Fabrizio se vio enseguida asediado por una multitud de periodistas y de enviados especiales que trataban de meterle en la boca sus micrófonos tras haber intuido que debía de estar implicado muy de cerca en la historia. Otros, en segunda fila, preguntaban:
—¿Quién es ése? ¿No estaba hace poco con Reggiani? ¿Es alguien que sabe algo?
Otros respondían:
—Es un arqueólogo, han dicho que es un arqueólogo. Debe de haber alguna conexión…
Luego uno dijo:
—Se llama Castellani… Profesor Castellani, una pregunta, una nada más, ¿por qué ha entrado con el teniente? ¿De qué han hablado? ¿Es cierto que han encerrado a una mujer? ¡Una respuesta, por favor, espere!
Fabrizio se abrió paso a codazos ignorando los improperios y los insultos que le llovían, sobre todo en romañolo, de los operadores de la RAI y luego echó a correr para desaparecer lo antes posible en el dédalo de calles del centro histórico. Llegó ante la entrada del Museo y vio a Mario en su puesto de guardia.
—Profesor, el superintendente le anda buscando desde hace un rato ¿dónde se había metido?
—Ahora no puedo, Mario, dígale al superintendente que le veré lo más pronto posible. ¿Está la profesora Vitali?
—No. Salió hace media hora y no sabemos dónde está.
Fabrizio asintió y se alejó nuevamente a la carrera. Llegó a la placita de los taxis y llamó al primero que vio libre.
—Lléveme a la finca Semprini, lo más rápido posible.
—¿Ésa en Val d’Era?
—Sí, ésa. Vamos, por favor, ya le guío yo.
El taxi arrancó y Fabrizio telefoneó a casa. La línea estaba libre. Llamó al teléfono móvil de Francesca, pero estaba apagado. La ansiedad comenzó a crecer en su interior como una marea negra, hasta dejarle aplanado contra el asiento del coche. La provincial, luego a mano izquierda, el Val d’Era y luego el sendero de gravilla. El taxi se detuvo delante de la puerta de casa. Fabrizio tenía ya preparado el dinero.
—Quédese con la vuelta —dijo, y se precipitó al interior mientras el taxi invertía la marcha y se alejaba.
La casa estaba desierta, pero el ordenador se encontraba aún encendido, con el texto de la última parte de la inscripción. Luego su mirada recayó sobre la nota en la que Francesca había escrito unas pocas líneas, y le embargó la angustia. Marcó con ansiedad febril el número del móvil de Reggiani y lo oyó sonar una, dos, tres veces, diciendo entre dientes:
—Responde, responde, maldición, responde…
—¿Dónde estás? —preguntó con sequedad el oficial tras el cuarto tono.
—En casa, Marcello, por el amor de Dios, Francesca está allí abajo.
—¿Dónde?
—Allí abajo, en los subterráneos del palacio.
—¿Y por qué? ¿Se ha vuelto loca?
—Ha leído la última parte de la inscripción y pienso… pienso que…
—¡Habla, demonios, tengo los minutos contados, ya lo sabes!
—Yo creo que ella ahora lo cree, cree en las palabras de la inscripción, cree poder parar los estragos de la única manera posible. No hay tiempo ahora para explicaciones, ¿tienes… tienes un lanzallamas?
—¿Un lanzallamas? Tú estás mal de la cabeza, ¿qué quieres hacer con un lanzallamas? Es un arma especial, para los cuerpos de asalto, debería pedir uno a nuestros asaltantes de los ROS.
—¡Joder, Marcello, tú eres un ROS! ¡Tienes que tener un lanzallamas!
—Ya no son operativos y aunque quisiera conseguir uno no habría tiempo material. Escucha, no me vengas con líos, estoy a punto de lanzar la operación. No interfieras, Fabrizio, podrías poner en peligro todo, incluso tu vida, y también la de Francesca. Dondequiera que estés, vuelve aquí a la comandancia y quédate hasta que todo haya terminado. A Francesca ya la encontraremos nosotros, ¿entendido? La encontraremos nosotros. Ven enseguida…
No pudo terminar la frase, pues la comunicación había sido interrumpida. Fabrizio marcó inmediatamente el número de Sonia.
