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Con las últimas luces, Dax hizo una serie de fotografías, recogió muestras geológicas y regresó al barracón. Hasta pasada la medianoche estuvo trabajando en el ordenador. No tenía hambre, pero se obligó a comer un plato de espaguetis.

Tampoco tenía sueño. Para convocarlo, apuró la botella de vodka que había traído Fagen e ingirió un somnífero. A eso de la una de la madrugada, debió de quedarse dormido.

Soñó con una tormenta tropical cuyas rachas de viento huracanado le obligaron a asegurar con clavos las contraventanas. En el horizonte, desde la tenebrosa distancia del mar, se aproximaba una nube de pájaros. Tuvo la certeza de que iban a atacarle y despertó dominado por una sensación de terror.

Amanecía. El viento seguía silbando, lúgubre y fresco. Dax se puso unas bermudas y una camiseta y salió de la cabaña.

La moto de Fagen estaba tirada junto a la puerta de su barracón. Dax se asomó a la ventana de su vecino.

El artista yacía en el suelo. Estaba desnudo, con las piernas encogidas en postura fetal y la cabeza debajo de las patas de una mesa. De su boca colgaba un hilillo de baba. Había colillas en el suelo y, volcada, una botella.

La puerta de la cabaña estaba abierta. Dax entró y comprobó que Fadrique Genil seguía respirando. Supuso que no era la primera vez que se emborrachaba de esa manera y decidió dejarle dormir.

Caminó hasta los acantilados. El escenario había cambiado. No había rastro de la tormenta del día anterior. Los cielos irradiaban serenidad. Águilas pescadoras planeaban acechando el brillo de los peces. El sol incendiaba la crin de las olas, iluminando sus penachos con una blancura eléctrica que dañaba la vista. Dax pensó que ni siquiera al principio de los tiempos la luz habría gozado de mayor transparencia y que, si la naturaleza supiese escribir, habría descrito aquel paisaje con una sola palabra: soledad.

Sus ojos se desviaron hacia la playa. Una mujer caminaba pensativa junto a la orilla del mar. Sus movimientos eran especialmente armónicos. Su elasticidad y gracia destacaban contra el telón de fondo de los acantilados.

«Tiene que ser la chica de Leo Cosmo», supuso Dax, deseando, sin saber qué le llevaba a pensar así, que realmente fuese ella.