Sonia entró en la biblioteca del Museo hacia las diez y pasó entre las estanterías hasta que encontró a Fabrizio ocupado en consultar un repertorio de broncística.
—¿Es cierto que se cargó a otro desgraciado anoche?
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, me lo imagino. Se sabe que anoche hubo una batida de los carabineros, justamente por tu zona si no me equivoco. Alguien oyó unos disparos de fusil… No creo que fuese una partida de caza.
Fabrizio dejó el libro sobre la mesa.
—No lo era, en efecto. Pero guárdatelo para ti, son cosas espantosas.
—¿Bajas a tomar un capuchino al bar?
—¿Tienes noticias para mí?
—Tal vez. Algo… no sé…
—Está bien, voy. ¿En qué punto estás? —le preguntó mientras bajaban las escaleras.
—El trabajo avanza. Estoy montando la columna vertebral; es el trabajo más excitante que haya hecho nunca en mi vida. Casi mejor que hacer el amor.
Fabrizio sacudió la cabeza, pero no consiguió sonreír.
Se sentaron en un rincón apartado del bar y esperaron a que les sirvieran los capuchinos.
—¿Tan horrible ha sido? —preguntó Sonia.
—Una verdadera carnicería. No puedes hacerte ni idea. Pero la he visto.
A Sonia se le desorbitaron los ojos.
—No me lo puedo creer.
—Como te veo a ti ahora. A una distancia de no más de siete u ocho metros. Llevaba la escopeta conmigo y disparé, pero esa cosa había ya desaparecido. La interceptaron durante un momento con el helicóptero, pero la perdieron enseguida de vista.
—¿Y cómo era?
—No lo creerás, muy semejante a tu reconstrucción virtual. Por un instante creí estar en un videojuego. O en una pesadilla, no sé cómo decirte. Lo que sé es que a punto estuve de que me reventase el corazón. Pero ¿qué me querías decir?
—Estoy buscando en todos los repertorios. Me he puesto incluso en contacto por Internet con los institutos de otras universidades extranjeras. En mi opinión, existe una posibilidad, por más vaga que sea, de identificación de ese animal.
—¿Y sería?
Sonia cogió del bolso una carpetita y extrajo de ella una hoja impresa en blanco y negro que reproducía un perro de fauces abiertas en actitud aterradora. Hubiérase dicho un bronce antiguo.
—¿Qué te parece? —preguntó.
Fabrizio lo observó atentamente mientras masticaba un trozo de brioche.
—Es bastante semejante —dijo—. ¿Qué es?
—Es un bronce de Volubilis, en Marruecos. Podría representar una raza de perros gigantescos y muy feroces, extinguidos hace milenios, que los fenicios importaron a Mauritania desde una misteriosa isla del océano.
—Una bonita historia, pero se diría una de tantas historias de la antigüedad; una fábula.
—Yo no diría lo mismo. Un pasaje de Plinio cuenta que el rey Juba Segundo de Mauritania tenía algunos de ellos que utilizaba para la caza, eran gigantescos.
—¿Y cómo habría ido a parar a Volterra una bestia de esta clase, cuatro siglos antes del rey Juba Segundo, si no recuerdo mal? .
—No lo sé. Pero he encontrado un testimonio según el cual los etruscos, hacia mediados del siglo cinco, propusieron a los cartagineses asociarse con ellos en la colonización de una isla del océano. Me ha parecido un indicio interesante, una especie de conexión, ¿no te parece?
—Lo es. Y no está nada mal para un técnico que no sabe leer el griego. De todas formas, ¿cómo podría existir aún y rondar por nuestros campos dando muerte a la pobre gente?
—Pides demasiado. Yo he encontrado esta información y me ha parecido plausible. En cuanto a las razas existentes hoy, no he conseguido encontrar nada que se le asemeje, ni por aspecto ni por tamaño. Y para decirte la verdad, no sé cómo explicármelo.
—Debe de existir una explicación.
—La única explicación posible es que se trate de…
—¿De qué? —la instó Fabrizio.
—De una quimera.
—Vamos, Sonia.
—No has comprendido. No estoy hablando de un animal mitológico. Por quimera se entiende en biología el resultado de una mutación genética, casual y no repetible que se produce en un ejemplar de una especie cualquiera, tanto vegetal como animal.
—¿Como una tigresa blanca, por ejemplo?
