Francesca cogió del congelador una bolsita de cubitos de hielo, la envolvió en una toalla y se la alargó a Fabrizio, que se la apoyó contra la frente, donde tenía la contusión. Luego ella se puso a trajinar en la cocina.
Era también aquella una casa de labor reestructurada y la gran cocina conservaba aún su aspecto antiguo, con la estufa incorporada en el muro de mampostería, el hogar en el centro de la pared principal, las ollas y las sartenes de cobre colgadas a derecha e izquierda de la campana, todas resplandecientes como si les acabaran de sacar brillo. La mesa del centro era asimismo muy vieja y hecha para acoger en ella a una familia patriarcal. Cuando Francesca puso la mesa para dos, se limitó a dejar un par de servilletas con platos y cubiertos en una esquina. Desde el interior se oyó el soplo del viento que iba en aumento y al cabo de un poco el repiquetear de la lluvia en el tejadillo de la entrada y en los cristales de las ventanas.
—Hacía falta un poco de agua —dijo Francesca mientras revolvía el jugo de tomate—. Mi viña se moría de sed.
—No sabía que tuvieses una viña —dijo Fabrizio.
—Es de mi padre, en realidad, pero soy hija única y él es muy anciano. Lleva jubilado mucho tiempo y vive en Siena con mi madre. Hago lo que puedo para no dejar que se malogre, pero no tengo demasiado tiempo, como sabes.
Fabrizio la miró mientras destapaba la olla para vigilar la ebullición y pesaba los espaguetis.
—¿Tienes mucha hambre o poca? —le preguntó dándose la vuelta.
—Mucha —respondió Fabrizio—. Hoy he comido solo un plato de verdura y dos lonchas de jamón.
—¿Cómo anda tu cabeza?
—Mejor.
—Bien. Vigila la olla que yo voy a quitarme de encima estas ropas llenas de polvo. Hay vino en el frigorífico. Sírvete y ponme un poco también a mí, si no te importa.
Desapareció en el pasillo; poco después se oyó abrirse y cerrarse una habitación, y luego el chorrear de una ducha. Fabrizio se sorprendió imaginándosela desnuda debajo del chorro del agua y sonrió; después de todo podía surgir también una historia entre Francesca y él. O tal vez había surgido ya y él no se había enterado. Sentía intensamente la necesidad de un sentimiento que llenase su ánimo y ahuyentase el terror que lo estaba ocupando, un terror ciego que en cualquier momento podía desencadenar en él comportamientos absurdos e irracionales. Sentía el sabor de los labios de ella y su perfume ligero de muchacha aseada y sencilla que le había quedado encima después de su abrazo en la oscuridad y pensó que sería bonito el día en que ella le acogiese en su intimidad, en aquella casa rural, en una cama olorosa a espliego, con el cabecero decorado con flores y madreperla, en la que habían dormido sus abuelos y sus padres. Y sería bonito despertarse con ella al lado una mañana de sol y saborear de antemano el aroma del café recién hecho. De improviso se dijo para sus adentros: «Francesca, amor mío», como para oír cómo sonaría el día que creyera oportuno pronunciar aquellas palabras. Y le pareció que sonaría bien.
El agua de la olla hervía ya, dejó sobre la mesa la bolsita del hielo y echó la pasta en el preciso instante en que Francesca reaparecía por el pasillo. Llevaba el pelo húmedo peinado hacia atrás y se había puesto un vestido ligero que la ceñía sin apretarla y le dejaba al descubierto las piernas ligeramente por encima de las rodillas. Hubiera querido decirle un cumplido, pero no se le ocurrió ninguna frase que le pareciera apropiada y prefirió hablar de otra cosa antes que decir estupideces.
—Entonces, ¿qué es lo que querías decirme, cuando me has seguido los pasos durante cinco kilómetros? —le preguntó.
Francesca escurrió la pasta y durante un instante se vio inmersa en una nube de vapor; acto seguido la condimentó con el jugo de tomate y con algunas hojitas de albahaca y la sirvió en los platos. Dejó sobre la mesa un trozo de pecorino y un rallador y se sentó enfrente de Fabrizio.
