11

Fabrizio buscó la mirada de su interlocutor, pero solo encontró una expresión de extravío, un brillo de contenida locura.

—¿Tienes un arma? —le preguntó.

El hombre bajó la cabeza y la mirada.

—Es inútil —dijo—. Es inútil… Ésta vez ha venido a por mí. No hubiera tenido que negarme.

Fabrizio le agarró por los hombros y le zarandeó.

—¡Un hombre como tú debe tener un arma, maldición! Cógela y trata de defenderte. No es más que un animal, los espíritus no despedazan a la gente de ese modo.

Pero mientras hablaba percibía la propia voz como extraña, como si fuese de otro y esa sensación de extrañamiento le provocaba un agudo malestar.

—Debes tener algún arma —insistió forzándole—. Cógela y dispárale mientras yo trato de alcanzar mi coche. Dentro tengo mi escopeta cargada.

Y mientras hablaba le parecía ver en la oscuridad el leve reflejo del cañón bruñido, percibir el olor a aceite de glicerina mezclado con el persistente de la pólvora. Sus sentidos estaban dilatados por el espanto. El hombre pareció finalmente volver en sí, se encaminó hacia la vitrina e intentó abrirla, tratando de controlar al mismo tiempo el temblor de sus manos. En ese mismo instante se oyó el ululato de la fiera mucho más cerca y el ladrar furibundo y ronco del perro. Se oyó el ruido de la cadena que se deslizaba por el alambre adelante y atrás, adelante y atrás, y acto seguido un gruñido feroz y un gañido plañidero enseguida sofocado. Y el silencio.

El hombre se tapó la boca con la mano en un gesto de desconsuelo.

—Ha matado a mi perro —dijo con un hilo de voz—. Ya está aquí. —Luego, con un destello repentino de conciencia empujó a Fabrizio hacia la salida al fondo de la cocina—: Vete, huye por atrás. Tienes la carretera provincial a menos de cien metros. Siempre pasan coches.

Le miró fijamente un instante con mirada inexpresiva, con ojos apagados, luego se dirigió como un autómata hacia la puerta que daba al patio y salió antes de que su interlocutor pudiera detenerle. Fabrizio oyó un grito de terror y a continuación el mismo gruñido que había oído pocas noches antes, el mismo jadear del hocico hundiéndose en la carne y la sangre. Se precipitó hacia el pasillo, salió por la trasera y localizó con el rabillo del ojo su coche. Podría conseguirlo. Pero cuando se disponía a lanzarse a la carrera vio las luces de dos faros, el pequeño jeep de Francesca detenerse en el patio e inmediatamente después la voz de la muchacha que le llamaba:

—Fabrizio, Fabrizio, ¿estás ahí?

Fabrizio sintió temblarle las carnes y, presa del pánico, gritó a voz en cuello:

—¡Francesca, no! ¡Enciérrate en el coche, enciérrate dentro, corre!

Y se lanzó lo más rápido que pudo hacia el suyo propio ahora parcialmente iluminado por los faros encendidos del jeep de Francesca. Pero también la fiera emprendió la carrera abandonando a su víctima y Fabrizio oyó su jadeo ardiente a sus espaldas. Podía conseguirlo, el coche estaba allí y Francesca estaba viva porque oía su voz que gritaba de terror en la noche. Abrió la puerta, cogió la escopeta dándose la vuelta de golpe y apretó el gatillo. En el haz de luz de los faros vio a la bestia, su forma espantosa, el pelaje erizado e hirsuto en el lomo, los colmillos al descubierto tintos en sangre y comprendió que había fallado en el mismo instante en que el terror le dejaba clavado en el sitio, ralentizando y casi paralizando sus movimientos, pero dejando libre la mente de correr como loca al encuentro de su propia muerte.

No habría sabido decir qué estaba sucediendo cuando el patio fue barrido de golpe por la luz cegadora de otros faros, y el espacio dilatado de aquel acontecimiento irreal se vio desgarrado por toda clase de gritos y de ruidos, por una ráfaga de detonaciones ensordecedoras. Pero consiguió reconocer una voz que gritaba:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Disparad, maldición, no dejéis que escape!

Era la voz del teniente Reggiani.

