La imagen, tridimensional, rotaba en el espacio virtual delante de él y la mancha oscura que había advertido en las radiografías adquiría volumen y contornos claros y precisos a medida que el programa desarrollaba su capacidad de resolución. Le parecía que no existiesen ya dudas acerca del hecho de que la forma era la de una hoja clavada a la altura del costado, y dio al aparato la orden de impresión, reproduciendo una imagen en papel. Se la mostraría al superintendente al día siguiente y le pediría permiso para efectuar un microsondeo para un análisis metalográfico. Estaba prácticamente seguro de que descubriría un metal de aleación distinto bajo la superficie de la estatua en el punto evidenciado por las radiografías. Y si Balestra le negaba el permiso, solicitaría poder explorar el interior de la estatua partiendo de las espigas, los pernos que anclaban los pies en la base, un método no agresivo y tampoco peligroso para la obra maestra. Pero costoso, eso sí. Y problemático. Significaba retirar la estatua de la vista del público por espacio de varios días, por un resultado que podía ser incluso discutible o de no tanta importancia como a él le parecía.
Sonó el teléfono. Un ruido irritante en medio de aquel silencio absoluto, a aquella hora de la noche. ¿Sonia, tal vez? ¿O Reggiani? Le cruzaron mil pensamientos por la cabeza en el breve intervalo de tiempo que empleó en levantarse y llegar hasta el aparato. Levantó el auricular.
—¿Diga?
—Te dije que dejaras en paz al chiquillo. Te lo advertí —dijo la misma voz femenina que ya había oído dos veces. Y esta vez era dura, perentoria, amenazante.
—Oiga —se apresuró a decir—, no cuelgue por favor. Yo…
Pero su misteriosa interlocutora ya había colgado. Colgó a su vez el auricular del teléfono y se quedó un poco absorto, de pie; luego de golpe, como presa de una repentina consciencia, se precipitó hacia el contador de la luz y encendió todos los interruptores de las luces exteriores, cogió una linterna grande de un cajón del aparador y se precipitó afuera. Oyó el ruido de un motor, pasó una camioneta por la carretera y desapareció a lo lejos.
Ella debía de estar cerca si le había visto trabajar en el ordenador y si había visto la imagen del muchacho en la pantalla. Corrió afanosamente en torno de la casa mirando en cada punto, abrió de una patada la puerta del establo e iluminó cada rincón con la linterna; no advirtió nada, a no ser un grupo de escarabajos que se quedaron inmóviles en el centro del pavimento, sorprendidos por aquella imprevista y ruidosa irrupción.
Volvió a cerrar la puerta y corrió hacia el matorral que estaba al borde del pequeño olivo iluminando el suelo para ver si descubría huellas en el blando terreno. Solo el aleteo de algún pájaro espantado rompió el silencio de la noche. Se detuvo, jadeante, mientras seguía perforando la oscuridad con el rayo de luz de la linterna, pero no vio nada ni oyó ningún ruido sospechoso. ¿Era posible? ¿Era posible que ella pudiera observarlo de tan cerca y que él no consiguiese descubrir ninguna señal de su presencia? ¿Tal vez le estaba observando de lejos con unos prismáticos y le había llamado con un teléfono móvil? ¿Y quién podía ser una mujer que andaba de noche por los campos desiertos a aquella hora sin temerle a lo que todos le tenían terror?
De repente se dio cuenta de que estaba a casi doscientos metros de su casa, en el lindero del bosque, e inmediatamente después oyó un mugido sordo, y luego un gruñido amortiguado y bullente que procedía del espeso sotobosque del fondo del valle. Apagó de inmediato la linterna mientras una descarga de adrenalina le abrasaba la sangre y echó a correr hacia la casa con ansiedad desesperada, con el corazón martilleándole en el pecho y las sienes. Tropezó en la oscuridad con una rama seca y acabó por los suelos despellejándose las manos, los brazos y la barbilla; se volvió a levantar frenéticamente, resbaló otra vez, se lanzó de nuevo a la carrera mientras el sordo gruñido se amplificaba en un largo, espeluznante ululato que la garganta encajonada entre los cerros dilató en desmesura, como si un aullido del mismísimo infierno se hubiera dejado oír en el aire inmóvil de la noche.
