14

Francesca invirtió el sentido de la marcha y se dirigió hacia la ciudad.

—Solo para que te convenzas de que no hay absolutamente nadie allí dentro y que el palacio está cerrado y atrancado.

—No creo haber soñado que vi al niño —dijo Fabrizio.

—No digo tal cosa, pero es un hecho que a veces vemos lo que deseamos ver o lo que esperamos ver. Nuestro cerebro es una máquina mucho más potente de lo que nos imaginamos…

Fabrizio la miró con una expresión extraña, como si se diese cuenta de que ella le había leído el pensamiento, que había encontrado el acceso a una memoria secreta anidada en lo más profundo de su psique. Pasaron por la provincial diez minutos después y vieron que el Fiat Uno gris estaba aún en su sitio, pero probablemente alguien había ido a relevar a Spagnuolo. En la lejanía se veía la finca Semprini con las luces encendidas en la planta baja.

—¿Crees que será suficiente para convencerlos de que estoy en casa? —dijo Fabrizio.

—Tal vez sí, tal vez no. Si Reggiani te llama y no te encuentra intuirá enseguida que no estás y te hará buscar hasta en los cubos de la basura.

—Reggiani es un buen tipo y ese carabinero que tiene allí es una especie de coartada para su conciencia. Sabe perfectamente que ando por alguna parte y también sabe que tenerme enjaulado resulta contraproducente.

—Y esa mala bestia, ¿dónde demonios puede estar a estas horas? ¿Sabes?, desde que la vi la otra noche no consigo quitármela de la cabeza. A menudo me sorprendo pensando: ¿dónde estará su guarida? ¿Cómo se alimenta? ¿Quién está con ella? —Fabrizio no respondió—. ¿Y tú qué piensas?

—Pienso. Y tal vez me estoy haciendo una media idea, pero no me preguntes de qué se trata, pues antes tengo que aclarar algunas cosas para mí mismo… ¿Sigues estando tan segura de que estos hechos no tienen nada que ver con la inscripción y con los restos de ese Phersu?

—Tú crees que los huesos humanos que encontraste en la tumba del Rovaio pertenecen al Turm Kaiknas de la inscripción, ¿no es así?

—No estoy seguro.

—Me lo imaginaba… y crees que ese perrazo vagabundo que merodea de noche es la fiera rediviva cuyo esqueleto está recomponiendo tu amiga Sonia.

—Algo por el estilo —hubo de admitir Fabrizio sin pestañear.

Francesca se llevó las manos al rostro.

—¡Cristo bendito, me parece estar metida en una película de terror!… Me doy cuenta de que existen muchas coincidencias impresionantes, pero se trata de simples coincidencias nada más, y cuando toda esta historia haya terminado también tú estarás de acuerdo conmigo.

Fabrizio no respondió, parecía perdido en sus pensamientos, muy lejos de aquel lugar y de aquel tiempo. Francesca pasó por debajo de la fortaleza y entró poco después en la ciudad a través del gran arco de piedra.

Volterra estaba desierta; ni un alma por las calles, los locales públicos semivacíos dejaban entrever tan solo unos pocos parroquianos que jugaban a las cartas y tomaban vino en una atmósfera humeante. Pasó un coche patrulla de los carabineros y el lento girar de la luz azul proyectó sobre las antiguas fachadas de piedra un reflejo espectral; Marcello Reggiani vigilaba en aquel desierto urbano. Francesca encontró un rincón en el que aparcar su jeep y los dos se dirigieron a pie hacia el palacio Caretti Riccardi. Los dos jóvenes caminaban el uno pegado al otro, al arrimo de las paredes como si quisieran confundirse con las piedras de la ciudad; Francesca iba cogida del brazo de Fabrizio y él llevaba metidas las dos manos en los bolsillos. Soplaba un frío viento que se colaba por las angostas calles de la ciudad medieval y hacía vibrar como cuerdas de arpa los hilos del tendido telefónico entre una y otra fachada. Llegaron ante el palacio en unos diez minutos y el joven empujó con energía el portalón, que no se desplazó ni un milímetro.

—¿Qué te decía yo? —dijo Francesca—. Éste portalón lleva años atrancado.

