¿Qué habría más allá de la punta? ¿Calas, arrecifes, otra dentada línea de acantilados? Desde la playa, Dax no podía saberlo.
Para salir de dudas, se arrojó al mar. La resaca lo arrastró y pronto dejó de hacer pie. Una ola le estalló encima, haciéndole rodar hasta el rocoso lecho. En cuanto logró salir a la superficie, volvió a sumergirse para evitar las rompientes. Buceando, abrió los ojos. El agua era opaca, de un verde botella refractario a la luz.
La playa se alejaba de él. Cuando ya temía derivar a mar abierto, una corriente transversal le impulsó hacia la punta tras la que había desaparecido la chica. Para evitar los arrecifes, bastaba con dejarse flotar hasta el otro lado del promontorio, donde se perfilaba una minúscula cala en forma de concha, media luna de arena negra. Con un último esfuerzo, Dax braceó hasta la orilla y salió del agua.
Las huellas de Puerto no se habían borrado de la superficie de las rocas. Se dirigían al farallón. Dax las fue siguiendo hasta la abrupta pared del acantilado, de la que pendía una escala.
Bamboleándose, empezó a descender sus inseguros peldaños. Con el sol a la espalda, ascendió diez metros prácticamente en vertical. De golpe, la árida Montaña del Hombre Muerto alzó ante él su azufrosa mole. Su imponente aspecto no la hacía inexpugnable. Una senda iba serpenteando hasta su cima.
No se veía a Puerto. Era como si aquella árida pendiente se la hubiese tragado.
Dax atacó el ascenso. Al poco rato perdió el camino y tuvo que volver atrás por un terreno muy inclinado y suelto, resbaladizo y sin consolidar. La subida se le hacía más dura porque había dejado sus zapatos náuticos en la playa y afiladas piedrecillas se clavaban en las plantas de sus pies. Desde su llegada a la isla no había bebido más agua que la imprescindible para ingerir sus cápsulas y tenía tanta sed que un charco le habría invitado a calmarla. Pero, con todo lo que había llovido el día anterior, ni una pátina de humedad afloraba en la reseca falda del volcán.
Más de media hora le llevó alcanzar la cumbre. En lo alto, tomó aire y contempló el panorama.
Abajo, muy abajo, los barracones de la Colonia no parecían más grandes que cajas de cerillas. Dax distinguió la moto de Fagen, todavía tirada, y, en la puerta del tercer barracón, a cuyo inquilino aún no conocía, los coloridos gajos de una sombrilla.
Cuando hubo recobrado el aliento, comenzó a crestear el cráter. Como por arte de magia, la casa de Leo Cosmo («y de Puerto», pensó), surgió de la nada en medio de un paisaje puramente volcánico, duro y lacónico como el de un abandonado planeta. La fachada evidenciaba serlo por un zócalo de toba bajo el alabeado muro en el que, a la altura de unos dos metros y medio, se abrían dos óculos de piedra translúcida, emplomada con motivos geométricos, y un catedralicio portón tachonado con clavos de hierro en forma de estrellas de mar. Dos esfinges aladas cuya blanda aleación, de cobre o níquel, las hacía refulgir, vigilaban la entrada como esotéricos símbolos.
—¿No sabe que invadir una propiedad privada es delito? ¡Alto ahí!