17

Dax estaba ahogándose en indignación, pero no supo cómo reaccionar.

Cosmo llenó su vaso.

—Pruébelo, señor Dax, y dígame si le va.

El vulcanólogo bebió con avidez, buscando ahogar su ira. La espesa textura del licor de plátano le empalagó como un caramelo. Tragándose la cólera, alabó el sabor:

—Exquisito.

—Coincidimos —aplaudió Cosmo, sirviéndose a su vez—. ¡Definitivamente, tiene buen gusto! Y, no sé por qué, me da que no solo para los licores.

—¿Para qué más?

—Para las mujeres. ¿O no está usted hecho todo un Casanova?

—Se ha portado muy mal con su esposa.

—Son riñas de familia, nunca llega la sangre al río.

—No debería beber tanto.

—¿Por qué no? Estos alcoholes de banano son bebidas de la tierra, naturales y sanas. Y eso que no los destilan aquí, sino en La Gomera. Pero Ledesma sabe cómo obtenerlos.

—¿No acaba de decirme que es un inútil?

—Para los recados, sirve.

El cineasta apuró el vaso. Inesperadamente, se enjuagó la boca y, como si fuera colutorio, escupió parte del líquido.

—¿En serio es de su gusto, señor Dax?

—¿No acaba de decirme que le agradaba?

—Esta porquería no puede agradar a nadie, señor Dax, no se deje llevar por mis hipérbatos. El licor de plátano es, simplemente una herramienta de trabajo para mí. La mayoría de los días —añadió Cosmo, con un toque de melancolía— me embriago temprano; antes, incluso, de la comida. Es uno de mis privilegios. Después de una noche de sexo, emborracharse al sol produce unos efectos religiosos, casi místicos. Suelo desayunar un cohíba, no sé usted. Fumo, voy tomando mi café y continúo con este infame destilado, confiando en que su dulce veneno intoxique mi cerebro y mi guión como si fuera vino bendecido por la mismísima mano del Señor…

—¿Está trabajando en alguna nueva película?

—Es lo que hago siempre, señor Dax.

—¿Cuándo empezará a rodarla?

—En cuanto haya alcanzado la regresión cósmica. Para ello, debo sumergirme en la piscina amniótica.

—¿Un retorno al seno materno?

—¡Bravo, señor Dax! En realidad, nos encontramos dentro de él. Este volcán es como una matriz. En el interior de su descarnado útero… Pero ¡bonitas preguntas hace usted! ¿Seguro que no es un periodista cultural? ¿O uno de esos paparazzi en busca de carnaza?

—Ya le dije a su secretario…

—Al último reportero que se atrevió a aparecer por aquí lo arrojé al fondo del cráter y ahí seguirán sus huesos, blanqueándose al sol. ¡Periodistas! ¡Críticos! Jamás me ayudaron. Me acusaban de practicar subgéneros. ¡Ah, si pudiera acabar con ellos! Querían mi piel, y a fe que consiguieron arrancarme un buen pedazo. Pero aún queda en pie mucho Cosmo, no lograrán derribarme tan fácilmente.

—Le juro que yo no…

El director agitó el puro.

—Sea o no uno de ellos, señor Dax, voy a hablarle de mi nueva película. Será una versión del Otelo de Shakespeare. Existen numerosas adaptaciones, como sabe, pero estoy trabajando bajo una potente inspiración. Otelo no encarna una meditación sobre los celos, según se ha venido repitiendo, sino sobre el instinto criminal. El famoso moro de Venecia, ese torvo y oscuro secuaz, es tan solo un asesino nato a la espera de un móvil. ¡Definitivamente, ya estamos hablando de la muerte! Cuando me refiero a mi mejor amiga me gusta hacerlo con propiedad, en presencia de quien, como nadie, la ha representado… ¡Parca, ven aquí! ¡Date prisa!

En respuesta a la llamada de Cosmo hizo acto de presencia una encorvada mujer con el rostro consumido por una larga cadena de sufrimientos. Llevaba un vestido estampado sin mangas, de tonos descoloridos, y unos absurdos botines con los cordones sin abrochar.

—¿Deseaba algo, señor?

—Para mí nada, Francisca, pero la salud de nuestro invitado está empezando a inquietarme seriamente. Corriendo detrás de Puerto se nos ha presentado así, en bermudas. Haga el favor de comprobar si en mi armario ropero todavía conservo alguno de los jerséis de pico de cuando disfrutaba de un cuerpo como el de este joven Romeo.