No había terminado de decirlo cuando resonó el ululato, apenas perceptible, en la lejanía, pero Fabrizio había aguzado el oído ante aquel sonido y se estremeció palideciendo visiblemente.

—¿Has oído? —preguntó.

Francesca sacudió la cabeza; inmediatamente después, sin embargo, el ululato resonó más alto, y más claro, traído por el viento, y la muchacha no pudo seguir fingiendo.

—¿Has oído ahora? —insistió Fabrizio.

—He oído —hubo de admitir la muchacha—. Pero es como si no hubiese oído. No podemos perder la cabeza. Hemos de encontrarle una explicación a todo esto o nos volveremos locos…

—Y ese niño podría estar ahí fuera… ¡Oh, Cristo bendito!… —dijo Fabrizio como si ella no hubiese hablado. Le temblaba la voz—. He de entrar en este caserón —prosiguió a renglón seguido.

Miró en torno examinando las paredes de la fachada. No había ninguna placa, ninguna chapa, ningún timbre y tampoco el menor rastro de que los hubiera habido nunca, como si nadie hubiese vivido jamás detrás de aquellos muros. Pesadas rejas cerraban las únicas dos ventanas de la planta baja y detrás de las rejas los vanos habían sido cegados con mampostería de ladrillo. En los pisos superiores todas las ventanas estaban cerradas por pesados postigos de madera con macizos goznes de hierro colado. El tejado asomaba, más arriba del cuarto piso, con unas grandes vigas de roble ennegrecidas por el tiempo. En el centro de la fachada, como único signo distintivo, había un escudo de piedra con el blasón deslucido y apenas reconocible.

—No es posible que un edificio de estas dimensiones no tenga un propietario y que este no se deje ver nunca —comentó Fabrizio.

—Espera —dijo Francesca—, se me ocurre una idea, en el coche tengo mi portátil con el programa del mapa catastral. Espero que las pilas estén suficientemente cargadas, no te muevas de aquí, vuelvo enseguida.

Fabrizio no tuvo tiempo siquiera de pararla cuando ya la muchacha había atravesado a la carrera la plazoleta de delante del palacio e inmediatamente después había desaparecido doblando la esquina de una de las calles. Se quedó solo mirando alrededor y aguzando el oído en el silencio de la noche. Oyó, en cambio, el ruido de los rotores de un helicóptero y vio un faro escudriñar el terreno en dirección sudeste. Reggiani debía de haber oído la llamada y lanzado a su aparato de reconocimiento. Existía el peligro de que la acción fuese precipitada. Pero a fin de cuentas acaso fuera lo mejor, si el niño andaba aún por los campos o había encontrado un precario refugio en un establo abandonado o en un aprisco, sería más fácil encontrarlo.

Francesca llegó al poco rato con su amplia bolsa de cuero. Se sentó en un banco de madera, extrajo un ordenador portátil, y, apoyándolo sobre sus rodillas, lo encendió; luego activó el programa hasta que apareció en la pantalla primero el mapa catastral de la ciudad y luego el particular del palacio Caretti Riccardi.

—Aquí tienes-dijo comenzando a aumentar el cuadrante. —Veamos…

—Oye —la interrumpió Fabrizio—, la señora Pina, la del restaurante, me dijo que a veces, siendo noche ya cerrada, ha visto salir reflejos de luz de los bajos, del basamento del palacio. Si lo que vio es cierto, quiere decir que hay unos subterráneos y tal vez tomas de aire que comunican con el exterior. Es algo bastante común en los palacios antiguos.

—Oh, sí. Y puede también que unos inmigrantes clandestinos se hayan introducido allí abajo encontrando así un refugio seguro. Los hay en todos los edificios vacíos o abandonados… Bueno, aquí tienes. La propiedad es, o mejor, era de Jacopo Ghirardini, un noble volterrano desaparecido de la circulación inesperadamente hace cinco años… en apariencia sin herederos.

—Hace cinco años… —murmuró Fabrizio—, cinco años… fue cuando apareció de pronto esa mujer… y Reggiani me dijo que servía en una casa de Volterra… ¿será en esta tal vez?

—Me parecería extraño, porque yo siempre lo he visto cerrado. Pero puedo informarme. Es posible que durante algún tiempo alguien haya cruzado el umbral de este portal… Aquí tienes, ya lo tenemos… Mira… este rectángulo en línea con la pared exterior es sin duda una toma de aire de los subterráneos.

