13

El Alfa coupé del teniente Reggiani se detuvo ante la puerta de la casa de la finca Semprini poco antes de las ocho. Fabrizio fue a abrirle y le hizo tomar asiento en la cocina. Había puesto ya el café al fuego y el pan en la tostadora. Reggiani llevaba con los vaqueros una cazadora de piel de gamuza azul oscuro y se veía claramente que llevaba bajo la axila la Beretta reglamentaria. Se sentó y miró a hurtadillas a Fabrizio mientras este sacaba de la tostadora las rebanadas de pan y ponía en la mesa mantequilla, mermelada y miel.

—Das miedo —le dijo—. Parece que hayas pasado la noche en el mismísimo infierno.

—En cierto sentido… —respondió Fabrizio sin inmutarse demasiado.

Trajo el café y se sentó.

—Sírvete, hay de sobra.

—¿No quieres decirme qué ha sucedido?

—He trabajado durante muchas horas seguidas sin parar un momento. Ésta es la razón por la que no tengo ya cuerda.

—Esto ya lo sé, tu casa está bajo vigilancia. ¿Nada más?

—Nada más.

—¿Y a qué conclusión has llegado?

—He traducido la inscripción de Balestra, pero no debe saberlo nadie. Era solo por ver qué había escrito en ella.

—¿Y yo puedo saberlo?

—Todavía no.

—Y, entonces, ¿por qué me has llamado?

—Porque iremos a dar una vuelta… al bar de las Macine.

—¿A ver a esa mujer?

—En efecto. Quiero preguntarle lo que Montanari no tuvo tiempo de decirme porque aquel… aquel ser le devoró la garganta.

—¿Es decir?

—Dónde se encuentra el séptimo fragmento de esa inscripción.

—¿Hay en él algo que nos afecta? ¿No es solo por su valor arqueológico?…

—No, de lo contrario no me habría matado a trabajar. La arqueología normalmente requiere tiempos largos. ¿Tú sabes quién es esa mujer?

—Sí, me he informado. Es una viuda que regenta el local y a veces sirve en el bar. Una persona normal.

—¿Tiene un nombre esa persona normal?

—Nombre y apellido. Se llama Ambra Reiter.

Reggiani se tragó el último sorbo de café y se encendió un pitillo.

—Te lo fumas pronto hoy —observó Fabrizio poniéndose a fregar.

—Estoy nervioso. Estoy preparándolo todo para cuando venza el plazo de dos días que te concedí.

Fabrizio pareció hacer caso omiso. Se secó las manos con un paño de cocina y dijo:

—Entonces, ¿vamos?

Reggiani se levantó y se fue hacia el coche. Fabrizio cerró la puerta y se sentó a su lado.

—Tiene un nombre extraño —dijo—. ¿Y qué otra cosa sabemos de ella?

Reggiani tomó por la provincial.

—Por ahora nada más, a no ser que llegó hace cinco años y trabajó durante un tiempo sirviendo en una casa de Volterra. Estoy tratando de averiguar de dónde proviene, pero por el momento no he logrado gran cosa. He oído decir que se dedica a pequeñas brujerías, cosas inocentes, como leer la mano o tirar las cartas.

Emplearon un poco más de lo previsto porque el coche de Reggiani era muy bajo y a cada bache o pequeño repecho era necesario aminorar la marcha, pero Fabrizio tuvo la impresión de que su compañero conducía más lentamente de lo necesario; tal vez esperaba que estirando el tiempo la conversación recaería de nuevo sobre el contenido de la inscripción, pero Fabrizio permaneció durante la mayor parte del tiempo en silencio, absorto en sus pensamientos y su compañero prefirió no molestarle.

Cuando llegaron a la zona de aparcamiento de las Macine el lugar estaba desierto; un viento de tramontana dispersaba las brumas matinales y hacía volar las hojas secas de los arces y de los robles junto con viejas hojas de periódico y trozos de sacos de papel de cemento. Al fondo del patio se veía un montón de tierra removida. Pilas de ladrillos por una parte, sacos de cemento y de cal por otra, protegidos por una plancha corrugada.

—Ampliaciones en curso, se diría —comentó Reggiani—. Se ve que marchan bastante bien los negocios.

