Fabrizio recogió sus papeles y se dirigió hacia la salida. Se detuvo un instante, instintivamente, a mirar al chiquillo de la sala Veinte. El color gris del cielo que cubría Volterra se filtraba por la ventana y lo revestía de una tenue luz que difundía sobre sus gráciles hombros un pálido reflejo verde. Los escasos visitantes se detenían unos instantes, leían su guía y levantaban de vez en cuando los ojos como si tratasen de comprender lo que ninguna guía podía explicar. Ésa sensación misteriosa de aflicción que aleteaba en torno al niño, como si el amor perdido y el dolor inconsolable de sus padres siguiera flotando en aquella sala, como una ligera niebla, a través de los milenios.
Bajó las escaleras, salió a la calle y encontró a Francesca apoyada contra la jamba de la puerta de entrada.
—¿Es bonita? —le preguntó volviéndose hacia él.
—¿Quién?
—Ésa Sonia. Llega mañana al Museo y todos están ya en ebullición.
—Tiene un bonito físico, pero no es exactamente mi tipo.
—Mejor así.
—¿Por qué?
—Porque sí. La has tomado conmigo antes.
—Eres tú quien la ha tomado conmigo.
—Me has tratado mal.
—Y tú me has dejado plantado. Creía poder contar contigo.
—No es razón para dirigirte a mí de ese modo. Que sea la última vez.
—Qué, ¿es una amenaza?
—Es una simple advertencia.
—Estoy nervioso.
—Ya se nota. Tómate una manzanilla. Yo me tomaré un capuchino, si quieres hacerme compañía.
Francesca se encaminó hacia un café que estaba a pocos pasos de distancia y Fabrizio la siguió al interior. Pidieron un capuchino y un té.
Fabrizio la miró fijamente a los ojos con expresión extraña.
—¿Eres tú la del teléfono?
—¿Qué teléfono?
—El que suena a las dos de la noche en el pasillo del Museo y me dice…
Francesca sacudió la cabeza como si cayera de las nubes.
—Pero ¿qué me estás contando?
—Déjalo correr. Hazte cuenta de que no he dicho nada.
Francesca alargó una mano a través de la mesa para tocar la de Fabrizio volviendo al mismo tiempo el rostro hacia la calle como si estuviese interesada en otra cosa. Dijo:
—Estoy dispuesta a ayudarte.
—¿De veras?
—Sí. Pero no es una cosa fácil, te aviso. Los archivos de Balestra están seguramente protegidos por un código de acceso, y él entiende de ordenadores.
—Siempre se puede acceder de noche cuando yo trabaje en el Museo. Te desconecto la alarma, entramos en su despacho y…
Francesca meneó la cabeza.
—Nada que hacer. Su despacho tiene una alarma independiente, que suena directamente en el cuartel de los carabineros, a la vuelta de la esquina. En diez segundos exactos tienes encima al sargento Spagnuolo en traje de combate haciéndote incómodas preguntas. En cualquier caso, ¿te parece bien aprovecharte así de la confianza que te ha dado?
—No —respondió Fabrizio—, no me parece bien en absoluto, pero no tengo elección. Le pedí poder leer ese texto incluso a solas allí en el despacho, pero él se negó. Y sin embargo, por su reacción me di cuenta de que relacionaba instintivamente el texto que está leyendo con los hechos sangrientos que están teniendo lugar en la campiña de Volterra en estos días. Y…
—¿Qué más? —insistió Francesca.
—Con la sepultura del Phersu en Zona Rovaio… a menos que sea simplemente una impresión mía.
—Me parece que alguien está organizando el numerito.
—Es probable. Pero mientras tanto, dos personas han perdido la vida destrozadas y, en mi opinión, la cosa no ha terminado aún, en vista de que Reggiani por ahora no consigue saber dónde tiene la mano derecha. ¿Cómo piensas hacerlo?
—¿Te refieres a abrir esos archivos? No me lo preguntes, pues no tengo ni idea. He de pensármelo. Pero tú no armes ningún lío, deja que me mueva yo. Soy la única que puede conseguirlo. Pero, si no me salgo con la mía, la cosa deberá quedar en secreto, pues de lo contrario estoy acabada. ¿Entendido? Si Balestra sospecha lo más mínimo, lo dejo. ¿Me he explicado bien?