—Pero estará condenada igual que las ventanas —objetó Fabrizio—, o cerrada con una rejilla.

—Nunca lo sabremos si no lo vamos a ver; sí, según el mapa debería estar en la pared derecha para quien mira la fachada, a lo largo de Via Cantergiani. —Cerró el programa, apagó el ordenador y lo guardó dentro de la bolsa—. ¿Vamos, entonces? —dijo poniéndose en pie y encaminándose hacia el lateral derecho del palacio.

Fabrizio la siguió y juntos comenzaron a inspeccionar el gran muro macizo en el que se abrían ventanas solo a partir del segundo piso. La vasta pared de piedra calcárea estaba dividida cada cinco o seis metros por una nervadura vertical de refuerzo y justo detrás de una de estas encontraron la toma de aire. Había una tapa de hierro macizo levantada y apoyada verticalmente contra la pared y fijada a una anilla herrumbrosa. La toma de aire estaba cerrada por una rejilla de recios barrotes de hierro y parecía no haber sido retirada en mucho tiempo. Fabrizio trató de levantarla, pero no consiguió desplazarla ni un milímetro.

—Está, por desgracia, como me temía, fijada al basamento.

Francesca se arrodilló a su vez.

—Me parece extraño; normalmente estas tomas de aire se utilizaban también para introducir en las bodegas barriles de vino y otros géneros que debían conservarse en fresco o guardarse en los subterráneos… Por suerte no anda un alma por aquí —añadió metiendo la mano debajo de la rejilla—, pues si nos viese alguien no sé qué pensaría.

—Sobre todo si me viese la señora Pina… Por suerte hoy es su día de descanso, no veo luces por la parte del restaurante.

—A propósito de luces, ¿no tendrías un linterna, por casualidad? —preguntó Francesca.

Fabrizio hurgó en su mochila y extrajo una linterna para iluminar la rejilla y el contorno de la trampilla, pero el rayo de luz recayó sobre el suelo de la bodega.

—Caramba, mira ahí —dijo.

Francesca echó un vistazo al suelo fangoso.

—Huellas de pisadas…

—Ya. De pies más bien pequeños, diría yo. Es Angelo, estoy seguro.

—¿Y por dónde habría entrado, según tú?

—A través de los barrotes.

—No es posible.

—Es menudo y delgado, te lo he dicho.

Francesca sacudió la cabeza incrédula y continuó afanándose con la mano por debajo de la rejilla.

—¡Lo he encontrado! —exclamó en un determinado momento—. Hay un pequeño cerrojo.

Lo descorrió y Fabrizio levantó la rejilla.

—Me meto yo primero —dijo Francesca y se dejó caer tocando enseguida el suelo. Fabrizio la oyó imprecar y la iluminó con la linterna. Había resbalado después de haber tocado tierra y estaba sentada en el mismo barro. Se incorporó limpiándose lo mejor posible y dirigió la mirada hacia arriba—. Ahora pásame la bolsa con el ordenador. Déjala caer, no temas, que ya la cojo yo.

Fabrizio descolgó la bolsa lo más abajo que pudo, luego dio una voz y la soltó.

—¡Mía! —resonó la voz de Francesca desde el subterráneo.

Fabrizio se dejó caer a su vez y los dos jóvenes se miraron a los ojos en silencio durante algunos instantes a la tenue luz llegada desde lo alto.

—Espero que no pase nada —dijo Francesca—, ya que esa rejilla abierta es una auténtica trampa, pues si por mala suerte alguien se cayera por ella se rompería la crisma.

—¿Quién quieres que ande por aquí a estas horas? Esto se parece más a un cementerio; como has podido ver, no hay un alma por las calles.

—Y, además, me gustaría saber cómo nos las arreglaremos para salir de aquí.

—Ya pensaremos en eso luego. Siempre se puede salir por la puerta principal, y de este modo haremos que se airee un poco este mausoleo.

