6

El teniente Reggiani miró fijamente, estupefacto, el agudo colmillo apretado entre el pulgar y el índice de Fabrizio; luego alzó los ojos para encontrar su mirada, en silencio, durante un largo minuto lleno de tensión. Dijo:

—Sí… imagino que sí. Pero… ¿de qué se trata?

—Parece fácil decirlo y, sin embargo, no lo es —respondió Fabrizio—. Debería de llegar pronto una colega mía de Bolonia, una buena especialista en paleozoología que ha estudiado una cantidad impresionante de esqueletos y de restos óseos antiguos de toda especie, pertenecientes tanto a animales salvajes como domésticos. Si no nos saca ella del atolladero, no sabré muy bien por dónde tirar. Éste diente forma parte de un esqueleto completo del que le he mandado ya unas fotos por correo electrónico, pero la vi en dificultades. Me dijo que se trata de un cánido, pero no ha querido explicarme más. Son las dimensiones las que dejan asombrado, aparte de la forma inusitada.

—¿Y dónde lo ha encontrado?

Fabrizio abrió el cajón de su escritorio y extrajo una fotografía dejándola sobre la mesa delante de su interlocutor.

—Es un sarcófago tosco y carente de toda inscripción en el interior de la tumba que excavé en Zona Rovaio.

—Impresionante —exclamó Reggiani apenas consiguió interpretar la imagen que tenía delante—. Pero ¿qué es?

—Es la primera y única prueba física que ha llegado hasta nosotros del más espantoso rito de la religión etrusca; se trata de la tumba de un Phersu. Hasta ahora se conocía su existencia por unos pocos testimonios iconográficos; imágenes de fresco en la tumba de los augures de Tarquinia, por ejemplo, y en un par de otras tumbas, pero no había aparecido nunca la prueba física. Y sobre todo… no en esta forma.

—Siga —dijo Reggiani como si estuviese dirigiendo uno de sus interrogatorios.

—Normalmente se trataba de una especie de sacrificio humano dedicado al alma de un difunto de alto rango, un rito muy antiguo y extendido en muchas civilizaciones. También entre los griegos, probablemente, en las edades más arcaicas. ¿Se acuerda usted de la Ilíada?

—Un poco, algo sí, lo que leí en el instituto —dijo Reggiani dándose cuenta de que su interlocutor no iba a renunciar a impartirle una buena lección de cultura clásica.

—Pues tenga presente los juegos en honor de Patroclo que incluyen también duelos a espada, hombre contra hombre. Solo que el árbitro, en aquella ocasión Aquiles, interrumpe el combate al primer derramamiento de sangre. Se cree que en las fases más antiguas, en cambio, los combatientes se batían hasta la muerte de uno de los dos, cuya alma acompañaría así al difunto al más allá. En las épocas siguientes, eliminado su componente sangriento, estos combates se convirtieron finalmente solo en simples pruebas atléticas que confluyeron en grandes manifestaciones deportivas y religiosas, como los juegos olímpicos. En la península itálica, por el contrario, mantuvieron sus connotaciones cruentas, hasta degenerar, en época romana, en los combates de gladiadores en la arena.

—Esto no lo sabía —hubo de admitir Reggiani—. Por tanto, ¿el origen de los combates de los gladiadores es etrusco?

—Muy probablemente. Pero, como he dicho, al comienzo se trataba de un rito religioso, por más tremendo que pueda parecernos a nosotros los hombres modernos; a un prisionero de guerra se le hacía combatir contra una o más fieras en unas condiciones en las que las más de las veces su suerte estaba echada. Yo creo, sin embargo, que había una variante mucho más terrible: cuando un hombre se manchaba con un crimen tan espantoso que superaba todo lo imaginable e infringía todos los limites impuestos por la ley y la naturaleza, cuando cometía una monstruosidad como para hacer palidecer el delito más cruel, la comunidad era presa del pánico, temiendo que la ira y el castigo de los dioses cayeran sobre todos, y no bastaba con la vida de un solo hombre para expiar una simple culpa. La ejecución del culpable en medio de los más atroces tormentos hubiera podido ser la consecuencia natural del acontecimiento, pero podía ocurrir que el acusado se proclamase inocente y que no hubiera pruebas concluyentes para demostrar su culpabilidad. Era sometido a una especie de ordalía: con la cabeza metida dentro de un saco, una mano atada a la espalda y en la otra una espada, tenía que combatir contra un animal feroz, un lobo o incluso un león. Si conseguía sobrevivir era reconocido como inocente y reintegrado a su rango y a sus derechos. Si sucumbía, la fiera que le había dado muerte era sepultada viva con su cuerpo a fin de que continuase desgarrándole durante toda la eternidad. Esto es lo que ha visto en esa fotografía… —concluyó Fabrizio volviendo a guardar la foto en el cajón.

