12

Apenas se había sentado cuando empezó a sonar el teléfono. Levantó el auricular después de un segundo de incertidumbre y dijo con voz firme:

—¿Diga?

—Soy la señora Pina —respondió la voz al otro lado.

—Señora… ¿Cómo…?

—Fue usted, profesor, quien me dijo que podía llamarle si veía algo que…

—Oh, sí, por supuesto. De hecho, no me interrumpe usted, no me he puesto aún a trabajar.

—Mire, precisamente ayer por la noche oí ruidos…

—¿Qué clase de ruidos?

—Pues no sabría decirle… Y luego vi salir reflejos de luz de los respiraderos de las bodegas del palacio.

—¿Y luego qué más vio?

La señora Pina guardó un momento de silencio, luego su voz se dejó oír de nuevo:

—Nada. No se vio nada. Completa oscuridad y un silencio sepulcral.

—Comprendo. Le doy las gracias, señora Pina. Y se lo ruego, manténgame informado de cualquier cosa que vea.

—Descuide, profesor. Quédese tranquilo. Es difícil que se me escape nada desde mi punto de observación.

Fabrizio inclinó la cabeza y suspiró. Luego, tras haberse quedado algunos instantes meditabundo, se puso manos a la obra.

Escaneó imagen por imagen, fragmento por fragmento hasta haber guardado la inscripción entera en la memoria de su ordenador. Luego activó el programa, dividió la pantalla en tres partes y puso en columna la versión etrusca y la versión latina a derecha e izquierda respectivamente, dejando en el centro la columna vacía para la versión italiana. Al lado colocó el portátil, lo encendió y lo conectó a la red para entrar en la memoria del diccionario latino más amplio y completo que existía en el planeta, el Thesaurus Academiae Internationalis Linguae Latinae, al repertorio léxico del Corpus Inscriptionum Latinarum y al Testimonia Linguae Etruscae. Luego descolgó el teléfono, apagó el móvil y se puso manos a la obra.

Trabajó durante horas, sin ninguna interrupción y sin distraerse, bebiendo nada más que agua tal como solía hacer cuando se disponía a realizar un esfuerzo intelectual especialmente intenso. Enfrente de él, en la pared, colgaba la fotografía gigante del chiquillo de Volterra, que parecía llenar e impregnar, con su aura melancólica, el espacio entero semivacío de la gran cocina. Se detuvo extenuado hacia las dos de la mañana y se puso en pie para estirar los miembros encogidos y contemplar con mirada complacida la columna central de la pantalla que se iba poblando paulatinamente de palabras italianas, puestas en relación por el texto etrusco y por el latino, palabra por palabra, fragmento tras fragmento. Se sentó nuevamente y prosiguió el trabajo. Quedaban aún algunas lagunas, más o menos amplias, vacíos que interrumpían la comprensión; la frustración crecía al igual que la excitación pesando sobre su cansancio, drenando sus fuerzas hasta el agotamiento.

Se tomó una anfetamina para resistir a la fatiga y puso en su equipo estéreo una sinfonía de Mahler para tener bajo control sus sentimientos, que se le escapaban en todas direcciones. Pasaban las horas y el texto era montado y desmontado de continuo, reensamblado en una serie interrumpida de hipótesis interpretativas. Desde el plasma del portátil pasaban a la pantalla millares de informaciones, listas de vocablos, concordancias, ejemplos, cientos de signos alfabéticos representados en todas las variantes posibles, en latín, en griego, en etrusco. Fabrizio hizo una pausa solo para contemplar la amanecida por las colinas boscosas que limitaban la parte de oriente con una línea curva y ondulada y acto seguido, olvidando que estaba entre dos luces, llamó a Aldo Prada, un colega lingüista, para consultarle las dudas que había acumulado durante el trabajo nocturno.

—Perdóname —dijo cuando se hubo dado cuenta de lo inconveniente de la hora—. Estoy trastornado por el cansancio. —Pero ¿qué demonios estás haciendo?— le preguntó su colega, cuya curiosidad le había arrancado inmediatamente del sueño.

—Estoy… tratando de leer una inscripción.

—Nueva, ¿no es así? ¿Y dónde la has encontrado?

La llamada se estaba transformando en un inquietante interrogatorio.