Fabrizio trataba de mostrarse ingenioso porque la atmósfera, en aquel subterráneo completamente a oscuras, con el aire cargado y el olor intenso a moho, resultaba asfixiante. Proyectó el haz de luz sobre las paredes y el techo para hacerse una idea de las dimensiones y características del ambiente y vio otro recio muro que lo atravesaba de un extremo a otro, interrumpido por un par de arcos de medio punto, hechos de grandes sillares de toba chorreantes de humedad y cubiertos de grises mohos.

—Ése muro es seguramente antiguo —comentó Francesca.

—Etrusco —concluyó Fabrizio, recorriendo con el haz de luz el murallón de un extremo a otro. Luego lo dirigió al suelo para iluminar las pisadas de los pequeños pies que se alejaban a través del arco. Francesca extrajo el ordenador de la bolsa y lo encendió.

—Podría haber un mapa de los subterráneos —dijo—, el relieve catastral es bastante antiguo, se remonta a la época del duque Leopoldo, si no me equivoco… En efecto, aquí está… mira, sí, este es el muro con los arcos, ¿ves?, muy bien, estamos aquí… ahora sigamos.

Avanzaron una docena de metros hasta que se encontraron frente a una barandilla de hierro que flanqueaba un tramo de escaleras que descendían.

—¿Ésas figuran en tu mapa? —preguntó Fabrizio atisbando en la pantalla.

—No —respondió Francesca—. No figuran, no me parece…

Bajaron siete escalones de piedra gris y se encontraron en otro ambiente completamente desnudo en el que podían distinguirse sombras de colores en las paredes, debidas a los desconchados. En un ángulo, en la parte opuesta a aquella por la que habían bajado, había un tramo en ligera pendiente y siguieron descendiendo. Ahora era ya imposible distinguir huellas en las losas de piedra, ninguno de los dos habría sabido decir si Angelo, admitiendo que fueran suyas las pisadas de debajo de la toma de aire, había bajado realmente a aquel lugar.

—¿Es posible que desde el nivel del sótano no haya más que un solo sitio por donde bajar? No puede dejar de haber otro por el que subir hacia el interior del palacio —dijo de nuevo Francesca como si pensara en voz alta.

—Eso mismo pienso yo —se mostró de acuerdo Fabrizio—, pero por ahora no tenemos elección, me parece.

Miraron a su alrededor. Los muros habían sido completamente tallados en la roca viva del sustrato rocoso de toba y Fabrizio examinó cada palmo de ellos.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó en un determinado momento.

—Debajo del terreno firme de la ciudad antigua —respondió Francesca— y ese murallón con los dos arcos que hemos pasado antes debe de ser un tramo de las murallas etruscas.

—Y estamos también en su punto extremo, me parece. Aquí no hay nada ni nadie.

Permanecieron en silencio algunos segundos escuchando su respiración que se condensaba en nubecillas de vapor y examinando las paredes y el techo encima de ellos.

—Ven, volvamos atrás —dijo de repente Fabrizio—. Aquí dentro tiene uno la sensación de ahogarse.

Francesca asintió y le siguió escaleras arriba hasta el gran sótano en el que habían entrado a través de la toma de aire. Examinaron el muro que se extendía por la parte opuesta, palmo a palmo, hasta que encontraron una estrechísima escalera cerrada entre dos guardalados de ladrillo. Fabrizio comenzó a subir seguido por Francesca, y la sensación de opresión que sintió en el subterráneo iba en aumento más que disminuir a medida que se acercaban a la planta baja. Fueron a dar a un portillo con tachones de hierro que debía de dar a la galería principal del palacio, pero al levantar la cabeza hacia el techo vieron una escalera que ascendía en espiral en un solo tramo hasta lo alto, en voladizo, sin ningún apoyo central.

—Caramba… —murmuró Francesca—. ¡Qué maravilla! Sabía de su existencia, pero nunca la había visto. Es una obra maestra de increíble perfección. Creo que fue atribuida a Sansovino.

Fabrizio se armó de valor y llamó:

—¡Angelo, Angelo! ¿Estás ahí? —Le respondió solo el eco del enorme vano vacío—. Yo trataría de subir, por lo menos así sabremos si está o no. Tal vez esté durmiendo en alguna parte.

—Siempre que se trate de él —dijo Francesca.

—Ya —asintió Fabrizio.