—No. En este caso se trata solo de una deficiencia de pigmentos, vulgarmente llamada albinismo. Te estoy hablando de una mutación profunda de los genes que determinan características anómalas en la forma y en las dimensiones. Los veterinarios del siglo diecinueve y de los albores de nuestro siglo utilizaban ese término cuando se encontraban frente a carneros con dos cabezas o a cabras con un solo cuerno en vez de dos. Hoy en día resultados en cierto modo análogos es posible obtenerlos con la manipulación genética, pero pueden también producirse espontáneamente de forma totalmente casual.
Fabrizio se quedó en silencio durante unos instantes mirando afuera por la ventana; era una jornada fosca y húmeda y la luz llegaba velada a través de los cristales del bar. La gente iba y venía, echaba una ojeada al periódico, algunos jugaban a las cartas. Todo parecía normal y, sin embargo, aquellas personas se le antojaban como suspendidas en una dimensión falsa y provisional, como aparecidas en una película cuyo principio y final desconocía. Veía moverse sus bocas, pero no oía sus palabras, y sus movimientos le parecían ralentizados, casi suspendidos, como si la atmósfera de aquel local y de aquella ciudad se hubiese hecho densa como el agua.
—¿Me estás escuchando? —preguntó Sonia apoyando una mano sobre su brazo.
—Sí, por supuesto —respondió Fabrizio—. Es la coincidencia lo que no resulta explicable. El animal vivo es demasiado semejante a tu reconstrucción virtual. Si tú lo hubieses visto, yo habría dicho que te habías dejado influir.
—La casualidad —dijo Sonia con un tono no demasiado convencido— puede ser a veces muy sorprendente.
Era evidente que tampoco ella creía en lo que decía, pero Fabrizio fingió dar por buena aquella afirmación. Pagó la cuenta y salió con la muchacha hacia el portal del Museo. Llegados a la entrada, Sonia se dirigió hacia el piso subterráneo. Fabrizio subió, en cambio, al primero, donde tenía el despacho. Se cruzó con Francesca, que salía del laboratorio de restauración y le hizo una seña como diciéndole: «¿Nada de nuevo?».
La muchacha se encogió de hombros y meneó la cabeza. Fabrizio entró en su despacho, recogió sus apuntes y volvió a la biblioteca. Se le acababa de ocurrir de repente una idea y se puso a consultar primero el catálogo del Museo y acto seguido la «Noticia de las excavaciones», hasta que encontró la descripción del hallazgo de la estatua del chiquillo. Se enfrascó ávidamente en la lectura, tomando de vez en cuando unos apuntes apresurados. Cuando hubo terminado reparó en que era la hora de comer y que se había quedado solo en la biblioteca. Dio aún un repaso a sus notas y a continuación a la «Noticia de las excavaciones» murmurando para sí:
—Y si fuese… Pero no, no… no es posible…
El redactor de la breve relación hacía referencia a la propiedad de los condes Ghirardini, pero sin proporcionar indicaciones que pudieran permitir una localización exacta; un modo de escribir más bien anómalo para la prestigiosa revista.
Fue al catálogo de los mapas topográficos, eligió uno, lo fotocopió, lo devolvió a su carpeta y se encaminó hacia la salida deteniéndose un momento para retirar los avisos internos del buzón. Eran casi las dos y se dirigió a la trattoria de la señora Pina después de haberse detenido a comprar algunos periódicos.
—¿Comerá algo, doctor? —le preguntó solícita la hostelera.
—Un plato de verdura y dos lonchas de jamón. Con agua mineral.
—Quiere sentirse ligero. Tome asiento que le sirvo enseguida.
Fabrizio cogió de la cartera los periódicos que había comprado, un diario nacional y otro local. En el primero no encontró más que una pequeña columna con una crónica titulada: «Misteriosas muertes en los campos de Volterra. Las investigaciones de la policía han resultado por el momento infructuosas». Seguían una veintena de líneas bastante generales. Las víctimas eran identificadas únicamente con sus iniciales. En el periódico local, en cambio, se dedicaba al caso casi media página, pero se hablaba solo de dos muertos, en vez de tres. Reggiani debía de haber logrado por el momento mantener en secreto a la tercera víctima. El cronista hablaba bastante extensamente de los dos homicidios, pero era evidente que no conocía los detalles, y que alguien le había despistado con una hipótesis de ajustes de cuentas entre pastores sardos que frecuentaban la zona, gente sin familia, lazos ni relaciones; la comunidad no sufría por su pérdida, prácticamente ni siquiera la notaba.
