Con respecto a la última imagen que Dax conservaba de él, Leo Cosmo había engordado terriblemente. Ni siquiera su amplia guayabera lograba disimular su desparramado vientre. Llevaba un absurdo pantalón de esmoquin, cuyas brillantes perneras a duras penas contenían sus gordezuelos muslos. En lugar de los zapatos negros que ese protocolario pantalón exigiría, el estrambótico director calzaba sandalias menorquinas de cuero rosa.
Delante de Cosmo, una mesa baja de bambú sostenía un libro, una purera, un cuaderno de notas y una botella de licor. A su derecha, una jaula en forma de pagoda custodiaba un repulsivo pájaro de plumaje negro que, excitado ante la perspectiva de disfrutar de nuevas compañías, agitaba las alas histéricamente.
Dax nunca había tenido la oportunidad de saludar a alguien tan célebre. Se dirigió hacia el cineasta con la mano tendida, pero Cosmo, dedicándole apenas una mirada indiferente, dejó las suyas cruzadas sobre su abultado estómago, los dedos de la mano izquierda sosteniendo un habano cuyo blanquecino humo se elevaba en retorcidas volutas.
María Puerto se había transformado en otra mujer. Sin decir palabra, había cogido una silla y se había sentado junto a su marido. Nadie parecía dispuesto a romper el hielo, de modo que fue Dax quien nuevamente tuvo que presentarse a sí mismo, agregando cortésmente:
—Le agradezco mucho que me haya recibido, señor Cosmo. Es un honor conocerle.
La boca del director se dilató en un bostezo:
—Ojalá pudiera decir lo mismo. Replícale tú, Edgar. El negro pajarraco no necesitó abrir el pico para graznar:
—¡Nunca más!
—¿Es un loro? —preguntó Dax con una sonrisa ingenua.
—O una cotorra —contestó el director, como si esa cuestión no le interesara lo más mínimo—. También puede que sea una cacatúa. Me lo regalaron durante un rodaje en México, hace años. Debe tener casi tantos como yo.
—¿Su plumaje es negro?
—Solo su corazón. Se trata de un tinte. Quiero pensar que al otro Edgar, al divino Allan Poe, le habría divertido el truco.
Cosmo hizo una pausa para animar el tiro del cigarro. Sin dejar de contemplar la brasa, preguntó:
—¿En quién cree usted en mayor medida, señor Dax, en Dios o en Edgar Allan Poe?
Un tanto asombrado, Dax empezó a responder:
—Leí a Poe hace tantos años que…
—De jovencito, claro —dio por hecho el cineasta, interrumpiéndole sin miramientos—. ¿Qué edad tiene usted? ¿Treinta años? —Dax asintió—. La generación de los niños computadora. Ni han practicado un sano ateísmo ni han aprendido de los verdaderos maestros. En consecuencia, no tienen el menor derecho a idealizar la adolescencia.
Dax no logró discernir si aquella frase contenía algún tipo de recriminación o alusión personal, por lo que preguntó:
—¿Qué quiere decir?
—Ni yo mismo estoy seguro —fue la respuesta—, pero tengo la sensación de haber dicho algo… ¡definitivo!
Cosmo rompió a reír, como celebrando sus propias muestras de ingenio. Dax miró a Puerto, que se mantenía seria, como si nada de aquello fuese con ella y tan solo estuviese presente por educación o disciplina.
El director apuntó a Dax con la punta del cigarro.
—¿Qué, no dice nada? ¿De joven era perfecto? ¿No mutilaba lagartijas? ¿No se burlaba de sus profesores?
¿Nunca quiso asesinar a su hermano?
—Eso último lo tenía difícil. Soy hijo único.
—Tengo la impresión, señor Dax, de que no solo es usted único en ese sentido —ironizó el cineasta; y se giró hacia la cotorra—: ¿Ya te has aprendido su nombre, Edgar?
—¡Dax! —pio el horrible pájaro—. ¡Señor Dax!
—Muy bien, Edgar —aplaudió Cosmo.
Lo hizo literalmente, con una serie de secas palmadas que el eco del cráter multiplicó. El loro se esponjó de placer.
—Imaginemos que alguien quisiera matarme —fantaseó el anfitrión—. ¿A quién denunciaría Edgar cuando los sabuesos de la policía husmeasen por aquí en busca de pruebas?
