Fabrizio se acercó cauta, lentamente, como si no diese crédito a lo que veían sus ojos, como si aquella visión pudiera desvanecerse de un momento a otro. Angelo estaba delante de él con la espalda arqueada hacia delante para poder sostener el peso, para él enorme, de la lámina de bronce. No se mostraba asustado ni turbado de encontrarse a solas en aquel lugar tenebroso y subterráneo y daba la impresión de esperarse también aquel encuentro que habría sorprendido a cualquiera.
—¿Quieres… dármela a mí? —preguntó Fabrizio alargando la mano. El niño asintió y le entregó la lámina. Fabrizio la cogió y al mismo tiempo se volvió hacia Francesca señalando al pequeño—. Éste es Angelo.
—Encantada, Angelo, yo soy Francesca —le dijo la muchacha dándole la mano.
Fabrizio observó en un ángulo, en el suelo, una piqueta de albañil y un montoncito de tierra removida y preguntó:
—¿Cómo sabías que estaba aquí? ¿Sabes quién la puso?
Pero el niño pareció imprevistamente preocupado, aguzaba el oído como si percibiera sonidos que los otros no podían oír.
—Vayámonos, vayámonos… Ella está llegando.
Ahora estaba espantado. Había cogido de la mano a Francesca y tiraba en dirección de la escalinata. La muchacha intercambió una mirada de entendimiento con Fabrizio y los tres comenzaron a subir las escaleras. Llegaron a la galería central y se dirigieron al portalón principal. Angelo se puso de puntillas para descorrer el pasador del portillo y Francesca le ayudó de inmediato, pero estaba bloqueado y no corría. Tampoco Fabrizio tuvo mejor suerte, el pasador estaba cerrado por el exterior. Angelo se quedó como paralizado por un instante, luego miró a sus compañeros y dijo:
—Por aquí, rápido, venid detrás de mí.
Volvió sobre sus pasos hasta la mitad de la galería, abrió una puerta lateral y echó a correr por el pasillo estrecho y polvoriento, lleno de telarañas. Fabrizio, abrumado por la carga, trataba a duras penas de mantener el paso, pero el niño se volvía cada tanto hacia él diciendo:
—Rápido, rápido, hemos de irnos.
Se movía con desenvoltura por aquel lugar siniestro, por aquel laberinto de pasillos y de habitaciones que se abrían la una ante la otra como en un extraño juego de dominó. A veces, espantados por el imprevisto irrumpir de los intrusos y por el rayo de luz de la linterna, ratones y escarabajos, los habitantes de aquel lugar abandonado, corrían a refugiarse debajo de los muebles carcomidos y destartalados, detrás de viejos marcos apoyados en el suelo contra las paredes. De pronto, al atravesar una sala más grande que las otras, el niño se detuvo un instante, inmóvil, para mirar una gran tela que representaba a Jacopo Ghirardini erguido al lado de un gran escritorio en el que descansaba un busto de mármol de Dante Alighieri.
—¿Le conoces? —preguntó Fabrizio jadeando.
El niño no respondió y se puso en camino recorriendo presuroso un último pasillo bastante estrecho, casi una angostura entre dos muros macizos, al fondo del cual penetraba un poco de la luz blanquecina del exterior. Había una reja de hierro macizo que cerraba una abertura de tal vez unos cincuenta centímetros por un metro bloqueada con un cerrojo. Angelo lo descorrió y luego empujó la reja, pero no sucedió nada.
—Empuja tú —le dijo a Fabrizio—, que eres más fuerte. Tal vez hay algo fuera que no la deja correr.
Fabrizio dejó en el suelo la lámina de bronce y empujó con todas sus fuerzas, pero la reja no se abría. Alargó el brazo hacia fuera para explorar los contornos y encontró una cadena con un pesado candado.
—Maldición. Hay una cadena, ¿no lo sabías? —preguntó a Angelo.