—Hola, guapo —dijo su voz un poco distorsionada.
Fabrizio trató de mantener la calma y de hablar con un tono normal.
—Sonia, ¿dónde estás?
—Dijiste que no te tocara más las pelotas y yo me he apresurado a ahuecar el ala.
—¿Dónde estás, Sonia? —repitió con un tono más excitado que calmo.
—Acabo de tomar la provincial por Colle Val d’Elsa. Pero dime qué te pasa. Tienes una voz extraña.
—Sonia, para tan pronto como puedas y donde la cobertura sea buena, tengo que poder oírte con claridad. Bien, necesito saber si tu trabajo está completamente terminado.
La comunicación era mejor ahora, Sonia debía de haber parado.
—Bien, sí, ya te lo dije, ¿por qué?
—Lo que trato de decir es si todos los huesos del animal fueron separados de los del hombre. Todos, hasta el último fragmento. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Pero qué preguntas, evidentemente que no. ¿Cómo me las arreglo yo para saber si todos esos fragmentos que han quedado…? Y probablemente algunos de los huesos del perro estaban astillados… Haría falta un análisis muy especial, un examen hasta de… pero ¿qué te importa a ti eso? El esqueleto queda también bonito, tal vez falte alguna que otra pieza… pero ahora me desconciertas… En resumen, primero me das un susto de muerte diciéndome que me vaya lo más pronto posible y luego me vienes con que hubiera tenido que terminar mi trabajo con una precisión microscópica… No sé qué pensar, la verdad, pero ¿qué cojones de preguntas me haces? No comprendo por qué…
—Sonia, no hay tiempo para explicaciones, pero si tienes una sola posibilidad de acabar tu labor, o sea, separar todos los huesos del animal de los del hombre, por favor, regresa de inmediato y hazlo. Vuelve a ese subterráneo y separa los restos humanos de los del animal y luego no te muevas de allí, cierra por dentro y abre solo si oyes mi voz. Sonia, por favor, por favor, por favor.
Su voz era tan desesperada que la joven cambió completamente de humor.
—¿Estás seguro de encontrarte bien, de veras?
—Sonia, a su debido tiempo lo sabrás todo y te sentirás feliz de haberme prestado tu ayuda. Dime únicamente que lo harás y enseguida.
—Una posibilidad tal vez sí que la hay, una cierta diferencia de color, pero necesito una luz de temperatura de color solar… Tal vez, tal vez hay alguna… Tú llama a Mario y dile que abra tan pronto como yo llegue, de lo demás ya me encargo yo.
—Gracias, Sonia, sabía que me ayudarías. Llamo enseguida a Mario.
—Escucha, ¿tú cuándo llegarás?
—Tan pronto como me sea posible, antes tengo que encontrar una cosa. No te muevas de allí y no abras a nadie más que a mí, ¿comprendido?
—Comprendido… —dijo Sonia, y cerró la comunicación—. He comprendido que te estás volviendo chalado —continuó para sus adentros—, pero tengo demasiada curiosidad por ver cómo va a acabar este increíble lío.
Francesca avanzaba por el subterráneo del palacio Caretti Riccardi iluminando sus propios pasos con una linterna y llevando de la mano al niño, que parecía extrañamente calmado y tranquilo. Le susurraba:
—Solo tú la puedes parar, pequeño, solo tú, ¿lo comprendes?
—¿La matarán?, preguntó el niño.
—Tal vez no —respondió Francesca—. Tal vez no, si tú consigues detenerla… Tal vez no…
Consultó el reloj, eran casi las siete. En aquel momento el subterráneo resonó con el prolongado ululato de la fiera. Un sonido sordo y borboteante, lejano y próximo a la vez, reverberado y roto por el laberíntico hipogeo.