Corrió por el borde del sotobosque y tomó por el sendero de tierra batida que conducía a la casa, pero le parecía tener en el oído el aullido y el paso agitado de la fiera a sus espaldas. La puerta estaba ahora ya a menos de treinta metros y las hojas apenas entornadas dejaban ver las luces encendidas de la sala. Entró como un relámpago y cerró tras de sí las hojas una tras otra. Corrió hacia el armero, pero en aquel momento el gruñido resonó en el interior de la construcción, provenía de la galería central, a su derecha. Fabrizio sintió que se le helaba la sangre.
—Oh, Dios —murmuró—, está aquí dentro.
Y pensó en la puerta que había dejado abierta. Descolgó la escopeta del armero, ató, con febril agitación, la linterna encendida al cañón con la cinta adhesiva que había dejado olvidada sobre la mesa, la montó, luego se fue hacia la galería y abrió la puerta apoyándose enseguida con la espalda pegada contra las jambas. Estaba desierta, y cuando el haz de luz golpeó las dos puertas que daban a las plantas superiores vio que se hallaban cerradas. Encendió la luz y dejó escapar un largo suspiro, solo había sido el eco reproducido por la bovedilla arqueada de la galería abierta al exterior, con la luneta protegida por una verja en estrellón de lanzas de hierro colado.
Cerró de nuevo la puerta tras de sí y volvió a la sala para comprobar que estuviera cerrada la otra puerta. En aquel momento, al pasar por delante de la ventana vacía vio, allá en lo alto, el farol de una bicicleta que bajaba de las colinas y al mismo tiempo oyó el leve sonido de un timbre.
—Oh, mierda imprecó entre dientes.
Y pensó que dentro de pocos instantes otra víctima caería al suelo con la garganta descuartizada. No había un segundo que perder. Salió al patio, llamó al número del móvil de Reggiani y apenas tuvo línea gritó:
—¡Soy Fabrizio, corre, rápido, por el amor de Dios, está aquí!
—¿Quién está ahí? —gritó la voz de Reggiani desde el otro lado, pero Fabrizio había ya cerrado la comunicación y se precipitaba adelante escopeta en ristre. Apuntó el rayo de luz en dirección a la bicicleta y gritó lo más fuerte que pudo:
—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Baje, póngase en lugar seguro! —Pero el hombre, demasiado distante aún no le oyó y siguió descendiendo a buena velocidad.
Fabrizio gritó de nuevo, pero en ese instante oyó primero el resuello de la bestia al acecho y luego el aullido feroz que ya le había dejado helado de espanto pocos minutos antes. Vio una gran masa oscura saltar del matorral hacia la carretera y trató de apuntar sin conseguirlo. Un instante después oyó un grito de horror, un chirriar confuso y luego nada más que el gruñido sofocado de la fiera que hundía el hocico en la sangre. Saltó desde el terraplén al centro de la carretera y durante una fracción de segundo la tuvo delante: el pelaje erizado, los colmillos descubiertos y sucios de sangre, los ojos amarillos. Apuntó la escopeta y disparó, pero el animal ya no estaba. Se había zambullido en el bosque con un salto espectacular, ligero como si hubiese estado hecho de aire.
Una granizada de disparos estalló a sus espaldas en la misma dirección y él se arrojó aterrorizado al suelo mientras la escena de la carnicería era de improviso iluminada como en pleno día por unos poderosos haces de luz. Con gran rechinar de neumáticos el Alfa de Reggiani se paró bruscamente a escasos centímetros de sus pies y el oficial saltó afuera pistola en mano vaciando en rápida sucesión todo el cargador de la Beretta en la dirección en que había visto huir a la bestia.
Una treintena de hombres en traje de campaña y con los fusiles de asalto llegaron en dos minutos y se lanzaron por el boscaje con una jauría de perros lobo. Y muy pronto también un helicóptero comenzó a dar vueltas sobre sus cabezas escudriñando la floresta con el foco de cola.
El teniente Reggiani se acercó al cadáver y lo miró sin poder contener una expresión de repulsión. Estaba casi decapitado, tenía las vértebras del cuello machacadas y la cabeza unida al cuerpo solo con algún que otro jirón de piel. Fabrizio se levantó sosteniendo aún entre las manos la escopeta humeante y se le acercó:
—No lo he conseguido —dijo con voz rota por la emoción—. He estado a punto de… a punto. La tenía delante de mí, a tiro… he disparado, convencido de que le daría…
—¿La has visto? Quiero decir… ¿cara a cara? —preguntó Reggiani.
