5

Como el motor del coche, asimismo la locuacidad de José Perdigón fue aumentando en revoluciones.

—Me preguntaba usted por su alojamiento, ingeniero —estaba diciendo el guía, con su marcado acento canario.

Dax no le había preguntado nada. Se dio cuenta de que Perdigón conducía mirando a un lado y a otro de la carretera, en lugar de a la línea divisoria, y se apresuró a ajustarse el cinturón de seguridad.

—Teníamos varias posibilidades —prosiguió Pepico en un tono neutro, como si, en lugar de a una sola persona, estuviera dirigiéndose a un grupo de desconocidos—. Un apartamento convencional en Valverde, para empezar. Pero luego se me ocurrió que, siendo usted ingeniero, se sentiría más a gusto en plena naturaleza y decidí hospedarle en la Colonia.

—¿Algún centro residencial?

—No exactamente… Ese concepto sería más propio de las otras islas. Se trata de, ¿cómo le diría?, un retiro para científicos.

—¿Dónde queda?

—Más allá de El Golfo, junto a la Montaña del Hombre Muerto. Voy a instalarle en uno de los barracones. Disponen de todas las comodidades posibles —concluyó Perdigón, riendo en sordina.

Sin saber si lo era, Dax le siguió la broma:

—¿Sauna y jacuzzi incluidos?

El guía sonrió desdentadamente.

—Tienen una cama, una mesa y cuatro sillas, por si recibe visitas o quiere echar una partida. El problema será con quién jugar.

—¿No hay vecinos por los alrededores?

—Solo volcanes y ratas, y de vez en cuando una patera llena de negros y negras hambrientos. No se preocupe, ya he terminado con ellas. Con las ratas, quiero decir.

Pepico volvió a soltar una especie de entrecortado chillido, el obsceno sonido de ave nocturna que emitía en lugar de la risa, y agregó:

—Probé con ellas, con las ratas, un veneno nuevo, muy efectivo. Le he dejado un bote en la cocina, por si se me escapó alguna.

—¿A qué clase de mazmorra me está llevando?

—No está tan mal, en serio. Los que prueban suelen quedarse. El lugar es de una belleza única… Mire, haremos una cosa. Si no le gusta, le conseguiré un hotel en Valverde.

—Probaré suerte con la cabaña. Esa mezcla de naturaleza y soledad es justamente lo que necesito. En La Palma estuve en un hotel y acabé harto de ruidos.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse entre nosotros?

—Depende.

—¿De quién? ¿Del señor Richter?

Dax le contempló con un gesto de asombro. A su vez, Perdigón le observaba de soslayo, esgrimiendo una sonrisa partida. Uno de sus amarillentos colmillos se hincaba en el labio inferior como el de un viejo vampiro. «Es imposible que sepa nada», pensó Dax. Apenas unos pocos científicos y representantes del Cabildo insular disponían de los últimos datos.

—No se preocupe —quiso tranquilizarle el guía—. No soy de los que se van del pico.

—¿Qué sabe usted? —le presionó Dax.

—Que puede haber fuegos artificiales, con traca incluida.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Nadie, ingeniero. Conozco esta isla. Nací aquí, sin ayuda de médicos ni comadronas, entre cuatro paredes de bosta de vaca cubiertas con una humilde techumbre de colmo. No se imagina lo que era esto en los años sesenta…

Lo último que a Dax podían interesarle eran esas viejas historias, pero la carretera discurría al borde de un precipicio y juzgó preferible no distraer o irritar al conductor. El pie de Perdigón incrementaba la presión sobre el acelerador. Conducía con una mano, mirando a cualquier sitio menos a donde debía mirar. Sus próximas frases iban a transmitir una nostalgia estéril, como si el propósito de recuperar aquel tiempo perdido fuese nocivo incluso para la imaginación.

—En el 68, la tierra tembló. Lo recuerdo como si fuera hoy porque la escuela se vino abajo y estuvimos meses sin ir a clase. El terremoto no duró ni quince segundos, pero ha habido años que se me han hecho más cortos. Nuestra casa, la nueva, que ya era de bloque, aguantó de milagro. El aparato de radio de mi padre, un Phillips, se rompió contra el suelo y se hicieron añicos todos los cristales, la vajilla de loza y las lentes de mi abuela Sebastiana. Hubo otro temblor en el 69, uno más en el 73, y, para terminar, el «constipado volcánico», como lo llaman ustedes, del 79. Ahora estamos bajo una nueva amenaza, ¿no es así, ingeniero?

Dax no tenía por qué responderle. Recordando, además, los consejos de su director, en el sentido de que se abstuviera de causar falsas alarmas, no lo hizo. Seguramente, su silencio ofendería al guía, pues Pepico no volvió a hablarle en un rato.

A Dax no le importó. La lluvia que suavemente caía sobre aquel paisaje lunar, de una desnudez tan primordial que causaba dolor, le estaba invitando a la melancolía.

La estrecha carreterita avanzaba a lo largo de un valle cuya estructura obedecía a la de un antiguo cono de deyección, con profusión de piroclastos y bombas de lava, o antiguos proyectiles volcánicos.