—¿No será por casualidad la inscripción de Volterra? Oí hablar una vez de ella, pero parece que nadie sabía nada concreto. ¿No andarás tú por ahí? El otro día intercambié dos palabras con Sonia que…

—Aldo… necesito ayuda, no preguntas. Es algo importante y urgente aunque no te puedo explicar…

—Pero me incluirás en los créditos de la publicación… O bien la hacemos juntos, ¿qué dices? Porque la publicas, ¿verdad?

—No. No la publico. No es cosa mía.

—Ah —dijo el colega con tono entre desilusionado y suspicaz.

—Escucha —prosiguió Fabrizio perdiendo la paciencia—, me parece que hemos sido siempre amigos, y por eso me he dirigido a ti. Si me puedes ayudar dímelo, si no lo dejamos pasar y ya trataré de arreglármelas como he hecho hasta ahora.

—No te cabrees. Solo tenía curiosidad de saber… No son cosas que pasan todos los días. Si me llamas, significa que habrá expresiones importantes, que no forman parte del corpus conocido.

—Así es. Solo tú puedes ayudarme en este momento. Si puedes hacerlo, te estaré agradecido, y en cuanto se haya resuelto este asunto te lo contaré todo. Lo único que puedo asegurarte, si confías en mí, es que no estoy haciendo nada deshonesto, que estoy muerto de cansancio y que ya no relaciono, y si tú no me prestas tu ayuda no salgo de ésta. De todas formas, si no quieres, no hagas nada, puedo sobrevivir igualmente.

—Entendido. No quieres revelarme nada aunque sea un viejo amigo. Está bien, no te preocupes. Entonces dime cuáles son los problemas, pero no sé si así a distancia…

—Enciende tu ordenador, que te mandaré los pasajes en los que tengo dudas, y luego vuelvo a llamarte por teléfono y los repasamos juntos. ¿Te parece?

—Me parece bien. Ya puedes hacerlo, mándalo todo, que cuelgo.

Fabrizio envió el archivo con los pasajes que no conseguía interpretar, dejó pasar casi una hora y luego volvió a llamar por teléfono.

—¡Aquí me tienes! —respondió Prada.

—¿Qué? ¿Qué te parece?

—¡Caramba! Es algo increíble…

—En efecto.

Pasaron algunos minutos de silencio, luego la voz resonó desde el otro extremo del hilo telefónico:

—¿Sabes una cosa? Te has acercado bastante… solo que no has considerado…

—¿El qué?

—Algunas variantes en la formulación de los diptongos en las formas arcaicas del genitivo y un morfema que se configura en mi opinión como un hapax en cuanto…

—Aldo, por favor, no tengo tiempo para teorías. Por favor, por favor, corrige todo lo que no esté bien en esta jodida traducción que he tratado de hilvanar antes de que me caiga por los suelos desmayado y de que me dé un ataque, porque estoy a punto de estallar y no puedo más, ¿me he explicado?

—Te has explicado pero que muy bien… un poco de paciencia… eh, sí, tengo yo razón… aquí hay una formulación de diptongos que…

Fabrizio le dejó despacharse porque sabía que la mente de Aldo Prada era la máquina más potente que existía en el mundo en el campo de la elaboración fonética y morfológica. Si él no lo conseguía, no lo conseguiría nadie más. También Balestra debía de haber tenido un montón de problemas y recurrido a algún tipo de asesoramiento o colaboración.

—Dame un par de horas —dijo en un determinado momento Prada—. Así de buenas a primeras… no querría incurrir en errores. La verdad es que una traducción bilingüe es algo nunca visto… Pero extraña… ¿cómo es que el texto etrusco es tan claro y el latín tan borroso? Parecen manchas confusas más que letras… Pero siempre es mejor que nada, claro… Cielo santo, no puedo imaginar el ruido que armará cuando se dé la noticia… Si tuviera todo el contexto…

—Ni lo intentes. No puedes tenerlo. Debes arreglártelas con lo que tienes. Hazme este favor. No te arrepentirás, te lo juro.

—De acuerdo. Te llamo tan pronto como haya terminado.