Dax acababa de esbozar un gesto de protesta, pero Cosmo volvió a abortar su réplica.

—No vaya a malinterpretarme, señor Dax. No le considero un buscavidas. No es usted, sino, ¡definitivamente!, Puertito, la responsable de esta situación. La pobre está tan sola… Al principio viajamos por medio mundo, pero luego, cuando nos enterramos aquí, en nuestra casa del volcán… Puerto no se relaciona con otras jóvenes de su edad. Carece de amigos en la isla. Como un perrillo abandonado, se lanza a los brazos del primero que le arroja un hueso. Es una mujer de lo más atractiva, ¿no cree? Con unos ojos capaces de derretir a un fraile y unos pechos como impuros cálices…

La mente de Dax se había puesto a girar incontroladamente. No le hizo falta darle demasiadas vueltas para comprender que Leo Cosmo le estaba provocando.

—Si de verdad cree que he venido siguiendo a su mujer…

—No es que lo crea, querido amigo, es que estoy absolutamente seguro de ello. Y usted también lo está. No tiene más que asomarse al oscuro abismo de su conciencia, tan profundo como este cráter, y escuchar el eco de su respuesta. ¡Que alguien me conteste, por todos los dioses! ¿Tengo o no razón, secretario?

Dax se giró, sorprendido. Ledesma estaba detrás de él, a solo unos pasos. Sin duda, lo había oído todo.

—Vino siguiéndola.

—¡Eso no es cierto! —protestó Dax.

—Se lo agradezco, Ledesma —dijo Cosmo; su tono era el de un profesor defraudado con su mejor alumno—. Eso me reafirma en mis sospechas.

—¿Qué está insinuando? —saltó el vulcanólogo.

—No me gusta que me mientan, señor Dax. ¿Existe mayor manifestación de hombría que la sinceridad? Decir siempre la verdad… ¿No es, acaso, lo que nos enseñaban de niños? ¿Lo que nuestros padres y profesores nos encarecían sobre todas las cosas? Usted es un científico, un hombre culto y, supongo, bien remunerado, pero nosotros, pobres artistas nacidos en la ignorancia y en la miseria… ¿Puede siquiera imaginar lo que fueron los años cuarenta? El hambre es una experiencia que no le deseo a nadie, señor Dax. Acostarse con las tripas en carne viva, escuchando al otro lado del tabique las voces de Radio Nacional, aquellos concursos, las radionovelas, los gruñidos de los padres cediendo a la lujuria y montándose en la oscuridad de la noche… Mi padre era un hijo de puta, señor Dax, un borracho maltratador que se acostaba con los calcetines puestos y el cinto a mano por si le apetecía levantarse a calentarme el lomo…

¿Sabe qué fue lo único que heredé de él? Sus calcetines de lana. Y el apetito. Y la sed. Siempre estoy sediento, señor Dax. Y usted también, por lo que veo.

¿Una cervecita?

—Estoy bien, gracias.

—Déjeme que sea yo quien le diga cómo se siente, querido amigo. Defraudado. Dolido. Violento. Imaginaba encontrar, oculto a todas las miradas, a un gran personaje, a una leyenda del cine, y se ha tropezado con mis ciento veinte kilos de grasa y un cerebro en pleno deterioro. Solo mi vanidad permanece incólume. Para prolongarla, únicamente admito el elogio. ¿Decía usted que ha visto todas mis películas?

—No lo había dicho, pero es cierto.

—No puede serlo. Nadie ha visto todas mis películas, ni siquiera yo. ¿El último juego?

Dax negó con la cabeza.

—¿Ve? —exclamó triunfalmente Cosmo—. La rodé en Toledo, en 1948, durante una semana, con actores aficionados. ¿La noche del crimen?

Dax volvió a negar.

—¿Tampoco? —sonrió el director—. No voy a decirle que me importe. Era una pura basura, insoportablemente tórrida, el producto de un erotismo enfermo, de la represión… La rodé en el verano del 51, en Ceuta. Por fortuna, tuvo problemas con la censura y fue retirada.

—No sea tan duro consigo mismo, Leo —intervino Ledesma—. Eran obras de aprendizaje. Óperas primas.

El rostro de Cosmo se arreboló de indignación.