—Yo… yo pienso que aún está aquí abajo… tal vez en esa galería lateral que vimos ayer, ¿recuerdas? —Angelo asintió y apretó más fuerte su mano—. Tal vez estamos aún a tiempo de hacerla detenerse…
El niño temblaba ahora como una hoja y apretaba espasmódicamente la mano de Francesca; ella podía sentir el sudor de sus pequeños dedos.
—No tengas miedo —le dijo—. Estamos tratando de salvar a muchas personas, estamos tratando de… sofocar un odio que lleva encendido desde hace milenios… de restañar una antigua herida…
Hablaba más para sí que quizá para el niño, sin estar siquiera segura de que él comprendiera el sentido de aquellas palabras, pero sentía, ahora que avanzaban a lo largo del túnel que llevaba a la cisterna, un calor extraño que emanaba de la mano del niño, una descarga de energía violenta que le subía por el brazo y recorría todo su cuerpo hasta encenderle el rostro. Se acercaban, paso a paso, hasta el punto en que el día anterior el monstruo había desaparecido en el interior de la galería lateral. El rugido resonó más fuerte y claro y se oyó un ruido en la lejanía, el ruido de unas grandes uñas que arañaban a la carrera la toba de la galería.
Sonia recorrió a toda velocidad el dédalo de calles del centro hasta encontrarse enfrente del Museo. Fabrizio debía de haber telefoneado, porque Mario la esperaba con las llaves en la mano.
—¿Cómo es que está de vuelta, profesora? ¿Se ha olvidado algo?
—Eso es… sí —respondió Sonia—. He olvidado algunos apuntes abajo y ya que estoy aquí tomaré alguna nota más que puede serme de utilidad.
Mientras tanto bajaba rápida las escaleras hasta el almacén. Mario metió la llave en la cerradura y Sonia entró cerrando la puerta a sus espaldas.
Dijo, mientras entraba:
—Usted puede irse, Mario, una vez que haya terminado ya cerraré yo la puerta principal y conectaré las alarmas.
Mario no respondió nada y volvió a subir lentamente las escaleras hasta la planta baja. Estaba acostumbrado a las rarezas de los estudiosos y de los investigadores, eran todos ellos gente que vivían en otro mundo y carentes de sentido práctico, como el superintendente Balestra, que se pasaba semanas enteras encerrado en su despacho estudiando quién sabe qué. Colgó las llaves en uno de los ganchos de la garita y conectó las alarmas, luego se puso el abrigo y salió. No había más que unos pocos pasos desde la puerta del Museo hasta la entrada de su casa, pero se le hicieron pesados como si tuviese plomo en las piernas. Una sensación extraña que no había experimentado nunca antes.
Sonia pulsó el interruptor que encendía la luz central y un pequeño foco que iluminaba el gran esqueleto montado sobre una plataforma de madera al fondo de la sala, juntado con pequeñas abrazaderas que había realizado ella misma con alambre. Por primera vez lo vio con ojos distintos de como lo había visto hasta aquel momento, no ya un hallazgo de paleozoología sino un monstruo descarnado, un cancerbero infernal. Soltó un largo resoplido y se acercó al basamento; sobre una tela de fieltro había recogido los restos óseos que habían quedado del montaje del esqueleto del animal; se arrodilló y comenzó a poner de nuevo en una cajita, uno por uno, todos los trozos pertenecientes con seguridad al esqueleto humano: fragmentos de cráneo —algunos conservaban aún la señal de los colmillos que los habían quebrado—, huesos largos, de brazos y fémures cruelmente desmenuzados por la mordedura de las espantosas mandíbulas. No quedaban ahora muchos fragmentos sobre los que tuviera dudas: de costillas, de vértebras, de falanges, de astrágalos…
Suspiró. ¿Con qué criterio los separaría? Había muchas formas de hacerlo, todas ellas fiables, pero allí, en aquellas condiciones y ante aquella emergencia (¿de qué emergencia podía tratarse?), solo cabía una: el color. Por supuesto, el color, los huesos del animal eran, en efecto, un poco más oscuros.
Á la guerre, comme á la guerre, se dijo.
