—¿Recuerdas el barro amarillo? —preguntó el teniente Reggiani apenas hubo tomado por la provincial.
—Por supuesto. Lo advertí inmediatamente.
—Pues tenías razón. He inspeccionado el local de Ambra Reiter en las Macine con un detector de metales de los de la central para la protección del patrimonio arqueológico y hemos encontrado cosas a manta allí abajo: vasos de arcilla, candelabros, escudos y yelmos, joyas de ensueño… hasta un carro de guerra.
—Es lo que yo sospechaba.
—Además, tenemos prácticamente las pruebas de que la lámina de Volterra estuvo en aquel subterráneo durante varios días, algunas semanas, con toda probabilidad. Había una huella de óxido en el barro húmedo y lo he hecho analizar, fue dejada por unas láminas de bronce de forma aproximadamente rectangular; me parece que no cabe ninguna duda al respecto.
—Yo también lo creo. ¿Dónde está la entrada?
—Detrás de la barra del bar. He aquí por qué apareció a nuestras espaldas como de la nada.
—¿Y ahora dónde está?
—Cuando hicimos la inspección ella no estaba, y para decirte la verdad fue mejor así. Mi plan era que si no encontraba nada me iría de puntillas como si nada hubiera pasado. Pero como hemos encontrado lo que hemos encontrado, he dejado a Spagnuolo con otros tres escondidos al acecho, y cuando ella ha vuelto la han cogido in fraganti. Todas las cosas encontradas estaban aún in situ, por lo que no ha podido decir gran cosa.
—¿La habéis interrogado ya?
—No, la he hecho trasladar a la comandancia. Ahora querría que tú vieses el subterráneo y luego, si te ves con ánimos, asistieras al interrogatorio. A escondidas, naturalmente. Sé que estás muy cansado, pero pienso que es importante, fundamental… Luego te dejaré dormir.
—Dormir… —murmuró Fabrizio—. Ya no sé lo que quiere decir eso…
Tomaron por el camino que llevaba a las Macine y Reggiani aparcó en el patio del local. Le recibió en la entrada el sargento Spagnuolo. El suboficial se llevó la mano a la visera y saludó a media voz a Fabrizio, no sin dar muestras de incomodidad. Recordaba aún perfectamente haber hecho guardia durante varias horas ante una casa vacía.
—¿Hay novedades? —preguntó Reggiani.
—El colega Bonetti casi ha terminado el inventario, señor teniente.
—Estupendo. Dejémosle echar un vistazo también al profesor Castellani.
Fabrizio bajó al subterráneo, intercambió dos cumplidos con Bonetti, que estaba garabateando unos apuntes en su cuaderno de notas mientras esbozaba un inventario.
—¿Se sabe de donde ha salido todo esto? —preguntó.
—A mí me parece de procedencia local, con algún objeto de importación de otras ciudades. Como ese candelabro, que me parece de factura tarquiniense —respondió Bonetti, feliz de poder hacer gala de su competencia técnica con alguien capaz de comprender de qué estaba hablando.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Fabrizio sin entusiasmo. Luego, vuelto hacia Reggiani, añadió—: ¿Quieres que telefonee yo a Balestra?
El oficial se lo pensó un instante.
—Mejor que no. Todavía no. Preferiría primero realizar el interrogatorio de Ambra Reiter, fijado para hoy; ¿te ves con ánimos de venir conmigo?
Fabrizio asintió y los dos volvieron a subir a la superficie y se dirigieron hacia la comandancia de los carabineros, que encontraron asediada por una jauría de periodistas y de reporteros gráficos. Apenas hubo bajado del coche, Reggiani se vio sometido a una selva de micrófonos y rodeado de cámaras de televisión. Advirtió asimismo la presencia de emisoras extranjeras. Por todas partes le gritaban las mismas preguntas: ¿era cierto que un monstruo asolaba los campos de Volterra? ¿Cuántos eran los muertos? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Se había pensado recurrir al ejército? Reggiani alzó las manos en señal de rendición y dijo bastante fuerte como para que todos le oyeran:
—Por favor, señores, por favor, ahora no puedo decir nada. Dentro de unas horas, a más tardar a comienzos de la noche, convocaré una rueda de prensa y responderé a todas las preguntas que quieran hacerme. Ahora, por favor, déjenme entrar, son muchas las cosas urgentes que nos esperan.
