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Una vez se hubo quedado solo, Dax entró en la Red y buscó información sobre el curioso personaje con quien acababa de iniciar una relación poco convencional.

Uno de los archivos informáticos incluía una breve nota biográfica con su verdadero nombre: Fadrique Genil. Fagen. Acróstico igual a seudónimo.

Dax revisó el resto de los archivos, que no pasaban de una docena, pero apenas encontró datos personales. No figuraba la edad ni el lugar de nacimiento de Fadrique Genil. Tampoco su currículum ni la academia o escuela en la que había estudiado, si es que lo había hecho. Fagen había concedido algunas entrevistas a diarios digitales y revistas especializadas. En la más reciente, publicada, precisamente, en el tinerfeño rotativo El Día, se refería a sus proyectos para El Hierro: la escultura dedicada a los antepasados bimbaches y su bosque de árboles hechizados en interacción con el paisaje de lava.

Aprovechando que había dejado de llover, el vulcanólogo salió a estirar las piernas.

El viento rugía haciendo volar las nubes por un cielo cárdeno. Desde la altura de los riscos, cascadas de agua sucia se precipitaban hacia el valle. Turbios riachuelos resbalaban por la Montaña del Hombre Muerto. Olía a una mezcla de lluvia y azufre. «Como en la antesala del infierno», pensó Dax.

Una declinación crepuscular —hierro y bronce— bañaba la llanura de lava. En el horizonte, el sol se ponía con reflejos añiles. La luna estaba alta, pero a su lacónica palidez le faltaba una aguada nocturna para platear los acantilados. Se oía un fragor sordo: la marea haciendo rodar piedras y rocas por el lecho marino.

La naturaleza exhibía su poder. Dax percibió que un sentimiento de pérdida y compasión afloraba en él como un magma. ¿Qué lo inspiraría? Agradecimiento, tal vez, por un lado, al disfrutar de ese espectáculo natural, pero también desesperanza frente a la certeza de no poder sobrevivirlo. ¿Qué suponía el cómputo de una vida comparado con las eras geológicas? Ya podía, en aquel desolado rincón del archipiélago, saturarse su espíritu con ansias de eternidad; no por ello el destino iba a alterar su punto final.

Sorteando las esculturas naturales de lava caprichosamente labradas por la erosión, Dax se alejó de la Colonia. Se sentía como el último hombre en la tierra.

Al cabo del rato, se detuvo al filo de un acantilado para contemplar la puesta de sol. El abrupto farallón se suavizaba al pie en una playa de arena carmesí. No parecía fácil acceder a ella. El vulcanólogo supuso que tal vez pudiera alcanzarse desde la otra punta del cabo. O en barco, arriesgándose a sortear los arrecifes, como en 1915 había hecho Alfonso XIII.

Dax conocía esa anécdota por Luis Manglano, quien la había contado en el curso de una cena con sus compañeros de la Estación Vulcanológica.

Don Alfonso iba a ser el primer monarca español que pusiera el pie en El Hierro. Tras hacerse oficial el anuncio de la regia visita, la expectación se disparó entre los habitantes de la isla. Buena parte se dio cita en la capital, Valverde. El rey arribó a bordo de una fragata capitaneada por el conde de Romanones. A la vista de las malas condiciones del mar, el conde desaconsejó atracar. Sin embargo, el monarca no quiso defraudar a los herreños. Embarcó en una chalupa y logró tocar tierra en una punta rocosa, desde la que saludó a la multitud agolpada en la precaria dársena. Hasta su augusta persona se desplazaron el alcalde de Valverde y otras autoridades. Se había previsto que la comitiva real ascendiera por los caminos del monte, a lomo de caballerías, hasta la villa principal de la isla, situada a varios centenares de metros sobre el refugio portuario. Pero Romanones, tras comprobar lo empinado e inseguro de dicho sendero, impuso en esa ocasión su criterio, impidiendo que el rey visitara Valverde. Alfonso XIII regresó a la fragata, que puso proa a La Gomera.

Dax sonrió imaginando la escena. Concentró la mirada en el mismo y bravío mar que había recibido a aquel coronado galán de cine mudo y se entretuvo observando los trazos dibujados por las gaviotas en el cielo. Frente a la convulsa belleza de la costa creyó oír las voces del viento, advirtiéndole: «Aléjate».

¿Por qué no escuchó ese consejo?