Fabrizio cerró la ventana y se recostó en el sofá para recuperar un poco de lucidez. La fatiga, el esfuerzo de toda una noche de trabajo, el ayuno, la sustancia excitante que había ingerido le provocaban una especie de vigilante entumecimiento, un demorarse de los movimientos y de los reflejos, pero también una contracción dolorosa e intermitente de los músculos, un malestar general, calambres en el estómago. Del exterior llegaban los primeros sonidos de la mañana, el ruido de algún coche que pasaba por la provincial, el gorjear de los gorriones y, por los caseríos esparcidos por la campiña, el canto de los gallos que saludaban a la luz fosca de un día plúmbeo y pesado.

No hubiera sabido decir cuánto tiempo había pasado desde el momento en que terminara su conversación, cuando sonó el teléfono. Se sacudió con un sobresalto y cogió el auricular.

—Es un arà —dijo la voz de Aldo Prada desde el otro lado del teléfono, en un extraño tono entre de fingida ironía y mal disimulada inquietud—, una invectiva… es más, una maldición… Pero hay más…

—Es lo que pensaba, pero esperaba tu veredicto sobre esas expresiones.

—No tengo ninguna duda. Y… tiene que ver con el ritual de un Phersu si no estoy equivocado. Menuda se va a armar…

Fabrizio guardó silencio durante unos instantes, cortado.

—Tú sabes de qué va, ¿verdad? —le apremió Prada.

—Sí, algo sé de ello —hubo de admitir Fabrizio—. He excavado su tumba.

—¿Del Phersu? ¡Cristo bendito! ¿Y me lo sueltas así como así?

—Es una historia complicada y espinosa.

—Si no estuvieses tan lejos, me iría corriendo y te obligaría a desembuchar. Si me dejaras leer toda la inscripción podría serte de más ayuda y mucho mejor. Te doy mi palabra de honor de que no diré nada a nadie.

—Lo siento, Aldo, no puedo correr ese riesgo. Piensa que Balestra está blindado desde hace semanas en su despacho y sin embargo yo tengo el texto de la inscripción.

—Ya.

—Terminarías por hablar de ello con alguien en quien confías ciegamente, que te conozco, y a su vez este hablaría con otro en quien confía ciegamente. Dentro de dos días la cosa sería de dominio público, lo cual constituiría un gran problema, tan grave que no te lo puedes ni imaginar. Por favor, mándame tus conclusiones y no me preguntes nada más. Dentro de algunos días comprenderás el porqué.

Prada no insistió más y envió los pasajes que había interpretado con la agudeza y la lucidez que hacían de él un científico de fama mundial.

Fabrizio comenzó a insertar los fragmentos resueltos de la interpretación de su colega en las lagunas que constelaban aún su traducción y, por más que se sintiera abrumado por un cansancio mortal, se forzó a ello, ingirió otra anfetamina para obligar a su organismo exhausto, al cerebro ofuscado por el esfuerzo ininterrumpido, a reaccionar y a llevar a cabo una tarea que no admitía demora. Así, poco a poco, hora tras hora, comenzó a emerger de la sombra milenaria un relato, una historia cruel y delirante que proyectaba a su término un ansia de venganza tan intensa y abrasadora que trascendía la distancia de los siglos, tan aguda y punzante como para llenarle de espanto y de miedo. Levantó entonces la mirada para contemplar la imagen del chiquillo de Volterra y fue como si lo viera por primera vez, como si, finalmente, lo encontrase en una calle desierta después de un largo y afanoso camino, como si reconociese a un hijo o a un hermano menor que no había sabido nunca que tenía, y los ojos enrojecidos por el cansancio y por la larga vigilia se le empañaron de lágrimas.

Estaba convencido ahora ya de haber concluido su trabajo y se levantó con la intención de darse una ducha y a continuación llamar por teléfono al teniente Reggiani o bien de ir a verle allí donde estuviese, si no obtenía respuesta. Dio algunos pasos, pero las piernas se le aflojaron y se agachó lentamente sobre la estera que recubría el suelo. No pudo siquiera darse cuenta de que era de nuevo de noche, un crepúsculo tempranero y lechoso, recorrido por rachas de viento.

