Se demoró media hora, pero a Dax no le importó. Continuó frente a la pantalla hasta olvidarse de su vecino.
Estaba hablando por el móvil con su jefe, Luis Manglano, que le había llamado desde Tenerife para interesarse por su llegada a El Hierro, cuando sonaron unos golpes en la puerta. La conversación telefónica estaba concluyendo, de modo que Dax pudo despedirse de su director sin parecer descortés.
Abrió. La lluvia seguía refrescando la mortecina tarde. Fagen se había cambiado de ropa y recogido su melena en una cola de caballo. Traía un tubo de cartón como los que se emplean para enrollar y transportar láminas y la prometida botella de vodka Absolut.
Dax le invitó a sentarse. En la despensilla encontró unos vasos limpios y sirvió las copas. Durante algunos minutos, mientras saboreaban los primeros tragos de vodka, hablaron de cosas sin relieve, la lluvia, la pésima ubicación de sus barracones, tan apartados de todo. Cuando una cierta confianza se hubo establecido entre ellos, Fagen le preguntó por los motivos de su llegada a la isla. Sin entrar en detalles, un prudente Dax le explicó con vaguedad que se proponía revisar la cartografía militar y los mapas geológicos elaborados en los años setenta, así como desarrollar una tesis verificadora de la supuesta erupción volcánica acaecida a finales del siglo XVIII.
—¿Realmente ocurrió? ¿Puede probarse?
—Espero que sí —aventuró Dax—. El trabajo de campo me sacará de dudas. Testigos de aquella época aseguraron haber asistido a una erupción en la punta occidental de El Hierro, por esta zona, pero dichos testimonios nunca fueron demostrados de manera científica. —El vulcanólogo hizo una pausa para beber otro trago—. ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?
—Promuevo y ejecuto proyectos artísticos.
—¿Tienes alguno en marcha?
—El Ayuntamiento de Valverde me ha encargado un monumento en homenaje a los bimbaches, los primitivos habitantes de El Hierro. Además, intento convencerles…
—¿A los bimbaches?
Fagen celebró con una risa la ocurrencia de Dax. Sin dejar de sonreír, le pidió permiso para encender un cigarrillo.
—Muchos políticos no acostumbran a mostrarse menos primitivos —consideró expulsando un anillo de humo—. Por eso mismo procuro, en el buen sentido, explotarles. Trato de persuadirles para llevar a cabo otra intervención estética en la plataforma de lava extendida al pie de la Montaña del Hombre Muerto.
—¿Una performance?
—Yo me inclinaría por el concepto de instalación —matizó el artista, relamiéndose los labios cortados por la brisa—. Resulta menos pomposo y más adecuado al pensamiento de encarnar un ser de paso sobre el planeta. Somos prescindibles, ¿no crees? Una anécdota en la inmensidad del cosmos.
Dax aborrecía ese tipo de debates de instituto, pero, en justa correspondencia al talante de su vecino, estaba determinado a mostrarse amable.
—¿Te refieres al hombre como especie?
—Al árbol. En singular. A cada uno de ellos. Sonaba original. Dax fingió estar interesado:
—¿Cada árbol es un ser de paso sobre la tierra? No sin displicencia, Fagen replicó:
—¿Has leído los ensayos de Chesterton?
—Debí quedarme en el padre Brown.
—Mal hecho. Chesterton acuñó observaciones sobre los árboles que… Pero no voy a fatigarte… Te pasaré el libro, si te interesa.
El escultor volvió a relamerse los labios con innecesaria fruición, como si el sabor de su propia saliva le agradara. Confesó:
—Hace tiempo que trabajo con los árboles.
—¿Con su estética?
—Con sus ideas.
Dax estiró una sonrisa incrédula.
—¿Los árboles tienen ideas?
—Sin duda —fue la dogmática respuesta.
—¿A partir de…?
—La percepción y la visión —pontificó el artista.
El vulcanólogo ahogó un sarcástico comentario, limitándose a cuestionar:
—¿Pueden vernos?
—¿Quiénes? —se sobresaltó Fagen, escrutando las ventanas de la cabaña, todas iguales, cubiertas con estores de tela de saco.
—Seguía refiriéndome a los árboles —sonrió Dax, un tanto asombrado por la teatral reacción del otro—. Por estos parajes no abundan, de manera que nuestra intimidad está a salvo.
—Nuestra intimidad —repitió Fagen, mirando penetrantemente a su anfitrión, como si quisiera desnudar su última frase—. Es cierto que no abundan los árboles, pero todavía resisten unas pocas sabinas retorcidas por el viento. Se diría que escuchan las voces del alisio y que tienen miedo al huracán.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque permanezco muchas horas junto a ellas. Perciben, sienten, razonan. La lógica de los árboles no tiene nada en común con la nuestra —se apresuró a añadir el escultor, como previniendo una inminente pregunta de Dax—. Del razonamiento humano me interesan muy pocas categorías. Cada día que pasa me considero más empírico. Causa-efecto, acción-reacción. En ningún caso pretendo que mi bosque de árboles hechizados trascienda sin una base, sin un impacto estético.