El niño meneó la cabeza con expresión extraviada. Su curioso aire de seguridad había desaparecido por completo de su rostro.
—El sótano —dijo Fabrizio a Francesca—. Volvamos abajo a la toma de aire, tú te subes sobre mis hombros y trepas hasta la superficie. Una vez fuera te paso a Angelo y luego me ayudas a subir a mí como sea, rápido, dentro de poco nos quedaremos sin luz, pues las pilas se están agotando.
Las prisas y la turbación del niño les había provocado un extraño frenesí, como si el palacio estuviese a punto de hundirse encima de ellos de un momento a otro. Bajaron de nuevo al subterráneo distinguiendo a duras penas el recorrido que les conducía hacia la toma de aire exterior, pero cuando llegaron vieron que estaba cerrada.
—¡Maldición, lo único que nos faltaba! —gritó Fabrizio—. Estamos metidos en una trampa.
—Yo no diría eso —rebatió Francesca—, puede ser que haya pasado un vigilante o un guardia nocturno, habrá visto la rejilla abierta y la habrá bajado para que nadie se caiga por ella. Súbeme, y te apuesto algo a que está apoyada nada más.
Angelo parecía cada vez más nervioso, se volvía hacia atrás de vez en cuando diciendo:
—Démonos prisa, vayámonos de aquí.
Fabrizio depositó en el suelo la lámina. Francesca se quitó los zapatos y se subió sobre los hombros de Fabrizio haciéndose izar hasta el nivel del suelo, luego empujó la rejilla hacia arriba con todas sus fuerzas, pero sin conseguir moverla. Fabrizio oyó que murmuraba:
—Oh, Dios, no… no…
—Está cerrada, ¿verdad?
—Sí —respondió Francesca bajándose de encima de los hombros de su compañero—, por el exterior. ¿Y ahora qué hacemos?
—Tratemos de mantener la calma —dijo Fabrizio—. Apagó la linterna para ahorrar pilas y continuó: —Me joroba tener que hacer el papel de estúpido, pero me parece que no nos queda otra elección, llamemos a Reggiani.
Encendió el móvil pero no había señal.
—Nuestra situación no es muy esperanzadora que digamos —comentó Francesca con un tono que no conseguía disimular el pánico creciente.
—Muy bien, si no se puede salir por el lateral o por abajo, entonces salgamos por arriba. Subiré de nuevo por esta maldita escalera de caracol, iré a la buhardilla y veré si hay algún tipo de claraboya o de tragaluz. Saldremos a los tejados, llamaremos a Reggiani y le pediremos que nos venga a recoger.
—Me parece una buena idea —dijo Francesca sin excesivo entusiasmo.
—Tú y Angelo esperadme aquí, es inútil ir todos juntos. Voy a necesitar la linterna. No tendréis miedo de quedaros en la oscuridad, ¿verdad?
Francesca respondió que no, que no tenía miedo, pero saltaba a la vista que estaba aterrorizada. Fabrizio la estrechó contra sí, le dio un beso, luego hizo una caricia a Angelo y se alejó. Subió de nuevo a la galería central, miró en torno, y empezó a subir la escalera de caracol. En cada piso se le presentó un espectáculo semejante o peor que el que había visto en el primero: largas filas de bestias embalsamadas, buitres y cóndores con las alas desplegadas, gatos, comadrejas y garduñas con los pequeños dientes afilados resplandecientes al pálido haz de la linterna, martas y lobos, perros y zorros y hasta serpientes, enormes pitones, boas y anacondas, cobras inmovilizadas de fauces abiertas de par en par en actitud de abalanzarse sobre imaginarias víctimas impotentes.