Fabrizio asintió.
—La linterna en el cañón del fusil estaba encendida y la he visto durante un instante a plena luz; es un animal monstruoso, una bestia salida de los mismísimos infiernos, es… —Fue sacudido por un estremecimiento convulso, tenía el rostro de color terroso, los ojos enrojecidos, la respiración entrecortada.
Reggiani le dio una palmada en la espalda.
—Estás bajo el efecto del shock —le dijo—. Ahora llega una ambulancia. Tal vez será mejor que te ingresen.
Fabrizio alzó los hombros.
—No tengo nada —respondió—. Pronto se me pasará.
La ambulancia llegó al poco y esperó a que los soldados terminasen su trabajo de inspección del terreno.
—¿Estás seguro de que no quieres que te hagan una revisión?
—No, estoy bien, te digo. Me marcho para casa. Necesito sentarme, aún me tiemblan las piernas.
—Me lo creo —dijo Reggiani—. Con la que has pasado, no hay para menos. Encontrarse frente a esa bestia… Pero es una pena que no hayas conseguido darle, hubiera sido un buen golpe y no hubiéramos tenido que pensar más en ello. —Se dirigió al sargento que estaba detrás de él—: Spagnuolo, me voy con el doctor Castellani. Si me necesitáis para algo, estoy aquí, a dos pasos.
—Descuide, señor teniente —respondió Spagnuolo—, aquí está todo bajo control.
Reggiani sacudió la cabeza.
—Un huevo bajo control —barboteó—. Ahora, tan pronto como se entere el fiscal sustituto, se vendrá el mundo abajo…
La voz de Spagnuolo, repentinamente agitada, le hizo volver la cabeza.
—¡Señor teniente, señor teniente, corra, rápido! ¡Es el helicóptero, la ha visto!
—Pero ¿qué coño dices, Spagnuolo? —gritó Reggiani volviéndose de sopetón y corriendo hacia donde estaba el coche patrulla. Se pegó a la emisora.
—Reggiani. ¿Qué sucede? Corto.
—¡La hemos visto, teniente! —gritó la voz del copiloto en el colmo de la excitación—, dos veces ya, el foco de cola la ha encuadrado dos veces, corre a una velocidad imposible de creer.
—¡Disparadle, mierda puta! Emplead las metralletas, a qué cojones esperáis, corto.
—Lo estamos intentando, teniente, lo estamos intentando… —Se oyó crepitar la metralleta, una, dos veces. Luego se oyó la voz del copiloto que gritaba—: ¡Cuidado! ¡Cuidado, vira, vira!
—¿Qué cojones estáis haciendo? —gritó de nuevo Reggiani en el micro—. ¡Responde, demonios, responde!
Se oía aún al copiloto que gritaba:
—¡Estamos virando, estarnos virando, acelera, acelera!
Reggiani se quedó con el oído pegado al auricular y un nudo en la garganta, esperando de un momento a otro oír el estallido de una explosión. En cambio, pocos instantes después volvió a oírse la voz del piloto:
—Soy el brigada Rizzo. Hemos estado a punto de estrellarnos contra la montaña, señor teniente. Ahora va todo bien, pero la hemos perdido. Seguimos buscando, corto.
—¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! —imprecó Reggiani lanzando el auricular contra el asiento del conductor. Luego se dirigió al sargento—: Ha escapado y por un pelo no se han estrellado contra la montaña. Solo nos faltaba eso. Quédate tú a la escucha, Spagnuolo. Ya voy yo.
Spagnuolo sacudió la cabeza humillado.
—Ha faltado poco, señor teniente. Ha faltado poco. Vaya, le llamaré si hay novedad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Fabrizio.
—Por los pelos no la han cogido.
—¡No!
—¡Ya lo creo! La han encuadrado dos veces con el foco y han hecho también fuego con la Browning. Luego la han perdido de vista.
—Pero entonces…
—¿Es una criatura de carne y hueso? Yo no tengo ninguna duda, ¿y tú?
Entraron en casa y Fabrizio en primer lugar apoyó el fusil en el armero, luego se fue hacia el aparador a coger una botella de whisky.
—Lo necesito —dijo—. ¿No quieres un poco tú también?