Consiguió a duras penas abrirse paso entre el gentío, seguido por Fabrizio, y entrar en el edificio de la comandancia. Ambra Reiter estaba sentada frente a un escritorio, con las piernas cruzadas y fumando. Parecía tranquila y de vez en cuando sacudía en el cenicero las cenizas del cigarrillo. Reggiani hizo instalarse a Fabrizio en una habitación contigua con un interfono, para que pudiera oír todo cuanto se dijera en la dependencia del interrogatorio.
—¿Le aplicaréis el tercer grado? —preguntó a Reggiani.
El oficial meneó la cabeza y esbozó una media sonrisa, mientras se quitaba la gorra y los guantes de piel negra.
—Ésas son cosas que se ven en las películas de Clint Eastwood. Nosotros nos limitamos a hacer preguntas. A veces insistimos durante horas. Incluso durante días. Solo que nosotros nos turnamos, mientras que el interrogatorio es siempre el mismo.
—Pero ¿no tiene derecho a un abogado?
—Sin duda. Pero ella no tiene un abogado y el de oficio no llegará hasta mañana, le han intervenido de la próstata y le dan el alta esta noche, si todo va bien. Repito, no hacemos nada indebido. Solo alguna pregunta. Y ahora escucha, podrás darte cuenta tú mismo de que no se practica ninguna tortura.
Fabrizio se acercó al teclado de escucha; Reggiani entró en su despacho, saludó y fue a sentarse al escritorio dejando sobre la mesa la gorra y los guantes.
—Soy el teniente Reggiani —se presentó—. Nos vimos hace ya algunos días en las Macine, ¿recuerda?
Ambra Reiter asintió con la cabeza.
—Su abogado no llegará hasta mañana. Por tanto es usted libre de no responder. Puedo decirle, sin embargo, que si colabora tendrá derecho a considerables beneficios cuando se trate de establecer la pena. Como ve, además, aquí no hay ninguna grabadora y nada de lo que diga constará en acta.
—¿Qué pena? —preguntó—. Yo no he hecho nada.
—¿A la posesión ilegal de material arqueológico por valor de millones lo llama usted nada?
—Yo trabajo en el bar, ¿qué sé yo lo que había debajo de tierra?
—Lo sabe, y de qué manera. Cuando vinimos a verla el profesor Castellani y yo, apareció usted de improviso a nuestras espaldas porque había salido por esa trampilla de detrás del bar.
—No es cierto.
—Es totalmente cierto, y yo observé enseguida que tenía los zapatos manchados de barro amarillo, el mismo que hemos encontrado en el subterráneo…
Fabrizio no pudo dejar de sonreír ante aquella atribución impropia de mérito, pero era evidente que Reggiani tenía que atacar al máximo a la mujer como implacable investigador.
—En cualquier caso —prosiguió el oficial—, si no fue usted, deberá decirme entonces quién fue, porque dudo que alguien pudiera entrar y salir de su local con vasos y candelabros, escudos y yelmos sin que usted lo advirtiera. Por no hablar del refugio subterráneo. ¿Cómo se las arreglaron para excavarlo sin que usted notase nada?
—Evidentemente estaba ya cuando yo llegué.
—En absoluto, señora Reiter. De todas formas, hemos tomado ya muestras del hormigón de las paredes y antes de la noche estaré en condiciones de poder mostrarle un peritaje técnico que demostrará que no tiene más de un año a lo sumo. ¿Cómo me explica esto?
La mujer le miró fijamente con dureza.
—No sé qué decir y no diré nada más si no es en presencia de mi abogado.
—Como usted quiera, señora, pero le advierto que corre un grave riesgo…
La mujer no parecía dar excesiva importancia a la amenaza y se encendió otro cigarrillo. Reggiani se sacó del bolsillo interior de la chaqueta su paquete.
—¿Le molesta si fumo? —preguntó.