Hizo un pila de cajas de plástico, de las que se utilizaban para recoger los restos arqueológicos de una excavación, con la idea de crear una especie de escalinata que dominase desde arriba los restos óseos que había depositado y distribuido sobre la tela de fieltro, luego cogió la polaroid del bolso, se subió hasta lo alto de aquella e hizo una, dos, tres fotografías desde distancias y ángulos ligeramente distintos. Observó las instantáneas una por una, luego se quedó con la mejor de ellas, la más nítida, y corrió hacia el primer piso. La zona de las oficinas estaba desierta, no quedaba ya nadie. Llegó al laboratorio y puso el escáner a altísima resolución, encuadró cada uno de los fragmentos y aplicó su tonalidad de color, luego ordenó a la máquina que reconociera todos aquellos que tenían la misma tonalidad y los evidenciase. En unos pocos minutos la impresora proporcionó la imagen con los fragmentos seleccionados. Sonia apagó el aparato y las luces y se precipitó hacia abajo cerrando la puerta y echando el pestillo como le había dicho Fabrizio. A continuación dejó en el suelo la hoja impresa y se puso a elegir cada uno de los fragmentos seleccionados depositándolos con precaución sobre el basamento de madera, debajo del esqueleto.
Francesca se volvió hacia Angelo sin apartar la vista de la boca de la galería, que aparecía ya enmarcada en el haz de luz de la linterna.
—Ya estamos, pequeño, echémosle coraje, echémosle… coraje.
Prosiguieron avanzando lentamente, abrazados, apretados el uno contra el otro, preparándose para aguantar el impacto del exterminador. Y de pronto el ruido de las patas poderosas, de las grandes uñas afiladas sobre la toba del fondo se hizo cada vez más próximo, hasta que se lo encontraron de frente, espantoso, inmenso, babeando, los ojos inyectados en sangre, los colmillos monstruosos descubiertos hasta la raíz. El niño gritó de terror; también Francesca lo hizo con todas sus fuerzas para liberarse de una angustia insostenible y la fiera lanzó un rugido de furor. Los dos se acurrucaron contra la pared dominados por el horror de aquella visión. El animal comenzó a acercarse rechinando los dientes y resoplando, y Francesca comprendió que había cometido una locura, que no había escapatoria. Escudó al niño con su propio cuerpo esperando que el monstruo aceptase únicamente su sangre.
Sonia oyó algunos timbrazos insistentes y luego golpear furiosamente los puños en la puerta. ¡La puerta de entrada! ¡Se había olvidado de la puerta principal! Salió, subió a toda prisa las escaleras hasta el primer piso y corrió hacia el portalón gritando para que la oyeran:
—¿Quién es?
—¡Soy yo, Fabrizio! ¡Abre, abre, abre, por el amor de Dios! ¡Es cuestión de segundos! ¡Abre!
Sonia descorrió el cerrojo y se encontró delante a Fabrizio cubierto de sudor, que sostenía en una mano una pesada bombona de gas acoplada a un soplete. Detrás de él su coche con una de las puertas de par en par y con los faros encendidos obstaculizaba atravesado la calle desierta.
—Pero qué diablos… —le dio apenas tiempo de decir, cuando ya Fabrizio se había precipitado por el pasillo y escaleras abajo hacia el subterráneo gritando:
—Vamos, demonios, vamos, ¿has terminado lo que te pedí? ¿Has terminado de separar esos fragmentos?
Sonia corrió tras él con la lengua fuera sin tan siquiera cerrar la puerta, gritando:
—Sí, creo que sí, pero ¿qué es eso que llevas? ¿Qué coño quieres hacer con esa bombona? ¿Hacer saltar el edificio por los aires? ¡Habla, por Dios, habla! ¿Me quieres explicar…? ¡Mira que hago sonar las alarmas, lo digo y lo hago, maldición, escúchame!
Pero Fabrizio parecía poseído, corría cargado con la pesada bombona de hierro como si fuera de papel; fue corriendo hasta el esqueleto, echó una ojeada sobre la tela de fieltro y reconoció los fragmentos humanos, luego se volvió hacia el esqueleto y los demás restos que Sonia había amontonado sobre el sustentáculo de madera. Se sacó un encendedor del bolsillo, abrió el gas y acercó la llamita al quemador, una llamarada azul se desprendió del soplete y el joven la dirigió contra el esqueleto.