—Una historia de pesadilla —comentó Reggiani—, no cabe duda. Pero yo debo tratar de comprender qué hay detrás de estas muertes espeluznantes. Y ahora que he escuchado sus palabras, diría que nos encontramos, más o menos, ante una réplica de este terrible ritual.

—Así parecería —aprobó Fabrizio.

—Podríamos, por consiguiente, pensar en alguien que de algún modo haya tenido noticia de este descubrimiento y se haya quedado impresionado hasta el punto de reproducir ese rito de forma totalmente realista…

—Es posible, aunque resulta difícil suponer el móvil.

—Ya —admitió Reggiani—. Tanto más cuanto que el cadáver de Ronchetti fue encontrado antes de que usted abriera la tumba.

—Y por tanto estamos en un punto muerto.

El teniente Reggiani se mordió el labio inferior.

—Aunque no fuese más que por una simple cuestión de principios, debo pensar en causas de carácter natural, y en términos absolutamente racionales.

—¿Acaso le parece que le estoy sugiriendo otra cosa? —preguntó Fabrizio.

—No, sin duda. Pero ¿por qué me ha mostrado este diente, entonces? El diente de un animal muerto hace veinticinco siglos, si no estoy equivocado.

—No lo sé… me ha salido espontáneamente.

Reggiani extendió el brazo como para preguntar si podía tocar el colmillo que Fabrizio sostenía en su mano, y se lo depositó en la palma.

—¿Sabe? —prosiguió el oficial dándole vueltas entre los dedos—. Cuando me ha mostrado esta cosa me ha venido a la cabeza una imagen que vi hace algunos días en la televisión. Uno de esos programas sobre naturaleza, ¿sabe? Mostraban el cráneo de un homínido sudafricano con dos extrañas señales en la parte superior del cráneo que nadie había sido capaz de interpretar hasta que no se encontró la calavera de un depredador de la época, cuyos caninos superiores encajaban exactamente en el interior de esas señales… —Le mostró el diente que tenía en la mano—: ¿Puede dejármelo durante veinticuatro horas?

Fabrizio se encogió de hombros.

—No debería, pero ¡qué demonios! Si no confiamos en los carabineros, ¿en quién vamos a confiar? —Y añadió—: ¿Qué pretende hacer con él?

—Mostrárselo a un amigo.

—Está bien. Pero tráigamelo mañana, sin falta, llegará mi colega de Bolonia y quiero que encuentre el esqueleto completo en todas sus partes.

—Puede confiar en mí —le aseguró el oficial. Hizo ademán de ponerse de nuevo la gorra, pero Fabrizio se acordó de aquella voz de mujer en el teléfono y pensó que tal vez haría bien hablándole de ello. Y comenzó diciendo:

—Oiga, quisiera contarle una cosa…

En ese mismo instante, sin embargo, alguien llamó a la puerta. Era Francesca.

—Buenos días, teniente —dijo en primer lugar al ver a Reggiani y luego, vuelta hacia Fabrizio, añadió—: El superintendente está en su despacho. Desea hablar contigo.

—Voy enseguida —dijo Fabrizio levantándose.

—¿No quería contarme una cosa? —preguntó el teniente Reggiani.

—No importa —respondió Fabrizio—. Se lo contaré en otra ocasión.

—Como quiera. Hasta la vista, profesor Castellani.

—Hasta la vista, teniente. Y… se lo ruego.

—Tranquilo. Lo volverá a tener mañana mismo.

Se caló la gorra y se alejó por el pasillo.

—¿A qué cosa se refería? —preguntó Francesca.

—A nada. Le he prestado una cosa… ¿Tienes idea de lo que quiere Balestra?

—No hay que ser muy listo para imaginárselo. Has excavado una tumba intacta de finales del siglo cuarto y no le has dicho aún ni media palabra de ello.

—Ya. Mejor dicho, ahora que me haces caer en la cuenta, resulta extraño que él no se haya interesado antes.