Subió el último medio tramo hasta el rellano superior, abrió la puertecilla que daba al desván e iluminó el interior. El corazón le dio un vuelco en el pecho ante la visión de pesadilla que se le presentó delante: había seres humanos en aquel desván, embalsamados como animales exóticos; indígenas de tierras lejanas, varones y hembras que empuñaban lanzas y azagayas, desnudos y obscenos en sus acartonadas muecas. Fabrizio se detuvo de entrada y cerró la puerta tras de sí, pero luego decidió armarse de valor y vencer la repugnancia de aquella visión infernal. Respiró hondo para devolverle el ritmo a su corazón que le brincaba en el pecho, luego volvió a abrir la puerta y se aventuró entre aquella muda población de momias. Algunas, roídas por los ratones, mostraban los huesos en varios puntos y todas tenían los ojos de vidrio, como los lobos o los buitres.
Inspeccionó la cubierta a lo largo y a lo ancho sin encontrar ninguna salida, ni una claraboya ni un tragaluz. Por entre una tabla y otra advirtió que el techo estaba completamente revestido de chapa de plomo y no se asombró cuando, tras encender el móvil, vio que tampoco allí había señal. Todo estaba cerrado y bloqueado. Aquél enorme edificio estaba sellado como una tumba. Volvió abatido, acezante, con la cabeza llena de telarañas al subterráneo a referir el desgraciado resultado de su misión.
—Estás trastornado —dijo Francesca—. ¿Qué otros horrores has visto?
Fabrizio no respondió, se arrodilló al lado del niño y le cogió por los hombros.
—Escúchame atentamente, Angelo. ¿Estás seguro de no conocer otras salidas? ¿No sabes si hay alguna manera de escapar de aquí? Y, sin embargo, yo te vi salir por el portillo de la fachada.
—Había visto dónde escondía ella la llave y cuando no la dejaba entraba por allí, como hoy —dijo señalando la rejilla de encima de la toma de aire.
—¿Qué hacemos? —preguntó Francesca—. Lamentablemente nadie sabe que estamos aquí dentro.
—Podemos esperar al amanecer y luego ponernos a gritar.
—Admitiendo que nos oigan.
—Sí, admitiendo que nos oigan.
—Espera, se me acaba de ocurrir una idea tal vez mejor. Volvió a encender el portátil y comenzó a teclear.
—¿Qué estás tratando de hacer?
—Hace tres días bajé el correo electrónico, pero no he tenido tiempo en ningún momento de leerlo Podría figurar en él la actualización del mapa del subsuelo de Volterra con los hallazgos decimonónicos de Malavolti. Nuestro centro topográfico se ocupa desde hace tiempo de ello y normalmente envía las actualizaciones a finales de mes. Veamos… veamos… con solo que tuviésemos un poco de suerte… un poquito nada más, sí, en efecto, aquí está…
Fabrizio apagó la linterna, y la única claridad era la que difundía la pantalla de cristal liquido que Francesca exploraba pacientemente, milímetro cuadrado a milímetros cuadrado, en busca de una vía de salida. Su compañero, mientras tanto, trataba de infundir valor al niño, que temblaba de frío y miedo, de distraerle hablándole.
—Cuando te vi el otro día colándote por la puerta de este palacio me pregunté qué venías a hacer tú a un lugar como éste. Eh, ¿me lo dices?
—A ver a mi padre.
—¿Y dónde está tu padre?
El niño señaló el piso superior.
—¿El cuadro?
El niño asintió.
—¿Eres hijo de Jacopo Ghirardini?
Angelo dijo que sí con la cabeza.
—¿Y cómo puedes afirmarlo?
El niño habló con voz extraña:
—Mi padre está en este lugar, lo sé. Y yo venía a verle todas las veces que podía. A escondidas de mi madrastra, pues si no me hubiera dado una paliza.
—¿Y cómo te las arreglabas para ver en la oscuridad?
—Con una linterna.
—¿Con una linterna como ésta?
El niño asintió de nuevo.
—¿Y tienes una en este sitio?
—Sí. Aquí cerca.
—Y a qué esperabas para decírmelo… La necesitamos desesperadamente.