Bajó del coche y se dirigió hacia el local seguido por Fabrizio. Llamó y la puerta se abrió por la simple presión de la mano; estaba solo entornada. Entraron mirando alrededor en la semioscuridad; la sala estaba desierta, las sillas apoyadas sobre las mesas, el aire estancado impregnado de un olor indefinible en el que se percibía un aroma a incienso mezclado con el del humo de cigarrillos exóticos.

—¿Hay alguien? —preguntó Reggiani—. ¿Hay alguien? —repitió levantando de nuevo la voz.

—Espera —dijo Fabrizio—. Echaré un vistazo en la cocina.

Pasó detrás de la barra e inspeccionó el suelo limpio, la puerta que daba al patio trasero cerrada por dentro con el pestillo echado. Preguntó de nuevo:

—¿Hay alguien? ¿Hay alguien en casa?

Un gato espantado pasó corriendo entre sus piernas maullando, atravesó el bar como una exhalación y escapó al patio.

—Es extraño —observó Reggiani—. Parece como si no hubiese nadie, y sin embargo la puerta estaba abierta… Oye, yo volvería más tarde, no me gusta estar en casa ajena cuando se halla ausente el propietario. Aunque vaya de paisano no dejo de ser un oficial de carabineros y…

—¿Me han llamado? —resonó de improviso una voz a sus espaldas.

Se dieron la vuelta de golpe y se encontraron ante Ambra Reiter, como materializada de la nada. Se erguía en medio de la sala y su rostro era de un color terroso, pero no delataba ninguna emoción.

—Soy el teniente Marcello Reggiani —dijo el oficial con una cierta incomodidad— y a este señor que está conmigo me parece que ya le conoce usted, es el profesor Fabrizio Castellani de la Universidad de Siena.

La mujer meneó lentamente la cabeza como si se despertase de un sueño.

—No le he visto nunca, pero ahora tengo ocasión de conocerle. Encantada, Reiter —añadió dándole la mano.

Fabrizio no consiguió dominarse.

—Pero qué dice, señora, entré aquí el otro día y usted me puso de beber. ¿No recuerda? Y cuando quise pagar me dijo: «Invita la casa». Y anoche estaba usted en, la Casaccia pocos minutos antes de que esa fiera despedazase a Pietro Montanari.

La mujer le miró como si tuviese enfrente a un demente.

—¿Fiera? ¿Pietro Montanari? Jovenzuelo, ¿está seguro de estar hablando con la persona adecuada? Y usted, teniente, ¿quiere explicarme qué significa todo esto? Quiero decir, ¿está usted aquí oficialmente para acusarme de algo o qué pasa?

Reggiani trató de explicarse.

—No, señora, en absoluto, pero mi amigo sostiene que usted…

Fabrizio le interrumpió:

—Y es usted —continuó la frase impertérrito— la que me telefonea por la noche, usted es la que me ha lanzado amenazas bastante explícitas si no abandonaba mi investigación.

La mujer le miró más asombrada aún.

—No sé de qué me está hablando, ni tampoco sé nada de ninguna investigación y no le conozco. Me parece a mí que usted delira y me ha tomado por otra.

Reggiani se dio cuenta de que en aquellas condiciones no iba a poder obtener ningún resultado y dirigió una mirada de inteligencia a Fabrizio como diciendo: «Es mejor que nos vayamos».

Fabrizio asintió y se fue tras él; sin embargo, antes de salir se dio la vuelta para mirar a los ojos a la mujer a fin de captar una respuesta o bien un indicio cualquiera por su expresión; se topó tan solo con la mirada de una esfinge, pero mientras la miraba de arriba abajo advirtió que tenía barro amarillo en los zapatos.

—Maldita bruja —dijo apenas hubieron salido—. Te juro que la vi, que hablamos, que me ha amenazado y que la otra noche… No me crees, ¿verdad?

Reggiani alzó las manos como para calmarle.

—Te creo, te creo, pero ahora mantén la calma. Lo único que puedo hacer es tenerla bajo vigilancia, si es la persona que tú dices, más pronto o más tarde se traicionará. El problema es el tiempo. No tenemos, me parece.

Cuando estaban a punto de montar en el coche, Fabrizio tuvo la impresión de oír un susurro y se volvió de golpe, justo a tiempo de entrever la forma de un niño que huía a escondidas tras la esquina del cobertizo, el mismo, le pareció, que había entrevisto la última vez que había venido a las Macine.

