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Gabriel Sendín, el piloto, hizo descender el aparato. Era un hombre de unos treinta y cinco años de edad, con el pelo muy corto, la mirada altiva y una de esas mandíbulas cuadradas que suelen inspirar principios firmes o ideas fijas. A Dax le había parecido un militar, pero no lo era.

A medida que el helicóptero perdía altura, las nubes se deshilacharon. Entre sus desgarrados filamentos comenzaron a perfilarse los primeros volcanes. Sobrevolándolos, Dax experimentó una emoción familiar, un vacío en la boca del estómago. Vivos o muertos, con cenizas solidificadas o con nieves perennes, los volcanes le conmovían siempre.

El helicóptero continuó descendiendo gradualmente. Dax pudo ver con progresiva claridad un paisaje de cráteres. Más grandes unos, más erosionados otros… Sus inimaginables explosiones, un millón de años atrás, hicieron emerger, desde las profundidades de la cordillera sahariana, ese pedazo de tierra que llamaban El Hierro.

Buena parte de la dorsal oceánica continuaba sumergida. A un centenar y medio de millas al sur de la isla, sus submarinas cumbres, infestadas de tiburones cañabota, ocultaban bajo las aguas del Atlántico campos de coral, naufragios, quién sabía qué misterios.

La absorta mirada de Dax fue recorriendo la costa solitaria y salvaje. Las olas rompían con furia contra los escudos de roca. Le pareció que el contorno de El Hierro iba derivando al de una mariposa. Pero no resultaba un dibujo amable, sino vagamente amenazador.

—Un lugar inhóspito —comentó. El piloto le dio la razón.

—No olvidemos que, para los antiguos, esto era el fin del mundo.

A Dax se le ocurrió pensar: «¿Y si el fin del mundo no estuviera tan lejos?».