Su cuerpo yacía ahora completamente inerte y el reflejo fulgurante de la pantalla catódica del ordenador encendido difundía sobre el suelo un colorido espectral. Hubiérase dicho el rostro de un muerto si los párpados cerrados no hubiesen puesto de relieve un movimiento de los ojos rápido y continuo, como el que caracteriza la fase más intensa y visionaria de los sueños…

La sala era amplia, deforma rectangular y estaba adornada de frescos que representaban escenas de banquete, iluminada por una doble fila de candelabros de los que pendían lámparas de bronce y de ónice traslúcido, bastante numerosas para expandir una luz intensa y dorada, muy semejante a la del ocaso que ahora ya tocaba a su fin. Los comensales, hombres y mujeres, jóvenes y muchachos, estaban acomodados sobre triclinios delante de las mesas rebosantes de manjares y con las copas llenas de vino y conversaban amable y quedamente.

En medio de la sala algunas danzarinas se movían flexibles y elegantes al son de las flautas y de los instrumentos de cuerda de un pequeño grupo de tañedores. Era una atmósfera enrarecida y pesada de fiesta y de diversión la de aquella reunión aristocrática y refinada, semejante, podía creerse, a un concilio de divinidades inmortales.

Del techo, al lado de cada una de las nobles damas que tomaban parte en el banquete, pendían, colgados de una cuerdecilla, unos alabastron, colmados de raros perfumes traídos de Oriente y de vez en cuando alguna de ellas cogía uno y se ungía su suave y blanca piel, su cuello, sus redondeados hombros, en su abundante pecho. Y aquel perfume saturaba el aire junto con el almizclado del leve sudor de los varones.

Presidiendo la sala triclinar, en el centro del lado más corto, al fondo de una tienda del color del cielo nocturno, estaba recostado Lars Thyrrens el lauchme, señor de Velathri, la roja ciudad de las grandes puertas, de los templos resplandecientes de mil colores. Los cabellos le llegaban, negros y voluminosos, relucientes de reflejos azulados, hasta los hombros adornados con un collar de placas doradas. La clámide bordada le caía en dos faldones a los lados del torso escultural velando tan solo la parte más baja del vientre. Su complexión maciza, las anchas espaldas y los brazos robustos eran los de un guerrero potente, de un hombre habituado a conquistar por la fuerza todo cuanto provocase su deseo. Cualquier mujer hubiera deseado yacer entre sus brazos, y a menudo, durante los banquetes, cuando la luz de las lámparas se agotaba, muchas de las damas que se hallaban presentes iban a recostarse a su lado, cubiertas por el mismo manto, ignorando a los maridos ya gordos y tolerantes, para conocer su virilidad poderosa y brutal. Muchas, o quizá todas, excepto una.

Por eso la mirada del poderoso señor se posaba ávida e insistente en las formas magníficas de Anait, la más bella, la más deseable de todas las mujeres de la ciudad, tan bella como para hacer perder el seso hasta al más cuerdo y honesto de los hombres, tan turbadora como para trastornar la mente de quien desde siempre había ocupado el poder para satisfacción ante todo de sí mismo, para saciar cualquier apetencia de comida o de vino, de objetos raros y preciosos, de cuerpos delicados y seductores, ya fueran de mujer o de jovenzuelos en la flor de la edad y de la belleza.

Pero ella no devolvía su mirada, no se cansaba en cambio de contemplar a su esposo, Lars Turm Kaiknas, apuesto como un dios, fuerte y delicado, suave como un chiquillo. No cesaba de acariciarle las manos, los brazos y el rostro porque por fin había vuelto al hogar tras larga ausencia de una campaña allende las montañas del norte en el gran valle septentrional recorrido por un río inmenso. Allí, a la cabeza de las filas de los rasena, se habla batido con hordas de rubios celtas invasores al mando de las tropas de la Dodecápolis del norte bajo los muros de Felsina llegando hasta los pantanos de Spina, ciudad de madera y de paja, pero rica en oro y en bronce defendida solo por unas vastas zonas pantanosas.

La fiesta era en su honor y en palacio, y Anait esperaba con impaciencia a que los huéspedes se marchasen, a que el lauchme diese la señal levantándose para saludar y poder finalmente retirarse a la tibia intimidad del tálamo y desnudarse delante de su esposo a la leve claridad de la lamparilla nocturna. De todo esto hablaba el ardor de su mirada; no había para ella nada más, ningún otro existía en la gran sala adornada. El gran jolgorio de los comensales apenas rozaba sus oídos, pendientes de las palabras del hombre que amaba, que ella misma había elegido cuando, siendo muchacha aún, enviara a un siervo como embajador a su casa para ofrecerse como esposa.