Fabrizio asintió.
—Gracias, Francesca.
—No tiene importancia. Ahora me voy porque tengo cosas que hacer. Nos llamamos en cuanto sepa algo.
Le rozó la mejilla con un beso y salió.
Sonia Vitali llegó al Museo la mañana del día siguiente con retraso tras haberse hospedado en el Corona, un hotelito de módico precio de los alrededores de la Fortezza; Fabrizio la llevó primero a conocer al superintendente y luego inmediatamente al subterráneo donde habían sido dispuestos algunos aparejos y una instalación de luminotecnia para permitirle trabajar con un mínimo de comodidad.
—He tratado de separar los huesos del hombre de los del animal con resultados muy parciales y discutibles, como puedes ver.
—¡Caramba! —exclamó Sonia apenas hubo visto el esqueleto—. Es incluso más grande de lo que me esperaba…
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Fabrizio.
—Quiero recomponerlo, de pie, y tal vez hacer una exposición cuando esté completado. Con reconstrucción virtual y todo, ¿te imaginas qué puntazo?
—Ah, sí, por supuesto —dijo Fabrizio sin entusiasmo—. ¿Crees que te llevará mucho tiempo?
—No lo sé… No es algo que se hace en un dos por tres. Son procedimientos delicados. Hay que encontrar las junturas, preparar los soportes. Y luego, ya conoces cómo son esta clase de trabajos, lo sabes una vez que estás metido en ello. ¿Y tu estatua? ¿Cómo anda la investigación?
—Está parada. Me ha salido el asunto este de la maldita tumba y he tenido que excavarla, transportar los materiales y todo lo demás. Balestra estaba demasiado liado con determinados asuntos y sus inspectores estaban todos ocupados.
—De todos modos, será algo que armará ruido, si no he comprendido mal.
—Demasiado incluso. Por lo que se refiere a eso, por el momento al menos, debemos mantener la boca cerrada. No queremos que la prensa venga a incordiar.
—Tranquilo. Lo único que quiero es trabajar en paz. Ahora me pongo a sacar alguna fotografía y luego ya se verá, quién sabe si no me viene alguna buena inspiración.
Fabrizio hizo ademán de despedirse.
—¿Qué se hace aquí por la noche? —preguntó la muchacha ya con el ojo en el visor de su cámara digital. Y siendo evidente que la temporada turística había tocado a su fin y que Volterra se preparaba para el letargo invernal, la pregunta sonaba simplemente retórica. Fabrizio hizo caso omiso.
—Hay algún pequeño restaurante interesante y un teatro con un programa que no está mal… También un par de cines y alguna discoteca. Lamentablemente, desde que estoy aquí no he tenido muchas oportunidades de distraerme.
Sonia murmuró algo en voz baja mientras Fabrizio subía las escaleras para volver a su despacho a trabajar.
Reggiani llegó hacia las cinco.
—Le he traído su diente —dijo dejando sobre la mesa el colmillo color marfil.
—Le doy las gracias. Mi colega se ha puesto ya a la tarea y he de devolverlo a su debido sitio. ¿Puedo saber qué ha hecho con él?
—Se lo he enseñado al doctor La Bella, nuestro médico forense, y él ha sondeado las heridas de los dos cadáveres con esta cosa. Ha dicho que parecía totalmente de la misma medida.
—Interesante, pero de ninguna ayuda para sus investigaciones, supongo. Me pregunto por qué ha hecho semejante experimento, dado que los esqueletos no van por ahí matando a la gente.
—Curiosidad —respondió Reggiani—. Simple curiosidad. Cuando su colega haya terminado su investigación sabremos sin duda más cosas sobre este animal, pero mucho me temo que en el ínterin tengamos problemas. A propósito, usted vive en el campo, ¿verdad?
Fabrizio advirtió de súbito una fuerte sensación de malestar.
—Sí, así es. En la finca Semprini, en Val d’Era.
—Vigile cuando vuelva de noche, aparque el coche delante de la puerta de casa y una vez que haya entrado cierre puertas y ventanas.
