Marcello Reggiani miró al niño, luego a Fabrizio y a Francesca.
—¿Qué sabéis de él? —preguntó.
—No mucho. Mejor dicho, nada —respondió Fabrizio—. Nos ha dicho que su padre era, o es, Jacopo Ghirardini y que Ambra Reiter es su madrastra y le pega siempre. Se presentó en mi casa diciendo que no quería estar más en las Macine y que de mayor quería ser arqueólogo. El resto te lo he contado ya.
—Le haré una fotografía y veré si consigo saber algo más acerca de él, nunca se sabe. ¿Sabes cuántos niños desaparecen cada año sin dejar rastro?
Se fue al coche a coger la cámara fotográfica digital y sacó un par de primeros planos al niño.
—Por ahora tenedlo aquí —dijo—. Luego, tan pronto hayamos salido de todo este berenjenal, veremos qué se puede hacer.
Se mandó al coleto el café de un sorbo y salió, alejándose a gran velocidad en su Alfa. Aun antes de llegar a la provincial cogió el micro de la emisora y llamó a la central.
—Teniente Reggiani. ¿Con quién hablo? Corto.
—Soy Tornese. Diga, señor teniente.
—Quiero tres camionetas y diez hombres preparados para dentro de una hora, hemos de realizar una inspección. Busca la orden judicial de entrada y registro que está en mi mesa: Ambra Reiter, bar las Macine. Lo encontrarás en la carpeta azul del primer cajón de mi escritorio. ¿Ha llegado Bonetti del centro de protección arqueológica?
—Entrará de servicio dentro de un par de horas.
—Sácalo de la cama ahora mismo y dile que aparezca pronto con el equipo.
—A sus órdenes, señor teniente —respondió el militar.
Reggiani llegó poco después, tomó el expediente, reunió hombres y medios y se dirigió a las Macine a gran velocidad. Mandó parar a unos trescientos metros del caserío y dispersó en semicírculo a sus hombres entre la vegetación haciéndoles converger en el objetivo de manera que estuviera rodeado por todas partes. Entró el primero llamando:
—¡Reiter, Ambra Reiter, soy el teniente Reggiani, traigo una orden judicial!
Nadie respondió. El caserío parecía desierto. Hizo entonces una seña al militar del centro de protección arqueológica de que se pusiera manos a la obra con el detector de metales y este comenzó a examinar el pavimento con el instrumento a derecha e izquierda y de izquierda a derecha retrocediendo paso a paso sin éxito. Al final pasó a comprobar la parte trasera del bar e imprevistamente la manecilla del indicador saltó hacia delante casi hasta el fondo de la escala y la alarma acústica emitió un fuerte y continuo zumbido.
—Está aquí abajo —dijo el militar.
Dos colegas se le sumaron inmediatamente, se arrodillaron sobre el pavimento y comenzaron a raspar con la punta de una trulla de excavación entre los ladrillos hasta que encontraron el reborde de una trampilla hábilmente disimulada. Reggiani fue el primero en bajar con una linterna en una mano y la pistola en la otra.
No había nadie, pero el lugar estaba lleno de tesoros: alfarería de bucchero, una gran crátera ática con figuras rojas prácticamente íntegra, candelabros de varios brazos con cimacios magníficamente esculpidos, un vaso de alabastro, una urna cineraria asimismo de alabastro rematada con las efigies de los difuntos recostados sobre el triclinio, y hasta un fragmento de fresco con la figura de un danzarín. El fresco había sido bárbaramente amputado con una cortadora de albañil de su pared, quién sabe en qué localidad campestre, y en parte embalado con tablas de madera y paneles de poliestireno para tomar el camino del extranjero en un TIR que partiera para Suiza. Había también armas: puntas de lanza y de flecha, un escudo de chapa de bronce y un par de yelmos, uno de tipo corintio y otro de tipo Negau, fíbulas en forma de dragón con granitos de ámbar y otras con decoración granulada en oro puro, un vaso cinerario bicónico de tipo vilanoviano y fragmentos de las partes metálicas de un carro de guerra.