—¡No! —gritó Sonia—. ¡No! ¿Qué haces? ¡Desgraciado! ¿Qué haces? ¡No! ¡No lo destruyas, no!
Se le arrojó encima para detenerle, convencida de que se había vuelto loco, de que se le había desbarajustado el cerebro. Pero él se dio la vuelta de sopetón y la golpeó violentamente en el rostro tumbándola en el suelo. Luego se volvió de nuevo con el soplete hacia el esqueleto, que empezó a arder, las abrazaderas se pusieron incandescentes y se doblaron debido al calor, la estructura se colapsó, la forma de la bestia, pacientemente reconstruida por un largo trabajo, se desintegró pieza a pieza amontonándose en un cúmulo enorme sobre el basamento de madera, que a su vez alimentó la llama cada vez más potente. El gran esqueleto se iba convirtiendo en cenizas…
En ese mismo instante, en la galería subterránea, cuando se disponía a abalanzarse sobre ellos, la fiera se vio envuelta de golpe, ante la mirada incrédula de Francesca, en una vorágine de llamas, se levantó sobre las patas traseras debatiéndose presa de espantosos espasmos, soltó un rugido desgarrador, un grito de dolor cruel y desesperado, que por momentos parecía adquirir timbres y vibraciones casi humanos. La muchacha se acurrucó más aterrorizada aún contra la pared apretando espasmódicamente contra sí al niño, tapándole los ojos y apretándole los oídos para ahorrarle la visión de tanto horror, el sonido de un grito desgarrador interminable. El hipogeo entero retembló como sacudido por un seísmo violento, las paredes devolvieron mil veces distorsionado y roto el aullido de la fiera moribunda y en aquel grito desintegrado por el dolor le pareció oír quejidos y llantos, palabras rotas y ahogadas, sollozos e invocaciones en una lengua perdida y sepultada en el abismo de los milenios. Luego todo se sumió en un silencio más profundo que la muerte.
Fabrizio apagó el soplete y se enjuagó el sudor de la frente, estaba completamente empapado de la cabeza a los pies como si hubiese realizado el más sobrehumano de los esfuerzos. Se volvió hacia atrás diciendo:
—Sonia, lo siento, yo no quería, yo…
Pero la joven ya no estaba. Cerró la llave del gas, subió a la carrera las escaleras a través de una espesa cortina de humo y se precipitó a la calle justo en el momento en que llegaba a toda velocidad, casi arrollándolo, la camioneta de Reggiani.
—Me ha llamado tu colega, ¿qué diablos estás haciendo? Sube al coche inmediatamente, te tendré bajo llave hasta que la operación haya terminado.
Dos soldados se le acercaron mientras Reggiani llamaba a su unidad por la emisora.
—Preparaos para abrir fuego apenas la veáis salir. —Luego, vuelto hacia Fabrizio, dijo—: No puede escapársenos, apenas asome se verá cegada por media docena de proyectores de dos mil vatios y acribillada a balazos.
—¡No! —gritó Fabrizio—. ¡No! Francesca y Angelo están ahí abajo y podrían salir por la cisterna, corres el riesgo de hacer que los maten, si alguno de tus hombres pierde el control. ¡Están aún ahí abajo, te digo! Ven, he oído hace un momento el rugido de la bestia, una cosa espantosa que no había oído nunca antes. ¡Rápido, rápido, por el amor de Dios! ¡Ordena a tus hombres que no abran fuego, te lo suplico, te lo suplico! Lloraba sin contención.
—Está bien —dijo Reggiani—. ¡Vamos! ¡Venga, movámonos, demonios!