Pero Ambra Reiter parecía cada vez más hermética, en una especie de sombría reserva.
—Decía… un grave riesgo —prosiguió Reggiani encendiendo a su vez el pitillo—. Supongo que estará enterada usted de la horrible muerte de Pietro Montanari.
—He oído hablar de ello —dijo la mujer al cabo de unos instantes de silencio.
—Ya lo creo, en vista de que le frecuentaba con asiduidad. Por desgracia, usted fue la última persona que le hizo una visita antes de que se le encontrara despedazado.
La afirmación de Reggiani pareció sacarla de su ensimismamiento.
—Usted se está inventando cosas para asustarme y hacerme decir lo que no sé. Pero conmigo no funciona.
—¿Ah, no? —Reggiani pulsó la tecla del interfono y llamó—: Spagnuolo, tráeme lo que encontramos en la Casaccia, por favor.
El suboficial entró poco después y depositó sobre el escritorio una carpeta con unas fotos en blanco y negro y unas copias en transparencia realizadas por medio de imagen digital.
—Aquí tiene —dijo Reggiani mostrándoselas a la mujer—. Éstas son las huellas de sus neumáticos. Hay un testigo que la vio entrar y luego salir de la casa de Montanari hacia las diez y media de la noche del pasado martes. El cadáver de ese pobre hombre fue encontrado, en pésimo estado, todo hay que decirlo, inmediatamente después. En la casa, además, se encontraban las huellas digitales de usted por todas partes, por no hablar de las huellas de sus zapatos, que hemos tomado también. Para nuestra suerte, y desgracia suya, el patio del pobre Montanari estaba más bien fangoso… Y no solo eso, huellas de neumáticos de su vehículo han sido tomadas también en la Mottola, no muy lejos del lugar donde fue despedazado Santocchi.
Ambra Reiter pareció afectada.
—Además —le encareció Reggiani—, tanto Montanari como Santocchi fueron encontrados con el gaznate descuartizado, exactamente igual que otras víctimas anteriores y posteriores a ellos. Lo que podría hacer pensar en un asesino en serie. Ningún juez serio creería la patraña que han difundido los periodistas de una especie de licántropo que andaría merodeando por los campos de Volterra. Encontrarán mucho más convincentes las pruebas que yo estoy en condiciones de proporcionarles, contra usted, se entiende. Si se fía de mi experiencia puede estar razonablemente segura de que se pasará en la cárcel el resto de sus días e incluso en una de esas cárceles de régimen especial, ya que parece usted perfectamente sana de mente. Cosa que no le deseo ni a mi peor enemigo…
Fabrizio, que seguía palabra por palabra la conversación, hacía esfuerzos por creer que ese ser que se sentía perdido y en dificultades era la misma persona que dominaba sus pesadillas, la misma voz que le había aterrorizado en plena noche, que había empujado a un niño a escapar de casa. En ese momento, despojada de su halo de misterio y de enigma de la que se había rodeado, parecía una criatura inerme e inocua, preocupada tan solo por no terminar en la cárcel. ¿Cómo era posible? ¿Era un caso de desdoblamiento de la personalidad? Él recordaba de forma muy realista aún que aquella voz podía de repente adoptar un timbre imperioso e inquietante, el timbre con el que la primera noche en Volterra le había exigido: «Deja en paz al chiquillo». Y recordaba perfectamente el terror y el espanto en la mirada de Pietro Montanari después de que ella hubiese salido de su casa aquella espantosa noche de sangre, de disparos y de gritos.
De haber podido, habría querido mirarla a los ojos, tratar de comprender de qué modo conseguía ser terrible como una sibila e inmediatamente después transformarse en una persona totalmente distinta y tal vez también olvidarlo todo… Oyó, en cambio, su voz que decía:
—¿Qué quiere de mí?
—Ante todo, saber de dónde ha salido todo eso que hemos encontrado allí abajo. Y en particular la inscripción de bronce…
—No sé de qué inscripción me habla.
—Ah, ah, mal empezamos. Me refiero a la inscripción cortada en siete piezas que ha tenido usted apoyada en el suelo en el rincón del fondo, a la izquierda, del subterráneo durante varias semanas.