A la derecha de la carretera, un par de millas mar adentro, dos negros y salvajes islotes se elevaban frente a los abetunados farallones. Grandes olas los batían, levantando montañas de espuma. El contraste paisajístico era de una violencia extrema. Ni siquiera la belleza del mar restaba tormento a esa dramática costa. No había una playa, una cala que invitase al baño. Como si bajo su lecho ardiese el fuego de una venganza, el océano parecía hervir de furia, y en tierra, a la sombra de riscos y volcanes, el malpaís, la llanura de lava, era como otra ola mineral, un seco y desalmado mar de piedra.

Kilómetro a kilómetro, las altas barranqueras ganaban terreno al llano. El valle se iba angostando. Se acercaban al antiguo Meridiano Cero, al faro de Orchilla, el extremo más occidental de la isla de El Hierro y también del territorio español. Un viento racheado amenazaba con sacarles de la carretera. Sus lúgubres silbidos se colaban con estridentes notas en el incómodo interior del jeep, pero la mente de Dax se hallaba muy lejos de allí.

No había dejado en la Península nada que le invitara a volver. Y, sin embargo, de vez en cuando, tal como le estaba sucediendo en ese instante, añoraba tiempos mejores, circunstancias y lugares en los que no había sido del todo infeliz.

Estaba deprimido, triste. Apenas había puesto los pies en aquella isla perdida y ya comenzaba a pesarle la soledad. Solo faltaban dos semanas para su cumpleaños. ¿Lo celebraría con alguien? ¿Con quién?

Tras la muerte de Leticia, Dax no esperaba encontrar nada firme en el terreno sentimental. Sus escasos amigos se habían esforzado en consolarle, insistiéndole hasta la saciedad en que el tiempo le haría olvidar, pero su ánimo estaba muy bajo. Se había encerrado en sí mismo. Cuando obtuvo el contrato con la Estación tinerfeña, su nuevo trabajo se había convertido en su refugio. Las claves geológicas, cualquier progreso o descubrimiento científico en una suerte de panteísta código, revelador de su integración en el cosmos. Inevitablemente, su visión del ser humano se había hecho más crítica. Un maremoto a quinientas millas de Malasia le afectaba más que todas las guerras que se libraban en el mundo. Pese a haberla visto de cerca, la muerte no entraba en sus cálculos. ¿Y la trascendencia, y la religión? No había más allá. Dax estaba dispuesto a aceptar el principio de su degradación. Un día regresaría a esa misma corteza terrestre para disolverse en polvo y después en nada.

Un volantazo de Pepico despejó sus ensoñaciones. El jeep acababa de abandonar la carretera. Tras recorrer una embarrada pista, acabó frenando junto a tres barracones de piedra volcánica.

La mandíbula del guía apuntó a la cabaña central.

—Esa será su casa, ingeniero. La de la izquierda está ocupada por un loquito. Un artista, o algo así. Y la otra, la de la derecha, por un biólogo, alguien bastante más responsable, con quien hará buenas migas.

—¿Cómo se llama el biólogo?

—Abel Lambergis.

—Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿Cuál es su especialidad?

—Se encuentra al frente del programa de recuperación del lagarto gigante de El Hierro. ¿Necesita algo más, ingeniero?

—No. ¿Me da las llaves?

—¿Cuáles?

—La de mi cabaña y la de la subestación, naturalmente.

El guía apagó el contacto y escrutó a su pasajero con un indescifrable propósito.

—Me temo que va a sentirse un poco solo, ingeniero.

—Contaba con ello.

—Puedo sugerirle un remedio a eso. Un poco de compañía. Discreta, ya me entiende.

Dax no comprendió. El otro repitió la propuesta.

—¿Se refiere a una profesional? —se asombró Dax—. No me parece una buena idea.

—No es buena ni mala, ingeniero —filosofó Pepico—. Y tampoco es una idea; pronto se convertirá en una necesidad. Pero para entonces, cuando suplique que alguien le caliente la cama, quizá las pocas chicas disponibles en El Hierro estén ocupadas.

Dax mostró su lado sarcástico:

—Tengo entendido que las mujeres de esa clase no suelen estar atareadas durante demasiado tiempo.

El guía demostró que tenía respuesta para todo:

—Hay gente con yates, ¿sabe? A veces las invitan a una larga travesía por el archipiélago. ¿Quiere pensarlo mejor?

—No tengo nada que pensar.

Perdigón agitó la cabeza, como si lo sintiera por él.

—¡Usted se lo pierde!

Dax salió del jeep y estiró una mano a través de la ventanilla abierta.

—Las llaves.

—Guárdese mi tarjeta —siguió insistiendo el guía—. ¡Deje que le apunte mi móvil!

—Gracias —se despidió el vulcanólogo. Había cogido el llavero—. Ya le llamaré si me hace falta.

Avinagrado, Pepico puso en marcha el motor. Para demostrar su enfado hizo derrapar el jeep. Las salpicaduras de barro que levantaron los neumáticos mancharon las botas de Dax. El vulcanólogo estuvo a punto de llamar a Tenerife para informar sobre el comportamiento de aquel sujeto, pero se limitó a quedarse mirando el coche hasta que desapareció por la bacheada pista, abierta a pico entre toneladas de escoria volcánica.