—No ha dado señales de vida porque no estaba. Ha estado fuera.

—¿Dónde?

—No lo ha dicho. Tal vez en el ministerio, ¿qué sé yo?

Estaban ahora ya delante de la puerta del superintendente; Francesca le hizo seña de que entrase y al mismo tiempo se alejó hacia su despacho. Fabrizio llamó a la puerta.

—Adelante —respondió la voz de Balestra desde el interior—. Le parecerá increíble —comenzó diciendo el superintendente antes incluso de que a Fabrizio le hubiera dado tiempo de sentarse—, pero con una excavación en curso de esta importancia no he tenido ni un instante para que me vieran el pelo.

«Me gustaría mucho saber por qué», pensó Fabrizio para sus adentros, pero dijo en cambio:

—Me imagino que se pasan momentos en los que uno no sabe por dónde tirar.

Balestra cogió de una caja un medio toscano y se lo metió entre dientes.

—Quédese tranquilo —añadió enseguida tras ver la aprensión en el rostro de Fabrizio—. He dejado de fumar. Entonces, por lo que parece la tumba del Rovaio estaba completamente intacta. ¿Es así?

—Así es, señor superintendente.

—¿Y me lo dice de este modo?

—Bueno, están ocurriendo cosas en torno a esa tumba que acabarían incluso con el entusiasmo del más pintado.

Balestra se ensombreció repentinamente.

—No puedo decir que ande errado, en efecto. Y me han dicho que estaba con usted el teniente de los carabineros.

—En efecto.

—De todas formas, me urgía tener un informe directo de usted, antes del escrito que me enviará cuando le venga bien. Y quería decirle, además, que por lo que a mí respecta puede también publicarlo usted por su cuenta, si así lo desea.

Fabrizio dio muestras de valorar muchísimo el honor que se le hacía, pero adoptó una actitud defensiva por cortesía.

—Le doy las gracias, superintendente, pero no me parece oportuno, y además tengo ya mi investigación en marcha. Yo me he limitado a documentar el hallazgo y a recuperar el ajuar de la tumba.

—Insisto en que publique usted por lo menos una parte de los restos hallados o firme conmigo la publicación, si así lo prefiere. Y ahora cuéntemelo todo con pelos y señales.

Fabrizio comenzó exponiendo todas las fases de la exploración, de la apertura y de la recuperación, hasta llegar a hablar del tosco sarcófago apoyado contra la pared norte de la cámara funeraria, y mientras lo hacía su rostro cambiaba de expresión, comunicaba una sensación de profunda inquietud y de extravío.

—Se presentó ante mis ojos un espectáculo impresionante —dijo—. Ése sarcófago es la sepultura de un Phersu

—No puedo creerlo…

—Así es, estoy convencido. Y me encontré delante de un ritual espeluznante, si mi reconstrucción es exacta. Véalo usted mismo… —Extrajo del cartapacio un expediente y le mostró una gran fotografía en blanco y negro—. Vea —prosiguió diciendo mientras Balestra examinaba la imagen—, mi reconstrucción de los hechos es que el hombre es seguramente un Phersu, porque he encontrado jirones de tela adheridos aún a su cráneo y a las vértebras del cuello. He deducido de ello que debía de tener la cabeza metida en un capuchón o dentro de un saco en el que tal vez había pintada una máscara…

Balestra se estremeció de manera apenas perceptible, pero Fabrizio se quedó impresionado porque el superintendente era conocido como un hombre duro, no sin ciertos rasgos de cinismo en su no fácil carácter.

—Continúe… —dijo sin levantar los ojos de la fotografía.

—Por si fuera poco, en el centro del arquitrabe de la entrada está el símbolo de la luna negra y en la pared interior occidental un fresco con la imagen de Charun. El sarcófago es tosco, sin ornamentos de ninguna clase y sin la menor inscripción. El otro esqueleto, el del animal, se halla intacto, mientras que el del hombre está machacado. He deducido de ello que la fiera fue encerrada viva con el cadáver del Phersu. Pero cabría pensar asimismo que el hombre estaba tan solo herido, que la ordalía fue interrumpida para hacer su muerte mucho más espantosa de lo que se pueda uno imaginar…

Balestra escrutaba ahora la fotografía con una lupa, pero se veía a las claras que trataba de disimular sus propias emociones. Sudaba por la frente y las sienes y el color de su rostro se volvía cada vez más terroso.