—Bonita arma —observó Reggiani echando una ojeada a la Bernardelli—. Sí, gracias, tomaré también yo un poco —añadió cogiendo una silla.
Fabrizio se mandó al coleto dos tragos de alcohol y soltó un largo suspiro.
—Tampoco yo… En resumen, no lo sé… Pero si hubieses visto lo que yo he visto…
Reggiani tomó también un trago; luego le miró fijamente a los ojos.
—Ahora cuéntame todo —dijo—. Con pelos y señales.
Fabrizio se echó al coleto otro trago. Estaba recuperando el color y el temblor de sus manos se había atenuado mucho.
—Lo primero de todo —preguntó Reggiani—, ¿qué es?
Fabrizio bebió un poco más.
—Ve con eso despacito, que no es Coca-Cola.
Fabrizio dejó el vaso sobre la mesa y pensó de improviso en la reconstrucción virtual que Sonia había realizado de la calavera del esqueleto aparecido en la sepultura del Phersu.
—¿Qué es? —repitió—, yo… yo no lo sé… Lo único que sé es que mi colega ha reconstruido una imagen generada por el ordenador de la calavera del animal recuperado en la tumba del Rovaio y era… mira, no te lo creerás pero era prácticamente idéntica.
—Pero ¿qué es? —insistió Reggiani—. ¿Un perro, un lobo, una pantera? Ha de tratarse de algo reconocible, ¡demonios!
—Parece un perro o un lobo. Solo que es de proporciones desmesuradas, capaz de dar saltos increíbles y… y… ¡no lo sé, demonios, no lo sé!
—Déjalo correr —dijo el oficial—. Lo importante es que no es un fantasma. Y poco ha faltado para que mis muchachos la acribillasen a balazos como se merece… Yo he oído sonar la Browning en la emisora.
El transmisor que llevaba colgado del cinto sonó con la voz de Spagnuolo.
—Señor teniente…
—¿Qué pasa?
—Ha llegado el señor fiscal sustituto.
—Ya voy.
Se puso la gorra, se calzó los guantes y salió.
—Vuelvo dentro de un rato —dijo—. El tiempo de mandarlo a tomar por culo si me toca demasiado los cojones.
Se detuvo de repente una vez fuera de la puerta, se encendió un pitillo, aspiró una larga bocanada y acto seguido se puso en camino.
Un par de soldados estaban aún inspeccionando el terreno y tomando muestras.
—Oiga, Reggiani —comenzó diciendo el fiscal sustituto con voz estridente.
Reggiani tiró la colilla y alzó la mano a la visera.
—Diga, señor fiscal.
—Éste es el tercer cadáver…
«Sabes contar hasta tres», pensó para sus adentros Reggiani.
—Y nosotros no hacemos más que darnos cabezazos contra las paredes.
—Aquí no se trata de ninguna pared, señor fiscal, aquí tenemos que vérnoslas con una fiera sanguinaria, una especie de perro o de lobo grande como un león, con colmillos de siete centímetros, que pesa probablemente más de un quintal, corre que se las pela y se desplaza con tal rapidez que mi helicóptero por unos segundos no ha terminado contra esa montaña que hay ahí arriba en el intento de perseguirla. En una palabra, un monstruo. La batida sigue en curso con hombres y perros y nos estamos dejando la piel en ello. No hay nadie sentado rascándose las pelotas.
—¡Pero, teniente!
—Con su permiso, se entiende, señor fiscal.
Se acercó Spagnuolo con la cartera de la víctima.
—¿Quién era? —preguntó Reggiani.
—No llevaba documentación.
—¿Le has tomado las huellas?
—Naturalmente. He sacado también una foto digital y la estoy remitiendo con mi portátil al ordenador del archivo central para ver si está fichado en alguna parte. Estoy esperando una respuesta. —Señaló el ordenador encendido, apoyado sobre el capó de su coche, conectado a un móvil.
El fiscal sustituto se dirigió nuevamente a Reggiani.
—¿Qué se propone hacer? —le preguntó.
—Hemos de descubrir dónde tiene su guarida. El helicóptero está en comunicación con los hombres de tierra y esta vez conseguiremos seguirle el rastro. La han visto, por Dios, y le han disparado también. Han localizado exactamente el punto…
Spagnuolo se acercó.
