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Aquel grito había sonado justo detrás de él. Sobresaltado, Dax perdió el equilibrio y resbaló por un terraplén. Cuando pudo incorporarse, lo hizo para enfrentarse a un viejo escuálido, con descarnados brazos y grandes ojos de profeta. El viento impulsaba atrás su cabellera blanca, abolsando su camisa tejana de manga corta y haciendo volar su pantalón de chándal.

—¿Qué está haciendo aquí? —volvió a gritarle aquel hombre.

No era más que un anciano con pinta de loco. Dax estuvo seguro de que no podía hacerle el menor daño.

El viejo señaló algo ladera abajo.

—¿Cuánto tiempo va a seguir haciéndose el tonto?

¿No sabe leer?

El vulcanólogo miró en esa dirección. Un tosco letrero clavado en el talud indicaba: PROHIBIDO EL PASO.

—No había visto el cartel. Lo siento.

—¿A qué ha venido? ¡Responda!

—Una mujer se lanzó al mar y pensé que…

—Ah, pero ¿sabe pensar? ¡Si acaba de aprender a leer!

—Puedo explicarle…

—¡Hágalo!

Dax ya había decidido que aquel individuo no estaba en sus cabales. Irónicamente, repuso:

—Deberíamos esforzarnos en ser amigos. No creo que por estos parajes haya muchas oportunidades para mejorar en ese campo.

—¿Le ha hecho algo a la señora Puerto? ¿La ha seguido?

—Pensé que…

—¿Ya ha aprendido a pensar?

—Si fuera tan amable de escucharme…

—¿La ha molestado? ¡Porque si es así, se las va a ver conmigo!

—Temí que pudiera correr algún peligro —se justificó Dax, cada vez más irritado.

—¿Qué clase de peligro?

—Ahogarse. Despeñarse.

—¿Quién? ¿Puerto? ¡Jamás había oído una estupidez semejante! ¡Ella no necesita su ayuda, entérese! Para protegerla, ya nos tiene a su marido y a mí.

—¿Y quién es usted?

—Soy Ledesma, el secretario del señor Cosmo. ¿Era eso todo lo que le traía por aquí?

De repente, la cara de aquel viejo resultó conocida a Dax, pero no consiguió ponerle nombre. Volvía a pensar en la chica. Sin reflexionarlo, llevado por el mismo impulso que le había animado a bajar a la playa para hacerse el encontradizo con ella, dio salida a un plan que acababa de urdirse en su cabeza.

—Quisiera presentar mis respetos al señor Cosmo.

—¿Por qué motivo?

—Soy un admirador suyo.

El viejo negó vigorosamente con la cabeza.

—El maestro está retirado. No recibe a nadie.

—Se lo ruego. Solo será un momento. Le pediré un autógrafo y me marcharé. Haga eso por mí. ¡He visto todas sus películas y ahora que estoy tan cerca de él…!

Los ojos del secretario se nublaron de desconfianza.

—El señor Cosmo es muy celoso de su vida privada.

¿Para quién trabaja usted, para la televisión? ¡No se le ocurra engañarme!

—¡No le estoy engañando!

—Entonces, ¿a quién anuncio?

Dax empleó tres eternos minutos en hablar de sí mismo. Poco a poco, la expresión del viejo se fue ablandando. Finalmente, transigió.

—Puede que al señor Cosmo le siente bien la visita de un admirador. Trataré de que le reciba. Un cuarto de hora como máximo, no más. Tendrá que comprometerse a respetar algunas reglas.

—¿Cuáles?

—No hable de política, no la soporta. Tampoco de su mujer, es muy posesivo. Llévele la corriente y todo irá bien. ¿Está conforme?

Dax asintió. Ledesma se alejó hacia la puerta de la casa. Esgrimió un manojo de llaves y las altas hojas de madera y forja se abrieron mostrando un negro triángulo de luz.

El portón se cerró tras el secretario. Dax se quedó solo. El viento soplaba ahora con más fuerza. Las nubes volaban tan cerca que casi podían tocarse.