—Espera… —trató de decir sin demasiada convicción—. ¿Has observado sus zapatos? —preguntó apenas Reggiani hubo encendido el motor.

—Me parecían normales.

—Estaban sucios de tierra amarilla.

—¿Y entonces qué?

—Soy arqueólogo. Conozco la estratigrafía de los terrenos de estas zonas bastante bien. Es la misma tierra que vimos amontonada cerca de la excavadora.

—Es cierto.

—¿Sabes qué significa?

—Que la mujer ha andado por esos lugares.

—No. Se ha materializado detrás de nosotros. De haber venido de fuera la habríamos visto u oído. Para mí que ha salido de debajo de la tierra. Para ser más exacto, de una profundidad de unos dos metros, centímetro más, centímetro menos… Ahora, si yo…

Reggiani demoró la marcha hasta detenerse del todo y echó el freno de mano.

—Déjame adivinar. Si no he entendido mal, quieres meterte en un buen lío. Escúchame, no me vengas con ideas extrañas como ir por ahí de noche a hacer algún reconocimiento subterráneo, por decir algo. Mientras la fiera esa merodee por estos lugares tú no te mueves si no es en compañía de quien yo te diga, si quieres seguir vivo.

—¿Y quién anda por ahí? —refunfuñó Fabrizio—. El sargento Spagnuolo está apostado siempre detrás de la curva con su Fiat Uno gris. Casi siempre…

Reggiani arrancó de nuevo y llevó a Fabrizio a su casa, en la finca Semprini. Hablaron poco porque cada uno se sentía oprimido por sus propias pesadillas.

—¿Sabes cuánto falta? —preguntó Reggiani parando el motor—, me refiero al comienzo de las operaciones.

—¿Algunas horas? —preguntó Fabrizio. Reggiani consultó el reloj.

——Eres afortunado —dijo—. Hemos tenido un montón de problemas para encontrar los hombres necesarios y los medios, pero dentro de treinta y seis horas dará comienzo la operación, ni un minuto más, aunque si puedo adelantarla lo haré con toda seguridad.

Fabrizio sonrió.

—Los mismos humos de siempre, no habéis querido pedirles ayuda al resto de los cuerpos de la policía… En cualquier caso, vamos, no te hagas el americano. Sabes perfectamente que un mínimo de flexibilidad siempre la hay en el último momento. Si necesitase, por decir algo, dos o tres horas suplementarias… o medio día…

Reggiani se pasó una mano por la frente; acaso tampoco él había dormido mucho aquella noche.

—Mejor que no sea necesario —dijo—. Espero que hayas comprendido que no bromeo y que cuando se pone en marcha una operación de este tipo se establecen horas y minutos.

Mejor que no haya necesidad, repito, pero es cierto que no voy a hacer de ello una cuestión de minutos.

Fabrizio bajó la cabeza.

—No ha sido una salida muy afortunada que digamos —manifestó—. No hemos sacado gran cosa, no me esperaba que pudiera mentir con ese aplomo, sin delatar la menor emoción. Pero esa tierra amarilla es, en mi opinión, una pista importante. Me despido, nos veremos pronto.

Fabrizio entró en la casa desierta y pensó que tenía que telefonear a Francesca, pero la conciencia de no haberlo hecho durante tantas horas le desanimaba porque no tenía ganas de discutir ni de justificarse. No sabía en aquel momento qué hacer y se daba cuenta de que Ambra Reiter era la única persona que sabía dónde se encontraba el fragmento que faltaba de la inscripción, si es que Montanari había dicho la verdad, y que no hablaría por ningún motivo. Tal vez no quedaba ya otra opción que la imponente operación del teniente Reggiani, admitiendo que pudiera llegar a buen fin. Pero no conseguía resignarse.

Se enfrascó en la lectura de su traducción y se sintió nuevamente invadido por la oscura visión de aquella historia remota y cruel que el mortal cansancio, el fármaco que había ingerido y la sugestión de todo lo que había leído y creído comprender habían proyectado en su mente. Se sentía abrumado por un sentimiento de profundo descorazonamiento, por la sensación de encierro que experimentaba al saberse vigilado e imposibilitado para moverse autónomamente en cualquier dirección, se sentía incómodo por la confusión que había invadido su mente, por aquella extraña mezcolanza de realidad y de alucinación en que vivía desde hacía muchas horas, como si purgase los efectos de una tremenda borrachera, como si se despertase a duras penas de los efectos de una potente droga. Así se había sentido en cierta ocasión en que había probado el opio, la única en su vida, por simple curiosidad, en Pakistán, y se había quedado enajenado y de un humor negro durante días y días. De vez en cuando miraba al teléfono pensando que tenía que llamar a Francesca o esperando que lo hiciera ella. El tiempo se había dilatado para él hasta lo inverosímil y le parecía vivir desde hacía meses o años en aquella pesadilla, en aquella dimensión angustiosa y claustrofóbica.

