunada que, hasta ese momento, guardaba reserva. Tan solo, muy de vez en cuando, se había permitido enarcar las cejas en una expresión que lo mismo podía significar apoyo incondicional a su patrón como una velada disidencia frente a los modos y comportamientos de Cosmo. A la espera de que se manifestara en algún sentido, Dax le había considerado, anticipadamente, como la única persona normal de aquella reunión, pero Cosmo iba a destruir esa imaginaria reputación.
—Antes de conocernos, Manuel Santoro trabajaba en Lisboa —empezó a relatar el director, entre bocado y bocado—, en una sucursal del Banco Espírito Santo. Para todo lo que no sean los números, es de carácter débil. Una mujer le sorbió los sesos. ¡No me corrija, Santoro, pues pienso circunscribirme a la verdad! A fin de pagar sus caprichos y conservar sus favores, Santoro se arriesgó a cometer un desfalco en la oficina central de su corporación bancaria. Fue descubierto, juzgado y condenado a prisión. Y aquí entré en escena yo. Un amigo me habló de sus contactos en el mundo inmobiliario y en paraísos fiscales. En cuanto Santoro salió de la cárcel, le hice una oferta que no pudo rechazar.
—En realidad, no tenía otra —matizó alegremente el aludido, en un vano intento de divertir al resto de la mesa.
—No me interrumpa, Santoro, hágame el favor —le obligó a callar Cosmo—. Al principio, trabajó en mi productora, especializándose en localización de exteriores. Después, siguiendo mis orientaciones, se puso a estudiar a fondo el negocio del cine. Gracias a su sentido de la especulación y de la oportunidad, y a sus contactos con ciertos grupos de presión que operan, digamos, en la sombra, me hice con la principal distribuidora española. El dinero ha entrado y sigue entrando a espuertas. Si soy rico es, en parte, gracias a él. Por eso le pago espléndidamente. ¿No es así, Santoro?
El gerente asintió. Todavía no había empezado a comer. Cosmo le ordenó que lo hiciera.
—Y usted también, señor Dax, haga el favor de alimentarse debidamente. De ese modo, viéndoles compartir mi mesa, mi fuero interno se preguntará: ¿quién disfrutará en el futuro de mis bienes? ¿Usted por quién apostaría, señor Dax?
—¿No tiene hijos?
El director negó apesadumbradamente.
—Pude adoptar, pero ahora es tarde. Mi semilla es infértil, o lo fueron mis sucesivas esposas. —Apenas había pronunciado esta frase, Cosmo dedicó a la última de ellas, a María Puerto, una ceñuda mirada, cargada de reproches—. Me consuelo pensando que la naturaleza no ha querido repetir mi modelo, al ser, seguramente, único en su género. Pero la edad… Tengo el presentimiento de que no viviré mucho tiempo más. En ese sentido, Santoro, quisiera pedirle algo… ¡definitivo!
—Usted dispondrá, señor Cosmo.
—Encargue a nuestro arquitecto un monumento funerario en las laderas del volcán.
—Olvide esas negras ideas, señor —le rogó el gerente—. Todavía tiene que vivir largos años.
—¿Cómo, si uno de vosotros me ha de traicionar? —El director acababa de beberse de un largo trago otra copa de vino. Dax se dio cuenta de que estaba borracho—. ¡Sé que hay una conjura contra mí, pero yo no soy un títere con quien se pueda jugar!
Cosmo agarró una botella de Pedro Ximénez, se sirvió una generosa cantidad en el vaso de agua y la bebió con avidez. Sus ojos se enturbiaron y parte del vino dulce se le derramó por la pechera, manchándole la guayabera con cobrizos cuajarones.
—Uno de vosotros me traicionará —anunció con voz pastosa—. ¡Y tú…! —exclamó, señalando a su mujer—. ¡Tú tienes la culpa de todo, maldita zorra!
Puerto se levantó, desencajada. Dio la impresión de que iba a arrojarse contra él, pero no tuvo oportunidad. Su marido puso los ojos en blanco, abrió los brazos en cruz y se desplomó sobre la mesa.
Lejos de mostrarse desconcertados, los comensales se dispusieron a actuar como improvisados camilleros. Esa resignada pero natural actitud invitó a Dax a pensar que las formidables borracheras de Cosmo se repetían con asiduidad. Entre los tres hombres cargaron con el corpachón del director y, como pudieron, lo fueron trasladando al interior de la casa.
—Deberíamos avisar a un médico —opinó Francisca.
—¿Qué opina, señora? —consultó Santoro. Puerto solo acertó a decir:
—Se pondrá bien. Márchense, por favor. Necesito descansar.
—Me quedaré contigo —se ofreció Dax.
—Esto debo soportarlo yo sola.
—Déjame ayudarte. —El vulcanólogo arrancó una hoja del cuaderno de Cosmo y anotó su número de teléfono y una dirección de correo—. Llámame si pasa algo.
Se habían quedado solos. Dax la abrazó y le acarició las mejillas. Al borde de las lágrimas, ella volvió a rogarle que se marchara.
—Lo haré, pero con una condición —dijo él. Ella le contestó en un susurro:
—Si lo que quieres es volverme a ver…
—Eso es, exactamente, lo que quiero. ¿Cuándo?
—No lo sé.
—¿Pronto? —la acució él.
—Lo intentaré.
—¿Esta noche?
Ella asintió. El corazón de Dax latió con fuerza.