—Señor teniente, ha llegado una respuesta, venga. Reggiani se acercó al ordenador y vio una foto de identificación de frente y de perfil que ocupaba la pantalla y debajo una franja blanca con los datos de registro de identificación. Santocchi, Cosimo, de Amedeo: desocupado, sin residencia fija, nacido en Volterra el 15-4-1940. Antecedentes: hurto con alevosía, tráfico de pequeñas cantidades de estupefacientes.
—Éste por lo menos no parece ser un saqueador de tumbas —comentó Reggiani.
—Eso parece —confirmó Spagnuolo—, pero nunca se puede decir.
—Ya… ¿Corresponden las huellas?
—Sí —respondió el sargento—, mire. —Insertó una laminilla de acetato en una disquetera conectada al ordenador; las huellas quedaron inmediatamente cotejadas y acto seguido se superpusieron a las brindadas por el archivo—. Se corresponden perfectamente.
—En efecto —confirmó Reggiani—. Haz analizar la tierra que tenga en las suelas de los zapatos y comprueba si son huellas de arcilla amarillas de Zona Rovaio, pues nunca se sabe. No me extrañaría nada que también él hubiese tomado parte en el picnic.
—Lo comprobaré enseguida, señor teniente.
—Entonces, me voy con su permiso, señor —dijo el oficial vuelto hacia el fiscal sustituto—. He de terminar mi conversación con el doctor Castellani, que ha visto a la bestia un instante después de que descuartizara a este pobre desgraciado. Le veré después, tal vez.
—Sí, sí, vaya, pues aún nos queda bastante que hacer.
Reggiani volvió atrás. Antes de entrar alzó los ojos al cielo y vio que comenzaba a encapotarse. Fabrizio estaba sentado aún a su mesa y garrapateaba unos apuntes en un borrador. Al lado tenía la foto impresa de la reconstrucción virtual elaborada por Sonia.
—¿Es ésa? —preguntó Reggiani.
—Sí. Mira. Es muy parecida, diría que es casi idéntica, y la cosa es impresionante, si me permites. Ésta reconstrucción virtual debe considerarse fiable en un noventa por ciento; se refiere a un animal muerto asfixiado o de infarto hace alrededor de veinticuatro siglos. Es un ejemplar del que no se tiene otras noticias, que yo sepa, al menos por el momento. Y ahora aparece esta fiera que es prácticamente su réplica y lo hace justamente la noche en que esa tumba fue abierta…
Reggiani se encogió de hombros.
—Coincidencias… ¿Qué otra cosa puede ser? Los fantasmas, aunque sean de animales, no andan por ahí descuartizando a la gente. Quien mata, estoy convencido, puede morir también. Hemos de dar con su guarida, eso es todo, y luego acribillarlo a balazos. Ya verás como después se acabaron los problemas.
—Hay otro asunto —dijo Fabrizio—. Ha dado de nuevo señales de vida.
—¿La voz misteriosa?
—La misma. Diez minutos antes de que sucediese todo este desastre. Traté de retenerla para darles tiempo a que localizaran la llamada, pero colgó inmediatamente.
—¿Qué te dijo?
—Su tono era duro, amenazante. Me gritó: «Te dije que dejaras en paz al chiquillo. Te lo advertí». Y luego colgó. No ha habido nada que hacer. He pensado que podía estar por estos alrededores, tal vez con unos prismáticos, y que pudo ver la pantalla de mi ordenador. Así que me he precipitado fuera y la he buscando por todas partes. Y ha sido entonces cuando he oído el rugido y el ululato de esa mala bestia. Cristo bendito, te juro que se me ha helado la sangre en las venas. He corrido hacia casa, luego por la ventana he visto el farol de una bicicleta que bajaba por la general y he corrido afuera gritando para poner en guardia al ciclista. Ha sido entonces cuando te he llamado al móvil. Pero era ya tarde… Lo demás lo sabes mejor que yo.
—No es imposible que hayan conseguido localizar la llamada. Ahora cuentan con medios muy avanzados. Mañana, si hay algo, ya te lo haré saber. Ahora trata de dormir tranquilo. Dejo contigo a dos ángeles de la guarda, dos muchachos despiertos y de manos largas; es más, hubiera tenido que haberlo hecho, pero pensaba que…
—No importa, de verdad. Sé arreglármelas solo, como has podido ver.
—Sí, pero sin embargo debes dormir, y cuando uno duerme, duerme.