En algún momento habría querido salir, poner en marcha su utilitario y largarse, renunciando a todo, mandando a la porra la investigación que le había traído a Volterra, olvidándose de la inscripción grabada en el bronce por el odio de Aule Tarchna. Pensaba que podría dedicarse a otro oficio, como profesor de instituto o periodista. E inmediatamente después se daba cuenta de que no quería dejar a Francesca, que no quería dejar a Marcello Reggiani y tampoco a Sonia, que estaba ensamblando a su monstruo en un sótano del Museo y debía de tenerlo ya a punto. Y sobre todo no quería dejar al chiquillo triste que ahora tenía no solo un rostro, sino también un nombre, Velies Kaiknas, y una historia. Para él era como si hubiese sucedido el mismo día antes.

Le sacó de su ensimismamiento una llamada suave en la puerta. ¿Quién podía ser? Otra llamada.

—¿Quién es? —preguntó con cierto nerviosismo, mientras su mirada se desplazaba instintivamente hacia la escopeta resplandeciente en su armero.

No oyó ninguna respuesta. Se levantó y fue a abrir la puerta.

—¿Quién es el que…? —pero no dijo nada más porque no había nadie delante de él.

Luego su mirada recayó un poco más abajo. Era un niño, el mismo que había entrevisto en las Macine, por lo menos eso le parecía. Delgado, endeble, con unos grandes ojos oscuros, muy expresivos.

—¿Quién eres? —le preguntó con tono de voz tranquilizador.

—Me llamo Angelo —respondió resuelto—. ¿Me dejas pasar?

Fabrizio se hizo a un lado y le dejó entrar. El pequeño fue a sentarse y se acodó sobre la mesa como si esperase algo.

—¿Tienes hambre? —preguntó de nuevo Fabrizio—. Tengo leche con galletas.

El niño asintió.

—¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí?

—Me ha traído de paso Emilio, el que sirve el agua mineral al bar. A menudo me lleva con él, y así me doy una vuelta.

—¿Y cómo sabías que yo vivía en esta casa?

—Te vi una vez entrar por esa cancela mientras iba con la furgoneta de Emilio.

—¿Lo saben tus padres? Estarán preocupados. Es mejor que les telefoneemos, ¿quieres? —trató de convencerle Fabrizio echando mano al teléfono. El niño meneó la cabeza resueltamente—. Pero tendrás padres…

—Estoy con mi madrastra, que me pega por nada. Me odia, ¿sabes?

—Tal vez es porque tú no te portas bien y ella se ve obligada a castigarte, ¿no es así?

El niño meneó de nuevo la cabeza, pero no añadió nada más.

—¿Por qué has venido hasta aquí? Sabrás que te he visto en las Macine…

—Porque quiero excavar como haces tú. Quiero ser arqueólogo.

—¿Y tú cómo sabes que yo lo soy?

El niño no respondió.

—¿Te lo ha dicho ella, quizá? ¿Tu… madrastra? O estuviste escuchando mientras hablaba con alguien, ¿no es así?

El niño no dijo nada. Parecía pendiente de mojar las galletas en la leche. Luego Fabrizio reparó en que miraba de reojo la fotografía gigante del chiquillo de Volterra.

—¿Te gusta? —preguntó Fabrizio.

El niño meneó la cabeza como para decir que no y, al cabo de algunos instantes, preguntó:

—Entonces, ¿puedo quedarme?

Fabrizio se sentó enfrente de él.

—Me temo que no. Un niño debe estar con su familia. Yo a gusto te tendría conmigo, pero luego tu madre se pondría a buscarte y se presentarían los carabineros, ¿sabes? A eso se llama «secuestro de menores» y uno va a la cárcel por ello.

—Es mejor estar en la cárcel que con esa mujer —dijo el niño.