—Sé arreglármelas, teniente —le tranquilizó Fabrizio—. Y, además, tengo una Bernardelli automática de cinco disparos cargada con balas… con licencia de caza, por supuesto.
—Esté atento igualmente, esos dos que acabo de ver en la cámara frigorífica no eran precisamente lo que se dice unos desprevenidos e iban armados… La última vez que nos vimos creo recordar que tenía algo que decirme. ¿Ha cambiado acaso de idea?
Fabrizio dudó pensando que a fin de cuentas esa voz podía no dejarse oír más, pero luego consideró que llegados a aquel punto daba lo mismo poner a Reggiani al corriente de todas las peripecias que le habían sucedido desde su llegada a Volterra.
—Ocurrió la primera noche que me entretuve aquí, en el Museo, para trabajar en el objeto de mi investigación: la estatua del chiquillo de la sala Veinte. ¿La conoce?
—Sí, por supuesto —respondió Reggiani—. Es esa que se asemeja a una escultura de Giacometti.
Fabrizio se quedó favorablemente impresionado por la preparación de Reggiani. Dijo:
—Ésa precisamente. Hay algo de anómalo en la fundición, que estoy tratando de dilucidar y de estudiar. Pues bien, justo mientras me hallaba enfrascado en mi trabajo, poco antes de las dos de la noche, una voz femenina me dijo al teléfono: «Deja en paz al chiquillo», y colgó. En el momento me causó impresión porque no conseguía comprender quién podía ser y cómo podía estar enterada de mi investigación…
Reggiani le interrumpió:
—¿Podemos tutearnos? Tenemos casi la misma edad.
—Con mucho gusto —contestó Fabrizio—. ¿Cómo te llamas de nombre?
—Marcello.
—Muy bien. Decía que la cosa me impresionó; así en plena noche, ¿quién diablos podía saberlo? Pensé que se trataba de una broma de mal gusto, pero me parecía extraño. Prácticamente no me conoce nadie aquí.
—Ni que decir tiene que la voz se refería a ese chiquillo… a veces se producen extrañas coincidencias. ¿Se ha dejado oír recientemente?
—No, por el momento —mintió Fabrizio dándose cuenta de que Reggiani estaba ya suficientemente estresado.
—Entonces, vayamos con un quebradero de cabeza después de otro —dijo el oficial—. En cualquier caso, voy a ver si consigo intervenir tus teléfonos, tanto el del Museo como el de la finca Semprini. No creo que llame al móvil porque se buscaría problemas, imagino que has dado ese número a un restringido número de personas…
—Una treintena en total. No me gusta que me molesten a cada minuto.
—Claro. Si tuviéramos la suerte de que te volviese a llamar podríamos dar con el aparato del que ha partido la llamada y tal vez con la persona que la ha hecho. Pero lo dudo, últimamente no parece que tengamos el santo de cara.
Fabrizio le escribió el número en el dorso de su tarjeta de visita y se lo dio.
—Si llama, ¿como debo comportarme?
—Trata de retenerla de manera que nuestros técnicos consigan localizar la llamada. Hacen falta por lo menos un par de minutos.
—Está bien. Lo haré lo mejor que sepa.
—Así pues, nos mantendremos en contacto. Si me necesitas para cualquier cosa, llámame.
Se levantó para salir.
—¿Puedo pedirte un favor?
—Si está en mis manos, con mucho gusto.
—Deberías poner a alguien detrás de mi colega, la profesora Vitali. Es la que está reconstruyendo el esqueleto de ese animal; es una muchacha marchosa y algo imprudente, no quisiera que a veces fuese por ahí de noche, qué sé yo…
—Ya hemos pensado en ello —respondió el oficial, luego se puso la gorra, se calzó los guantes de piel negra y salió.
Fabrizio bajó al subsuelo para volver a poner el diente en su sitio. Sonia no estaba, pero había dado ya inicio a su labor con gran despliegue de medios, concentrándose en la calavera, que había colocado sobre una plataforma debajo de dos lámparas halógenas. Con sus grandes cuencas vacías y la gran mandíbula erizada de dientes hubiera podido parecer una máscara grotesca, de no haber sido el vehículo material de una tragedia tan espantosa. Observó que había pegado un gran número de partículas de plastilina a lo largo de una serie de líneas trazadas en sentido longitudinal, de la nuca a la punta del hocico, y de través, de sien a sien. En cada partícula de plastilina había fijados unos alfileres de medio centímetro, con cabezas de diferente color según las líneas. En torno a los conductos auditivos había alfileres más largos y de distinto color.