Fabrizio oyó silbar las balas por todos lados, vio la oscuridad de aquella noche absurda estriada por bermejas estelas, piedras candentes saltar por todas partes difundiendo en el aire un intenso olor a sílex quemado, y una masa oscura volar con un salto imposible más allá de la barrera de los coches patrulla desapareciendo en la nada. Sin ruido, sin peso, una forma inconsistente, se hubiera dicho, de no haber dejado detrás de sí una estela de sangre, si el cadáver de un hombre con la garganta desgarrada no hubiera continuado ensangrentado en el haz de luz del coche, próximo y casi confundido con el de un perro, de un pequeño bastardo valeroso asesinado en el cumplimiento del deber. Le parecía que se estaba volviendo loco. Gritó:

—¡Francesca! —Y la muchacha corrió a su encuentro, se arrojó en sus brazos estrechándose espasmódicamente contra él, entre sollozos.

Fabrizio le pasó una mano por los cabellos, le acarició la mejilla. Dijo:

—¿Me crees ahora?

—Me parece que hemos llegado por los pelos… —resonó la voz de Reggiani a su derecha. Fabrizio se dio la vuelta hacia él, llevaba el traje de campaña y empuñaba dos pistolas aún humeantes, una en cada mano. Luego la mirada del oficial se volvió hacia el cadáver de Montanari: Por lo menos por lo que a ti se refiere. Para este pobre diablo se acabó la cosa… ¡Cristo bendito, qué muerte más espantosa!

Fabrizio, extenuado por la emoción, apoyó la mano en el hombro de Francesca y la acompañó hacia su jeep tratando de calmarla. Se volvió hacia Reggiani.

—¿Podríais llevar vosotros mi coche a mi casa? Francesca no está en condiciones de conducir… —Y añadió—: Está bajo los efectos del shock —como si él estuviera tranquilo y tuviera bajo control sus propias facultades.

Pero Reggiani fingió creerle y respondió:

—Ve, pues, ya nos encargamos nosotros. O esta noche o mañana por la mañana.

Subió al jeep, lo puso en marcha y se dirigió hacia casa de Francesca a velocidad moderada, con una mano en el volante y la otra sobre el hombro de ella, diciéndole de vez en cuando:

—Vamos… vamos… que ya ha pasado, todo ha terminado.

—Pasa la noche conmigo, por favor —le pidió Francesca cuando se hubo calmado un poco.

—Sí, la pasaré contigo. Le he pedido expresamente a Reggiani que me hiciera llevar el coche a casa.

Atravesó la provincial y se adentró por el camino que llevaba a casa de Francesca.

Una vez en su casa, ella le preparó una tisana, se sirvió una taza para sí y se sentó en la parte opuesta de la mesa justo enfrente de él. Tenía las mejillas bañadas aún en lágrimas, el pelo despeinado, los ojos enrojecidos; sin embargo, estaba hermosa, de una hermosura calma e inconsciente de sí y justamente por eso más atractiva aún.

Bebió a pequeños sorbos hasta que hubo terminado, luego se levantó y dijo:

—Ven, vamos a la cama.

Al día siguiente Fabrizio se levantó temprano y en condiciones pasables, cosa de la que fue el primero en maravillarse y cuyo mérito atribuyó a la tisana de Francesca. La muchacha había bajado ya a la cocina y estaba preparando el desayuno. Se veía que la aventura de la noche anterior la había marcado, pero no postrado. Su costumbre de racionalizar la ayudaba a buscar una solución plausible más que a abandonarse a las emociones.

—¿Por qué viniste detrás de mí anoche? —le preguntó de sopetón.

—Te llamé media hora después de que te fueras y no respondías.

—Imposible. Mi móvil no sonó en ningún momento, estoy seguro de ello.

—Lo creo, puesto que te lo dejaste olvidado aquí. Toma —dijo la muchacha abriendo un cajón—, lo apagué y lo guardé en el aparador.

Fabrizio meneó la cabeza, cogió el teléfono, lo encendió y se lo metió en el bolsillo.

—Por lo que al no poder llamarte al móvil, lo hice al teléfono de tu casa, que sonó sin parar. También te olvidaste de poner el contestador.

—Es probable —admitió Fabrizio.

—Lo intenté pasados diez minutos pensando que podías haber sufrido algún retraso, o bien haber pinchado. Pero luego, al no oírte… no había que ser muy lista para comprender. En resumidas cuentas, pasé por tu casa, vi las luces encendidas en la sala de estar, pero el coche no estaba. Deduje que habías entrado y salido inmediatamente y que con las prisas te habías olvidado de apagar la luz. En ese momento no tuve dudas: debías de haber ido a casa de Montanari.