—¡Al señor Dax! —anticipó el loro. Cosmo guiñó un ojo al aludido.
—Gracias, Edgar. No serás el primer ni el último peluche parlante que resuelva un misterio criminal. Este inteligente pájaro se ha convertido, ¡definitivamente!, en uno de mis mejores amigos, señor Dax. A medida que nos vaya conociendo, irá comprobando cómo Edgar es mucho más sociable que yo. Por mi parte, procuro corresponder a su lealtad y afecto, pues me precio de ser hombre generoso. Tampoco a mi mujer sé negarle nada. Desde el momento en que se enteró de que estaba usted ahí fuera, Puerto no dejó de insistirme en que le recibiera. Si para usted era importante conocerme, encuentre la manera de agradecérselo, pues le debe ese favor. ¡Puertito, ven aquí! —la llamó, propinándose unos golpecitos en su rodilla. Como ella continuaba sentada, la acució—: ¡No te hagas la remolona!
Puerto se levantó y, con deliberada lentitud, cambió su silla por uno de los robustos muslos de su marido. Las manos de Cosmo la asieron por la cintura y fueron ciñéndola hasta la base de sus pechos. Ella contuvo la respiración. Dax se enervó. Puerto le miraba con una mezcla de sumisión, rechazo y temor. Su marido la obligó a reclinarse hacia atrás, tomó su suave mandíbula y estampó en sus labios un beso que crujió como la madera cuando se dilata con el cambio de estación. Pero acto seguido, evidenciando que su ánimo era capaz de variar radicalmente sin motivo aparente, la apartó con aspereza, casi con brutalidad, espetándole:
—¿Cuándo aprenderás a atender a nuestros invitados? ¡La pereza es el peor de los vicios! ¡Ve a por un vaso, corre!
Humillada, Puerto se dirigió a uno de los cobertizos, una especie de cocina-bar para atender la piscina. Cosmo y Dax quedaron frente a frente. Dentro del cráter no corría un soplo de aire. El sol apretaba de firme. Cosmo se enjugó el sudor de la cara con un pañuelo.
—¿A qué ha dicho que se dedica, señor Dax?
—No lo he dicho —fue la seca respuesta; la forma en que Cosmo trataba a su mujer estaba inspirando al joven científico una profunda animadversión—. Soy vulcanólogo.
El director chupeteó su habano. No se tragaba el humo, limitándose a embucharlo en los carrillos y a expulsarlo poco a poco, con la avaricia de quien daría media vida por aspirarlo hasta el fondo de los pulmones.
—Suena interesante.
—Lo es.
Los ojillos de Cosmo, como dos balas de plomo incrustadas en su cara, brillaron con una pícara expresión.
—Quizá no lo crea, señor Dax, pero la vulcanología fue una de mis vocaciones frustradas, junto con la de bombero. Profesión esta última que reúne elementos en común con la suya.
Dax picó el anzuelo.
—¿Cuáles?
—Ambas tienen más o menos las mismas posibilidades de llegar a convertir a sus protagonistas en hamburguesas a la brasa.
Una impertinente risa agitó la papada del director. Era pronto para que Dax decidiera si esa clase de bromas obedecían al humor habitual de su anfitrión o si, por el contrario, Leo Cosmo se había propuesto hacerle pasar un mal rato. En cualquiera de los casos, y obedeciendo a un oscuro propósito que poco a poco iba tomando forma en su mente, decidió dominar su irritación y seguir adulándole:
—Yo creo que su verdadera vocación se ha cumplido, señor Cosmo.
—¿Cuál? ¿La de bombero?
Esta vez, las sonoras carcajadas del cineasta convulsionaron su enorme torso, agitándolo como un grasiento flan. Era una risa dionisíaca, salvaje. Su torrencial estallido le congestionó de tal modo que tuvo que quitarse el sombrero para darse aire. Dax estuvo a punto de levantarse y marcharse, pero una secreta voz le conminó a aguantar el tipo, a resistir. Si algún interés tenía en Puerto, su única estrategia consistía en tragarse el orgullo y permanecer cerca de ella, soportando al monstruo con quien estaba casada.
Porque Cosmo era un dictador, evidentemente, y parecía capaz de llegar muy lejos humillando a los demás. Es probable que fuera en ese momento, obedeciendo a la turbia pasión que estaba naciendo dentro de él, cuando Dax habría cedido a la tentación de intentar jugársela, hacerle morder el polvo, decorar la sudorosa frente de Leo Cosmo con un par de relucientes cuernos. Sin embargo, en un alarde de hipocresía, siguió alabándole:
—Me refería a la obra de uno de los mejores directores del cine español. O europeo. A la suya.