—Tú no. Yo. Yo sería quien terminase en la cárcel por secuestro de menores, es decir, tú. ¿Entendido?

El niño meneó la cabeza y Fabrizio suspiró. Se sentía mal negándose, negándole la ayuda a una criatura que parecía no tener a nadie que se ocupase de ella.

—Angelo, oye… trata de comprender —intentó explicarle de nuevo.

El niño se puso en pie.

—Yo no vuelvo con ella —dijo—. Mejor me voy.

Y se encaminó hacia la puerta. Se comportaba como un hombrecito, sin llorar y sin dar la menor señal de debilidad. Por eso precisamente despertaba aún más compasión.

—Espera —dijo Fabrizio—. ¿Adónde vas? Espera te digo. Escucha, yo ahora no puedo explicártelo, pero los carabineros pasan muy a menudo por esta casa, comenzarán a hacerme preguntas como: «¿Quién es ese niño? ¿De dónde ha salido? ¿Es que no tiene padres?», y así sucesivamente. —En ese momento pensó en Francesca y fue feliz de tener un pretexto para telefonearle—. Oye, se me acaba de ocurrir una idea. Tengo una amiga que quizá podría tenerte por un tiempo con ella y luego lo pensamos y vemos qué se puede hacer, ¿te parece? Sí, tú no te muevas de aquí, que yo voy un momento allá.

Salió al pasillo donde había otro teléfono, porque prefería que el niño no le oyese. Francesca respondió al primer tono desde su despacho del Museo.

—Dichosos los oídos que te oyen —dijo—. Creía que te habías muerto.

—Te contaré todo tan pronto como te vea. Ahora tengo un problema que, sin embargo, podría ser también una bendición. Es un niño, que vive con esa mujer en las Macine. Me ha dicho que es su madrastra y en mi opinión sabe algo que podría ayudarnos a… He traducido eso que me diste en la cinta, pero mejor no hablar por teléfono. Tengo que verte lo antes posible. —Francesca permaneció en silencio—. Por favor —añadió Fabrizio—, por favor.

—Está bien, pero habrías podido telefonear. Aunque solo fuera para decir hola.

—Lo comprenderás todo cuando nos veamos. Te lo ruego, ven enseguida.

—De acuerdo. Estaré allí dentro de un cuarto de hora.

Fabrizio colgó y volvió a la cocina, pero el niño ya no estaba. Le llamó.

—Angelo, Angelo, ¿dónde estás?

Quedaba tan solo el vaso vacío de leche sobre la mesa y algunas migajas. Corrió afuera e inspeccionó los alrededores de la casa llamándolo siempre en voz alta, pero no lo encontró en parte alguna. No le cabía en la cabeza cómo había podido alejarse en tan breve espacio de tiempo. Se sentó en el poyo que había cerca de la puerta y esperó a Francesca.

—Está el sargento Spagnuolo un poco más allá en su Fiat Uno gris —refirió la muchacha al bajar de su todoterreno.

—Me lo imagino. Entra, por favor.

Francesca se mostraba de entrada más bien reservada, pero cuando miró a la cara a Fabrizio comprendió que no resultaba oportuno hacerse la resentida. Estaba pálido y sus ojos relucían como si tuviera fiebre; notó, además, que le temblaban las manos cuando le sirvió una taza de té.

—He traducido la inscripción —dijo él—, trabajando sin interrupción desde la última vez que nos vimos. Por eso me ves un poco fatigado. Es más, para decirte la verdad estoy extenuado… Lamentablemente, sin el fragmento que falta soy incapaz de darme cuenta de lo que nos podemos esperar aún…

Francesca meneó la cabeza mirándole a los ojos con un cierto aire de afectuosa compasión. Seguía pensando en antiguas maldiciones. Fabrizio le contó acto seguido la visita infructuosa al bar de las Macine y luego la aparición del niño y de su imprevista desaparición.

—Si salgo con mi coche, Spagnuolo se pone a pisarme los talones. Podría esconderme en el fondo del tuyo y así podríamos ir por la provincial para ver si lo encontramos en alguna parte. ¿No habrás visto por casualidad a un niño mientras venías?

—No. Lo habría recogido.

—Por tanto no se ha dirigido hacia su casa. Tal vez se haya ido en dirección opuesta. Mi temor es que se pierda… que…

—Sí, sí, comprendo —cortó Francesca como para ahuyentar un pensamiento inquietante—. Vamos entonces, muévete.