—Ya. Y así atrajiste detrás de ti a los carabineros.

—O tal vez los tenías ya detrás. Reggiani no te pierde de vista, seguro.

—Y sin que uno se dé cuenta. Pero ¿por qué me buscabas?

—Porque había hecho un descubrimiento.

—¿Después de que me hubiera ido? Me quieres tomar el pelo.

—En absoluto. Agárrate, la inscripción de Balestra es opistógrafa.

—¿Qué? ¿Quieres decir que está escrita en ambos lados?

Francesca ostentó calma y distanciamiento, quitó la cafetera del fuego y sirvió el café, luego comenzó a hacer tres huevos revueltos mientras tostaba en el horno dos rebanadas de pan toscano.

—¿Cómo puedes afirmarlo? —insistió Fabrizio tratando de no dar muestras de perder la paciencia.

—Tengo una copia de la cinta que te entregué y después de que te fueras no pude resistir la curiosidad de echarle por lo menos un vistazo. Había puesto el avance rápido cuando el gato comenzó a maullar detrás de la puerta y fui a abrirle y a ponerle en el platito su latita de comida, pero olvidé parar el vídeo. Al volver, la cinta se había pasado de donde terminaba el texto transcrito por Balestra, lo único que había tenido en cuenta hasta ese momento, y mostraba otras imágenes.

—¿Cuáles? —la apremió Fabrizio—. No me hagas sacarte las palabras con sacacorchos.

—Mi cámara de vídeo había filmado durante cerca de cinco minutos captando una secuencia de imágenes seguramente mandadas por un escáner. Balestra tiene uno capaz de reconocer dieciséis millones de tonalidades distintas de gris. Por motivos que desconozco ha escaneado la fotografía que reproduce el reverso de la inscripción.

—¿Estás segura?

—Más que segura. Resulta perfectamente reconocible el bronce del reverso, una superficie más bien regular pero ligeramente rugosa. Y, además, se reconoce el lugar en el que la inscripción fue fotografiada, se diría un almacén de la superintendencia, probablemente el de Florencia; el encuadre es reducido, pero no tanto como para que no se perciba un poco del ambiente circundante. Es probable que Balestra notara algo sospechoso al observar el reverso de la inscripción e hiciera las fotos para escanearlas. Y así, lo que a simple vista eran poco más que sombras en la resolución del ordenador han revelado líneas de escritura. Mira… —Francesca puso el vídeo e hizo correr la cinta. Fabrizio clavó la mirada en la pantalla—. No, ahí no, de este lado —dijo apoyando un marquito delante de la pantalla. Como por arte de magia, apareció una secuencia de letras.

—Latín… —murmuró Fabrizio—. No me lo puedo creer…

—Ya… —dijo Francesca—. Más bien arcaico, pero latín al fin y al cabo. Ahora te das cuenta del porqué de todo ese secretismo. Balestra tiene en sus manos las claves para la traducción del etrusco, si este texto, como yo creo, es la traducción del texto principal.

Fabrizio se demoró aún un largo rato ante la imagen detenida.

—Increíble…

—¿Tú cómo te lo explicas? —preguntó Francesca.

—Por alguna razón que aún no conocemos, el redactor de la inscripción hizo también una copia en latín, probablemente en un material de composición ligeramente distinta. Las dos láminas han estado en contacto durante el suficiente tiempo como para crear la sombra de una oxidación diferenciada. Es indudable que Balestra dispone de un equipo muy avanzado… se lo habrá pagado él. Dudo que la superintendencia tenga medios para…

—Es el mismo equipo —le interrumpió Francesca— que descubrió las sombras de la moneda de Pilatos en los ojos del hombre de la Sábana Santa. Esto te lo puedo yo garantizar porque he visto tanto una máquina como otra. ¿Ahora qué piensas hacer con ella?

—¿Con qué?

—Con esta inscripción, obviamente. Nada que pueda quitar a Balestra el mérito de su descubrimiento, espero.

—No tienes ni que decirlo. Lo único que yo quiero hacer es leer lo que hay escrito. No hay otra forma de entender lo que está sucediendo…

Francesca meneó la cabeza.

—Estás como una chota… ¿No pensarás de veras que puede haber una conexión entre estas muertes y…? Pero, Cristo bendito, median dos mil cuatrocientos años. Es imposible.