Trató de encender un interruptor de la corriente, pero no sucedió nada. El contador debía de estar fuera de servicio desde hacía años. Comenzaron a subir el tramo, lentamente, sosteniéndose por la parte del muro hasta que se encontraron en el primer piso y vieron a su izquierda otra galería tan larga como el mismo palacio, cerrada al fondo por una gran puertaventana que daba al balconcillo de la fachada que dominaba el escudo de armas. Había un fuerte olor a polvo y, cuando dirigió el haz de la linterna a los lados del amplio corredor, se estremeció ante la visión de dos largas filas de formas extrañas y grotescas que parecían mirarle inmóviles; tanto a derecha como a izquierda, había alineados un gran número de animales exóticos embalsamados: leones y leopardos, gacelas y antílopes, chacales y hienas que descubrían sus amarillentos colmillos en una mueca polvorienta.

Los dos jóvenes avanzaron a paso ligero entre aquellas dos filas de fieras embalsamadas.

—Éste hombre debía de ser un loco… —dijo Fabrizio mirando a su alrededor intimidado—. ¿Conocías la existencia de esta colección?

—Creía que había sido donada a algún museo de ciencias naturales… Y tal vez lo fue, pero nadie se habrá preocupado nunca de retirar estos animales. O tal vez el museo no podía permitirse el coste del transporte. Todo es posible en este país. ¿Y en las habitaciones? —preguntó de nuevo Francesca.

—Hay puertas laterales por uno y otro lado… Mira… Aquí hay una palmatoria con una vela. Tú echa un vistazo por ahí con la linterna, yo lo haré por aquí con la vela.

Se pusieron a inspeccionar las habitaciones laterales y cada vez Fabrizio llamaba:

—¡Angelo! ¡Angelo! ¿Estás aquí?

Pero las habitaciones eran solo unos sectores más de aquella grotesca colección de criaturas embalsamadas. Una habitación llena de aves nocturnas en sus alcándaras: búhos y lechuzas, mochuelos, cárabos, autillos. En otra había rapaces diurnas, en una tercera también toda clase de cuervos y cornejas y luego peces, tiburones y pulpos, todos barnizados con reluciente copal y puestos en sus sustentáculos. Parecían almas en pena. Fabrizio abrió la última puerta y lanzó un grito cerrando de golpe. La madera maciza golpeó con estruendo y Francesca se volvió alarmada encontrándose a su vez frente a su compañero pálido y trastornado.

—¿Qué hay ahí dentro? —le preguntó.

Fabrizio sacudió la cabeza.

—Nada, ha sido solo una impresión… Éstos animaluchos causan impresión…

Francesca se le acercó.

—Has visto muchos en estos últimos minutos. ¿Qué hay de especial ahí dentro para que te pongas así? Estás blanco como el papel. Déjame ver…

Se acercó a la puerta, la abrió con decisión y alzó la vela para iluminar el interior. La volvió a cerrar inmediatamente y se apoyó contra ella de espaldas jadeando.

—¡Oh, santo Dios! —exclamó.

—Ya te he dicho que este es un sitio infernal… pero no me hubiera esperado ver a esa bestia…

—Tienes razón… Es espantosa… —La muchacha trató de recuperar el aliento—. ¿Te ves con ánimos de echarle otro vistazo?

—Por fuerza —respondió Fabrizio.

Abrió lentamente la hoja de la puerta y proyectó en el interior el rayo de luz de la linterna. En el centro de la habitación había un animal semejante al que había visto pocas noches antes desgarrar el cuerpo de Pietro Montanari. Se volvió hacia Francesca.

—Impresionante, ¿no es verdad? —dijo esforzándose por dominar su emoción.

—Ni que decir tiene —asintió la muchacha—, parece precisamente él… Dios mío, menudo monstruo… Pero… ¿qué significa todo esto?

—No lo sé. No me lo preguntes. Lo único que sé es que querría volver a una vida normal… pronto, a ser posible.

—¿Y qué te lo impide? —preguntó Francesca.

—Nada… o mejor dicho… muchas cosas. No quiero dejarte sola, y luego…

—¿Y luego qué?

—Quiero ver cómo acabará esto.

Francesca asintió y dio una vuelta en torno al animal embalsamado: era una especie de perro de pelaje hirsuto y erizado, de grandes mandíbulas abiertas de par en par que mostraban unos comillos enormes. Tenía una cola grande y más bien larga cubierta también de un pelaje espeso y enmarañado. El polvo recubría completamente al animal taxonomizado confiriéndole al negro pelaje un color grisáceo.