Fabrizio encendió la luz de la cocina, luego salió y se escondió en el fondo del todoterreno permaneciendo agachado durante el tiempo necesario para desaparecer del ángulo de visión de su ángel de la guarda. Siguieron adelante durante algunos kilómetros hasta que cayeron en la cuenta de que, de encontrarse el niño en aquella carretera, no habría podido alejarse tanto.

—Intentémoslo por los caminos —propuso Francesca tomando resueltamente por una llanada que llevaba hacia las colinas en dirección éste.

—Tengo conmigo la traducción —dijo Fabrizio que mientras tanto se había sentado de forma normal en el asiento delantero—. ¿Quieres escucharla?

—Se entiende que sí quiero. No veo la hora.

Fabrizio comenzó a leer, y a medida que las palabras salían de su boca el tono de su voz se demudaba, distorsionado por una emoción violenta e imprevista provocada por las visiones que aquellas palabras traían a su mente. Se detuvo varias veces para dejar escapar un profundo suspiro como si quisiera recobrar lucidez y fuerza, y cuando hubo terminado inclinó la cabeza sobre el pecho en silencio.

—¡Dios mío! —exclamó Francesca sin desviar la mirada de la carretera que discurría ahora por el borde de una pendiente.

—Yo creo que son demasiadas las coincidencias para que todo sea fortuito. Pero admitamos, sin embargo, que nos encontramos ante una serie de casualidades carentes de toda razón conocida o aparente, yo estoy convencido, es más, estoy… seguro de que es absolutamente necesario encontrar el trozo que falta y ver lo que dice.

—¿Cómo estás tan seguro? —dijo Francesca volviéndose hacia él—. No hay nada de cierto en este tipo de cosas.

Fabrizio fingió no haber oído y siguió hablando como si no hubiese sido interrumpido.

—El desentrañamiento del significado de la primera parte del texto debería permitirnos leer con menor esfuerzo el fragmento siguiente una vez que hayamos conseguido recuperarlo. En cualquier caso, habremos hecho una aportación a la ciencia de un hallazgo de excepcional importancia, pero, si las cosas son como yo pienso, tal vez podamos encontrar también la clave para detener esta matanza… o cosas peores.

Continuaron batiendo el campo durante horas y horas, y únicamente se detuvieron algunos minutos en un pequeño puesto para comprar dos bocadillos de embutido. Al comenzar a oscurecer Fabrizio se decidió a llamar al bar de las Macine tras haber pedido el número a la telefónica, pero el teléfono dio doce tonos sin que nadie respondiera.

—¿Dónde puede estar? —se preguntó pasándose una mano por la frente como si quisiera ahuyentar de sí una pesadilla.

—Es inútil romperse la cabeza —respondió Francesca—. Puede estar en cualquier sitio, hasta en el más banal. Tal vez en casa de un amigo. No es más que un niño, no puede estar dando vueltas por ahí en medio de los campos. Tranquilízate.

—No daba la impresión de un niño que tuviese amigos. Parecía un niño solitario que no ve nunca a nadie.

—De todos modos, será mejor volver. Si Spagnuolo advierte que no estás en casa podría desencadenar una caza del hombre.

—Podría haber salido al campo con mi chica, ¿no?

Francesca contuvo una sonrisa.

—¿Y quién sería tu chica?

—Está en la ciudad —dijo Fabrizio de golpe, totalmente fuera de tono pero en sentido casualmente ambiguo.

—¿Tu chica? —le preguntó de nuevo Francesca.

—No, él, Angelo. Mi chica está aquí, conduciendo este vehículo.

Y le apretó una mano con fuerza.

—¿Cómo te atreves a afirmarlo? —preguntó Francesca.

—Es solo una esperanza, en realidad. Recuerdo haberle visto colarse por el portalón del palacio Caretti Riccardi hace algunos días… Estoy convencido de que era él…

—Te lo habrá parecido, ese palacio lleva años cerrado, se está cayendo a pedazos y no vive nadie en él. Te lo puedo asegurar.

Fabrizio se acordó de la última llamada de la señora Pina, que le hablaba de extraños reflejos luminosos procedentes de los sótanos y se volvió hacia la muchacha.

—¿Tan segura estás?