Aunque esta situación era favorable para las autoridades, que no querían dejar trascender la verdad con toda su carga traumática, el miedo existente en los hogares y las calles de la ciudad era, no obstante, palpable. Se veía a gente cuchichear en voz baja, se oían medias frases. No iba a ser tan fácil tener el asunto bajo control.
Lo sentía por Francesca. Le había pedido un gran favor, pero no la había frecuentado demasiado, aparte de que no quería implicarla en exceso para no ponerla en peligro. Y no quería dejarse ver demasiado por ahí con ella. Le telefonearía para decirle algo.
—Aquí tiene su verdura y su jamón —dijo la señora Pina dejando sobre la mesa dos platos y una botella de agua mineral.
—¿No se sienta? —le preguntó Fabrizio.
La mujer depositó sus opulentas posaderas sobre una silla y sus tetazas sobre la mesa. A los veinte años debían de ser pocos los que no volvieran la cabeza a su paso.
—¡Qué aburrimiento! —resopló—. Aquí cuando termina la temporada turística es una desesperación. Ya puedes estar contenta si llega alguien de fin de semana de Pisa o de Colle Val d’Elsa, pero de forasteros, pocos. ¿Se quedará usted algún tiempo en Volterra, profesor?
—Algunos días más, sí. Tal vez una semana o un poco más. Depende de mi trabajo.
—Comprendo… Pero ¿sabe?, es usted un joven tan simpático y conoce tantas cosas…
—Oiga, señora Pina, quería preguntarle… por ese asunto de las luces…
—Ah, me quiere tomar usted el pelo, pero le aseguro que…
—No, no —la interrumpió—. No quiero tomarle el pelo. Es más, quería preguntarle si las ha vuelto a ver. Anoche, por ejemplo…
—Oh, esta sí que es buena, ¿y cómo lo ha adivinado?
—¿El qué?
—Que las vi. Precisamente ayer tarde. Mejor dicho, por la noche.
—Ah. ¿Y a qué hora, si puede saberse?
—Debían de ser… Mire, estaba a punto de cerrar. Y por tanto era pasada medianoche poco más o menos, tal vez la una, diría, sí, la una.
—¿Y qué vio exactamente?
—Ya se lo he dicho, vi titilar luces por las rejas de las tomas de aire de los sótanos. Pero poco, ¿sabe?, algo apenas perceptible. Gracias a Dios, tengo buena vista.
—¿Y no notó nada más? Qué sé yo, ¿ruidos sospechosos?
—No. No me parece… O no, sí, me pareció haber oído el ruido de un motor, como de una camioneta o algo por el estilo. Pero pasan muchos por la carretera.
Fabrizio pensó que había oído el ruido de un motor la noche que dejara la excavación del Rovaio y lo había vuelto a oír de nuevo la noche precedente, antes de ver la bicicleta que bajaba por la carretera provincial hacia su casa. Pero ciertamente la cosa era del todo insignificante.
—Oiga, señora Pina —dijo Fabrizio—, si acertara a verlas de nuevo, ¿podría darme un telefonazo? Le doy el número de mi móvil.
—¿Cómo, incluso a la una de la noche?
—¿Por qué no? Yo trabajo siempre hasta tarde. No me molesta en absoluto.
Garrapateó el número en la servilleta de papel y se lo entregó a la señora Pina, que se lo metió entre los pechos, halagada de aquel interés, por así decir, científico.
—¿Y de ese otro asunto de los muertos despedazados —prosiguió ella bajando la voz, en tono de complicidad—, ha oído hablar?
—¿Qué muertos despedazados? —preguntó Fabrizio fingiendo caer de un guindo.
—Oh, esta sí que es buena, pues de los saqueadores de tumbas que han encontrado bárbaramente asesinados en los campos de Zona Rovaio y en los matorrales de la Gaggera, es la comidilla de toda la ciudad y usted sin enterarse. Yo creo que si esos de la superintendencia estuvieran más al tanto…
—No soy de la superintendencia, señora Pina, y no sé nada de estos muertos. ¿Está segura de ello? ¿No serán habladurías?