Fabrizio se lanzó a la carrera hacia el palacio Caretti Riccardi seguido por Reggiani y por sus hombres montados en la camioneta. Sonia, con los ojos llenos de lágrimas y el rostro tumefacto, apareció por una esquina a oscuras y se acercó a la puerta del Museo, pero no tuvo fuerzas siquiera para subir las escaleras. Se dejó caer sobre el escalón del umbral y apoyó la cabeza hacia atrás, con un largo suspiro, contra la jamba.
Fabrizio irrumpió en la plazoleta y se precipitó hacia la entrada, empujó el portillo en el centro del portalón principal y esta se abrió hacia el interior sin la menor resistencia. El joven entró mientras Reggiani ordenaba por la emisora del coche:
—No abráis fuego si no estáis absolutamente seguros. Hay unas personas en el subterráneo y podrían tratar de escapar por la cisterna. Repito, hay unas personas.
—Recibido, teniente —respondió la voz de Tornese—. Estaremos atentos.
Reggiani volvió a colgar el transmisor y se lanzó detrás de Fabrizio seguido por dos de sus hombres. Corrieron hasta quedarse sin aliento hasta el fondo de la galería abierta que retumbaba por el ruido de las botas de combate, y a continuación se lanzaron escaleras abajo, atravesaron todo el subsuelo detrás de Fabrizio, que les precedía rapidísimo, como si viese incluso en la oscuridad. Y finalmente tomaron por el túnel corriendo sin detenerse ni un instante hasta que se encontraron de frente a Francesca, que lloraba desconsoladamente, acurrucada en el suelo con el niño entre los brazos. El animal quimérico no era ya más que una mancha oscura, un grumo informe sobre el suelo de toba de la galería.
—Se acabó —decía la muchacha entre sollozos—. Se acabó…
Fabrizio se detuvo paralizado por lo que veían sus ojos. Murmuró:
—Hasta que la bestia no sea separada del hombre…
—Hasta que el hijo no sea devuelto a su padre… —le hizo eco Francesca y, abriendo los brazos, le mostró al niño—. Está muerto… está muerto… Angelo está muerto… Su padre se lo ha llevado consigo.
Reggiani gritó a sus hombres:
—¡Llamad a un médico, rápido, rápido!
Fabrizio tomó al niño y lo depositó en el suelo comenzando a hacerle un masaje cardíaco y la respiración boca a boca. Sentía su calor, su olor a niño, sentía que la vida no podía haberle abandonado por completo. Francesca, extenuada, se había apoyado contra la pared y lloraba en silencio cálidas lágrimas. Reggiani miraba petrificado la escena apretando en el puño su pistola reglamentaria cargada aún con una bala. De golpe Fabrizio notó, nítido y frío, un soplo de aire procedente de la galería lateral y pareció asaltado por una repentina consciencia. Se puso en pie estrechando al pequeño contra su pecho y avanzó hacia el interior de la oscura galería.
Reggiani se sacudió.
—¿Adónde vas? —dijo—. Espera.
Y se fue detrás de él con la pistola empuñada y la linterna en la mano izquierda. Recorrieron una decena de metros y la galería se volvió perfectamente cuadrada y regular, terminando en un portal esculpido.
—Dios mío —murmuró el oficial asombrado por lo que veía—. Pero ¿qué es esto?
Fabrizio estaba ya en el interior y podía ver un maravilloso fresco en la pared frontera con una escena de banquete, danzarines y tañedores de flauta envueltos en unas ligeras vestiduras transparentes.
—Es su tumba —respondió con voz trémula—. Es la tumba de Kaiknas.
La rodeó y vio a un lado un gran sarcófago con las imágenes de dos esposos recostados: una dama bellísima y un guerrero de cuerpo poderoso ciñéndole los hombros con un brazo en un gesto de amor y de protección. Reggiani dirigió sobre aquellas formas el haz de luz de su linterna y contempló mudo de asombro aquellos rostros intemporales, la fijeza de sus sonrisas enigmáticas.
Fabrizio cayó postrado de rodillas frente al sarcófago ofreciendo hacia aquellas imágenes el cuerpo inerte del niño y exclamó:
—¡Dejádmelo para mí, os lo ruego, os lo ruego! ¡Dejadle vivir, no debe morir dos veces, os lo imploro! ¡Os lo suplico! —Y estalló en un llanto desconsolado mientras estrechaba contra su pecho el cuerpo del pequeño.