—He conseguido consultar la ficha en el archivo de la superintendencia —dijo mientras rallaba un poco de queso primero en el plato de Fabrizio y luego en el propio—. La inscripción que Balestra está estudiando proviene de una localidad llamada la Casaccia, de la finca de un tal Pietro Montanari.
Fabrizio, que se disponía a llevarse a la boca el primer bocado de espagueti, se detuvo con el tenedor a medio camino.
—¿Te dice algo este nombre? —preguntó Francesca.
Fabrizio se llevó el tenedor a la boca y probó el sabor del tomate fresco y del queso.
—Buenísimos —dijo. Y luego, inmediatamente después—: No. No me dice nada. ¿Por qué?
—No sé. Me has parecido impresionado por lo que he dicho. De todas formas, el tal Pietro Montanari tiene antecedentes por pequeños delitos y es él quien denunció a la superintendencia el hallazgo de la inscripción. Hasta ahora no se ha dicho nada, ni se ha anunciado el hallazgo porque Balestra está convencido de que falta todavía una pieza, la séptima, y que manteniendo el secreto se puede facilitar su recuperación. Hasta el día de hoy, sin embargo, no se ha llegado a ningún resultado.
—Sí, Balestra me había hablado de ello el día que me recibió, ¿recuerdas?
—Claro. Fue cuando me gritaste que no te jorobara más.
—Son cosas que se dicen, pero que no se piensan.
—Menos mal. Entonces Balestra te habrá dicho también que en el lugar en que hizo realizar unos sondeos no encontraron absolutamente nada, ni rastro de un contexto y menos aún de la pieza que falta.
—Me lo dijo.
—Y que desde entonces no ha sabido ya lo que es un momento de paz porque no ha conseguido localizarla.
—Me lo imaginé. Yo estaría como él en su lugar.
—Bien. Creo que tengo un regalo para ti.
—No me digas que…
Francesca extrajo de su cartera una cajita y se la entregó.
—Éste es el texto de la inscripción…
—Francesca, yo… no sé cómo… Pero ¿cómo lo has hecho? ¿Has conseguido abrir el archivo?
—Ni soñarlo. Está protegido por un sistema inexpugnable.
—No comprendo… pero ¿entonces?
Francesca metió de nuevo las manos en la cartera y extrajo un objeto no mucho mayor que un paquete de cigarrillos.
—¿Ves esto? Es una cámara de vídeo digital a la que he conectado un mando a distancia. Cuando Balestra entra en su despacho y se atrinchera en él diciendo que no quiere ser molestado significa que trabaja en su inscripción, acciono la cámara de vídeo que he escondido en un estante de la biblioteca y filmo la pantalla del ordenador. Así he registrado el texto entero. Te he dado una cinta de vídeo, no un disquete.
—Genial —comentó Fabrizio—. Es algo que a mí no se me hubiera ocurrido jamás. Me pregunto si tú …
—¿Si la he leído? No. No la he leído. Su transcripción es aún muy fragmentaria y enrevesada, por tanto no estaría en condiciones de comprenderla. Por ello la tendrás que transcribir tú. ¿Tienes vídeo?
—Sí, lo tengo —respondió Fabrizio—. Lo había instalado para ver alguna película, pero ¿quién ha tenido tiempo hasta ahora?
Francesca retiró la mesa y luego fue al frigorífico.
—Tan solo tengo un poco de mozzarella y dos tomates.
—Está muy bien —dijo Fabrizio.
—¿Qué hacías en aquel bar? —preguntó Francesca dejando los platos sobre la mesa y cogiendo de un cajón un paquete de biscotes.
Fabrizio se quedó unos instantes en silencio.
—Si no quieres decírmelo, no importa —añadió Francesca con un tono que significaba exactamente lo contrario.
—Llegados a este punto no me parece oportuno que guardemos secretos. He dado con esa mujer.