—¡Qué habladurías! Por aquí si un saqueador de tumbas coge un resfriado se entera todo quisqui, por lo menos los interesados. Y a estos les han cortado el gaznate. O peor. Corren otros rumores que ponen los pelos de punta. Es cierto que para ustedes es una ventaja: pasará bastante tiempo antes de que alguno se aventure a andar por ahí de noche con la perforadora a la caza de tumbas. Preocupados nos tiene a todos.
—No les haga caso, señora Pina, que se hace mala sangre, pues usted en cualquier caso no corre ningún tipo de peligro, me parece a mí. Usted se dedica a hacer de hostelera, nada de saquear tumbas. Dígame mejor cuánto le debo. Y le ruego, si ve alguna cosa…
—Quédese tranquilo —respondió la mujer—, que le aviso enseguida. Son quince mil liras en total, doctor. Ya ve que le trato bien.
Fabrizio pagó la cuenta, salió y se fue hacia su coche. Decidió dirigirse hacia casa y no le pareció que le siguieran. Tal vez Reggiani disponía la vigilancia solo de noche.
No le apetecía volver a ponerse enseguida a trabajar y se sentía extraño por la atmósfera irreal en la que estaba inmerso desde hacía ya varios días, por la continua tentación de irse y de olvidarlo todo, de cambiar incluso de profesión, ¿por qué no? Por su sentimiento que aún coleteaba por Elisa, la muchacha que le había dejado y que no había sentido la necesidad de telefonearle ni una sola vez, y el sentimiento que le atraía hacia Francesca pero sin hacerle perder la cabeza, sin encenderse tal como él hubiera querido, deseado y esperado, y finalmente por una sensación epidérmica pero molesta, de melancolía y de depresión, que le infundía su condición de solitario, temporalmente sin remedio. Y aún más extraño resultaba que notase en aquel momento sentimientos de modesta entidad cuando la noche antes había sido testigo directo de una escena apocalíptica. Tal vez era una reacción natural, pensó, una especie de mecanismo de defensa del organismo contra un estrés que podría llegar a volverse insoportable. Alzó la mirada al cielo gris y uniforme que no se decidía a despejarse ni a dejar caer, la lluvia y tomó por la trocha llegando hasta el lugar en que, la noche anterior, se había sentido descubierto por la bestia, y le pareció que aquello había sucedido hacía siglos.
Todo era paz y tranquilidad, y cada vez que volvía la mirada sobre una parte de aquel paisaje tenía la curiosa sensación de estar disparando una fotografía. Por qué motivo, además, no habría sabido decirlo. Bajó a lo largo del ribazo hasta la carretera y observó el punto en el que la fiera había agredido a aquel pobre desgraciado. Quedaban aún manchas oscuras en el asfalto, ramas rotas a un lado y a otro de la carretera y también un olor extraño suspendido en el aire, aunque quizá no fuera nada más que una sensación. Se sentía ahora un poco más relajado, inmerso como estaba en el verdor y el silencio. Volvió hacia su coche aparcado en el patio, cogió del asiento de la derecha la cartera con los libros que se había traído de la biblioteca, entró en casa y se metió en el estudio.
Cuando comenzó a notar un cierto cansancio, se levantó para estirar las piernas y vio que era ya pasado mediodía. Se acordó en aquel momento de los avisos internos que había retirado del buzón y les echó un vistazo para ver si Francesca le había dejado algún mensaje. Encontró finalmente un sobre cerrado y lo abrió. Contenía únicamente una dirección, escrita a máquina.
Extrañamente, se quedó desconcertado pero no sorprendido, y pensó que solo podía tratarse de una cita precisa; volvió a oír, mentalmente, la voz que le había hablado ya varias veces. Cogió el mapa topográfico que le servía para su trabajo, una plancheta IGM al 25.000, identificó la localidad, un lugar que no conocía. Luego subió al coche, lo puso en marcha y partió. Tras haber recorrido un trecho de la provincial, se adentró por el campo del otro lado, a lo largo de un camino polvoriento de tierra batida. De vez en cuando accionaba el limpiaparabrisas, pero las gotas de lluvia en el parabrisas no eran más que polvo y su efecto eran unas largas estrías rojizas de forma semicircular que impedían en gran parte la visión. Obviamente el depósito del limpiaparabrisas estaba seco porque siempre se olvidaba de llenarlo. Tuvo también la impresión en un par de ocasiones de que le seguían, pero no consiguió en ningún momento establecerlo con seguridad.