—Si te la doy a ti no podré ver más a mi padre. He terminado las velas y no tengo dinero para comprar otras pilas. Y esas las había robado…
Fabrizio le hizo una caricia.
—Te compraré todas las que quieras. Pero ahora sácala, la necesitamos…
La voz de Francesca le interrumpió:
—¡Lo he encontrado!
—¿Qué sucede?
—He encontrado el pasadizo; mira, está aquí en el subterráneo, en el ángulo sudoeste.
—Pero si ya lo hemos comprobado —replicó Fabrizio—. No hay nada por ese lado.
—Porque la pared oeste hace un esconce hacia el este con respecto a la pared norte creando un efecto de trampantojo, por lo que parece que haya un ángulo cerrado. En cambio, debería haber un pasadizo que lleve a una galería subterránea que debería desembocar luego… ¡en la cisterna etrusca cerca de la finca Salvetti! Ven, vamos a ver.
—Si Angelo nos da su linterna —dijo Fabrizio.
El niño se alejó algunos pasos, rebuscó en la oscuridad debajo de algunas piedras y volvió con una linterna.
Francesca apagó el ordenador, se levantó y siguió a Fabrizio, que había recogido la lámina de bronce del suelo y se dirigía hacia la esquina sudoeste del subterráneo. Era como había dicho ella: los dos muros hacían un esconce y escondían un estrecho pasadizo.
—Una buena caminata —comentó Fabrizio soltando un largo suspiro—. Admitiendo que el pasadizo esté libre, que no haya hundimientos, obstrucciones, derrumbes…
—No lo sabremos nunca si no lo intentamos —dijo Francesca.
Le pidió al niño que le diera la linterna y tomó por la galería. Avanzaron sin encontrar obstáculos, la galería estaba completamente tallada en la toba y tras los primeros metros era lo bastante ancha como para permitir a los tres caminar cómodamente. De vez en cuando se paraban para permitir descansar a Fabrizio, que llevaba la lámina de bronce; luego reanudaban el camino.
La galería, tras un recorrido más bien regular, comenzó a tomar una cierta inclinación hacia abajo, que confirmó a Francesca la exactitud del trazado que había determinado con precisión en el ordenador.
—¿Malavolti no exploró nunca esta galería hasta el fondo, que tú sepas? —preguntó Fabrizio durante una de las paradas.
—Eso dice en sus apuntes. Y creo que se le puede hacer caso, era un estudioso muy serio.
Fabrizio meneó la cabeza.
—Y yo que me ponía a ironizar cuando la señora Pina me hablaba de un pasadizo secreto que unía este palacio con no sé qué monasterio.
—Siempre hay una parte de verdad en las habladurías populares, deberías saberlo. Me pregunto más bien cómo se las arreglaban los antiguos para unir dos puntos subterráneos avanzando a ciegas y sin instrumentos…
—En mi opinión, tiraban adelante, precisamente a ciegas, hasta que, una vez recorrido un determinado trecho, decidían remontar hacia la superficie y desembocar al aire libre. Allí disimulaban la terminal con una construcción de otro tipo, en cierto modo insospechable, como un pequeño santuario o un caserío.
—¿Tú crees? Mira la dirección de esta galería. ¿Te parece casual? ¿Crees que avanzamos a ciegas? En mi opinión, los etruscos habían afinado tanto su sentido de la orientación que les permitía percibir el campo magnético.
—¿Como las aves migratorias? —preguntó Fabrizio.
—Más o menos.
—Y me reprochas a mí que me deje llevar por la fantasía…
A medida que avanzaban por la galería, la sensación de alejarse de la entraña de aquel palacio laberíntico, de aquel lugar enigmático e inquietante, comenzaba, segundo tras segundo, a aliviar a los dos jóvenes de la pesada sensación de temor y de desconsuelo que les había dominado desde que se dieran cuenta de que estaban atrapados sin una vía de salida. En un momento dado se encontraron en un ensanchamiento del que arrancaba una segunda galería, mientras que el suelo desaparecía cortado por un par de escalones que elevaban el nivel del fondo una treintena de centímetros.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Fabrizio—. No me parece que esta ramificación esté señalada en tu mapa.