—¿La de las llamadas misteriosas?
—La misma. Había encontrado en mi buzón de correos del Museo una carta cerrada. Dentro había una dirección. No tuve ninguna duda de que se trataba de ella y en efecto no me equivocaba.
—¿Qué tipo de mujer es?
—Inquietante.
—Exactamente la respuesta que me esperaba —dijo Francesca con un matiz de ironía.
—En resumen, no sé cómo definirla. Podría ser una exaltada, una visionaria, ¿qué sé yo? Pero ha insistido. Me ha dicho que debía abandonar mi investigación e irme antes de que… —Francesca fingió no dar demasiada importancia a aquellas palabras que quedaron en suspenso y Fabrizio continuó—: Antes de que me suceda algo.
—Y en tu opinión, ¿a qué se refería?
—No se lo he preguntado y tampoco me interesaba preguntárselo, pero me parece evidente lo que pienso y lo que pensaba en ese momento.
—La fiera.
—Exactamente. ¿Quién no lo pensaría?
—Pero ¿qué posible conexión podría existir entre una mujer que trabaja en la barra de un bar de tercera categoría y esa criatura imposible de atrapar, espantosa?
—Eso no lo sé y tampoco sé si existe una conexión. Tal vez ella lo único que desea es que yo lo piense por razones que se me escapan. En cualquier caso estaba muy incómodo y no veía la hora de marcharme. Y ella me ha despedido como si fuese ya un hombre muerto. No sé si me explico.
—Ya lo creo. Pero yo que tú no me crearía un problema con ello. Ya verás como no es más que una cabeza de chorlito, una exaltada que desahoga sus frustraciones dándoselas de hechicera, de «sensible». Hay bastante gente así.
Se levantó para retirar la mesa.
—¿Me harías un café? —preguntó Fabrizio levantándose a su vez para ayudarla.
—¿Tienes intención de estar despierto?
—Creo que sí. Ésta noche me pondré a transcribir tu inscripción.
Apenas estuvo hecho, Fabrizio se tomó el café y se levantó para irse. Por un momento esperó que Francesca le pidiese que se quedara, pero apartó enseguida el pensamiento de la cabeza. Era el tipo de chica que se va a la cama con uno solo si le ama y si piensa que la aman, mejor dicho, si está segura. Tras lo cual comienzan enseguida los planes de boda. En un destello de lucidez todo le pareció muy prematuro y su actual y forzada castidad, un sacrificio llevadero.
Francesca le acompañó hasta la puerta y le echó los brazos al cuello en la oscuridad.
—Si siguiera mi instinto te pediría que te quedaras —le susurró al oído.
Fabrizio se sintió completamente distinto de como se había sentido un momento antes.
—Y no tienes intención de seguirlo, imagino —dijo.
—Mejor que no. Estamos metidos en una situación difícil y tampoco tú tienes las ideas claras, me parece.
Fabrizio no respondió.
—Pero ¿me quieres al menos un poquito?
Fabrizio hubiera querido desaparecer de repente y en cambio sintió que se le escapaban las palabras que había dicho poco antes para sus adentros, mientras ella se daba una ducha: «Francesca, amor mío…». La estrechó contra sí largo rato en la oscuridad mientras la lluvia tamborileaba sobre las tejas del tejadillo que resguardaba la puerta de entrada y llegaba del bosque cercano un intenso olor a musgo y a madera húmeda. Sintió que no querría dejarla ya nunca, que el perfume de sus cabellos y el sabor de sus labios eran el único calor y el único placer de su vida en aquel momento. La besó y corrió bajo la lluvia hacia su coche.
Llovía a cántaros y de vez en cuando la tierra era iluminada como si fuera pleno día por los relámpagos. Más a occidente, en dirección al mar, descargaban los rayos con una frecuencia impresionante, pero el estampido de los truenos llegaba atenuado y continuo por la distancia. No había casi nadie por la carretera a aquella hora y con aquel tiempo; Fabrizio pensaba en la cinta que tenía en el bolsillo, el mensaje que contenía, palabras de una época lejana, palabras tremendas si el superintendente se había aislado de aquel modo y había reaccionado de aquella manera el día que él le habló de la tumba del Phersu.