Oía los latidos de su corazón, que aumentaban de ritmo y de intensidad a medida que se acercaba al lugar que había señalado en el mapa. Al verlo en la lejanía, una especie de casa rústica remozada que lucía el rótulo de un bar ya iluminado, tuvo que parar para recuperar el aliento y la calma. Le vinieron a la mente mil pensamientos, como el de telefonear a Reggiani o incluso de volverse por donde había venido. Pensó, por otra parte, que en el fondo no había encontrado en aquel sobre nada más que una dirección y que podía tratarse simplemente de otra cosa o de un simple extravío postal; poco perdía yendo a ver. A fin de cuentas no era más que un bar, hubiera dicho una especie de casa de turismo rural.
Aparcó a mano izquierda, donde vio otros tres o cuatro vehículos de distinto tipo y un par de viejas bicicletas. Bajó del coche y se encaminó hacia la entrada, pero en aquel mismo instante oyó un susurro allí donde había un pequeño seto de laureles que cerraba el terreno por la trasera del edificio. Se volvió de golpe, nervioso como estaba, y apenas le dio tiempo de ver a un niño de tal vez unos siete u ocho años con unos grandes ojos oscuros y el pelo corto y liso cayéndole sobre la frente a mechones, que parecía observarle desde detrás de la esquina de la casa, el mismo, hubiera dicho, que había visto introducirse por el portalón del palacio Caretti Riccardi. Hizo ademán de decirle algo, pero aquel había desaparecido ya como una exhalación.
Llegaban del interior del local las notas de una musiquilla New Age con flautas y tímpanos y un bullicio apagado de gente que charlaba. Entró y se encontró en una especie de gran sala con un suelo maltrecho de ladrillo y paredes encaladas adornadas con dudosos frescos de inspiración etrusca. Una aún menos creíble danzarina con unas ropas de imitación etrusca evolucionaba a los sones de la musiquita New Age pasando por entre las mesas y los no muchos parroquianos. Una docena en total y de aspecto modesto. Podían distinguirse entre ellos en su mayoría parejas de residentes alemanes e ingleses, propietarios de los caseríos diseminados por los campos. El espectáculo, en su conjunto, resultaba inquietante en su banalidad y tristeza.
Se volvió hacia el bar, un gran mostrador de formica imitación madera cubierto por una superficie de vidrio que había perdido desde hacía tiempo toda transparencia. Detrás estaba la encargada del bar, una mujer entre cuarenta y cincuenta años aún de buen ver pero de aspecto extraño, por su vestimenta extravagante, los pesados collares y los pendientes de vulgar bisutería que colgaban de su cuello y de los lóbulos de sus orejas. Llevaba el pelo teñido, de un negro excesivo, pero tenía en la mirada una profundidad intensa y magnética y pliegues en las comisuras de los labios que le conferían una expresión dura, casi amarga. Se preguntó cómo podían los clientes del local encontrarse cómodos con aquella especie de ave de mal agüero detrás del mostrador.
En los pocos instantes transcurridos desde su entrada, Fabrizio notó que había recobrado el control de sus propias emociones, que aquella realidad, por grotesca que fuese, le había infundido una sensación de calma y de seguridad aunque advirtiese claramente la sensación de ser un intruso en aquel lugar y a aquella hora y entre aquella gente. Se acercó a la barra, se sentó en un taburete y pidió un vaso de vino blanco.
La mujer se lo sirvió al tiempo que le miraba fijamente a los ojos.
—Pensaba que no vendrías —dijo—. Tienes aspecto de ser un buen chico, siento que te hayas metido en un peligro tan grande… Corres el riesgo de acabar mal… ya lo sabes.
Fabrizio no se dejó impresionar, siguió manteniendo bajo control la calma que tanto esfuerzo de voluntad le había costado lograr, pero sintió también un profundo espanto. Se echó al coleto un sorbo de vino, dejó el vaso sobre la mesa y dijo:
—Así que eres tú la que me telefonea.
—Olvídalo todo y lárgate —insistió la mujer con la mano derecha agarrando el gollete de la botella—. Vete ahora mismo… y sin pagar. Invita la casa.
Fabrizio no bajó la mirada mientras se tomaba otro sorbo de vino para entonarse.