Fabrizio se arrodilló, puso con cuidado y gran precaución el enorme colmillo en su alvéolo, luego subió a su despacho y se enfrascó en el trabajo. Las jornadas se habían acortado ya de forma considerable y el pequeño despacho comenzaba a oscurecerse con el declinar del día. Cuando vio que tenía que encender la luz, comprobó que eran las siete y media y que el Museo se hallaba vacío. Se preguntó dónde estaba Francesca en aquel momento y hubiera querido telefonearle, pero pensó que, si ella no había sentido necesidad de llamarle, era mejor dejarlo correr.
Copió sus archivos en un disquete y se levantó para irse, pero antes bajó a saludar a Sonia.
—¿Te vienes a tomar un bocado conmigo? —le preguntó.
Pero la muchacha declinó la invitación.
—Lo siento, estoy demasiado cansada. Tomaré un vaso de leche en el hotel y me iré a la cama.
—Entonces acuérdate de conectar la alarma antes de irte, te lo ruego —dijo Fabrizio, que volvió a subir; al salir, se dirigió hacia la trattoria de la señora Pina para cenar. Había aún algún turista por la calle y cuando desembocó en Piazza dei Priori vio a varias personas sentadas delante de los dos bares principales tomando un aperitivo. Pasó por entre las mesas con toda intención para oír de qué hablaba la gente en aquella ciudad asediada por un monstruo sanguinario y oyó que la mayor parte hablaba de fútbol. Había un partido importante de la Copa de Campeones aquella noche, el Milán contra el Real Madrid, y la gente hacía pronósticos y apuestas; cada uno proponía una alineación alternativa a la sacada por el técnico al campo.
Llegaba un poco de aire de Vía San Lino trayendo un olor agradable a heno y a maestranzo hasta el interior de la gran plaza de piedra gris, y desde un pequeño café se difundían las notas de Struggle for pleasure, una música que le sonaba a Fabrizio particularmente melancólica pese a su ritmo. Le parecía absurdo comer solo teniendo en la ciudad a dos colegas, ambas bonitas, pero Sonia estaba cansada y en cuanto a Francesca, pensaba que debía de estar atareada si no había dado aún señales de vida. Se lo tomó con tranquilidad callejeando por la ciudad y parándose delante de los escaparates y de las librerías; cuando entró en la trattoria eran las ocho y pico.
La señora Pina fue a tomar nota y le trajo algunas tostadas con aceite y ajo con un vaso de vino blanco para ir abriendo boca. Había ya un grupo de chavales situados delante del televisor en espera del silbido del comienzo del partido, así como una comitiva de alemanes sentados en torno a una larga mesa, que estaban vaciando un botellón tras otro antes incluso de haber empezado a comer.
La señora Pina sirvió a todos y luego vino a sentarse a su mesa, porque él era el único cliente con el que podía intercambiar dos palabras, dado que el partido había dado comienzo y los alemanes estaban ya achispados aparte de afónicos.
—¿Quiere saber una cosa, profesor? —le preguntó con aire de misterio.
—Sí que la quiero saber, señora Pina —repuso Fabrizio remendando su tonillo.
—La otra noche vi salir unas luces de las bodegas del palacio Caretti Riccardi.
—Debía de ser alguien que bajó a buscar una botella de vino —propuso Fabrizio sin saber qué otra cosa decir.
—Bromea, bromea, profesor. No hay un alma que salga o que entre por ese portalón —dijo señalando la entrada— desde que se marchó el pobre conde Ghirardini, que luego lo ha habitado solo dos o tres años en total.
—Según usted, ¿qué fue entonces? ¿Unos fantasmas?
—Ah, la verdad es que no sabría decirle, pero dígamelo usted, que es persona instruida y tiene estudios; ¿quién podría andar por allí abajo a la una de la noche vagando por esos subterráneos? Solo de pensarlo se me pone la piel de gallina, sí, se me pone.
