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Minutos antes de las diez de la mañana, un helicóptero pintado de rojo y azul, como los colores del equipo de fútbol al que apoyaba el pasajero, despegó del aeropuerto de la isla de La Palma.

El hombre que ocupaba el asiento junto al piloto era un joven vulcanólogo. Se llamaba Ricardo Dax y había permanecido en La Palma varias semanas. Estudiando, por un lado, los fondos marinos. Desarrollando, por otro, una misión confidencial relativa al mapa sísmico del archipiélago canario y a sus potenciales riesgos: terremotos, tsunamis, nuevas erupciones volcánicas.

«Personalmente, estoy más que de acuerdo con que ambas hipótesis resultan altamente improbables», había repetido hasta la saciedad Luis Manglano, el director de la Estación Vulcanológica de Tenerife, a cuyas órdenes se encontraba Ricardo Dax. «Pero —solía añadir el propio Manglano, subrayando el pero— la historia geológica de las islas nos obliga a no confiarnos ni a desdeñar en ningún momento esos supuestos».

El director calculaba en tres sobre cien las probabilidades de que, como decía él, tuviesen «un poco de baile». En consecuencia, si no en estado de alerta, el equipo de la Estación Vulcanológica debía permanecer, cuando menos, con los ojos abiertos. Componían dicha división científica una docena de vulcanólogos y geólogos, la mayoría de los cuales operaba de manera más o menos estable en el área tinerfeña.

En el último trimestre, la dirección había considerado conveniente actualizar los indicadores sísmicos del archipiélago. Hubo que reforzar la plantilla y repartir el trabajo por especialidades y zonas.

Dentro de esa estrategia, Manglano había encomendado a Ricardo Dax, recién contratado por la Estación gracias a su excelente currículum y a las recomendaciones de la Universidad de Barcelona, donde daba clases, una serie de mediciones y trabajos complementarios a realizar en La Palma y en El Hierro.

Esa era la razón por la que, aquel 1 de marzo de 2009, y cumplida la primera fase de su misión, Dax se dirigía hacia la segunda de las mencionadas islas. Conocía bastante bien las seis restantes, pero, por una u otra razón, nunca había estado en El Hierro.

La mañana no era buena para volar. Nada más despegar, el helicóptero se había elevado ruidosamente sobre los conos volcánicos de La Palma. Pronto, la silueta de la isla hubo desaparecido tras una capa de niebla.

En altura, la nubosidad no despejó. Todo lo contrario. Fue adensándose más y más, hasta que el aparato, condenado a atravesar esa algodonosa penumbra sin que en ningún momento, desde la cabina, pudiera contemplarse el mar, quedó atrapado en una láctea oscuridad. Ciegos a otra visión que no fuesen las nubes, piloto y pasajero fueron cruzando el brazo de Atlántico hacia la más pequeña de las Islas Afortunadas, situada en la punta occidental del archipiélago.

Transcurrida una hora de vuelo, el pedazo de tierra rodeado de agua que durante siglos, hasta el Descubrimiento de América, simbolizó el extremo del mundo conocido, se les apareció como una monstruosa manta emergiendo del océano en la noche de los tiempos.

Desasosegado por aquella primera y tenebrosa imagen de El Hierro, Dax quiso imaginar que, en los días claros, sus negros acantilados reflejarían la luz del sol como espejos de antracita. Pero aquel triste 1 de marzo la atmósfera era opaca y, salvo la propia lluvia a la luz de los faros del helicóptero, nada de lo que había en el mar o en la tierra irradiaba brillo.

«Es como si estuviéramos a punto de aterrizar en la luna», pensó el vulcanólogo.