El mencionado Bonetti, que había venido detrás de él y que era un ayudante (en la vida civil trabajaba de investigador en la Universidad de Tuscia), catalogaba diligentemente pieza por pieza a medida que la linterna del teniente Reggiani lo iluminaba.
—Cáspita, señor teniente, aquí hay un tesoro que vale millones.
—No cabe ninguna duda de ello. Pero ahora nos urge saber otra cosa. Ve y bájame un pequeño foco, he de inspeccionar este lugar centímetro a centímetro.
Un carabinero ató el pequeño foco a un alargador y a una toma de corriente del interior del bar y comenzó a iluminar con luz rasante el fondo del subterráneo, siguiendo las instrucciones de su jefe, centímetro a centímetro. No había pavimentación y el vano había sido excavado en un estrato rocoso de toba que terminaba en una capa de tierra amarilla, la misma que Fabrizio Castellani había observado en los zapatos de Ambra Reiter. En un determinado momento el foco iluminó, en un área de cerca de ochenta centímetros por cuarenta, unas pisadas verduscas al fondo repartidas de modo regular, casi formando un rectángulo.
—Tomad una muestra de estos óxidos —ordenó Reggiani—. Quiero saber si se trata de bronce.
—Con toda probabilidad, señor teniente —dijo Bonetti—. Aquí ha sido apoyado un objeto de bronce de forma aproximadamente rectangular durante una semana por lo menos.
—La lámina de Volterra —repuso Reggiani, —si no estoy equivocado.
Bonetti le miró sorprendido.
—¿Puedo preguntarle, señor teniente, qué le hace pensar que sea así?
—Nada. Es la hipótesis, en mi opinión fundada, de un colega suyo, el profesor Castellani. ¿Le conoce?
—¿Fabrizio Castellani? Sí, leí algunas de sus publicaciones cuando estaba en la universidad —respondió Bonetti—. Me parece un estudioso serio y una persona capaz.
—Es exactamente lo que pienso yo también —dijo Reggiani—. Ahora continúa tú el trabajo, o sea, una descripción somera de cada una de las piezas que te servirá para redactar un informe pormenorizado que dejarás encima de mi escritorio. A continuación prepararás la entrega a la superintendencia con copia de la descripción de cada objeto. Pero por ahora déjalo todo como está. ¡Spagnuolo!
El sargento Spagnuolo se acercó.
—¿Ordena algo, señor teniente?
—Tan pronto como terminéis mándalos de vuelta a todos, pero tú quédate aquí con tres o cuatro hombres y poneos al acecho. Apenas llegue Ambra Reiter arrestadla por posesión ilegal de material arqueológico y luego avísame inmediatamente. No la dejéis escapar, es fundamental que consigamos echarle el guante.
—Quédese tranquilo, señor teniente.
—Muy bien, cuento contigo. Yo ahora tengo cosas que hacer. Te lo ruego, ni un paso en falso. Nadie debe advertir vuestra presencia, borrad todo rastro, esconded los equipos.
Echó una última mirada a un grupo de maravillosas joyas que brillaban en aquel momento bajo el rayo del foco y luego volvió a subir las escaleras y partió a toda marcha en dirección a la ciudad.
Fabrizio puso la lámina de bronce sobre la mesa y comenzó a limpiarla cuidadosamente con un pincel de cerdas; allí donde las incrustaciones de tierra eran en exceso duras e impedían leer el texto empleó, con suma prudencia, eso sí, el bisturí.
—Estás haciendo algo ilegal, lo sabes, ¿verdad? —dijo Francesca.
—Por supuesto. Una restauración parcial de la lámina de Volterra sin el permiso ni la asistencia técnica de la superintendencia. Además, soy el poseedor clandestino de un fragmento inédito de la misma sin haber hecho la oportuna denuncia. De cárcel casi, si no ando equivocado.
—Sin el «casi» —especificó Francesca.
—Circunstancias plenamente justificadas por la emergencia y de las que están al corriente las fuerzas del orden, que no han puesto ninguna objeción a mi conducta.
—Siendo así, también tu amigo Reggiani merecería la cárcel.
—Es por eso por lo que me gusta.