—¿Árboles hechizados?
—Será el título de mi instalación. Una escultura coral, compuesta por estructonaturas de hierro.
—¿Estructonaturas? —preguntó Dax, prometiéndose no volver a repetir conceptos del otro.
—Cada uno de mis árboles tendrá vida propia e interacción con la naturaleza. Atiende. Esto te dará una idea.
El artista desenrolló el cilindro que había traído y lo extendió sobre la mesa. Era un boceto. Fagen se había inspirado en las fotografías de plataformas de lavas sedimentadas que iban a morir al mar para urdir su proyecto de intervención artística: un ejército de cilindros metálicos —las estructonaturas, supuso Dax— clavados en un mar de piedra, exhibiendo en altura sus retorcidas chapas, pintadas de colores chillones como tótems.
—¿Qué te parece? —quiso saber Fagen, mordiéndose los labios con un brote de ansiedad.
A Dax le espeluznó. Como siempre que iba a mentir, tosió.
—Muy sugerente. —Carraspeó otra vez—. ¿Cuánto tiempo te llevará esta… instalación?
—Dependerá de mis negociaciones con el Ayuntamiento de Valverde. Si sale adelante, la producción del bosque hechizado, la más ambiciosa de toda mi carrera, será larga y costosa.
—Háblame de ella.
Fagen le miró con gratitud.
—En una primera fase, me propongo analizar el terreno y delimitar la posición de las piezas. Estoy estudiando las mareas, los cambios estacionales de luz y las fases de la luna, porque la instalación podrá admirarse tanto de día como de noche. Es un trabajo plagado de dificultades, pero apasionante.
—Estoy seguro de ello —comentó Dax con educación. Sin embargo, su interés hacia el proceso creativo de su vecino estaba decayendo.
—Una vez resueltas las condiciones medioambientales —continuó el escultor, permitiendo que su mirada se animase con una ilusión íntima—, acometeré el diseño de mis árboles, para finalmente abordar el proceso de fundición.
—¿Como los viejos herreros?
—No hay tregua para el viejo Vulcano —poetizó Fagen, apurando su segundo vasito de vodka—. Pero no es el fuego, sino el viento, el mejor y más sensible escultor. Algo premioso, es cierto, pero incansable en su labor y en su búsqueda de la desnudez.
—¿Artística?
—No exactamente. Hay más verdad en cualquiera de las piedras erosionadas en esta isla, pero no más arte que en lo que yo hago. El concepto de belleza es indiferente a la naturaleza. Esta solo reacciona a los instintos de supervivencia y de reproducción… Yo no aspiro a imitarla, como pretendían los clásicos, sino a provocar su cólera en explosiones de…
—¿Fervor? —apuntó Dax.
—¡Atrás! Soy agnóstico.
—El arte puede llegar a convertirse en una religión. Fagen se opuso apasionadamente.
—El arte es convulsión, y el volcán su metáfora exacta. Fuego, cenizas, piedra. Tormento, éxtasis, revelación. Para que algo nazca, algo tiene que morir. Despedazarse, desgarrarse… ¿Otro trago?
Era el tercero en media hora. Dax vaciló. El artista parecía estar ya un poco bebido. Su tono se hizo nasal y sus palabras se arrastraron:
—¿Qué te sucede? ¿No estás cómodo? Dax no asimiló lo que pretendía decirle.
—¿En esta barraca? —preguntó a su vez. El escultor se mordió los labios.
—He querido decir: conmigo.
Dax se quedó helado. Enseguida notó una oleada de calor. Una sonrisa inmóvil congelaba la boca del artista. Su mirada se había dulcificado a la espera de una respuesta. Pero Dax, intuyendo que pisaban un terreno pantanoso, se resguardó en un silencio forzado. Dándose cuenta de que se sentía incómodo, Fagen cambió de tema:
—Apuesto a que nuestro vecino vive mucho mejor que nosotros.
—¿El del tercer barracón? —se apresuró a preguntar Dax, aliviado por haber superado un episodio ambiguo—. ¿El biólogo?
Fagen señaló al techo.
—Me refería al demonio que vive allá arriba, en la casa del volcán. Al director de cine.
—¿Cosmo? —preguntó Dax, desorientado.
Acababa de caer en que el paraje en que se encontraba la Colonia era el mismo que había sobrevolado esa mañana, no hacía unas pocas horas, con el helicóptero. La mansión del cineasta debía de hallarse sobre alguno de los cercanos cráteres, no muy lejos de allí.
—Leo Cosmo —ratificó Fagen.
—¿Le conoces?