Lo preciso de la referencia pareció una vez más afectar a Ambra Reiter.
—¿Entonces?
—Sabe usted que no fui yo quien mató a Montanari.
—Eso está por ver. Lo único que yo digo es que todo apunta en su contra, y que dependerá mucho de cómo responda a mis preguntas acerca de todo lo demás.
—¿Y cómo puedo estar segura de que, si hablo, no me acusará usted luego también de eso?…
—En realidad, no puede estarlo, debe confiar en mi palabra… que es la palabra de un oficial del ejército y de un hombre honrado. Responda a mis preguntas y no la acusaré de ningún homicidio… Buscaré otra causa, tal vez la del licántropo ése, quién sabe…
La miró intensamente a los ojos tal como habría hecho su amigo Fabrizio Castellani de haber estado en su lugar frente a ella, para descubrir en esa mirada aunque solo fuera una sombra del monstruo que aterrorizaba a la ciudad, pero no encontró más que un brillo frío e inexpresivo, una fijeza ausente y opaca. Suspiró y dijo:
—Comencemos por el principio. ¿Cuándo llegó a Volterra?
—Hace cinco años… en otoño.
—¿De dónde venía?
—De Yugoslavia… de Croacia.
—¿Y por qué a Volterra?
—Buscaba un sitio tranquilo, donde rehacer mi vida. Venía de la guerra…
—Y encontró un trabajo en casa del conde Ghirardini.
—Sí.
—¿Se convirtió en su amante?
—Eso carece de importancia.
—Yo le digo que la tiene. ¿Se convirtió en su amante?
—Sí.
—Y se trasladó a su casa, o sea, al palacio Caretti Riccardi.
La mujer asintió.
—¿Con su hijo?
—Sí.
—¿Por cuánto tiempo?
—Cerca de un año.
—Tras lo cual el conde Ghirardini desapareció de improviso. Extraño, ¿no?
—Era un hombre especial. Había pasado la mayor parte de su vida en países exóticos. Podría estar en cualquier parte del mundo en estos momentos o reaparecer de pronto como hizo entonces.
—No falta quien piensa que los objetos que hemos encontrado en el subterráneo de su local procedían de una colección privada del conde y que usted los robó a modo de indemnización, digamos, para resarcirse así de los servicios prestados a Ghirardini, por los que él no le habría dejado nada.
—No es cierto.
—¿Y cuál es, entonces, la verdad? Ándese con cuidado con lo que dice, señora Reiter… —Se golpeó con la punta del dedo índice en la frente—. Esto de aquí es mejor que una grabadora. Tengo una memoria de elefante.
Ambra Reiter agachó la cabeza y se quedó en silencio durante unos instantes como si valorase para sus adentros la situación; luego prosiguió diciendo:
—En aquel momento también Montanari trabajaba para el conde, como mozo. Una noche oímos ruidos en los subterráneos y fuimos a ver de qué se trataba…
Fabrizio, desde el otro lado de la pared, se estremeció y Reggiani prestó de pronto una mayor atención.
—¿Qué tipo de ruidos?
—No sé… voces… parecían voces. Como llamadas.
—¿Y ello no le causó impresión en un lugar como aquél? ¿Qué decían esas voces?
—No lo sé. No se entendía nada.
—¿Las oyó también Montanari?
—No, él no. Pero él no se sentía muy bien.
—Continúe.
—Bajamos al subterráneo y yo continué diciendo: «Viene de allí, de ese lado»… hasta que encontramos un pasadizo, y una escalera tallada en la piedra que descendía bajo tierra. No escuché nada más, pero Montanari dijo que en aquel lugar estaban los restos de un cementerio antiguo…
—Etrusco.
—Eso creía Montanari. Yo no sabía nada de ello. Según él, los objetos que se encontraban en aquellas tumbas valían mucho dinero.
—¿Y entonces?