—Pero ¿por qué no quieres que lleve a cabo su operación? A fin de cuentas, podría impedir otras muertes.
—Porque podría provocar otras más graves todavía. Yo no sé qué es esa bestia, como tampoco tú ni ningún otro. Es…
Sonó el móvil.
—¿Diga?
—Hola, guapetón.
—Sonia.
—Veo que reconoces aún mi voz.
—No es eso, ha aparecido tu nombre en el visor.
—Eres un gilipollas.
—Lo sé, me merezco tus reproches…
—¡Y ahora hablas como un pijo: «Me merezco tus reproches»! ¿Desde cuándo te expresas con tan remilgada elocuencia?
—Me merezco una patada en el culo.
—Así me gusta. ¿Y cuándo piensas pasarte para que te la dé?
—¿Por qué? ¿Hay novedades?
—He terminado. Quiero decir, con la bestia. En cambio, por lo que se refiere a los huesos del hombre, es otro cantar, el pedazo más grande no pasa del medio palmo.
—Has hecho un trabajo excelente, cosa que no he dudado en ningún momento. ¿Y cómo es?
—Algo realmente espantoso. No veo la hora de salir de este agujero. Si hacemos una exposición vendrá todo el público de las películas de terror.
—Oye, Sonia, ahora es pronto porque también yo tengo que acabar un trabajo importante… es cuestión de horas… espero. Luego veremos de terminar este asunto de la mejor manera posible.
—Has leído los periódicos, ¿verdad?
—No es necesario. Lo sabía todo ya.
—¡Qué hijo de puta, y sin decirme nada!
—No quería asustarte… quería que terminases sin problemas tu trabajo. Y ahora que lo has hecho yo te aconsejaría que te volvieras a casa.
—¿Y perderme lo mejor? Ni pensarlo.
—Sonia, escúchame. No se trata de lo mejor, sino exactamente de todo lo contrario. Te estoy hablando como amigo. Vete a casa sin pérdida de tiempo; te lo juro, estamos todos en serio peligro y también tú, en mi opinión. Hazme caso. Te llamo dentro de unos días, nos veremos y hablaremos de todo, ¿te parece?
Sonia no respondió.
—¿Te parece bien? Escucha, te presentaré a Reggiani si te vuelves a casa por las buenas.
—Lo dices para quitarme de encima.
—No es cierto; es más, también tú le interesas a él…
—No te creo.
—¡Coño, haz lo que te digo, Sonia!
La muchacha se quedó por un momento cortada ante aquel cambio de tono tan brusco.
—Me lo pensaré… —dijo—: Después de todo, sí, tal vez tengo cosas que hacer en Bolonia. Me despido.
Colgó; era imposible saber si enojada, molesta o ambas cosas a la vez. En cualquier caso, Fabrizio no pensó más en ello y se puso de nuevo a la tarea. Mantenía a la vista las tablas comparativas que había realizado traduciendo los otros fragmentos y comenzaba a transcribir el texto, palabra por palabra. En un determinado momento se interrumpió para tomar otro café y su mirada recayó sobre el niño.
—No se ha despertado aún —observó.
—El shock ha sido enorme —respondió Francesca acariciándole suavemente el pelo—. Dormirá varias horas.
Entretanto el pequeño, revolviéndose en sueños, se había destapado y Francesca lo volvió a tapar.
—Espera —dijo Fabrizio—. ¿Qué es eso?
—¿El qué?
—Ésa señal que tiene en el vientre, a la altura del costado derecho. —Se acercó—. Esto…
Francesca observó más de cerca.
—No lo sé. Parece… un enrojecimiento de la piel, como si se hubiese hecho algún rasguño.
—Ya, pero ¿con qué? Es a la altura del hígado. ¿No lo encuentras extraño?
Francesca volvió a tapar al niño y se miraron a los ojos como si una misteriosa consciencia comenzase a abrirse paso en sus mentes.
Fabrizio se sentó ante el ordenador y recuperó en pantalla la forma del muchacho de Volterra.
—Aquí tienes, ¿ves? —dijo vuelto hacia Francesca—. ¿Ves esta mancha? Es a la altura del hígado, exactamente donde la tiene Angelo.