Lejos de agradecerle tales alabanzas, el director sacudió los hombros con un nuevo brote de hilaridad. Sus carcajadas fueron remitiendo, pero todavía siguió agitándose en una risa sorda hasta que, a base de paladear su cigarro, consiguió calmarse.
—Ay, qué bueno… Es usted muy generoso, señor Dax, lástima que se equivoque de medio a medio. Mis verdaderas vocaciones, muy por encima de las de geólogo o bombero, han sido dos: torero y escritor de novelas policíacas. En ambas me fue regular. No destaqué en ninguna. Como novillero, y con el sobrenombre de El Flaqui, pues no siempre he pesado estos ciento veinte kilos que le han escandalizado o repugnado a usted, llegué a hacer el paseíllo en plazas de vitola, La Maestranza, Las Ventas, pero una seria cornada me impidió tomar la alternativa. Y aunque eso ocurrió hace mucho tiempo, en la primavera de 1959, cada verónica, cada mugido del toro y, desde luego, el frío navajazo del cuerno desgarrando mi carne, permanecen grabados en mi memoria y en mi piel. No solo de las cicatrices del alma puede uno presumir. El valor es siempre una virtud… ¡definitiva!
Como atraída por algún lejano recuerdo, la mirada metálica de Cosmo se perdió hacia las crestas del volcán. Enseguida prosiguió:
—Toreé como El Flaqui y escribí relatos policíacos bajo el seudónimo de Michael Traveler. La mayoría de esos cuentos jamás llegaron a publicarse. Justamente, debo admitir hoy, asistido por la experiencia y tal vez por la sabiduría.
El índice de Cosmo señaló el libro que descansaba sobre la mesa de bambú. Su cubierta representaba la imagen de un decimonónico detective pertrechado con una lupa.
—¿Sería tan amable de acercarme ese volumen, señor Dax? Me he despertado con una fuerte lumbalgia y apenas puedo moverme.
—¿Tiene problemas de espalda?
—Espero que no. La pasada noche Puertito y yo celebramos nuestro aniversario de boda. Ya no tiene uno edad para ir practicando el Kamasutra.
Dax se levantó, lívido, y le alcanzó el libro. Cosmo empezó a hojearlo.
—Gracias, señor Dax. ¿Me permite formularle una pregunta personal?
—Adelante.
—¿Se le pone dura con facilidad?
El vulcanólogo se quedó sin habla. La cotorra respondió por él:
—¡Nunca más!
—Hágaselo mirar —le aconsejó Cosmo.
El grueso cuello del director se hinchó como el de un sapo y de su garganta brotó una ciclópea risotada. Dax se obligó a pensar en Puerto, en su necesidad de ayuda. De no ser por su situación, por el purgatorio que a todas luces debía de estar soportando, quizá él habría tolerado aquel esperpento, la patética y narcisista exhibición de un artista tan moral y físicamente arruinado como Leo Cosmo. Dax sintió lástima por Puerto. La naturaleza de su matrimonio se le estaba desvelando como puramente monstruosa. Ansiaba quedarse a solas con ella para preguntarle por qué y a cambio de qué había aceptado convivir con aquel perturbado.
Sin alzar la vista de las páginas del libro, Cosmo preguntó, más relajadamente:
—¿Hace cuánto tiempo que no relee las aventuras de Sherlock Holmes, señor Dax? ¿Tanto como los cuentos de Edgar Allan?
—¡Nunca más! —volvió a gruñir el loro.
—¡Silencio, pajarraco del infierno! —bramó el cineasta, amenazando al loro con el bastón.
—Desde chico, supongo —repuso Dax.
En ese momento, Puerto regresó con un vaso helado y una expresión asimismo fría en el rostro. Dejó la bebida en la mesa y, en silencio, volvió a sentarse.
—¿Me acompaña? —propuso Cosmo a su invitado. Dax dudó:
—¿Qué está tomando?
—Licor de plátano.
—Demasiado dulce para mí. No sé qué tal me sentará.
—Divinamente. ¿Le apetece también un habano? Fidel Castro me los sigue enviando desde Cuba. ¿Sabía que soy comunista?