El oscuro hipogeo se vio recorrido entonces nuevamente por aquel hálito imprevisto, por aquel estremecimiento frío y misterioso, y Fabrizio oyó esta vez también un sonido que le arrancó de su llanto, una especie de suspiro de dolor.
—¿Lo has oído tú también? —preguntó vuelto hacia su compañero. El oficial meneó la cabeza con una expresión de compasión.
—Francesca…
—¿Quién ha hablado? —dijo Fabrizio sobresaltándose, pero mientras pronunciaba aquellas palabras notó que un estremecimiento recorría el cuerpo que estrechaba contra sí, e inmediatamente después percibió el ritmo primero impedido y luego lento y regular de una respiración—. ¡Da luz! ¡Da luz! —exclamó como fuera de sí y Reggiani iluminó el rostro del niño, que parpadeó ante el rayo de luz imprevisto y cegador. Los dos hombres se miraron a la cara sin conseguir articular palabra.
—¿Dónde está Francesca? —repitió el niño—. ¿Dónde estoy?
—¿Francesca? Ahora viene, viene enseguida, aquí está, aquí cerca —respondió Fabrizio tratando de contener su emoción y de mostrarse lo más normal posible.
Se encaminó hacia la galería principal. El mausoleo de los Kaiknas a sus espaldas volvió a sumirse en la oscuridad y en el silencio.
Trataron de volver sobre sus pasos, pero la galería estaba obstruida por un derrumbe, como si la tierra hubiese verdaderamente temblado. Los tres se miraron a la cara con una expresión de desconcierto.
—No nos queda más remedio que proseguir hacia la cisterna —dijo Francesca—. No tenemos otra elección. Esperemos que sus hombres no se dejen llevar por el nerviosismo.
Avanzando fatigosamente a la luz ahora ya débil de la linterna, caminaron durante unos veinte minutos. Cuando estaban cerca de la cisterna Reggiani dio una voz:
—¡Somos nosotros! ¡Estamos saliendo!
—¡Adelante, teniente, los estamos esperando!
A la voz del suboficial siguió un ruido sordo y acto seguido un fuerte zumbido y los proyectores iluminaron como en pleno día el embalse de la cisterna. Los cuatro enterrados vivos salieron uno tras otro, el último en hacerlo fue Fabrizio, que sostenía al niño a caballo sobre sus hombros.
La ambulancia llegó poco después y un par de enfermeros descendieron con una camilla junto con un médico.
—Ya ha pasado todo —dijo Fabrizio—. Se ha tratado de un desvanecimiento pasajero.
—Déjeme echarle un vistazo —dijo el médico, que había recibido en cambio un parte bastante más alarmante—. Es mejor que lo tenga en observación por lo menos esta noche.
Francesca tomó de la mano al niño.
—Me voy con él, no os preocupéis. Nos veremos mañana.
Fabrizio le dio un beso y la abrazó con fuerza.
—Has sido valiente. De haberte sucedido algo, no me lo hubiera perdonado… Te amo.
—También yo te amo —respondió la joven y se despidió de él con una ligera caricia.
El teniente Reggiani convocó a sus hombres.
—La acción queda suspendida —anunció—. La fiera esa ha sido destruida.
—¿Destruida? —preguntó el sargento Spagnuolo—. ¿Y cómo, si puede saberse?
—Con… con un lanzallamas —respondió con sequedad Reggiani.
—¿Un lanzallamas, señor teniente? —preguntó incrédulo el suboficial.
—Sí, ¿por qué? ¿Qué tiene de extraño?
—Nada, solo que pensaba que…
—No te devanes demasiado los sesos, Spagnuolo. Todo marcha bien, te lo aseguro. Ahora desmoviliza a la gente y volved a la comandancia. Todo ha terminado. No habrá más muertos. No queda más que hacer frente al ministro y a la prensa, pero por lo menos estos no muerden… eso espero al menos. —Se volvió hacia Fabrizio—: ¿Adónde te llevo?