—Tampoco a mí me lo parece —respondió Francesca—, pero ahora no lo recuerdo bien y mucho me temo que no me queda batería para poner en marcha de nuevo el sistema… Sin embargo, diría que hay que tirar recto, a alguna parte llegaremos. De todas formas, no sé si has reparado en una cosa, que hay corriente de aire, por tanto tiene que haber una desembocadura, esperemos que sea lo suficiente ancha para permitirnos el paso…
—A estas horas Spagnuolo se habrá dado cuenta de que no estoy en casa y habrá avisado a Reggiani… —prosiguió diciendo Fabrizio.
—Y Reggiani habrá lanzado a sus hombres para descubrir dónde te encuentras. No le gusta perder el control de la situación. Habrá tratado de ponerse en contacto conmigo, pero debe de haberse encontrado con que el contestador en mi casa y mi móvil no responden.
—Primero se pondrá hecho un basilisco y luego se pondrá a razonar con la cabeza fría. Y es esto lo que temo —dijo Fabrizio—. Pongámonos en su piel y tratemos de prever sus movimientos.
—Pero si no estamos en condiciones ni de prever los nuestros… —rebatió Francesca—. Me parece de lo más aventurado…
—Lo que quiero decir es que Reggiani podría decidir adelantar su operación confiando cogernos a nosotros también en la red antes de que nos coja algún otro…
Francesca se paró de improviso.
—Sssh… ¿Has oído tú también? —preguntó alarmada.
Fabrizio se detuvo y aguzó el oído. Angelo se le acercó y se agarró a su brazo, era evidente que había oído él también.
Se oyó, claro, nítido, amplificado y distorsionado por la galería el rugido de la fiera, el rechinar de dientes, el jadear de la garganta sanguinaria. El subterráneo entero se saturó de terror, la atmósfera se vio impregnada de su olor insoportable e inmediatamente después la linterna en las manos temblorosas de Francesca hizo resplandecer en las tinieblas la mirada del monstruo.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Francesca presa del pánico—. ¡Corramos, afuera, afuera, afuera!
Fabrizio dejó caer la lámina y los tres se lanzaron a la carrera en la dirección opuesta, volviendo hacia los subterráneos del palacio, pero se daban cuenta de que no tenían escapatoria. Oían a sus espaldas el resoplar de la bestia que se acercaba, oían que estaba a punto de abalanzarse sobre ellos de un momento a otro. Tras llegar al ensanchamiento en el que arrancaba la otra galería, Francesca tropezó con los escalones y se cayó al suelo. Fabrizio la alcanzó, la tomó por un brazo y se agazapó con ella contra la pared junto con Angelo, escudando instintivamente con su propio cuerpo al niño y a la muchacha.
La linterna había caído al suelo e iluminaba al animal por abajo y de través confiriéndole un aspecto más aterrador aún. Ahora avanzaba más lentamente, casi tanteando el terreno con las patas. Descubría sus enormes colmillos tintos en sangre al tiempo que arrugaba el hocico en unos profundos pliegues y erizaba en el lomo su pelaje negro e hirsuto cual cerdas de puerco espín. Era evidente que había matado por quinta vez y estaba a punto de hacerlo de nuevo. Fabrizio apretó con fuerza la mano de Francesca como para transmitirle un último mensaje antes de morir, pero justo cuando la fiera se disponía a abalanzarse sobre ellos el niño se destacó hacia delante, interponiéndose entre esta y sus amigos, gritando:
—¡No!