—Pues entonces me propuso asociarnos porque yo tenía las llaves del palacio y del subterráneo. Cuando el conde no estaba bajábamos allí y nos llevábamos esas cosas, una cada vez. Si eran objetos pequeños se los metía en el bolsillo, si eran más grandes los sacábamos por la noche. Los cargábamos en la furgoneta y él se los llevaba a la Casaccia. Con las primeras ganancias que obtuvimos compramos las Macine y yo abrí el local… A continuación Montanari excavó el subterráneo y lo utilizábamos como almacén para esas cosas.
—¿Y la inscripción? —preguntó Reggiani.
—También eso… salió de ahí abajo. Montanari la encontró debajo de una capa de…
—¿De qué?
—De huesos. Huesos de muchos animales, grandes y pequeños… tal vez incluso de un hombre… Pero ya no me acuerdo.
—¿Y qué hicisteis con ellos? —insistió Reggiani.
—Montanari los tiró. Dijo que no valían nada.
—¿Y por qué hicisteis varias piezas con ella?
—Él decía que a piezas se vendía mejor y que se sacaba mucho más…
Reggiani hizo una mueca sarcástica.
—Montanari era un estúpido… Terminó por despertar sospechas, la Finanza andaba tras sus pasos, momento en que optó por contactar con la superintendencia. Me dijo que Balestra le había prometido medio millón de recompensa por el descubrimiento… —Se interrumpió—. Le he dicho todo lo que sé… Ahora déjeme marchar.
Reggiani no respondió.
—Me ha prometido que si respondía a todas sus preguntas me dejaría marchar.
—Tengo una última cosa que preguntarle… por ahora.
Ella le miró en silencio con su mirada mortecina y aparentemente ausente, como si no viese a aquel que tenía delante. En otro tiempo debía de haber sido una mujer de una belleza fuera de lo común, de ese tipo de belleza agresiva y desvergonzada que hace perder el seso a un hombre, que lo acaba perdiendo sin remedio.
—Recordará usted cuando fui a hacerle una visita la primera vez a las Macine con mi amigo, el profesor Castellani…
La mujer asintió.
—¿Por qué mintió? ¿Por qué dijo que no le había telefoneado?
Fabrizio sufrió un sobresalto, y acercó el oído al altavoz para no perderse ni una sílaba de aquella respuesta, admitiendo que llegara alguna.
—Porque era la pura verdad, porque no le había visto nunca hasta entonces ni se me había ocurrido ni en sueños telefonearle.
Habituado como estaba a escuchar cualquier descarada mentira de desaprensivos delincuentes hijos de puta, el teniente Reggiani pensaba, no obstante, que podría captar algún estremecimiento de inseguridad en aquella mirada, que permaneció mientras hablaba, sin embargo, dura y compacta como un témpano de hielo.
Dijo:
—Puede irse, por ahora, pero le aconsejo que no abandone las Macine. Haré que la vigilen mis hombres y haga por tanto lo que le he dicho.
—Pero si ya le he dicho todo lo que usted quería saber…
—Todo no. Tengo aún una pregunta.
—¿Sobre qué?
—Sobre ese niño que vivía con usted.
Ambra Reiter bajó la mirada y preguntó:
—¿Dónde está?
—En lugar seguro. Y para decirle la verdad me hubiera esperado de una madre que llamara a los carabineros cuando su hijo llevaba ausente desde hacia más de dos días. Ahora puede marcharse.
—Pero…
—Puede marcharse, señora Reiter.
La mujer se levantó y salió y Marcello Reggiani se encendió, por primera vez después de once meses, el segundo pitillo en el mismo día.
Inmediatamente después también Fabrizio salió de su escondite y entró en el despacho de Reggiani.
—Es increíble la cara dura que tiene esta mala bruja… Ya me hubiera gustado mirarla a los ojos mientras mentía con tanto descaro…
—La viste una vez, ¿no? —repuso Reggiani—. Pues bien, tal cual, como si estuviese diciendo un número de teléfono. Puedo asegurarte que de no creerte a ti la habría creído a ella.
—Mira que si tienes alguna duda, yo…
—No he dicho tal cosa. Solo que parecía estar diciendo la pura verdad, y también tú has podido oírlo además, ¿no? Honradamente, creo que ha dicho la verdad también sobre el resto. Me parece que se ha dado cuenta de que puedo atornillarla de mala manera si me toca los cojones.