—¡Silencio, truhán! La mayoría de mis cincuenta y siete películas lo son. ¿Todavía sigue sosteniendo que las ha visto todas, señor Dax?

—No sabía que hubiese filmado tantas. Supongo que habré visto las principales.

Cosmo hizo un gesto de furia.

—¿Por qué me contradice? ¿Quién se ha creído que es? ¿Alguien superior, para juzgarme desde el desconocimiento?

Dax estalló.

—¿Y por qué me ha recibido, si solo pretendía burlarse de mí?

El secretario se interpuso entre ambos.

—¡Caballeros, por favor!

—No pasa nada —le rechazó Cosmo—. Nada en absoluto, Ledesma. El licor ha debido trastornarnos.

¡Y qué tendrá de extraño, siendo indigesto para el estómago y nocivo para la mente! ¡Que alguien nos traiga unas cervezas! ¡Francisca! ¡Parca! A nuestra Paca le hemos intercalado una erre por lo reñidora y recabrona que es —explicó el cineasta, despertando una sonrisa fúnebre en Ledesma, el hombre que una vez produjo sus películas—. ¿No se acuerda de nuestra Paca, señor Dax, usted, tan amante del cine español? ¿No le suena de nada? ¡Pobre Francisca Embid, conviviendo conmigo y con el más desagradecido de los olvidos!

—No sé quién es, lo siento.

—Otro punto en su contra, señor Dax. Francisca Embid no habrá actuado en menos de veinte o treinta películas, muchas de ellas bajo mi dirección. ¡Mírela bien!

Mentalmente agotado, Dax se giró hacia la piscina. El sol le dio en la cara. A su trasluz, se quedó observando a la arruinada mujer que traía una bandeja con unas botellas de Heineken y… sí, reconoció a Francisca Embid. La veterana actriz debía tener más de setenta años. Su maltrecho cuerpo serviría para poco más que para mantenerla en contacto con la tierra, pero su mirada aún conservaba el rescoldo de antiguos fuegos. Hacía tres décadas había gozado de cierta popularidad gracias a sus papeles de criada, tonta del bote, envenenadora o bruja. Después, poco a poco, había ido desapareciendo de la pantalla y de la memoria de los espectadores.

—Discúlpeme por no haberla reconocido, señora Embid —se corrigió Dax, sintiéndose estúpido y fuera de lugar; pero una morbosa inclinación le invitaba a proseguir en aquel escenario—. Siempre pensé que era usted una magnífica intérprete. Nunca pude imaginar que iría a conocerla en un lugar como este.

—El infierno —susurró Paca; e, inclinándose hacia él, añadió a su oído—: Pues es al diablo a quien sirvo.

—¡Deja de cuchichear, vieja bruja, y pon la mesa! —tronó Cosmo.

Francisca desapareció por la puerta de la cocina-bar. De su interior acababa de surgir otra muchacha, muy joven, africana, ataviada de doncella, con las muñecas cuajadas de abalorios y un uniforme blanco que contrastaba con su negra piel.

—¡Tres mujeres en la casa y que todo tenga que estar manga por hombro! —refunfuñó el director, removiéndose en su butaca. Colmó trabajosamente su catavinos con una nueva medida de licor de plátano y lo apuró de un trago—. ¡Venga, a la mesa!

Pero no se movió. La muchacha se apresuró a colocar delante de él dos caballetes de pintor, y sobre ellos, un tablero de cristal. Francisca la ayudó con el mantel. Juntas fueron transportando desde la cocina-bar una variada suerte de viandas.

A juzgar por los suculentos aromas, un experto cocinero tenía que estar detrás de su elaboración. Había comida en abundancia. ¿Cuánta gente viviría allí?, se preguntó Dax, cediendo a la impresión de que todo lo que estaba sucediendo desde que había puesto los pies en la Montaña del Hombre Muerto parecía obedecer, más que a la realidad, a una sucesión de fantásticas secuencias cinematográficas. Nada le hubiera extrañado que un director de escena hubiera aparecido de pronto para excusarse por haberle utilizado en un rodaje sin previa información ni consentimiento por su parte.

En lugar de eso, Leo Cosmo indicó:

—Definitivamente, se quedará usted a comer con nosotros, señor Dax. Así tendré ocasión de seguir disfrutando de su compañía y de presentarle al resto de mi pequeña y mal avenida familia.