—Anoche no parecías tan segura… En cualquier caso, lo único que sé es que la reconstrucción virtual del cráneo de ese animal que Sonia ha realizado en el ordenador es idéntica a la cabeza de la fiera y…

—Admito que es una coincidencia impresionante.

—Y otra cosa, las cuentas que quedan pendientes en el pasado más pronto o más tarde se acaban saldando. Aunque hayan pasado dos mil cuatrocientos años.

Francesca no supo qué replicar, aunque por lo demás de nada hubiera servido, era evidente que Fabrizio tenía la cabeza en otra cosa.

—Entonces, ¿qué propones hacer? —le preguntó.

—Pongámonos a traducir.

Francesca bajó la mirada.

—No somos filólogos. No lo conseguiremos nunca.

—Yo era un discreto epigrafista antes de empezar a ocuparme de estatuas y, además, siempre puedo pedir ayuda vía internet a alguien que sepa más que nosotros. Vartena, por ejemplo, o Marco Pecci o Aldo Prada, ¿por qué no? Es amigo mío. Y podemos hacerlo solo cuando estemos desesperados. Ahora déjame llamar a Sonia, que hace siglos que no sé nada de ella.

Francesca arrugó la nariz.

—Cuarenta y ocho horas como máximo.

—Es una amiga y está haciendo un trabajo extraordinario.

—¡Dichosos los oídos que te oyen! —dijo Sonia por su móvil—. Has desaparecido de la circulación. ¿Por dónde andas?

—He estado muy liado. ¿Tú cómo estás?

—Digamos que bien. Estoy montando la columna vertebral y la parte delantera.

—Apenas tenga un minuto voy a echarle un vistazo…

—Ah, escucha… Ha pasado el teniente de los carabineros. Ha dicho que esta mañana te devolvería tu coche. ¿Qué ha sucedido, estabais dándoos el lote y al pasar la grúa se os ha llevado sin que os dierais cuenta?

Fabrizio no se dio por enterado.

—Más bien cañón ese tenientillo —prosiguió entonces Sonia—. Me gustaría encontrármelo en otro lugar.

—¿Para ver cómo se las apaña con la pistola? —replicó Fabrizio en el mismo tono.

—No seas gilipollas —concluyó Sonia. Y añadió—: Ven en cuanto puedas.

Fabrizio se despidió y luego se puso a trabajar. Fotografió con la cámara digital las imágenes de la pantalla. Luego pidió a Francesca que le llevara a su casa.

—También podrías trasladarte aquí —le dijo la muchacha—. Así podríamos trabajar juntos. Yo te prepararía un bocado cuando tuviese un poco de tiempo y…

Fabrizio dudó un segundo, más que suficiente para ofenderla.

—Déjalo —dijo ella—. Hazte cuenta de que no he dicho nada.

—Es que allí tengo todo lo que preciso —dijo Fabrizio—. Mucha gente no tiene el número de mi móvil y me deja los mensajes en el contestador…

Mentía, aducía evidentemente pretextos. En realidad tenía de improviso miedo de entretenerse mucho tiempo en casa de Francesca, como si tratara de iniciar una relación de repente demasiado seria. Le parecía que no estaba en absoluto seguro de que aguantase. Se sentía extraño, fuera de onda, fuera de lugar, fuera de tiempo. Y se sentía en deuda, cosa que le creaba incomodidad. Por si fuera poco, estaba acostumbrado a una vida solitaria, especialmente cuando trabajaba. Vio de nuevo una sombra de desengaño en el rostro de la muchacha.

—Ésta situación se me haría insoportable, Francesca. Al cabo de algunas horas me odiarías.

Pero pensaba también en lo que había pasado la noche antes y que podría suceder de nuevo; no era justo que Francesca se viera implicada.

La muchacha no pareció ya darle importancia. Salió al patio y abrió la puerta del jeep.

—Sube, vamos —dijo. Y lo puso en marcha.

Se quedaron los dos en silencio durante un rato, luego Fabrizio retomó la palabra como si reflexionase en voz alta.

—La fiera parece golpear a quien tiene que ver directamente con esa tumba… —Le resonó en la mente la voz de la mujer que la primera noche le había mandado dejar en paz al chiquillo representado en la estatua del Museo y añadió—: O tal vez también a quien tiene que ver con esa estatua… es decir, yo. —Reflexionó un momento en silencio, luego prosiguió diciendo—: Tú estás al margen por ahora, me parece a mí, y debes seguir estándolo. Yo, tal vez, tengo una pista, pero es inútil que corramos riesgos los dos, ¿no te parece?

