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En la sala de espera del aeropuerto, el guía local provisionalmente asignado a la subestación de El Hierro le hizo un gesto de bienvenida. Dax comprobó de un vistazo que nadie más le estaba aguardando y se acercó a él.

Como si una enfermedad lo hubiera arrasado, aquel herreño que había ido a recogerle era macilento y flaco. Tenía las mejillas hundidas, el pelo ralo y, colgando de su esquelética caja torácica, una barriga en forma de melón.

Tampoco su indumentaria contribuía a mejorar su apariencia. Llevaba una camisa rozada, un pantalón raído y sandalias de fraile a través de cuyas sobadas tiras de cuero asomaban, como garras, uñas renegridas por el polvo de los senderos isleños. Ni su más optimista valedor le habría calculado menos de sesenta años. Sin embargo, según Dax sabría más adelante, tenía cuarenta y siete.

Se apellidaba Perdigón, pero el vulcanólogo había olvidado su nombre de pila.

—José —le ayudó el guía; su voz sonaba como arena arrastrada por el viento—. Bienvenido a El Hierro, ingeniero.

—Verá, yo no…

Sin mirarle, Perdigón torció la boca. «Será su manera de sonreír», pensó Dax. Como enumerando los cargos de una acusación, el guía se fue pellizcando los dedos:

—¿Geólogo, astrónomo, oceanógrafo?

—Vulcanólogo —le corrigió Dax.

—¿Qué más da? Para mí, todos ustedes son ingenieros.

El rostro de Perdigón se arrugó como la piel de una manzana podrida. «Ha vuelto a sonreír», columbró Dax. El guía sacó un paquete de tabaco canario y le quitó el precinto.

—¿Un pitillico?

—He dejado de fumar.

—Mejor para usted y también para mí. Dígame, ingeniero…

—Llámeme como quiera, me da igual. ¿Cómo prefiere que le llame yo?

—Señor Pepico, me dicen acá.

Una bocanada de su aliento, empapado en aguardiente y ajo, alcanzó a Dax y su pestilencia casi le provocó una arcada. Perdigón no estaba borracho, pero había rondado por los bares y solo debía de haber frenado para ir a buscarle al aeropuerto. Dax empezó a pensar en el señor Pepico como en una molestia añadida a las muchas que con seguridad le aguardaban en El Hierro.

Propuso:

—¿Nos vamos?

—¿Ya quiere dirigirse a su alojamiento?

—Es lo que suele hacerse cuando uno llega de viaje, ¿no?

—¿Está cansado?

—El vuelo ha sido pésimo.

—¿Tomamos algo de camino para celebrarlo?

—¿Qué hay que celebrar?

—Su llegada. Déjeme invitarle a un trago, como muestra de hospitalidad.

Dax consultó el reloj. Eran las once de la mañana.

—Demasiado pronto para tomar una copa.

—Nunca es tarde para un malvasía.

A eso apestaba. Dax interpuso la primera excusa que le vino a la cabeza:

—He hecho algunas fotos desde el helicóptero. Me gustaría procesarlas en mi ordenador y reenviarlas a Tenerife. Tengo que elaborar unas gráficas de mis últimas observaciones en La Palma.

Perdigón le pegó un codazo en las costillas.

—¿Un fanático del trabajo, eh?

El recién llegado no contestó. Salieron al parking. La lluvia arreciaba.

—¿No será usted gafe? —exclamó Pepico, corriendo bajo la capa de agua—. ¡Menudo diluvio! ¡Para cuatro días al año que llueve en El Hierro!

Se oyó un zumbido. El helicóptero acababa de despegar y pasaba por encima de ellos. Sin dejar de correr bajo el aguacero, Dax volvió a saludar al piloto. Pero el día se había oscurecido y Sendín no pudo verle. Un viento huracanado inclinaba la lluvia en oblicuas cortinas de agua cuyas gotas pinchaban como alfileres. Curiosamente, hacía calor. Del asfalto ascendía un fuerte olor a caucho. Antes de que los dos hombres alcanzaran el coche, la tormenta tropical les había calado.

Empapados, subieron al jeep. Olía a gasolina y a tabaco rancio. Dax observó que de la radio, como si un ratero la hubiera arrancado, solo quedaban cuatro pelados cables. La guantera estaba rota. En su polvoriento compartimento había un plátano, una navaja y un mapa de la isla.

El guía hizo girar la llave de contacto. Su destartalado todoterreno buscó la salida del aeropuerto y comenzó a rodar a considerable velocidad por una carretera costera barrida por el viento y la lluvia.