Fabrizio y Francesca fueron incapaces de mover un músculo, permaneciendo paralizados de terror mientras miraban al pequeño que hacía frente a la fiera. Criatura delgada e inerme, temblaba a causa del espanto, el pelo bañado en sudor, los ojos inundados de lágrimas, pero impávido. En aquel instante su valor aparecía sobrehumano. Y se obró el milagro, el monstruo frenó el salto que estaba a punto de dar y se acercó a dos o tres pasos del niño agachando la cabeza y las orejas, emitiendo una especie de gañido lastimero, casi un jadeo de pena. Luego retrocedió, alzó de nuevo la cabeza, abrió de par en par las fauces hacia lo alto y emitió un ululato desgarrador, un grito de ferocidad impotente y de dolor lancinante. Por último, de un salto, se introdujo por la galería lateral y desapareció de su vista.
Fabrizio se lanzó sobre el niño y le estrechó contra sí, y también Francesca se abrazó a ellos prorrumpiendo en lágrimas, en sollozos convulsos.
—Ya ha pasado —dijo Fabrizio—, ya ha pasado. Vamos, ánimo. Retomemos nuestro camino. Otro hombre ha perdido la vida y Reggiani estará haciendo lo imposible para anticipar su ofensiva.
Al cabo de unos pocos pasos, el haz de su linterna iluminó la lámina de bronce que había abandonado al correr y la recogió. Caminaron por espacio de casi una hora hasta que vieron filtrarse la luz pálida de la luna por una grieta al fondo de la galería: habían llegado a la antigua cisterna de la finca Salvetti.
Fabrizio fue el primero en arrastrarse al exterior, luego ayudó a Angelo y a Francesca a salir. Los abrazó con lágrimas en los ojos y los condujo por el lado en ruinas de la cisterna hasta la superficie, agarrándose a los sarmientos de una vid silvestre. Las colinas de la Toscana se ofrecieron imprevistamente a su mirada, veladas por una neblina opalina perforada aquí y allá por las puntas aceradas de los cipreses. Soltaron un largo suspiro de alivio y se pusieron en camino en dirección a la carretera provincial.
Fabrizio se volvió hacia Francesca y dijo:
—¿Sabes? Cuando me he visto delante de esa bestia he estado a punto de decírtelo.
—¿El qué?
—Que te amo, profesora Dionisi.
—Tienes una manera extraña de decírmelo. Pero está bien así.
Le echó los brazos al cuello y la besó.
Fabrizio encendió el móvil y marcó el número de Marcello Reggiani.
—¿Eres tú? —dijo el oficial—. ¿Dónde coño te habías metido? ¡Maldición! ¡Como si no tuviese ya bastantes problemas, como si no hubiese perdido ya bastante la chaveta!
—Lo sé. Ha descuartizado a otra víctima…
—Lamentablemente esta vez ha matado a dos… A un joven toxicómano que volvía tarde por la noche, y a su padre, que trató de defenderle. Pero ¿cómo lo sabes? —le interrumpió Reggiani, y Fabrizio prosiguió:
—Tengo el fragmento que faltaba de la lámina de Volterra. Ven a recogerme, por favor. Estamos en la provincial a la altura de la finca Salvetti.
—¿Cómo que estáis? ¿Quién más hay ahí contigo?
—Está Francesca y luego un pequeño… Angelo.
—No os mováis del sitio —exigió el oficial—. Estaré ahí dentro de diez minutos con un par de hombres.
Angelo, acurrucado en un sofá, cubierto con una manta de franela, estaba sumido en un sueño profundo y dejaba oír de vez en cuando un lamento o un grito ahogado, o bien se sobresaltaba de repente bajo la manta asaltado por sus pesadillas. Francesca estaba preparando un café para los cuatro hombres sentados a la mesa de la cocina.
—¿Quiénes son las víctimas esta vez? —preguntó Fabrizio.