Francesca apartó durante un instante la mirada de la carretera y se volvió hacia él.

—A veces se hace igualmente —dijo— si dos personas se quieren. Pero puedo comprenderte, tal vez yo haría lo mismo en tu lugar. Imagino que no responderás si te pregunto de qué pista se trata.

—Mucho me temo que no. En parte porque es solo una posibilidad remota. Por ahora.

—Me lo imagino —respondió ella sin preguntarle ya nada más.

Llegaron a la casa de Fabrizio casi al mismo tiempo que los carabineros que le traían su coche. El sargento Spagnuolo se lo entregó en persona y Reggiani bajó del Alfa de servicio con la escopeta de caza. Saludó a Francesca y luego se dirigió a Fabrizio.

—¿Dispones de media hora para que charlemos un poco? Spagnuolo debe hacer aún alguna foto en casa de Montanari, luego pasará de nuevo a recogerme.

—Por supuesto —respondió Fabrizio. E invitó también a casa a Francesca—. Si entráis os hago un café.

Reggiani dejó la escopeta en el armero, luego se sentó junto con Francesca en la gran habitación desnuda en torno a la mesa de la cocina mientras el aire se llenaba del aroma intenso del café recién hecho.

Reggiani puso un azucarillo en la tacita de Francesca.

—¿Uno está bien?

—Sí, gracias —respondió la muchacha.

—Qué, ¿cómo estamos? —le preguntó el oficial mientras también Fabrizio tomaba asiento y comenzaba a sorber su café.

—Mejor, gracias, mucho mejor, pero no he pasado un espanto semejante en toda mi vida…

—Me lo figuro. No sucede todos los días encontrarse cara a cara con un monstruo semejante. En cualquier caso, el asunto ha ido bien. Nosotros estábamos siguiendo a Fabrizio a distancia cuando ha entrado usted por una carretera lateral. Estaba oscuro y no he reconocido su coche, pero al verla entrar en el patio de Montanari me he temido lo peor. Nos hemos precipitado y por lo menos hemos logrado evitar que fuese mucho peor de como realmente ha sido.

—¿Y ahora qué haréis con este cuarto cadáver? —preguntó Fabrizio.

Francesca notó una ligera vacilación en la expresión de Reggiani, dio cuenta del último sorbo de café y se puso en pie.

—Tengo cosas que hacer —dijo ella—, nos veremos más tarde.

Y salió.

Reggiani suspiró.

—Por el momento no hemos dejado que se filtre ninguna noticia. Montanari vivía solo y su casa está aislada en medio del campo. Solía desaparecer de la circulación incluso durante temporadas bastante largas, por trabajos temporales o por otros asuntos menos claros, como períodos de diversa duración en las cárceles del país. Nadie notará su desaparición al menos por un tiempo, y en esto somos afortunados, pero no podemos seguir así. He hablado con mis superiores y nos estamos organizando para una batida con cientos de hombres, docenas de perros, helicópteros y todoterrenos, visores de infrarrojos…

—Armaréis un escándalo de mil demonios, se os echará encima la prensa de todo el mundo. Un caso de este tipo… imagínate.

—Lo sé, pero llegados a este punto me parece que no tenemos elección. En parte porque tú no prestas gran ayuda. Por ejemplo, ¿cómo es que fuiste a la casa de Montanari?

—Porque tú me dijiste que las misteriosas llamadas procedían de allí. ¿Estás al corriente del hecho de que Balestra está estudiando una inscripción etrusca desconocida y de excepcional valor?

—Por supuesto, me lo dijeron los colegas de la brigada de protección del patrimonio arqueológico. Fueron ellos los que la recuperaron del fondo de un río, pero no era de allí de donde procedía, si no recuerdo mal…

—En efecto, ese era tan solo un escondite provisional. Montanari le contó al superintendente que la había encontrado en el campo. Balestra ordenó inmediatamente realizar unos sondeos, pero no encontró nada. Una inscripción de esa importancia no podía carecer de contexto arqueológico. Era evidente que Montanari había mentido al superintendente y que debía de conocer su lugar de procedencia y tal vez también dónde se encontraba el fragmento que falta. Quería apretarle las clavijas a Montanari y fui a verle…

—Sin decirme nada —le interrumpió Reggiani.