Pero a los comensales no podía escapárseles el ardor del lauchme y eran muchos los que estaban al corriente de las habladurías que circulaban desde hacía tiempo: que el hijo de Anait, el pequeño Velies, había sido concebido durante una de las numerosas ausencias del marido de ella, que era hijo de Lars Thyrrens… Una infamia que sin duda había tenido origen en el palacio del príncipe, para que alguien creyese al menos que había sucedido aquello que él solo podía permitirse soñar. En realidad Turm Kaiknas era el más grande guerrero de la ciudad, jefe del ejército, y ni tan siquiera el lauchme podía permitirse desafiarle ni provocar a su mujer. Y de haber querido hacerla suya por la fuerza habría tenido al mismo tiempo que pasar por encima del cadáver de su marido, empresa difícil por no decir imposible. Todos le querían, por su valor, por su belleza, por su heroísmo. Y, si hubiera dependido del pueblo, él hubiera sido el príncipe de Velathri.

Anait se acercó a su esposo para susurrarle algo al oído, cosa que turbó más aún a Lars Thyrrens, que podía imaginar lo que él hubiera sentido de haber tenido los labios de ella tan próximos. Pensó que aquel era el momento para llevar a cabo lo que desde hacía tiempo meditaba hacer, y estaba tan fuera de sí que no consideraba en absoluto las consecuencias del desalmado acto que se disponía a perpetrar. Hizo un leve gesto a una de las doncellas que esperaban aparte, la cual pareció obedecer a una orden. Esperó a que Anait se hubiese vuelto a recostar en su kline, se acercó a ella y le susurró algo al oído. La bella dama intercambió entonces unas pocas palabras con su marido, este asintió y ella se alejó.

Turm Kaiknas se hizo servir bebida y se dispuso a mirar a los prestidigitadores y a las danzarinas que se habían despojado de sus vestiduras y danzaban desnudas delante de los comensales, en especial de aquellos que no tenían una compañera. Entretanto las lámparas comenzaban a apagarse por haber consumido todo su aceite, un juego previsto a fin de que también los más tímidos arrastrasen a su propio lecho, sobre la kline perfumada, a una de las danzarinas.

Los huéspedes que estaban del lado opuesto al lugar de honor de la mesa vieron que Lars Thyrrens se levantaba y desaparecía detrás de la tienda durante unos pocos instantes, pero al poco reaparecía para volver a recostarse nuevamente en su sitio. Solo quienes estaban muy cerca de él podían darse cuenta de que era otro, un actor con un gran parecido con él, cubierto de afeite y ataviado del mismo modo, pero también esto estaba previsto y ninguno de ellos habría manifestado la más mínima turbación. El comensal que se hallaba recostado en la esquina del triclinio y veía tanto la sala como el pasillo que arrancaba de ella era el único en condiciones, en aquel momento y por unos breves instantes, de ver a ambos, al verdadero Lars Thyrrens, que caminaba circunspecto en la penumbra, y al falso, recostado a escasa distancia de él, ocupado en tomar vino de una copa. Pero no diría nada porque también esto había sido cuidadosamente dispuesto de antemano por el maestro de ceremonias de la casa, que el lauchme había hecho corromper.

Anait se presentó poco después por el pasillo de la entrada opuesta de la sala, precedida por la doncella que le susurraba: «El niño lloraba, mi señora, y no podíamos consolarle…» y no reparó en que Lars Thyrrens la esperaba ya en la sombra, detrás de la puerta del vestíbulo que llevaba a los aposentos. Apenas entró ella se le arrojó encima y la tiró al suelo apretándole la boca con una mano. En ese mismo instante, en la sala los tañedores levantaron el tono de sus instrumentos, se añadieron otros con tamboriles y tímpanos y aquellos sones ahogaban el ruido de la pugna que tenía lugar en la semioscuridad del vestíbulo. Anait era una mujer fuerte y se debatía con todas sus energías, pero Lars Thyrrens era de complexión enorme, su potencia era desmesurada. Le arrancaba de encima las ropas, trataba con todas sus fuerzas de poseerla.