—Personalmente no, pero le he visto varias veces. Suele conducir un Rolls Royce. Es un tipo inconfundible. Mide un metro noventa y debe de pesar más de cien kilos. Le gusta pasear por Playa Blanca, con su sombrero, su bastón y sus gafas Ray-Ban de aviador, o sentarse con un libro en la mano para beber solo en la taberna de Las Sirenas Dormidas, en Las Calcosas. No se relaciona con nadie. Su mujer, en cambio, es muy simpática.
—¿Amiga tuya? —se le escapó a Dax.
—Yo no diría tanto, aunque la veo mucho más a menudo que a él. Casi todas las mañanas, realmente. Suele bañarse en las calas volcánicas. A veces se desvía para charlar un rato conmigo, mientras dibujo mis estructonaturas al aire libre. No estoy interesado en las tías —agregó Fagen con una expresión meliflua—, pero debo admitir que ella es muy sexy… Ayer mismo se paseó entre las rocas con un bikini que… Si yo no fuera gay, y teniendo en cuenta que estoy divorciado, iría a por ella.
Aparentando una naturalidad que estaba lejos de albergar, Dax preguntó:
—¿Has estado casado con otro hombre? La frente de Fagen se arrugó.
—Te equivocas. Con una mujer. Durante años luché contra mi verdadera naturaleza, hasta que dejé de hacerlo. Sucedió como con tus volcanes. Cuando están listos para estallar, no hay límite ni resistencia capaz de contenerlos.
Dio la impresión de que Dax iba a formular algún comentario, pero se mantuvo en silencio. Fagen se relamió los labios y explicó:
—Mi esposa era mayor que yo. Le atraían los jóvenes. Y yo estaba allí, dispuesto a cobijarme entre sus brazos. Para ambos fue un fracaso. Ella sigue en Madrid, con otro chico… Ojalá haya dejado de sufrir.
La mirada del escultor se había enturbiado. Introdujo la mano en un bolsillo y sacó una bolsita prensada y un librillo de papel de arroz.
—Estamos en tu casa. ¿Puedo?
—Adelante —le autorizó Dax, con cautela.
—Ayuda a sobrellevar la perra vida. ¿Tú le pegas?
—Lo probé en la universidad, pero me sentaba fatal. Fagen insistió:
—Es material de primera clase. Grifa. Ten.
Dax lo encendió. Dejó que el aceitoso cigarrillo humease hasta prender de manera uniforme y le aplicó una calada. Mantuvo el humo en la boca y lo expulsó entre un ataque de tos.
—Estoy medicándome, no debería mezclar alcohol con… Sigue sin ser lo mío. Toma, todo tuyo.
Fagen procedió a dar una rápida sucesión de caladas al porro.
—No hay que desanimarse. Como todos los ritos, este requiere constancia. Hay que relajar la respiración, el espíritu.
El escultor alzó su copa.
—Brindemos por lo que no has probado, Dax.
El vulcanólogo bebió en silencio. Su invitado apuró el vaso y dijo pastosamente:
—Dos hombres solos… ¿Tiene sentido darse la espalda, barracón con barracón…?
Dax vaciló:
—Yo no…
—¿No eres gay?
—No es eso…
—¿Lo eres?
—No, pero…
—Pero sabes mostrarte solidario y comprensivo con los gays. —El tono de Fagen era sarcástico—. Tienes amigos homos. Estás por la defensa de nuestros derechos, el matrimonio, la adopción… Te diré algo, Dax. Nadie es gay ni deja de serlo. La ciencia ha demostrado que hay una parte femenina en nosotros, la más sensible y tierna, la que ansía preñarse, reproducirse, alumbrar vidas, poblar el mundo. Respóndeme: ¿la tierra es hembra o varón, masculina o femenina? ¿Hombre o mujer? ¿Hombre-mujer?
—Los géneros solo…
—Lo sé, Dax, lo sé. Vienen determinados por los órganos sexuales y el aparato reproductor. También el planeta dispone de esos atributos. El lago es la mujer y el volcán es el hombre. La nube es la mujer y el granito es el hombre. La planta es la mujer y el metal es el hombre. La luna es la mujer y el sol es el hombre. La lluvia es la mujer y la sed es el hombre… ¿Te gustan las mujeres, Dax? ¡Ningún problema! Brindemos por la chica de la playa y por su bikini rojo. ¡Salud!
El contenido del vaso desapareció en su garganta. Esta vez, Fagen acusó el trago. Un acuoso velo cubrió sus ojos y su voz se quebró.
—Quisiera decirte que…
Se puso en pie, tambaleándose, y se balanceó hacia atrás. Dax se precipitó en su ayuda, pero no llegó a tiempo para sostenerle y el artista se desplomó, golpeándose la cabeza contra el suelo. El impacto sonó como si se hubiese partido el cráneo. Dax le trasladó como pudo hasta el camastro y, con la misma sábana, se aplicó a restañarle la herida, por la que sangraba bastante.