Francesca meneó la cabeza.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Fabrizio.
—¿En qué quieres que piense?… Puede haberse hecho daño de algún modo, a los niños les pasan estas cosas. Simplemente eso. ¿Y tú en qué piensas?
—¿En qué debería pensar?… —respondió Fabrizio—. En una secuencia de acontecimientos aparentemente imposibles pero a cuya evidencia no podemos sustraernos. La primera vez que oí el ululato espeluznante fue la noche en que se abrió la tumba que guardaba los restos del Phersu, los huesos de un hombre y de una fiera entremezclados, luego la traducción de la inscripción me permitió reconstruir el motivo por el cual ese horrible castigo fue injustamente infligido a un grande y valeroso guerrero volterrano de nombre Turm Kaiknas. Al mismo tiempo conseguí comprender quién era el chiquillo representado en la delicada estatua de bronce del Museo arqueológico: el pequeño Velis Kaiknas, hijo de Turm Kaiknas y de Anait, bárbaramente asesinado por Lars Thyrrens. La misma inscripción que nos refiere todo esto fue grabada por Aule Tarchna, hermano de Anait, arúspice y sacerdote de Sethlans, dios del rayo, el cual escribió en ella siete maldiciones…
El escepticismo de Francesca pareció resquebrajarse y su mirada se llenó de improviso del mismo terror que la había dominado en el subterráneo.
—Y ahora deja que yo termine mi trabajo, estoy convencido de que aquí está escrito lo que nos aguarda.
Pasó aún dos horas tratando de vencer el cansancio mortal que sentía, mientras Francesca se había amodorrado en un sillón y la respiración regular de la joven se mezclaba con la del niño sumido en su sopor.
Las últimas barreras cayeron una tras otra, los últimos nudos fueron desatados y el antiquísimo texto se desplegó, con pocas, desdeñables incertidumbres o alguna laguna puntual, ante sus ojos.
Aule Tarchna ha grabado siete maldiciones.
por la muerte del Phersu
Ojalá pueda la fiera [¿huirsalir?] de Turm y la [fuerza]
de la fiera sembrar muerte entre los hijos de Velathri.
Ojalá mueran cuando él reviva.
para tomarse [su] venganza.
Ojalá griten de terror y de [¿angustia?]
y vomiten sangre.
Ojalá mueran devorados por la fiera.
Ojalá la fiera devore la garganta.
de [aquellos que] con la garganta mintieron.
[que declararon en] falso contra un inocente.
Se pasó el pañuelo por la frente bañada en sudor y bajó la cabeza, extenuado. En aquel momento oyó un pequeño ruido y se volvió; Francesca estaba de pie enfrente de él.
—¿Has terminado? —le preguntó.
—Quedan nada más que un par de líneas. La pesadilla está casi completa. Lee tú misma.
Francesca se acercó y leyó en la pantalla el texto que Fabrizio había transcrito.
—¿Es la séptima?, preguntó.
—La parte que he conseguido traducir está aquí —respondió Fabrizio tomando su cuaderno de notas lleno de remisiones y de correcciones.
—Lee, por favor.
Y Fabrizio leyó, con la voz ronca por la fatiga:
La séptima muerte no se detendrá [ya]
la fiera continuará matando.
[mientras quede una gota de sangre [que beber] en Velathri.
—¿Sabes cuántas personas han sido asesinadas hasta ahora? Seis. Todos volterranos y de hace muchas generaciones.
—Dios mío, me parece vivir en una pesadilla y no lograr despertarme.
—Pero lo has visto con tus propios ojos, ¿no? —La mirada de Francesca se empañó de lágrimas—. Luego llega este niño. Nadie sabe quién es y de dónde ha salido. Pero él sabe que allí dentro, en aquel palacio, está su padre.
—El hombre del cuadro, Jacopo Ghirardini.
—Admitiendo que sea él y que sea verdad. Parece que nadie sepa nada de Jacopo Ghirardini. Tal vez Ambra Reiter sí sabe, pero dudo que quiera hablar, a menos que Reggiani consiga ponerla de alguna manera contra las cuerdas…
No había terminado de hablar cuando sonó el teléfono. Fabrizio levantó el auricular y dijo, vuelto hacia Francesca:
—¿El Papa de Roma?