—Te habría avisado. En cualquier caso, me ibas pisando igualmente los talones…

—Eso no justifica en ningún caso tu comportamiento. Prosigue.

—Por otra parte, en casa de Montanari vi un fragmento del mismo bucchero con la esvástica que encontré en las cercanías de la tumba del Phersu y relacioné las dos cosas. Fue él quien indicó a los saqueadores de tumbas dónde se encontraba la tumba del Rovaio.

—¿Y la profesora Dionisi? ¿Qué hacía anoche en la Casaccia?

Fabrizio dudó unos segundos mirando al fondo de su tacita, luego dijo:

—Había venido para decirme algo urgente.

—¿El qué? —le apretó Reggiani.

—Un descubrimiento suyo… un descubrimiento científico…

—¿Y no podía esperar a pasarse hoy? Debía de ser una cosa de suma importancia.

—Lo era, pero por ahora no puedo decirte nada. Déjame trabajar un par de días antes de que abramos la caja de los truenos.

—Entonces, es algo que vale la pena.

—No estoy absolutamente seguro, pero tal vez sí… Déjame intentarlo.

—No puedo prometerte nada, pero haré lo posible para retrasar la operación el tiempo que juzgues oportuno, luego volveré este pueblo del revés igual que un calcetín. Encontraré a esa mala bestia y le llenaré el cuerpo de plomo antes de hacerla embalsamar para un museo. ¿Sabías? La otra noche vi una película, un vídeo que alquilé.

—¿Ah, sí? ¿Y de qué película se trataba?

Los demonios de la noche

—La conozco. Con Michael Douglas y Val Kilmer. Es la historia de esos dos leones que se zamparon a ciento treinta operarios que trabajaban en un vía férrea en África a finales del siglo diecinueve, si no estoy equivocado.

—Ésos mismos. De todos modos, es cierto lo que la película cuenta: todos pensaban que eran demonios, espíritus en forma de león que no podían ser vencidos de ningún modo y en cambio terminaron embalsamados y pueden verse aún en un museo de Chicago. Yo también los he visto…

—¿Ah, sí?, ¿cómo, fuiste hasta allí?

—Los he bajado de internet. Tenemos un carabinero recién enrolado que sabe navegar en la red como un lobo de mar. Y te diré que no dan ni siquiera miedo. Son pequeños y pelados. ¿No te consuela esto?

—En absoluto —respondió Fabrizio—. Ése fenómeno hoy tiene una fácil explicación para los especialistas del comportamiento animal. Un depredador, por alguna razón, siente disminuida su rapidez o su fuerza o se ve expulsado de la manada. En un momento dado, por casualidad, mata y devora a un hombre e inmediatamente se da cuenta de que es una presa lenta, fácil y, digamos, de gran valor nutritivo. A partir de ese momento no come más que hombres. Ahora bien, ¿te parece a ti que esa mala bestia se ve de algún modo disminuida y, sobre todo, que mata porque tiene hambre?

Reggiani meneó la cabeza desconsolado.

—En efecto, tu razonamiento es incuestionable. De todos modos, mis intenciones no van a cambiar por eso.

Se oyó desde el exterior el ruido del coche que volvía.

—Debe de ser Spagnuolo —observó Fabrizio.

Reggiani se levantó para ir hacia la puerta.

—Escucha…

—Te escucho —respondió el oficial con la mano en el tirador.

—Nada… primero tengo que comprobar este asunto, luego te lo haré saber, te lo prometo.

—Eso espero —dijo Reggiani—, por tu propio interés. —Hizo ademán de salir y acto seguido volvió nuevamente atrás—. Dime una cosa… esa colega tuya…

Fabrizio contuvo a duras penas una risita.

—¿Francesca?

—No, esa otra.

—¿Sonia? —preguntó de nuevo Fabrizio con afectada despreocupación.

—Sí, me parece que se llama así… ¿No es tu chica, por casualidad?

—No. No lo es.

—Si no estuviese metido en esta mierda hasta las cejas me gustaría dar una vuelta con ella. ¡Carajo!, una chica así no puede ocuparse solo de huesos, le gustará también la carne, espero.

—Imagino que sí —respondió Fabrizio—. Mejor dicho, yo lo juraría.

Cerró la puerta, luego volvió a su mesa y encendió el ordenador.