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Lejos de atacarle, el intruso hizo algo impredecible: arrojó el hacha y levantó las manos en una estrafalaria mímica de claudicación.

—¡No quería asustarte! —exclamó—. Soy tu vecino… ¡Lo siento!

Dax supo que decía la verdad y le invitó a pasar. Sonriendo un tanto bobamente, el desconocido cerró la puerta. La lluvia debía de haberle sorprendido porque estaba empapado. De las puntas de su largo y liso pelo caían gotas de agua. Un piercing le atravesaba el párpado izquierdo.

Se agachó para recoger lo que había tirado al suelo y lo apoyó contra la pared. Lo que Dax había tomado por un hacha no era sino un bastón de puño tallado con una cabeza de halcón.

—Entonces, ¿ocupas otro de los barracones? —le preguntó Dax.

—Eso es.

—¿Eres el… artista?

—Escultor —confirmó él, alargándole la diestra—. Fagen.

El vulcanólogo estrechó su mano, que era áspera y recia. Por contraste, la cara de luna llena de Fagen se redondeaba con una pálida y femenina suavidad.

—Ricardo Dax.

Fagen repitió su apellido en voz baja.

—Dax. ¿De origen francés?

—Nunca me he preocupado en averiguarlo.

—Soy un loco de las genealogías. Si te interesa, puedo rastrear tu tronco familiar.

Dax se encogió de hombros. Fagen volvió a disculparse:

—Te he dado un susto de muerte. Lo siento. Había luz y quise asegurarme de que ningún intruso…

—Olvídalo, en serio. Me gustaría ofrecerte algo, pero no hay nada para beber.

Fagen tuvo una iniciativa:

—Puedo traer una botella de vodka, si te va.

Dax no sentía el menor deseo de beber ni de hacerlo con aquel desconocido, pero aceptó:

—Buena idea.

Los gruesos labios del artista se distendieron en una sonrisa globosa:

—Genial. Me voy y vuelvo. Tardo un minuto.