Tomó por la carretera de Val d’Era y llegó a su casa de la finca Semprini. El patio delantero y el trasero estaban iluminados por luces exteriores y los muros de antiguos ladrillos relucían por la lluvia. Entró solo el tiempo preciso para dejar la cinta que le había dado Francesca y coger la escopeta del armero, luego volvió a cerrar y a montar en su coche y partió, esta vez en dirección opuesta.
En aquel mismo instante el teniente Reggiani, repantigado en un sillón en su apartamento, estaba viendo una película de Almodóvar en la televisión mientras se tomaba un whisky con hielo. Estaba relativamente relajado dadas las circunstancias, y se sobresaltó cuando sonó el teléfono sobre el velador de al lado de la lámpara de pantalla. Era el sargento Spagnuolo.
—Ha llegado hace diez minutos, ha entrado un momento en casa y luego ha salido de nuevo.
—Habrás ido detrás de él, espero.
—Lo tengo delante de mí a medio kilómetro.
—Bien, Spagnuolo. Síguele. A la más mínima alarma llámame y llama al coche patrulla. —Consultó el reloj—. Pero ¿dónde se dirige a estas horas y con este tiempo de perros?
—No tengo ni idea, señor teniente. En este momento ha tomado a la derecha en dirección a la Casaccia, si no me equivoco.
—Creo comprender lo que le pasa por la cabeza. De todas formas, no le pierdas de vista, ¿entendido?
—Entendido, señor teniente —dijo Spagnuolo apagando la emisora de su Fiat Uno.
Fabrizio se detuvo al borde de la carretera, sacó su mapa topográfico, lo examinó a la luz del cuadro de mandos y acto seguido cogió los prismáticos y los apuntó en dirección al campo abierto de su derecha; la Casaccia, distante tal vez unos trescientos metros, era un caserío medio en ruinas al que unía a la carretera municipal una trocha llena de baches que se habían llenado de agua con el temporal. Al fondo de la trocha se abría un descampado con una vieja casa principal más bien maltrecha, la vivienda que debía de haber sido del cachicán, un cobertizo con el tejado medio caído y un establo con el henil también en bastante mal estado. El conjunto entero daba sensación de incuria y abandono y la primera impresión hubiera sido la de un lugar deshabitado de no haber sido por un par de bombillas encendidas en los muros exteriores y por otra luz que se filtraba por una ventana en la planta baja de la casa del trabajador. Fabrizio estaba bastante cerca para ver el interior de la casa iluminado por una bombilla que colgaba del techo. Había un hombre en el interior, que rondaría la cincuentena, sentado a una mesa cubierta por un hule con una botella y un vaso medio vacío delante.
De golpe se oyó el ladrido de un perro y a renglón seguido el ruido de una cadena que se deslizaba adelante y atrás a lo largo de un alambre tendido entre dos edificios. Estaba llegando un coche y el perro daba la alarma. ¿Quién podía ser a aquella hora y en aquel lugar tan solitario?
El coche, una especie de furgoneta, se detuvo en medio del patio y bajó de él una mujer que no pudo reconocer en el momento. Casi enseguida, sin embargo, se abrió la puerta y la luz del interior la iluminó en pleno rostro: ¡era la misma que había conocido horas antes en el bar de las Macine!