La doncella se había alejado apresuradamente por más que su malicia la impulsase a asistir a aquella escena y no pudo ver que el pequeño Velies se había despertado de verdad y había salido del aposento asomándose al vestíbulo. El chiquillo se frotó los ojos como si no diese crédito a la escena que tenia delante, y ella le vio. Anait vio al hijo, su sombra desmesuradamente alargada por la claridad de la única lámpara contra la pared. Fingió por un instante ceder al ardor de su asaltante y, cuando este hubo aflojado a su presa, le clavó los dientes en la mano mordiéndole con toda su fuerza. El niño se dio cuenta de cuanto estaba sucediendo; la cruel escena le desfiguró sus delicados rasgos en una máscara de horror y abrió de par en par la boca para gritar enfurecido por el dolor, consciente de que en un instante el niño gritaría a plena voz llamando al padre, Lars Thyrrens se sacó el puñal del cinto y lo lanzó contra él.

El grito del niño quedó roto a la mitad, su rostro adquirió la blanca palidez de la muerte mientras un copioso riachuelo de sangre le bajaba por el costado en el que estaba clavado el puñal hasta la empuñadura. Inmediatamente después el lauchme estrechó las manos en torno al cuello de Anait, que lo había visto todo, para impedir que gritase. Apretó cada vez más fuerte hasta que sintió abandonarse el cuerpo sin vida a sus pies. Luego se levantó, se recompuso, se deslizó por el pasillo y retomó su sitio dejado libre, en la penumbra, por el actor que le había sustituido.

Turm Kaiknas no estaba ya en su kline, su oído era el de un jefe de los ejércitos, afinado por largas duermevelas en lugares inaccesibles y peligrosos para percibir hasta el más mínimo ruido sospechoso. Había oído gritos ahogados procedentes de sus aposentos: ¿era acaso el niño que gritaba en sueños agitado por pesadillas? ¿Y dónde estaba Anait? ¿Por qué no volvía?

Se oyó un grito inhumano llegar del vestíbulo y Lars Thyrrens gritó a su vez alarmado. Irrumpieron los soldados de su guardia llevando antorchas encendidas y todos se precipitaron por el pasillo. La escena que se ofreció a sus ojos era espeluznante. Turm Kaiknas estaba arrodillado entre el cadáver de su mujer y el de su hijo y sostenía en la mano el puñal ensangrentado.

—¡Prendedle! —gritó Lars Thyrrens y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar o de acusar, cayó sobre él la guardia, y por más que él abatiese a algunos con el mismo puñal que tenía en la mano y se desprendiese, agredido por todas partes como un león atrapado en la red, finalmente no pudo sino sucumbir, aturdido por un golpe en la nuca dado a traición.

Lars Thyrrens gritó:

—¡Lo habéis visto con vuestros propios ojos! Todos saben que Turm Kaiknas ha odiado siempre a su mujer porque sabía que le era infiel, sabía que había dado a luz a un bastardo, hijo de una relación ilícita.

—¡Es cierto! —gritaron todos los presentes. Porque todos eran siervos de Lars Thyrrens, el poderoso lauchme de Velathri, y todos estaban allí para atestiguar la verdad de cualquier cosa que él afirmase. Nadie habría osado contradecirle. Solo una voz tronó en aquel momento contra él a sus espaldas.

—¡Mientes! Mi hermana no traicionó jamás a su esposo. Le amaba más que a su propia vida. Y Turm Kaiknas adoraba a su hijo. Nunca le hubiera alzado la mano a no ser para acariciarle.

La voz era de Aule Tarchna, el hermano de Anait, augur e intérprete de las señales de los dioses entre la gente del pueblo, sacerdote del templo de Sethlans en la colina que dominaba la ciudad. Su rostro estaba encendido de indignación, pero de sus ojos brotaban lágrimas ardientes, porque en un solo momento se veía privado de los afectos más queridos y profundos.

—¿No? —repuso Lars Thyrrens—. Entonces no le será difícil demostrar su inocencia superando la prueba del Phersu. Tú eres sacerdote, Aule Tarchna, y sabes muy bien que nada más que el juicio de los dioses puede decidir acerca de un crimen tan horrendo que supera todo lo imaginable.