—No, no lo sabía.
—Pues ya conoce la razón por la que nunca llegué a triunfar en Hollywood. ¡Perros yanquis!
Cosmo apagó el habano con rabia, aplastándolo con la contera del bastón. Con la misma furia, mientras procedía ceremoniosamente a encender otro puro con un mechero de plata, se fue extendiendo sobre las ruindades del Tío Sam y sus secuaces en las grandes compañías cinematográficas. Cuando el nuevo cigarro humeaba entre sus dedos, fijó la mirada en el globo de calima que una hiriente luz blanca hacía flotar sobre el cráter del Hombre Muerto y anunció:
—En su calidad de amante de la literatura, voy a revelarle un pequeño secreto, señor Dax. Se trata de la solución, ¡de la definitiva solución!, a un enigma maquinado por Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. —El director reparó en que su invitado se hallaba más atento a su mujer que a él y le llamó la atención—: Le ruego que se concentre, señor Dax.
—Estaba escuchándole.
—No deje de hacerlo. Según le adelantaba, Conan Doyle logró engañar al resto del mundo, pero ni por un segundo lo ha conseguido conmigo. Yo sé muy bien en quién se inspiró para crear a Sherlock Holmes. ¡Lo sé, créame, definitivamente!
—Dudo mucho que a nuestro invitado le interesen tus teorías sobre los orígenes de la novela policíaca, Leo —le interrumpió Puerto.
—Te equivocas, querida. ¿No es así, señor Dax?
—No vale la pena que discutan por mi culpa.
—Y no lo haremos —aseguró el director, conciliador—. Sin duda recordará usted, y también tú, Puertito, que Conan Doyle atribuyó el modelo de su inmortal detective a uno de sus catedráticos de Medicina de la facultad de Londres, un tal Joseph Bell. Dicho profesor solía acuñar observaciones sobre la procedencia geográfica del barro pegado a los zapatos de sus alumnos, acerca de las características craneanas y fisonómicas del individuo o a propósito de las calidades de las distintas cenizas de tabaco. Esas agudezas del doctor Bell, emitidas en sus clases, delante de sus asombrados discípulos, inspiraron a Conan Doyle una ingeniosa trampa, lo que los guionistas suelen llamar una cortina de humo. Hizo creer a los críticos que Joseph Bell, su ilustrado y victoriano maestro, era el padre espiritual de Sherlock Holmes, cuando su auténtico modelo no fue otro que Edgar…
—¡Nunca más! —graznó el loro-cuervo. Cosmo estalló.
—¡Silencio, asqueroso montón de plumas, si no quieres que te extirpe tu contaminada molleja y me la haga guisar para la cena!
—No me gusta que grites, Leo —le amonestó Puerto.
—Tienes razón, Puertito. Disculpe, señor Dax. —El director repiqueteó con su anillo en el filo de la mesa, como para crear suspense—. El modelo de Sherlock no fue el doctor Bell, sino… ¡el propio Edgar Allan Poe!
—¡Nunca más! —graznó la cotorra.
—¡Atrévete a interrumpirme una sola vez más, avechucho, y juro que te retorceré el pescuezo!
Las manos de Cosmo se anudaron como si, en efecto, estuviera ahorcando a su mascota, pero, de inmediato, en otro de sus ciclotímicos turnos de humor, esas mismas palmas se abrieron hacia Dax, esponjándose en un apostólico gesto de dádiva: la de haber desvelado ante él una clave oculta en la historia de la literatura.
Dax había acogido con bastante indiferencia sus revelaciones sobre Holmes. Se limitó a preguntar:
—¿Está seguro?
—¡Por favor, mi querido amigo! ¡Naturalmente que lo estoy! ¿Desea una prueba definitiva? Cierre los ojos y represéntese a Sherlock. Rostro huesudo, frente despejada, ojos nacidos para penetrar en lo oculto. Haga lo propio con Edgar Allan: su pálida piel, la mirada tenebrosa, esa mezcla de lucidez y ansiedad… Para dotar de credibilidad a sus historias, Poe se consagraba a los más diversos estudios: mineralogía, numismática, anatomía patológica, criminología… ¿Y qué hacía Sherlock? ¿Acaso no permanecía ensimismado en su habitación, concentrado en las mismas o muy parecidas materias? El método deductivo era paralelo en ambos. Lo aplicaban a un misterio en apariencia arcano, cuya solución sería desvelada por héroes de inteligencia superior, desdichados genios cuyos dones no iban a servirles para alcanzar la felicidad. Tanto Poe como Holmes fracasarían en las disciplinas de la amistad y del amor, recurriendo al láudano, a la morfina o al alcohol cuando el peso de la soledad se les hacía insoportable…
En ese momento, Puerto profirió un grito. Cosmo y Dax se giraron hacia la piscina. Una enorme rata se paseaba tranquilamente por la cubeta de la ducha.
