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Durante el resto de la mañana siguió lloviendo a intervalos. Dax apenas pudo salir del barracón. Tomó sus medicinas y se dedicó a instalarse y a trabajar un poco.

El barracón tenía una sola planta, un espacio diáfano en forma rectangular de unos setenta metros cuadrados. La cocina quedaba en un ángulo. El baño, con una precaria ducha, al exterior.

Respecto a las comodidades, Pepico tenía razón: no había ninguna. En el colchón y en las campesinas sillas de anea el cuerpo se hundía en insanas posturas. Resignándose a tan monásticas condiciones, Dax se sentó a una mesa de tablas y a la luz de una lámpara picada por la humedad estuvo corrigiendo sus notas de La Palma.

A eso de las tres de la tarde le entró un hambre voraz. Perdigón no le había indicado de qué manera resolver la intendencia. El restaurante más cercano debía de quedar a unos cuantos kilómetros, los que separaban la Colonia del último pueblo, y Dax no tenía medio de transporte ni ganas de caminar. Por suerte, encontró algunas latas en el armario de la cocina, junto al polvo exterminador de roedores cuyo veneno químico tan buen resultado parecía haber dado al guía.

El vulcanólogo comió cualquier cosa y, siempre con el repiqueteo de la lluvia golpeando los cristales, continuó trabajando hasta las cinco. La pantalla del ordenador acabó por fatigarle y decidió descansar y tumbarse un rato.

Había terminado sus novelas de bolsillo y no tenía nada para leer. En la cabaña no había un solo libro, ni siquiera estanterías para poder ordenarlos, pero debajo del somier, en el suelo, encontró una pila de periódicos atrasados. El más reciente era un ejemplar de El Día, editado en Santa Cruz de Tenerife. Fechado el 7 de febrero, tenía tres semanas de antigüedad, pese a lo cual Dax lo leyó de cabo a rabo. Al llegar a la sección de sucesos, una llamativa noticia, ilustrada con la fotografía de una mujer cuyo rostro le resultó familiar, captó su interés. Había oído hablar de aquel caso en la televisión o en la radio, pero no conocía los detalles. Leyó el texto con atención:

VIOLENTA MUERTE DE UNA ACTRIZ

Agencia EFE. En la tarde de ayer, al término de un ensayo en el Teatro Español de Madrid, situado en la céntrica plaza de Santa Ana, Teresa Sanagustín, una de las actrices de la compañía en cartel, fue encontrada sin vida en su camerino. En un principio, la causa del fallecimiento se atribuyó a un fallo cardíaco, pero pronto se advirtió que el cadáver mostraba indicios de haber sufrido agresiones. El forense, según fuentes de toda solvencia consultadas por nuestra redacción, atribuyó la causa de la muerte a una asfixia provocada. A partir de esa constatación, la hipótesis de un asesinato fue ganando fuerza. El juez responsable del caso ha dado inicio a las investigaciones y decretado el secreto sumarial.

La fallecida actriz, de veinticinco años de edad, era soltera. Sus recientes intervenciones en la serie televisiva Ayer y hoy la catapultaron a la popularidad. En el Teatro Español se disponía a estrenar una versión de Otelo de William Shakespeare, encarnando en dicha obra el papel de Desdémona.

La policía interrogó a cuantas personas asistieron al ensayo, incluyendo al director de cine Leo Cosmo, que deseaba contar con Teresa Sanagustín para su próxima película. Curiosamente, en el camerino de la actriz apareció una flor exótica, una orquídea negra, obsequio, acaso, de un secreto admirador…

¡Shakespeare! ¿Cuánto tiempo llevaba sin leer sus obras? Dax experimentó una necesidad casi física de hacerlo. Muy en particular, de releer el drama de Otelo, quizá el más próximo a su sensibilidad.

También él, como el moro de Venecia, había experimentado en carne propia el tormento de los celos. Eran dolores fósiles, enquistados en desengaños juveniles. Con cada nueva decepción —y en su vida sentimental se habían sucedido unas cuantas—, volvían a aflorar.

Dax nunca había sido especialmente afortunado en amores. Varias chicas, en la universidad, habían jugado con sus sentimientos. Ni siquiera Leticia le había sido fiel. Al poco tiempo de convivir con él en su piso de Barcelona, le había plantado. Se marchó con todas sus cosas. Unos días después, Dax pudo añadir: con otro. Con un tipo alto, de perfil aguileño, que la mantuvo aferrada por el hombro durante los quince segundos en que él, sin saber cómo reaccionar, se les paró delante, en mitad de La Rambla, para saludar a Leticia con la sangre ardiendo en la misma hoguera que en Venecia debió abrasar el orgullo de Otelo. Más tarde las cosas se arreglarían entre Leticia y él, pero…

Dax se pasó las manos por la cara. Tenía que alejar de sí los malos recuerdos. Terminó de leer el periódico atrasado, preparó un café de sobre cuyo sabor medicinal le recordó que debía volver a tomar sus pastillas y permaneció tumbado viendo llover a través de los cristales.

A eso de las siete de la tarde, se quedó dormido. Soñó con una isla abandonada en medio del mar, a la que una sucesión de tsunamis cuarteaba y sepultaba en abismos submarinos.

Acababan de dar las seis de la tarde cuando despertó de golpe, sin saber dónde se hallaba. Pero si soltó un grito no fue por esa razón, sino porque, a escasos metros de él, en el umbral de la cabaña, se dibujaba la silueta de un hombre.

Su rostro quedaba en penumbra. De una de sus manos colgaba un hacha.

—¿Quién es usted? —gritó Dax, deseando con toda su alma que solo fuese un sueño—. ¿Qué quiere?

Los pasos del desconocido crujieron sobre la tarima de madera. Había entrado en el barracón. «Es real», pensó Dax un segundo antes de saltar de la cama dispuesto a hacerle frente.