Fabrizio se dio cuenta de inmediato de que aquel encuentro podía dar respuesta a muchos de sus interrogantes y que era absolutamente imperioso que se acercase si quería comprender. Hurgó en sus bolsillos y en la mochilita para buscar algo que pudiera apaciguar al perro, pero no encontró nada, ni una corteza de pan siquiera. Apuntó de nuevo los prismáticos y asistió, pese a no oír nada, a una discusión acalorada que enseguida degeneró en una violenta trifulca. Poco después la mujer salió dando un portazo y se alejó con su furgoneta, desapareciendo casi enseguida en la oscuridad. Extrañamente, durante todo el tiempo en que la mujer había permanecido en el interior, ocho o diez minutos tal vez, el perro no había dejado de ladrar en ningún momento; es más, su ladrido se había hecho tan insistente y furioso que podía oírse claramente hasta en el lugar en que estaba escondido Fabrizio. El perro continuó ladrando todavía durante algunos minutos y a continuación guardó silencio. Se oyó deslizarse de nuevo la cadena adelante y atrás durante un rato y luego ya nada.
Fabrizio decidió armarse de valor y aproximarse. Puso el motor en marcha y poco después tomó por la trocha manteniendo encendidas solo las luces de posición. Se detuvo en la entrada del patio y bajó mientras el perro reanudaba sus ladridos y correteaba adelante y atrás por el fangoso patio. Casi enseguida la puerta se abrió y la figura del hombre se recortó como una forma oscura en el vano de la puerta.
—¿Otra vez tú? —exclamó—. ¡Vete! ¡Vete, te he dicho!
—Me llamo Fabrizio Castellani —fue la respuesta—. Usted no me conoce, pero yo…
No le dio tiempo a decir nada más.
—¡Vete! —repitió el hombre y esta vez no había ninguna duda de que aquella orden iba dirigida a él.
—No soy ningún ladrón ni ningún importuno —prosiguió Fabrizio— y necesito hablar con usted, señor… Montanari.
—Sé muy bien quién eres —replicó el hombre—. Vete lo más lejos posible, si no quieres acabar mal. Tener un final… horrible.
Fabrizio acusó el golpe; repetida dos veces en un mismo día por dos personas y en lugares tan distintos como inquietantes, aquella frase le impresionaba de improviso con toda su carga de amenaza y de terror. Se sintió solo e indefenso, víctima de la propia imprudencia. Trató de controlarse y de hacer acopio de todos sus recursos mentales y, tras un instante de incertidumbre, avanzó algunos pasos. En el mismo instante el perro se abalanzó sobre él ladrando furiosamente, pero cuando lo tenía casi encima se detuvo y comenzó a gañir como si le conociese. Fabrizio, atrapado entre tantas y tales emociones, consiguió sin embargo mantener la calma y no escapar precipitadamente.
—No tengo miedo —dijo con voz firme. Y el tono de su voz terminó por convencerle hasta a él mismo.
El hombre se acercó a su vez escrutándole de arriba abajo. Miró al perro que continuaba gañendo como si esperase una caricia y luego también al joven que tenía delante. Sacudió la cabeza y dijo:
—Eres un loco… pero si tanto interés tienes, entra.
Fabrizio le siguió al interior de la casa y se encontró en una habitación desnuda, llena de desconchados causados por el moho y el salitre. Del techo colgaba una bombilla bajo una pantalla de hierro esmaltado. En una de las paredes había una imagen del Sagrado Corazón de María impresa en un cartón con las cuatro puntas abarquilladas por la humedad y en las restantes había cruces y otras estampas sagradas aparentemente incongruentes: un san Roque con el perro lamiéndole las llagas, y un san Antonio abad, con el caballo, el gallo y el cerdo. En la pared opuesta a la puerta de entrada veíase una pequeña artesa rematada por una vitrina, y, sobre la artesa, un aparato telefónico pringoso. En el centro, una mesa con dos sillas de enea y nada más. Por todas partes un olor a moho y a humedad muy fuerte, todo era tristeza y abandono en aquella morada miserable.
Su mirada recayó instintivamente en la pequeña vitrina y en un anaquel observó, justo encima del teléfono, unos fragmentos de objetos arqueológicos, en particular algunos trozos de bucchero, uno de los cuales tenía pintado un motivo de esvásticas, el mismo motivo que había visto en la tumba del Phersu.
—Eres un saqueador de tumbas —dijo mirándole fijamente a los ojos con un tono más afirmativo que interrogativo y pasando deliberadamente del usted al tú.