—En alguna parte debe de haber un propietario de esa casa. Pudo haber ido a recoger algo que necesitaba…
No añadió nada más porque la respuesta le parecía demasiado tonta; la señora Pina se encogió de hombros.
—Dicen que está usted estudiando a ese niño esmirriado del Museo etrusco.
—Es la verdad, pero me gustaría saber quién se lo ha dicho.
—Oh, la ciudad es pequeña y la gente habla. Usted es forastero y todos se preguntan qué tiene de tan especial esa estatua, que lleva ahí muchos años y nunca nadie le ha hecho el menor caso.
—Nada de especial, en realidad. Hay un editor que está preparando un libro sobre los etruscos y me ha encargado que estudie algunas estatuas del Museo de Volterra. Eso es todo. Y ahora, si me quiere traer la cuenta, señora Pina, me voy para casa.
—Ahora mismo, profesor, buenas noches. ¡Vaya, mire allí! —añadió acto seguido oteando por la ventana.
—¿Qué pasa? —preguntó Fabrizio.
—Nada. Es el jefe de los bomberos que se va a la cama con la mujer del abogado Anselmi. Ah, ya, hoy es martes y el abogado pasa la noche en Grosseto, en el otro bufete.
Fabrizio sacudió la cabeza y se levantó. De las inmediaciones del televisor estalló un rugido de júbilo, por lo que dedujo que el Milán debía de haber marcado. Pagó, se echó la chaqueta sobre los hombros y salió dirigiéndose hacia el palacio Caretti Riccardi en vez de tomar por la calle por donde había venido. Recorrió la acera a lo largo de toda la manzana y comprobó que de vez en cuando había una rejilla de hierro macizo que cerraba las aberturas de ventilación de las bodegas.
Los postigos estaban cerrados y la pintura desconchada. Había acabado de recorrer el perímetro del palacio y se disponía a volver por la plazoleta de delante de la fachada, cuando oyó el chirriar de una puerta que se abría.
Corrió en dirección a la entrada y por un instante vio a un niño que estaba entrando por el portillo. La luz de la farola le permitió distinguirlo bastante bien: era delgado y endeble, con el pelo corto y unos grandes ojos oscuros. Pero fue cosa de unos instantes; el niño desapareció en el interior y la puerta golpeó cerrándose detrás de él.
Fabrizio corrió hacia la entrada y llamó repetidamente a la puerta, pero inútilmente. La cerradura principal estaba cubierta de herrumbre: nadie había metido una llave en ella desde hacía mucho tiempo. El portillo tenía una cerradura Yale de la que, evidentemente, alguien tenía aún la llave.
Se alejó perplejo, ¿quién podía ser aquel niño? De haber tenido tiempo le habría gustado pasarse por el catastro para descubrir quiénes eran los propietarios, tal vez vivían en Milán, en algún piso de Vía Montenapoleone y simplemente se habían olvidado de que poseían aquel mausoleo. Antes de torcer por Vía di Porta dell’Arco se volvió instintivamente a escrutar la mole del palacio en la oscuridad y vio un reflejo rojizo refulgir unos instantes por las aberturas de ventilación en el almohadillado del basamento. Se estremeció y trató de convencerse de que lo había soñado. Hubiera querido volver atrás a mirar de cerca, pero le faltaron las fuerzas y la voluntad necesarias para ello; siguió las notas de otra música que llegaba del pequeño café del centro porque le hacían sentir partícipe de una realidad normal.
De las ventanas de las casas emanaba el más familiar centelleo de los televisores y se oían las exclamaciones de la gente que estaba viendo el partido. Pasó un coche de los carabineros sin hacer el más mínimo ruido, como si viajase con el motor apagado. Pasó en bicicleta un anciano con una larga melena de cabellos blancos y largos hasta los hombros que ondeaban al viento cual velo de recién casada. Un perro hurgaba en una bolsa de basura que había logrado extraer de un cubo. De lejos llegaba un rumor de rotores atenuado por la distancia; un helicóptero patrullaba por los campos a la caza de monstruos invisibles. Sonó el móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y Fabrizio se sobresaltó violentamente. En aquella calma chicha, en aquella ciudad adormecida, cualquier sonido que tuviera un ritmo de frecuencia apenas mayor y un tono algo más alto que el tictac de un reloj parecía la trompeta del Juicio Final.