—¿Y el niño?
—Ése es un asunto muy distinto. Si quieres saber lo que yo pienso, ese es el misterio mayor de todos. Creo que hice bien llevándote conmigo esta mañana, por más que estuvieras muerto de cansancio, ¿no te parece?
—No cabe la menor duda… Muchas cosas comienzan a encajar. Ahora, sin embargo, admitamos por un momento que ella diga la verdad.
—¿Sobre qué?
—Sobre el hecho de que no me había visto nunca y no me había telefoneado.
—Estás bromeando, has perdido la cabeza.
—Nunca he estado más lúcido. Escucha, ¿no podría tratarse de un caso de desdoblamiento de la personalidad? Son cosas que pasan, están documentadas.
—Explícate mejor.
—En otras palabras, la Ambra Reiter que hablaba contigo hace un momento no sabe efectivamente nada de la Ambra Reiter que me telefoneó esa noche y que luego habló conmigo en el bar.
—Me temo que no te sigo.
—Suponte que cuando me telefoneaba en plena noche se encontrase en un estado de alteración de la conciencia y por consiguiente también de la personalidad.
—¿Como cuando uno toma drogas duras?
—Algo así.
—¿Deberíamos someterla a unos análisis?
—Creo que no serviría de nada.
—Entonces, ¿qué piensas tú?
—¿No has oído hablar nunca de un médium?
Reggiani se encogió de hombros.
—Sí, esos que hacen bailar mesas y cosas por el estilo. Pero en esto andas errado; esta todo lo más lee las cartas, los posos de café… Será una medio zíngara. ¿No ha venido de por ahí?
—Montanari, antes de morir, me dijo que cuando tuvo en casa esa inscripción ella se transformó en una arpía, que a veces resultaba irreconocible. Hay algo en ella de desconcertante.
—Sobre esto no cabe la menor duda… —Se interrumpió aguzando el oído—. Escucha el ruido que arman ahí fuera todos esos periodistas, y yo aquí con seis cadáveres a mis espaldas y cogido de las pelotas. ¿Y qué le cuento yo al ministro, la historia del licántropo?
—¿Al ministro?
Reggiani inclinó la cabeza y suspiró.
—Pues sí. Llega esta misma tarde junto con el comandante general, ambos hechos unas fieras. Sabes qué significa esto, ¿verdad?
Fabrizio consultó el reloj.
—Que dentro de cuatro horas deberás desencadenar tu partida de caza.
—Digamos que dentro de dos, tan pronto como comience a oscurecer. Lamentablemente, la situación ha cambiado de forma radical. Y puedes estar seguro de que oiremos también esta noche el aullido de esa mala bestia. Pero será la última vez, te lo garantizo.
Fabrizio se puso blanco como el papel.
—Me habías prometido…
—Lo siento, amigo, pero no puedo esperar más, está en juego la vida de muchas personas.
—Escucha, dame una hora más, dos como máximo, he de saber qué dice la última parte de esa inscripción… Hay una… Cómo podría hacértelo comprender… Podrías ir incluso al encuentro de un peligro mortal, de un desastre…
—Médium… previsiones catastróficas… Me parece que te has pasado de rosca. —Cogió del cajón su pistola, la montó y la amartilló—. Por lo que a mí se refiere, yo creo nada más que en ésta.
—¿Qué harás?
—Mis hombres están apostados a la salida de la vieja cisterna. He hecho desalojar la zona en un radio de medio kilómetro. Tan pronto como salga, desencadenaremos un infierno tal, que de ese ser, sea lo que sea, no quedarán ni los pelos. Lo siento, Fabrizio. Y ahora tengo que irme. Te he hecho venir porque quería que estuvieras enterado de todo, y que escuchases con tus propios oídos lo que diría Ambra Reiter. Era lo mínimo que te debía.
—Estás loco —dijo Fabrizio—. Será una matanza.
Reggiani no respondió y le miró mientras salía abriéndose paso por entre la multitud de periodistas que esperaban en el vestíbulo. Luego entró en su habitación, se quitó el uniforme y se puso el traje de campaña.