—Marozzi —respondió Reggiani—, un bracero gordo como un armario que no se encomendaba ni a Dios ni al diablo. Y eso ha sido precisamente su perdición. Cuando vio a su hijo agredido por esa fiera se lanzó en su auxilio empuñando una horca, pero hacía falta otra cosa… ¡Qué carnicería, Cristo bendito, qué carnicería!…
Se hizo un largo, pesado silencio; luego Francesca fue la primera en hablar:
—¿Han comprobado si las víctimas tenían algo en común?
Reggiani se sacó del bolsillo de la chaqueta un cuaderno de notas y comenzó a hojearlo.
—Lamentablemente no —dijo—. Los primeros eran saqueadores de tumbas o tenían que ver con las tumbas del Rovaio, pero estos otros…
—Yo os lo voy a decir —le interrumpió uno de los carabineros, un ayudante de poco más de veinte años—. He nacido aquí y puedo aseguraros que todos esos que han muerto son volterranos desde hace generaciones; de siempre, por lo que se sabe.
—Como si oliese el olor de su sangre —observó Fabrizio—. Sangre indígena… volterrana… Odia a esta ciudad con un odio acérrimo y terrible…
—Y su guarida estaría en los subterráneos de un palacio de la ciudad —dijo Reggiani sacudiendo incrédulo la cabeza—. Cristo bendito, pero ¿cómo es posible?
—La hemos visto con nuestros propios ojos —intervino Francesca con tono sereno dejando sobre la mesa la bandeja con el café. Su mirada no dejaba margen a la duda.
—Entonces, podemos preparar una emboscada —dijo Reggiani—. Ésta vez no puede escapar, desplegaré un número de efectivos capaz de exterminar a todo un regimiento.
—¿Y crees que conseguirás abatirla como se abate a un perro rabioso y vagabundo? —preguntó Fabrizio.
—Ya lo dije, si mata, también se la puede matar a ella.
Fabrizio le miró fijamente a los ojos con una expresión extraviada.
—También la muerte mata. Y en cambio no se la puede matar a ella. Tú no tienes ni idea de lo que es. Nosotros la hemos visto de frente durante unos interminables segundos a una distancia de dos metros. Yo no he visto nunca nada por el estilo en toda mi vida y estoy convencido de que no existe en el mundo ningún animal de esa especie. Es un monstruo, te digo… una quimera.
La expresión de Francesca confirmaba plenamente las palabras de su compañero.
—No sé qué decirte —respondió Reggiani—. Tal vez es el resultado de algún experimento, qué sé yo, se oyen decir tantas cosas extrañas sobre los experimentos genéticos… Algún científico loco puede haber…
Fabrizio pensó en el museo de los horrores que había visto en el palacio Caretti Riccardi y se estremeció. Se tomó su café a pequeños sorbos, luego alzó los ojos para mirar a la cara del oficial.
—No hagas nada, Marcello —dijo—. No hagas nada, no cometas imprudencias, podrías sufrir bajas terribles, irreparables… Espera.
—Ya he esperado incluso demasiado. Tan pronto como reciba la confirmación de que todo está listo, desencadenaré la ofensiva.
—Espera, por el amor de Dios —insistió monótono Fabrizio.
—¿Esperar a qué? ¿A que extermine a todos los habitantes de esta desdichada ciudad? —Sacó un paquete de periódicos de su bolsa de cuero negro—: ¡Mira esto! La noticia ha estallado a nivel nacional, estos periódicos estarán en los quioscos dentro de una hora y se corre el riesgo de que el pánico se extienda como una mancha de aceite con consecuencias catastróficas.
—Espera —insistió de nuevo Fabrizio, y levantó la manta con la que había cubierto el fragmento que faltaba de la lámina de Volterra—, espera a que haya leído esto. Tal vez… tal vez esté aquí la clave de todo.
—Llegados a este punto —dijo Reggiani—, faltan solo dieciséis horas, no puedo darte ni un minuto más.
—Procuraré que sean suficientes respondió Fabrizio.