—¿Significa esto que también el otro de algún modo proviene de aquí? —preguntó Francesca.

—¿Quién puede decirlo?

—Se sabe que el conde Ghirardini era un hombre excéntrico, que hacía largas partidas de caza en África y en otros lugares exóticos. No se sabe más, parece que era un hombre reservado y muy extraño.

—A la vista está. En cualquier caso, sería el sueño de Reggiani: ver a ese animal con el cuerpo lleno de plomo y embalsamado en un museo.

Francesca se acercó acto seguido con la vela para observar más de cerca, pero de golpe se prendió fuego a una parte del pelaje. La muchacha gritó y Fabrizio se quitó la chaqueta y la golpeó repetidamente contra el costado de la bestia consiguiendo apagar el conato de incendio.

—Menuda la has armado, un poco más y prendes fuego a todo.

Francesca le pidió que le diera la linterna y se acercó a la parte quemada para comprobar la importancia del daño y se quedó estupefacta por lo que aparecía a su vista.

—Mira…

—¿Qué? —preguntó Fabrizio.

—Es falso.

—No es posible.

—Tú mismo puedes verlo. —Golpeó con los nudillos en la parte quemada—. Es madera. Éste animal es una especie de escultura particularmente realista, como si Ghirardini, o quienquiera que fuera, hubiese querido reproducir algo que vio, pero que no pudo de ningún modo añadir a su colección. Si tuviéramos tiempo de rebuscar por este sitio encontraríamos también los diseños, los esbozos, estoy segura.

—Por tanto también Ghirardini lo vio. —Alzó los ojos hacia Francesca—. De algún modo este animal se halla ligado a este lugar.

—¿Quieres que me muera del espanto? Vamos, larguémonos. Que el niño no está.

Pero no había terminado de hablar cuando se oyó un ruido, atenuado por la distancia y luego más fuerte y más seco.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Francesca.

—No lo sé. Era un ruido extraño.

—¿De fuera tal vez?

—No, viene de dentro. De arriba, quizá…

—Viene de fuera, te digo. Vámonos.

—No, viene de abajo —se corrigió Fabrizio—, de abajo, ¿no oyes?

—Pero abajo no hay nadie, tú mismo lo has visto.

—Tal vez no hemos mirado bien.

—Sí que hemos mirado. Vámonos.

—Para irnos tenemos que pasar por abajo de todas formas. No podemos salir por el portal principal.

Francesca pareció resignada.

—Está bien, entonces, vamos abajo a ver; por lo menos no tendré ya ante los ojos a esta bestia asquerosa.

Comenzaron a descender la escalera hasta la primera planta y luego siguieron bajando por la escalerilla al fondo de la galería principal hasta el primer subterráneo. El ruido era cada vez más fuerte y claro, golpes secos contra algo duro, tierra, quizá, o paredes.

—Viene de abajo, ¿qué te decía yo? —dijo entonces Fabrizio.

—Oye, me muero de miedo.

—Tranquila, ya verás como no pasa nada. Tal vez es alguien que se ha caído por la rejilla y ha terminado quién sabe dónde ahí abajo y ahora trata de salir de algún modo…

—Pero ahí abajo no hay más que esa habitación vacía y ciega, tallada en la toba —dijo Francesca agarrándose a su brazo mientras continuaban descendiendo con gran preocupación.

—Ya lo veremos —respondió Fabrizio apoyando el pie en el último escalón.

Llegaba desde la habitación una ligerísima luminiscencia, como la luz de una vela.

Se asomó por la esquina y dirigió el haz de luz de la linterna hacia el interior del que no llegaba ahora ya ruido alguno y se quedó con la boca abierta por el estupor. Delante de él tenía a Angelo, cubierto de fango de la cabeza a los pies, que sostenía en la mano el fragmento que faltaba de la lámina de bronce. A sus pies un cabo de vela daba los últimos destellos.

El niño sonrió como si todo fuese la cosa más normal del mundo.

—¿Lo ves? —dijo—. Soy capaz de hacer de arqueólogo. ¿Puedo ir, entonces, a vivir contigo?