—¿Qué has dicho? —preguntó la voz de Reggiani desde el otro lado del teléfono.
—He dicho: «Hablando del Papa de Roma, por la puerta asoma». Estábamos hablando de ti.
—Mal, supongo.
—Evidentemente. ¿Qué novedades hay?
—Ése niño que tenéis ahí…
—Angelo.
—Admitiendo que ese sea su nombre, llegó a Volterra hace cinco años cuando tenía ya cuatro, o algo menos, junto con su pretendida madre. Dicen que ella era más bien guapa por aquel entonces y que entre ella y el conde hubo algo…
—Caramba… ¿Qué más?
—¿Sobre el niño? Bien poco. Estamos escaneando la foto que le hice y nuestro mago del ordenador lo está rejuveneciendo cinco años con un programa que nos ha enviado la comandancia general. Tras lo cual enviaremos su imagen a todas las comisarías, las jefaturas, los cuarteles de carabineros e incluso a los canales de la Interpol en el extranjero. Puede ser que alguien lo reconozca.
—Me parece una excelente idea —dijo Fabrizio y lanzó una ojeada al niño, que dormía. Pensar que pudiera irse le producía una sensación de intenso malestar e imaginaba que lo mismo sentía Francesca, por cómo lo miraba.
—Oye, tengo otras novedades, algo gordo, pero tengo que pasar a recogerte. Estoy ya en el coche… Estaré ahí dentro de veinte minutos. No te demores, contamos con poquísimo tiempo para todo.
Cerró la comunicación.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Francesca.
—Angelo llegó a Volterra hace cinco años, cuando tenía cuatro, tal vez menos que más. Y por tanto no es hijo de Jacopo Ghirardini. Aunque entre él y Ambra Reiter hubo casi sin duda una relación. Y es Ambra Reiter quien tiene la llave del palacio, nos lo dijo el niño. Es ella la que nos encerró dentro, no te quepa la menor duda…
—También yo lo creo —dijo Francesca—. Pero, entonces, ¿quién es el padre del niño?
—El sabe que en ese lugar está su padre, pero es evidente que la única figura que ha visto es la del cuadro. No puede ni siquiera imaginar otra realidad…
—Esto es pura locura, Fabrizio. No puedes pensar que…
—¿Ah no? Pues, entonces, ¿cómo explicas que ese monstruo exterminador se detuviera como un cachorrillo delante del niño? Tú también lo viste, ¿no? ¿No viste acaso un instante antes igual que yo la muerte cara a cara? ¿Y cómo explicas que un niño de nueve años se lanzara contra aquella quimera sanguinaria, como empujado por una fuerza sobrenatural? Cualquier otro niño de su edad se habría desmayado del terror o hubiera enloquecido por el shock.
—Poco faltó.
—No. En realidad Angelo dominó la situación, se movió como si supiera perfectamente lo que tenía que hacer, no le flaquearon las fuerzas para correr a su encuentro, mientras que tú y yo estábamos paralizados por el terror. ¿Y qué me dices de la señal que tiene en el costado derecho, a la altura del hígado? Es igual a la mancha que han distinguido los rayos X en la estatua que conocemos como L’ombra della sera. Francesca, yo… yo creo comprender. ¿Recuerdas el gran hipogeo vacío tallado en la toba en los subterráneos del palacio Caretti Riccardi?
—¿Ése en el que encontramos a Angelo?
—El mismo. Fue remozado en época medieval, pero resulta aún reconocible, es una gran tumba etrusca con cámara de pleno siglo quinto. Ésa debía de ser la gran necrópolis de los Kaiknas.
—Es imposible, las necrópolis se alzaban siempre extramuros de la ciudad.
—Exacto. ¿Y quién te dice que el área del palacio Caretti Riccardi no estuviese fuera del recinto de la ciudad etrusca? ¿Acaso no vimos un trecho de las murallas en los subterráneos del palacio? En cualquier caso, no será difícil comprobarlo. Estoy convencido de que la documentación me dará la razón.