—¡Maldito! ¡Maldito! ¡No puedes hacer esto! ¡Loco sacrílego, fiera sanguinaria, no puedes hacer esto!

—Yo no —respondió Lars Thyrrens—, sino la ley más antigua de nuestro pueblo. La más terrible y la más sagrada. Y tú deberías saberlo.

—¿Me dejarás al menos sus cuerpos? —gritó Aule Tarchna señalando los restos exámenes de Anait y del chiquillo.

Lars Thyrrens le miró impasible.

—Arderán con esta casa, es mejor así para que tú no los expongas ante el pueblo para cubrirme de infamia y vociferar embustes.

—Maldito seas —dijo de nuevo Aule Tarchna saliéndole de lo más profundo de su corazón; sus ojos estaban secos, ya sin lágrimas, pues el ardor del odio los había secado. Se quedó solo en la casa desierta, que hasta poco antes resonaba de cantos y de sones de alegría. Se quedó llorando a lágrima viva sobre los cuerpos de Anait y de Velies, hasta que el crepitar de las llamas le sacó de su ensimismamiento, hasta que comenzaron a hundirse las vigas de roble del techo a su alrededor. Entonces se levantó y escapó, sombra desesperada, sin volver la mirada atrás.

Regresó a escondidas, al día siguiente, para recoger cuanto pudo de los restos y de las cenizas de su hermana y de su sobrinito, y luego durante días se desvaneció en la nada. No reapareció nuevamente hasta el día del terrible rito, cuando Turm Kaiknas fue empujado a la arena. Con un brazo atado tras la espalda, la cabeza metida dentro de un saco, se le hizo combatir contra una fiera sanguinaria que el lauchme había hecho traer de tierras lejanas. Aule Tarchna no se cubrió los ojos, ni siquiera cuando vio al héroe sangrar por todas partes del cuerpo, porque quería que el odio le creciese dentro hasta convertirse en una fuerza invencible, quería que se volviera capaz de sobrevivir por sí solo a través de los milenios. Turm Kaiknas se batió con energía sobrehumana. No perseguía otra finalidad en el breve espacio de tiempo que le restaba de vida que cubrir de oprobio a su enemigo, y hacer recaer la propia sangre sobre la cabeza de todos aquellos que asistían a su martirio. Varias veces golpeó a la fiera hiriéndola en diferentes puntos, pero cuando él cayó sin vida el monstruo seguía aún vivo y continuaba desgarrando su cuerpo inerte.

Lars Thyrrens proclamó que aquella era la prueba de la culpabilidad de Turm Kaiknas y ordenó sepultar al Phersu con la fiera aún viva, en el mismo sarcófago, para que continuara desgarrándole por toda la eternidad. Le fue destinada por sepultura una tumba apartada, construida en un lugar solitario, y sin más distintivo que el de la luna negra.

Aule Tarchna ejerció el derecho de introducir en la tumba una imagen de su familia para que hubiera también una presencia benévola en aquel lugar de gritos y de tiniebla, y mandó realizar un cenotafio en alabastro macizo que reprodujese los rasgos de Anait. Luego hizo ejecutar un retrato de Velies para que fuese colocado en la tumba familiar Un gran artista lo fundió en bronce e incluyó en él el puñal que le había dado muerte, le dio el aspecto de la melancolía y del dolor y la forma más parecida a la de una sombra, de un alma casi incorpórea porque le había sido negada la vida antes de hora y jamás iba a conocer las alegrías del amor y de una familia.

Junto a él puso dos láminas de bronce, en las que hizo fundir su eterna maldición.

—Maldita seas siete veces, Lars Thyrrens, maldita sea tu progenie y malditos sean todos aquellos que en esta ciudad alimentan la abominación de tu poder, malditos sean hasta el fin de las nueve eras de los rasena. Maldita sea la bestia y malditos sean aquellos que la vieron descuartizar a un hombre inocente. Ojalá sufran ellos lo que ha sufrido un héroe sin culpa y lloren lágrimas de sangre…

Fabrizio se despertó cubierto de helado sudor, embargado por una sensación oscura de angustia. Se levantó con esfuerzo y se fue hacia la ventana. Era noche cerrada.