—¡Ledesma! —vociferó el director.
La cabeza del secretario apareció en la terraza superior. Cosmo hizo una seña y su empleado descendió a la carrera.
—¡Acabe con esa bestezuela! —le ordenó Cosmo, arrojándole el bastón.
Justo cuando Ledesma lo agarraba, una chispa prendió en el cerebro de Dax y reconoció al secretario. Era, en realidad, Pedro… No. ¡Pablo Ledesma! Había sido productor cinematográfico, uno de los más destacados del país. En los últimos años había sufrido un grave trastorno de salud, un ictus, quizá, que le había retirado de la actividad profesional. Pero ¿qué haría allí, en aquella inhóspita montaña de El Hierro, reducido a algo así como a un sirviente? ¿Habría perdido el juicio? ¿Estaban todos locos en la casa del volcán?
Con la espalda inclinada, haciendo aspavientos y demostrando a las claras que sus piernas habían perdido agilidad, Ledesma persiguió inútilmente al roedor. Tras esquivarle con facilidad, la rata desapareció ladera abajo.
—¡La plaga ha llegado hasta aquí! —se lamentó Cosmo, con evidente preocupación—. ¡Y tú! —acusó a su mujer—. ¡En lugar de hacerles frente, te pones a chillar como una histérica!
—Me dan un asco tremendo.
—¡Acabaremos con ellas, señora! —se comprometió Ledesma.
—Mi secretario es un inepto —susurró Cosmo a Dax, inclinando su corpachón hacia él—. Sería incapaz de acabar con un piojo cojo en su propia y hueca cabeza. No quisiera asustarte, niña mía —agregó, dirigiéndose de nuevo a Puerto—, pero esta mañana, después de mi purificador baño en nuestro estanque, he liquidado a una de esas ratas en nuestro mismísimo dormitorio.
La expresión de Puerto fue de puro horror.
—¿Dónde estaba?
—Debajo de nuestro placentero tálamo.
—¡Jamás podré volver a dormir ahí!
—Tendrás que hacerlo. Haré vigilar el pasillo, si es necesario. ¡Ponga veneno, Ledesma! ¡Trampas! ¡Dispare sin ahorrar munición contra esas ratas portadoras de pandemias!
—Así lo haré, Leo —asintió el secretario.
—No nos resultará sencillo erradicarlas mientras almacenemos alimentos —reflexionó Cosmo, en el tono que utilizaría un general analizando un problema de abastecimientos—. Si conoce un poco la historia de esta isla, señor Dax, sabrá que las ratas, a diferencia de los lagartos y de las cabras, no son endémicas de El Hierro. Fueron, ¡definitivamente!, introducidas por los conquistadores. Como otros vicios de la civilización, llegaron a bordo de las primitivas carabelas. Su presencia puede causar terror, pero no es menos cierto que el miedo nos hace sentirnos vivos. No hay nada más improductivo que el placer, señor Dax. Y no lo digo porque yo rehúse el estímulo erótico. No se imagina las cosas que la pequeña Puertito puede llegar a hacerme para que me sienta más cerca del paraíso, pero…
—¡Leo! —protestó su mujer.
—¡Déjame que presuma un poco!
—¡No me trates como si fuera una ramera!
—Vamos, Puertito, no seas tan susceptible. Sabes que eres para mí un tesoro y una…
—¡No soy propiedad tuya!
Cosmo la miró con orgullo, como la contemplaría un padre.
—Te equivocas.
—¡No soy tuya!
El director la apuntó con el puro.
—¡Definitivamente!
—¡No!
—¡Lo eres!
Derribando la silla, Puerto se levantó de golpe e intentó abofetear a su marido. Pero fue él quien consiguió rozarle con el revés del puño. Deshecha en lágrimas, Puerto subió corriendo el sendero del jardín. Desde arriba gritó:
—¡Te odio! ¡Dios, cómo te odio!