—Hola, Sonia —dijo viendo su número en el visor.
—Hola, guapo. Siento no haberte hecho compañía, pero estaba cansada y sin apetito.
—No pasa nada. ¿Dónde estás?
—En el hotel.
—Bien. No debes salir a dar una vuelta por la noche, se pueden producir encuentros desagradables.
—Ya. Me he enterado de los dos muertos. Hubieras podido decírmelo.
—No quería impresionarte.
—Impresionarme una mierda. Aquí lo saben todos y tienen un miedo de mil demonios. ¿Dónde estás?
—Dando una vuelta.
—¿Qué te parece si pasas a verme?
—¿En el sentido de si me parece bien echar un polvo?
—No seas gilipollas.
—Dame diez minutos. ¿Qué es lo que sucede?
—He reconstruido el hocico de esa bestia. Si quieres verlo cara a cara. Virtualmente, se entiende.
—Bromeas. ¿No dijiste que estabas cansada y que te ibas enseguida a la cama?
—Se me pasó. Oye, tengo un programa formidable, el mejor que pueda haber, y es obviamente obra mía. Y, además, no bromeo nunca con las cuestiones de trabajo. Y tampoco follo. Lástima. Habían empezado a entrarme ganas.
—Mueve el culo, te espero en el bar de recepción.
Fabrizio se llegó hasta el coche y se fue en dirección al hotel de Sonia. Ella le estaba esperando sentada a una mesa y fumaba un cigarrillo con su portátil encendido delante.
—Escucha, cuando he llegado faltaba el canino izquierdo inferior de la mandíbula, luego me he ausentado para ir a comprarme un bocadillo y al volver el diente estaba en su sitio. Lo encuentro extraño. ¿Son bromas de mal gusto o qué?
—Tranquila, lo tenía yo y he querido devolverlo a su sitio.
—Menos mal. Entonces, ¿estás listo? —le preguntó.
—Pero ¿cómo lo has hecho?
—Mira —dijo comenzando a cargar el programa—. Se fija la serie de los puntos en los que se insertan los músculos y, dependiendo de las dimensiones de la juntura el ordenador calcula también el tamaño del músculo tomando como fuente el programa de anatomía que tiene en memoria…
A medida que Sonia hablaba, aparecía en pantalla la calavera de la fiera y se revestía primero de músculos, luego de las venas y por último de la piel.
—Lo que no podemos determinar, obviamente, es el color de los ojos y del pelaje. Pero digamos que el pelaje debió de ser negro. Me parece más adecuado a la situación, y los ojos amarillos, para estar a tono.
La cabeza de la bestia apareció con impresionante realismo. Sonia la había representado en actitud aterradora, con el morro contraído y los labios levantados descubriendo las encías erizadas de afilados dientes. El aspecto era el de un enorme lobo que desde determinados ángulos parecía adquirir, en cambio, rasgos casi felinos; un animal horrendo, una especie de Cerbero sanguinario. Fabrizio sacudió la cabeza incrédulo.
—Es espantoso… —murmuró en voz baja—. Pero ¿hasta qué punto es realista esta reconstrucción? ¿No te habrás divertido jugando con este aparatito tuyo?
—Digamos que en un noventa por ciento este era su aspecto. Evidentemente no puedo decirte si era macho o hembra. Pero yo diría que era macho. Y quizá me he hecho también una idea de lo que era.
—¿Es decir?
—He de pasar primero por la biblioteca para hacer algunas consultas antes de pronunciarme. Se me ha ocurrido una idea… Bueno, entonces, ¿qué te parece?
—Es formidable, Sonia. Ya sabía yo que eras la mejor. Sigue así.
Se quedaron aún un poco charlando y tomando cerveza juntos, luego Fabrizio le pidió que le diera el disquete, se despidió y salió.
Se fue hasta su coche y se dirigió hacia casa. Eran pasadas las once cuando metía la llave en la cerradura, encendía las luces y entraba. Fue a sentarse delante del ordenador e introdujo un disquete en la disquetera haciendo aparecer en pantalla la imagen del chiquillo de Volterra. L’ombra della sera.