—En cierto sentido —contestó el hombre.
—Y encontraste la inscripción.
—En efecto.
—Pero para entregarla al superintedente. ¿Por qué?, ¿por la recompensa?
—Era un buen pellizco.
—Que no te será entregado si no dices dónde se encuentra la pieza que falta.
—Ya.
El hombre se puso algo de beber e hizo un gesto a su huésped como queriendo decir si quería él también. Fabrizio declinó cortésmente el ofrecimiento con un cabeceo.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó.
El hombre se mandó al coleto el vaso de vino de un solo trago y se sirvió otro. Fabrizio se hallaba bastante cerca para sentir su aliento cargado, de alcohólico.
—¿Te crees que te lo voy a decir a ti? —dijo el hombre con una mueca sarcástica. Pero detrás de su expresión y sus palabras se intuía una desesperada necesidad de comunicarse, de hablar con alguien, de quitarse de encima, tal vez, un peso insoportable.
—Probablemente no —respondió con calma Fabrizio—. Pero yo puedo decirte también que fuiste tú quien indicó dónde se encontraba la tumba del Phersu y, es más, estoy casi convencido de que te hallabas presente en la excavación con esos otros pobres desgraciados que han muerto destrozados… pero tú te fuiste antes de que llegara la Finanza.
El hombre prestó de repente más atención.
—Entonces es cierto que eres peligroso —dijo.
Y se tomó de nuevo otros tragos de vino.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿La mujer del bar de las Macine?
—¿La conoces? Pero ¿cómo…?
—La conozco. Como tú, por lo demás.
El hombre estaba cada vez más alterado y asombrado por los conocimientos de su interlocutor. Bajó la cabeza dejando escapar un largo suspiro.
—No por propia voluntad —dijo—. De haber sido por mí, hubiera pasado bien a gusto.
—También yo. Entonces, ¿por qué viene a visitarte en plena noche?
El hombre suspiró de nuevo.
—También las pesadillas llegan en plena noche —respondió—. Desde que encontré esa inscripción no es la misma, es un ser terrible.
—¿Fue ella quien te dijo dónde podías encontrar la inscripción auténtica?
—¿Cómo lo sabes?
—¿Fue ella?
—Sí.
—¿Y fue ella la que se guardó uno de los fragmentos después de que tú trocearas la inscripción?
El hombre asintió.
—Y te dio instrucciones de que avisaras a la superintendencia.
—Eso es cosa mía —reaccionó el hombre como recobrando de pronto el amor propio—. Lo único que sé es que iban a darme un montón de dinero. Y yo no andaba bien de cuartos… acababa de salir de la trena.
—Y fue ella la que te dijo dónde encontrarías la tumba. El hombre asintió, nuevamente sumiso.
—Y será ella la que te diga dónde se encuentra el séptimo fragmento de esa inscripción maldita… cuando lo considere oportuno.
—Me lo ha dicho ya.
—¿Ésta noche?
El hombre asintió nuevamente.
—¿Por qué discutíais?
—Porque… ya tengo bastante de esto. No pienso hacerlo más, yo no …
Fabrizio le miró, tenía un color terroso, la frente húmeda de un ligero sudor, de hombre enfermo, las manos sacudidas por un estremecimiento incontrolable, los ojos dilatados de terror.
—Dime dónde se encuentra —le intimó Fabrizio con tono perentorio.
Pero el hombre sacudió la cabeza convulsamente, como si estuviese prisionero de una fuerza que le dominaba por completo.
—¡Dímelo! —insistió Fabrizio agarrándole por la camisa—. Debes decírmelo sin falta. Muchas otras vidas humanas se verán destruidas si no me lo dices. ¿Lo comprendes?
El hombre se liberó del apretón, luego soltó un largo suspiro y pareció disponerse a hablar cuando resonó, temiblemente cercano, un largo ululato y a continuación un gruñido sordo y jadeante. Los dos se miraron a la cara con imprevista y dolorosa conciencia.
—Dios mío… —dijo Fabrizio.