—Está bien, te lo agradezco.
Reggiani se levantó para desearle buenas noches cuando Spagnuolo le llamó de nuevo a la emisora.
—Señor teniente, los hombres de la unidad especial han vuelto, querrían darle el parte.
—Voy enseguida —dijo el oficial. Luego, vuelto hacia Fabricio, añadió—: Olvidaba decirte que te las has apañado bien, de veras. Gente con las pelotas bien puestas abunda cada vez menos. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió Fabrizio y cerró la puerta tras de sí.
Reggiani se dirigió al lugar de la carnicería y vio que los camilleros estaban retirando el cadáver de la carretera después de haberlo encerrado en una bolsa de plástico. El fiscal sustituto, por su parte, estaba tomando notas en su cuaderno.
Se acercó el jefe de la unidad especial que había patrullado el bosque, un joven brigada de los ROS de nombre Tornese, que se había distinguido en numerosas operaciones brillantes.
—¿Qué, brigada? —preguntó Reggiani, ya preparado para la descripción de un fracaso.
El suboficial se llevó una mano a la boina.
—Señor teniente, ha sucedido algo muy extraño. El helicóptero nos ha señalado los puntos donde habían localizado el objetivo antes de invertir la ruta y yo he hecho converger a los hombres con los perros hacia dicho lugar, que es una pendiente muy pronunciada y boscosa que va a parar a las cárcavas de la Mottola cuyo fondo es más bien consistente pero no duro. Cuando estábamos bastante cerca hemos retenido a los perros y hemos seguido nosotros adelante para descubrir eventuales huellas…
—Excelente elección, brigada —aprobó Reggiani—. ¿Y entonces qué?
—Las hemos encontrado, y las hemos tomado, pero… sí, cómo decirlo, a partir de determinado punto desaparecían.
—¿Qué quiere decir que desaparecían?
—Desaparecían, no había huellas en ninguna dirección. Mire, por esa parte se alza una pared de arenisca bastante empinada, la que ha estado a punto de crear problemas a nuestro helicóptero. Y el bosque termina allí. A la izquierda están las cárcavas, a la derecha unos matorrales de zarzas casi impenetrables. En medio se abre una trocha, poco más que un sendero que utilizan los porqueros para llevar sus cerdos a pacer entre las encinas. El cauce es de arenisca y si el animal hubiese huido por ese lado sin duda no habría podido dejar huellas, pero poco después vuelve a comenzar un cauce arcilloso, el mismo de las cárcavas.
—¿Y no habéis visto nada allí?
—Nada. Solo huellas de neumáticos. Pero ese era un lugar frecuentado a menudo por las parejitas que subían por el otro lado, por la vertiente de Santa Severa. Ahora ya no, obviamente.
—Pero… ¿eran huellas recientes?
—Bueno, sí, me parece que sí.
—Entonces las ha dejado alguien que no teme ir por ahí de noche, por estos pagos y a estas horas, con esta mala bestia que anda por ahí sin que nadie la moleste. Alguien a quien me gustaría conocer para hacerle un par de preguntas. ¿Habéis realizado una inspección del terreno?
—No, señor. No habíamos previsto una situación de este tipo y hemos venido equipados para una batida.
—No importa, mande enseguida a alguien. Ahora mismo, brigada. Y mañana póngase en contacto conmigo, quiero conocer hasta el más mínimo detalle. Lo siento, pero mucho me temo que tendrá que pasarse la noche en blanco.
—No pasa nada, señor teniente, ya estamos acostumbrados. Descuide, trataremos de hacer todo lo posible…
Saludó llevándose la mano a la boina y fue a reunirse con sus hombres.
El fiscal sustituto se acercó.
—Me parece que ahora podemos irnos también nosotros. ¿Ha dispuesto la vigilancia para el doctor Castellani?
—Ya está hecho. Dejo a dos de mis mejores hombres y en cualquier caso no creo que esta noche suceda nada más. Ya ha sucedido todo lo que tenía que suceder, por desgracia. Buenas noches, señor.
—Buenas noches, teniente. Ah, oiga, le he visto fumar hace poco, no sabía que tuviese el vicio.
—Fumo uno al día.
—Interesante. ¿Y cuándo?
—Depende.
—¿De qué, si puedo preguntárselo?
—Del encabronamiento.