—Es posible… —dijo Francesca cada vez más alterada—. Llegados a este punto, ya no me extrañaría nada.
—Estoy seguro de ello. Ahí abajo está la guarida de esa bestia, porque ahí abajo hay un pequeño sepulcro etrusco. El mausoleo familiar de los Kaiknas, donde hubiera tenido que reposar también Turm de haber podido morir con honor, empuñando la espada y embrazando el escudo, más como un guerrero que como un infame con la cabeza metida dentro de un saco, despedazado por una bestia famélica…
Fabrizio se interrumpió porque Francesca le miraba fijamente con una expresión angustiada, como si quisiera decirle: «¡Cuidado!».
Fabrizio se volvió instintivamente y se encontró de frente al niño. De pie, con los ojos abiertos de par en par, llenos de un doloroso asombro.
—Angelo, yo… —apenas consiguió balbucear.
En ese momento se oyó el ruido del coche de Reggiani y un chirrido de neumáticos sobre la gravilla. Francesca fue a abrir e invitó al oficial a entrar.
—No hay tiempo —respondió Reggiani, luego preguntó a Fabrizio, sin siquiera poner el pie en el umbral—: ¿Estás listo?
Fabrizio tuvo un momento de vacilación, miró a Angelo y luego a Francesca, que le hizo un gesto de no darle importancia como para tranquilizarle.
—Sí —dijo entonces—. Estoy listo.
Descolgó la cazadora de piel de una alcayata, dio un beso a la muchacha e hizo una caricia al niño y acto seguido montó en el coche cerrando la puerta con un golpe seco. Pocos instantes después, el ruido del potente coche se perdía en la lejanía en dirección a la provincial.
Francesca se quedó algunos instantes en el umbral hasta que sintió la mano del niño que apretaba la suya. Entonces cerró la puerta, se volvió hacia él y le preguntó:
—Antes te he visto asustado. Fabrizio estaba contando una historia de hace muchos siglos; no tienes nada que temer. —Angelo no respondió—. ¿Tienes hambre?
El niño meneó la cabeza.
—¿No quieres volver a dormir? ¿No estás cansado?
El niño negó con la cabeza.
—Bien. Entonces quédate aquí, que tengo que hacer una cosa.
Se sentó ante el ordenador, recuperó el texto de la inscripción así como la tabla de las verificaciones y se puso a trabajar en las últimas líneas del texto. Fabrizio había establecido ya parcialmente la secuencia de los términos y conjeturado la estructura gramatical, solo quedaba por dar un significado a las palabras. No había dado tiempo de eliminar la sombra del texto opistógrafo latino del reverso de la lámina, únicamente era posible trabajar sobre la base de las referencias de la primera parte del texto ya traducido, y Francesca esperó no encontrarse palabras que no hubieran aparecido en el texto que había sido ya traducido y leído.
Angelo se quedó sentado enfrente de ella con las manos sobre las rodillas, sin moverse, durante todo el tiempo que ella empleó en desentrañar el sentido de la inscripción. Era ya avanzada la tarde cuando Francesca fue capaz de leer un número suficiente de términos para poder comprender el sentido general de la última parte del texto. Lo prosiguió a partir del punto en que Fabrizio lo había dejado.
La fiera continuará matando [mientras]
quede una gota de sangre [¿que beber?] en Velathri.
[Solo] si la bestia es separada del hombre.
la venganza se detendrá [se aplacará]
[Solo] si el hijo es [devuelto] a su padre.
Francesca se volvió hacia el niño con los ojos llenos de lágrimas mientras en la lejanía, en ese mismo instante, se oía el aullido de la quimera. Angelo tuvo un leve estremecimiento y se volvió del lado de donde provenía aquel prolongado quejido bestial, luego clavó de nuevo la mirada en los ojos de Francesca.
—Tenemos que irnos —dijo ella—. No hay tiempo que perder.
Escribió deprisa un mensaje en un pedazo de papel, dejó sobre la hoja un manojo de llaves, tomó de la mano al niño y salió cerrando la puerta tras ella.