—Al Museo. Está ahí todavía mi coche atravesado en medio de la calzada y… tengo un último asunto que solucionar. —Encendió el móvil y llamó a Sonia, pero su teléfono estaba apagado y cuando llegaron ante el portal de la superintendencia no había ni rastro de ella—. La llamaré mañana —dijo—. Tengo algo que hacerme perdonar. ¿O quieres hacerlo tú? —preguntó a Reggiani intuyendo sus pensamientos—. Sí, es mejor así. Aquí tienes, este es su número de teléfono. Dile que daré señales de vida tan pronto como me sea posible y que… que le pido perdón por todo, pero no tenía elección. Tú ya sabes por qué.
—Así lo haré —aseguró Reggiani—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Ven, sígueme. Tengo que enseñarte una cosa.
Cogió del bolsillo la llave, abrió la puerta, recorrió el pasillo y bajó las escaleras hasta el subterráneo. La sala estaba aún llena de humo y se notaba un olor acre e intenso a quemado. Reggiani observó la bombona de gas con el soplete.
—Te has expuesto a hacer saltar por los aires todo el edificio. Eres un verdadero inconsciente.
—Ya te dije que necesitaba un lanzallamas, y esto es todo lo que pude encontrar, ¡y por suerte! Recordé que se lo había visto emplear en cierta ocasión a un excavador para disolver el alquitrán.
—Creo que me debes una explicación —dijo Reggiani—. Aunque toda esta historia sea un caso cerrado, me gustaría saber qué la ha desencadenado y por qué.
Fabrizio sacó del bolsillo interior de la cazadora una hoja con la transcripción de la inscripción y se la alargó.
—Lee. Aquí está escrito todo. Es el texto de la lámina de Volterra. Completo.
Y mientras el oficial recorría incrédulo con la mirada el texto en la hoja manoseada, Fabrizio se inclinó y recogió con cuidado y delicadeza de una cajita los huesos del Phersu que Sonia había conseguido separar de los de la bestia, luego se encaminó hacia la escalera.
Reggiani se volvió hacia él de nuevo presa del estupor.
—¿Adónde vas ahora? ¿No has armado ya suficientes líos esta noche?
—Vuelvo ahí abajo —respondió sin darse la vuelta—. Devolveré los huesos de Turm Kaiknas al sepulcro familiar, junto a su esposa y a su hijo. Porque ahora sí que estoy convencido de ello, es de ese sepulcro de donde procede la estatua del chiquillo que está aquí arriba en la sala Veinte y que yo he venido a estudiar… Manda cerrar las entradas de la galería en gran secreto mañana mismo, a ser posible. Nadie deberá nunca más perturbar el sueño de Turm y de Anait, por ninguna razón. Nunca más.
Tras llegar al pasillo, apagó las luces y conectó las alarmas antes de salir.
—Tal vez dentro de algunos días nos preguntemos si por casualidad no hemos soñado todo esto. Tal vez incluso lo olvidemos, porque es demasiado difícil de aceptar… En cualquier caso, creo que hemos hecho lo debido y que todo, a su manera, ha encontrado una explicación.
—Aparte de una cosa —objetó Reggiani acompañándole hacia el automóvil—. ¿De dónde ha salido ese niño?
—Tal vez te lo dirá Ambra Reiter en el próximo interrogatorio.
—¿Tú crees? Yo estoy convencido de que contará la historia más previsible y normal del mundo, dirá que su primer marido al morir se lo confió para que le salvara llevándoselo a Italia o tal vez me muestre incluso un carnet de identidad, documentos…
—Tal vez… —dijo Fabrizio casi hablando para sí mismo—. Las heridas del pasado vuelven a ensangrentar el presente, a veces, provocando de nuevo dolor. Las deudas se saldan… No importa cuándo. Y la verdad, si es que existe una verdad, se halla oculta en el fondo de la mente de ese niño, entre las nieblas de sus sueños cuando vienen a visitarle con las sombras del atardecer.