—No creas que me impresionas —dijo—. Soy un profesional v estas historias no me asombran nada indicó con la cabeza lo que había a sus espaldas, —toda esta mascarada lo único que me produce es risa.
—Estúpido jovenzuelo —dijo la mujer—, ¿no te das cuenta de que abrir la tierra es un juego peligroso? Tú y esos como tú no comprendéis que podéis despertar tragedias enterradas, volver a abrir heridas crueles. Sois como niños que juegan con la tierra hasta que se topan con un artilugio sepultado de una guerra pasada, un artilugio que puede estallarles en las manos y destrozarles… —Le miró con una expresión extraña, con una sonrisita sarcástica de incredulidad.
Fabrizio no consiguió contener un ligero estremecimiento, pero se recuperó de inmediato.
—Yo me dedico simplemente a hacer mi trabajo —replicó—. Todo lo demás son tonterías que no me interesan.
La mujer meneó la cabeza.
—Sé lo que piensas de mí —dijo—, que soy una histérica con la cabeza llena de pájaros. Lo siento… lo siento. —Retiró la botella y encendió un cigarrillo aspirando profundamente el humo y expulsándolo por la nariz. El humo envolvió por un momento su rostro y la negra cabellera desgreñada confiriéndole el aspecto de una hechicera de teatro de provincias—. ¿Dejarás en paz al chiquillo?, le preguntó con voz átona.
—No es ningún chiquillo —replicó Fabrizio—. Es una estatua. Los arqueólogos estudian las estatuas… entre otras cosas. Eso es todo. Por favor, no me telefonees más. Perturbas mi concentración.
Echó mano a la cartera y dejó un billete sobre el mostrador.
—Ya te lo he dicho, invita la casa —repitió la mujer.
Pero el tono de aquellas palabras, aparentemente banales, resonó como el de una oscura amenaza, de una sentencia, como si se refiriese a una última comida o a un último cigarrillo concedido a un condenado a muerte. Fabrizio sintió que hacía mella en su seguridad. Hubiera querido hacer alusión a la fiera que infestaba los bosques de Volterra, pero no se vio con ánimos. Dudó un instante con las manos apoyadas en el borde del mostrador y la cabeza gacha para no encontrarse con aquellos ojos, luego bebió el último sorbo de vino y se fue, dejando el dinero.
La conversación no había durado ciertamente mucho, pero al atravesar el local notó que la bailarina había desaparecido y que la gente que se había quedado charlaba en voz baja mientras tomaba vino. Fabrizio alcanzó el patio y se encaminó hacia su coche, pero de golpe las luces exteriores y también el rótulo de neón del bar se apagaron y se encontró completamente a oscuras. Antes de que sus ojos se hubiesen habituado a la oscuridad, oyó un sordo gruñido procedente de su izquierda y se sintió perdido. Se lanzó a la carrera hacia el coche que podía entrever, gracias a su color claro, al otro lado del patio. Pero no le dio tiempo de alcanzarlo, una luz le cegó e inmediatamente después notó un impacto fortísimo, un dolor intenso en la cabeza y en el costado, luego ya nada.
Cuando volvió a abrir los ojos se encontró ante una imagen espectral, un rostro iluminado desde abajo por el haz de luz de una linterna, pero la voz que oyó le tranquilizó.
—¡Dios mío!… te he visto en las últimas, me has saltado delante, a las ruedas. He frenado, pero habías desaparecido ya debajo del capó… ¿Cómo te encuentras? Habla despacio, no te muevas, llamaré a una ambulancia.
—¡Oh… qué golpe… qué golpe…! Pero ¿quién es usted?
—Soy Francesca, ¿no me reconoces? —insistió apuntándose en la cara nuevamente la luz de la linterna. Luego se puso a marcar el número de urgencias en el móvil, pero Fabrizio la detuvo, se puso en pie agarrándose al parachoques del todoterreno.
—No es nada, estoy bien. Solo un poco magullado… —Luego, como acordándose de repente de lo que le había aterrorizado, se apoyó instintivamente con la espalda en el capó del coche y aferró a la muchacha por un brazo—. El perro… la bestia… Dios mío, estaba aquí…
—¿Un perro? —dijo la muchacha—. Justo acaba de pasar un rebaño con un perro pastor. Aún se oyen las esquilas, ¿no oyes?
Fabrizio aguzó el oído para escuchar el campanilleo lejano del rebaño que se desvanecía en la noche.
—¡La madre de Dios! —exclamó Francesca iluminándole el rostro con la linterna—. Tienes un aspecto que da miedo. Ven al bar. Necesitas tomar algo.
Fabrizio notó que el rótulo de neón volvía a palpitar hasta encenderse completamente, mientras que las luces exteriores permanecían apagadas.
Sacudió la cabeza.
—Acabo de estar —respondió— y no me gusta ese sitio. Pero tú, ¿cómo has llegado hasta aquí?
Francesca se le acercó apagando la linterna.
—Venía de tu casa —dijo—, cuando te he visto desembocar a buena velocidad por la provincial, atravesar la nacional y desaparecer por esa trocha que hay en medio de los campos. Me he lanzado en tu persecución y un par de veces te he puesto los intermitentes, pero tú ni enterarte. Debías de estar muy absorto en tus pensamientos… En cierto momento he perdido el contacto contigo y en una bifurcación he tomado una dirección equivocada hasta encontrarme en la era de una alquería. Entonces he invertido el sentido de la marcha, he vuelto atrás y he seguido la otra dirección hasta aquí, y ¡cielos!, te he encontrado. Ya lo creo que te he encontrado. ¿Estás seguro de no haberte roto nada?
—Sí, sí —respondió Fabrizio—. Quédate tranquila. Solo tengo este chichón aquí en la frente que me hace un daño del demonio. Necesitaría un poco de hielo… Pero ¿por qué venías detrás de mi?
Francesca le acompañó hacia el coche.
—Hay novedades. Grandes. Escucha, ¿te apetecen unos espaguetis? Vamos a mi casa y así te pondré hielo, comemos algo y te lo cuento todo. Ven detrás de mí si te ves con fuerzas para conducir, y mira de no perderme.
Le dio un beso y Fabrizio respondió con una cierta pasión; el perfume de la muchacha, sus labios suaves, sus brazos alrededor del cuello le dieron una sensación de seguridad y de calor, de los que tenía en aquel momento desesperada necesidad. Y cuando la estrechó contra él sintió su seno fuerte y redondo apretarle el pecho. Algo maravilloso que no había sospechado jamás, porque Francesca siempre vestía con largas camisas y pantalones que no realzaban gran cosa su cuerpo. Dijo:
—Que Dios te bendiga, doctora Dionisi, un poco más y me dejas seco en el sitio.
Luego puso en marcha el coche y esperó a que Francesca arrancara su todoterreno para seguirlo.
Cuando estuvieron en la general Francesca tomó a mano derecha y luego a la izquierda por el camino secundario que conducía al Poggetto, donde tenía su casa. Se detuvo y accionó con el mando a distancia la cancela automática y Fabrizio aminoró la marcha. En aquel momento sonó el móvil, era Marcello Reggiani.
—Hola, teniente. ¿Cómo andan las cosas?
—Como Dios quiere. Oye, hemos localizado el lugar de partida de la última llamada.
—¿La voz de la mujer?
—Ésa.
—¿Y de dónde procede? —preguntó Fabrizio pensando mentalmente en la dirección del local en el que acababa de estar.
—De una localidad a unos cuatro kilómetros de tu casa. Se llama la Casaccia y el propietario es un tal Montanari. Pietro Montanari.
La cancela se había abierto y Francesca estaba aparcando en el garaje. Fabrizio se quedó cortado ante aquellas palabras.
—¿Estás seguro?, preguntó.
—Sí. Por lo menos, nuestros técnicos están seguros. ¿Por qué?
—Pero ¿qué lugar es ése? —insistió Fabrizio pensando que podía en cualquier caso coincidir con el lugar que había visitado hacía poco.
—Es una alquería, una casa de labor a la altura del kilómetro cinco, a mano izquierda de Val d’Era.
Se encontraba exactamente en la parte opuesta a la localidad que había visitado y no sabía qué pensar. Dijo:
—Es un buen resultado por el momento. ¿Qué piensas hacer?
—He hecho intervenir el teléfono y vamos a quedarnos en los alrededores para ver si hay movimientos sospechosos. Te tendré informado.
Francesca había abierto ya la puerta y encendido la luz del pasillo, y cuando él se acercó para entrar, la luz del interior de la casa y la sonrisa de la muchacha infundieron calor a su corazón.
—Ven —dijo ella—, te pondré un poco de hielo.