—Me parece una deducción plausible —comentó con sequedad, controlando el tono de voz—. Continúe, se lo ruego.

Fabrizio dejó escapar un largo suspiro y prosiguió hablando.

—Mi hipótesis parece confirmada por el hecho de que el suelo de delante del sarcófago está arañado como por unas grandes y potentes uñas, señal de que la fiera opuso una terrible resistencia. Otros fragmentos de cuero que he encontrado un poco por todas partes entre los huesos, pero también a los pies del sarcófago, los he atribuido a los lazos y ataduras con que la bestia fue forzada a entrar dentro de la urna. He calculado que fueron necesarios varios hombres para conseguirlo.

Sacó del cartapacio otras fotos y las esparció por encima de la mesa delante del superintendente.

—Me he permitido ponerme en contacto con una colega, la profesora Vitali de la Universidad de Bolonia, especialista en paleozoología, para hacerle examinar el esqueleto del animal… Ya habrá notado usted las enormes dimensiones.

—Por supuesto —dijo el superintendente—. Es un ser espantoso… un caso… casi quimérico…

Fabrizio extrajo de nuevo otras fotografías de su cartapacio y las dejó sobre la mesa. Representaban el sarcófago con la dama tallada en alabastro, y comenzó a exponer su punto de vista acerca de aquel bloque macizo en el interior de una sepultura maldita, pero se dio cuenta de que, a pesar de la maravillosa belleza de aquella obra de arte, el superintendente no le estaba ya escuchando. Parecía absorto y meditabundo, como absorbido por una pesadilla y Fabrizio notó que había desmenuzado por completo el cigarro que tenía entre los dedos.

—¿Se encuentra bien, señor superintendente? —le preguntó.

Y esperó a que Balestra sintiera la necesidad de confiarse con alguien, incluso con él mismo, y que le hiciera partícipe del misterioso compromiso que le tenía prácticamente apartado de su despacho desde hacía semanas, pero el funcionario recobró enseguida su aplomo habitual.

—Sí, por supuesto —respondió—. ¿Por qué me lo pregunta?

«Como si no lo supieses», pensó, pero hizo caso omiso de la pregunta.

Balestra se secó la frente y se masajeó largo rato las sienes como para aliviar unas dolorosas punzadas. Fabrizio hizo de tripas corazón y consideró que había llegado el momento de coger el toro por los cuernos.

«Ahora o nunca», pensó, y prosiguió:

—Porque su reacción ante estas imágenes y ante mis palabras no ha sido normal. Y si me permite, tampoco es normal que haya dejado usted desde hace varios días su sede de Florencia, que se niegue a coger el teléfono nueve de cada diez veces y que no tenga tiempo siquiera para excavar personalmente una tumba intacta como la del Rovaio y le endilgue la tarea al primero que tiene a mano. En resumen, ¿no podríamos, cada uno por nuestra parte, descubrir nuestras cartas?

Balestra cogió otro medio toscano de la caja y se lo metió en la boca quedándose en silencio un rato; luego comenzó diciendo:

—Creo que tiene usted razón, Castellani. Lo encuentro justo, juguemos a cartas descubiertas, por lo menos hasta donde sea posible… Digamos, entonces, que hace tres años vino a verme un sujeto diciendo que durante unos trabajos de excavación en una cantera por la zona del río de las Macine salió a la luz una inscripción antigua en seis piezas, grabada en bronce, y que el propietario del terreno tenía contactos con unos traficantes para mandarla al extranjero y venderla mediante cómodo trámite a un anticuario de Suiza o de Luxemburgo. Él estaba dispuesto a decirme dónde se encontraba si le garantizaba una recompensa.

»Que un saqueador de tumbas, ya sea ocasional o profesional, venga a ofrecernos un hallazgo es algo que sucede raramente; pensé que lo hacía para vengarse de quien le había encargado el trabajo y que probablemente le había hecho alguna jugarreta o tal vez le había despedido, y que de paso pensaba embolsarse también un poco de dinero matando dos pájaros de un tiro. Le respondí que sí, que era posible; si me conducía hasta esa inscripción podría concederle la recompensa por el hallazgo, aunque por el momento no estaba en condiciones de decirle a cuánto podía ascender, ya que no había visto aún el objeto encontrado.

»El hombre, un tipo extraño, debo decirle, con los ojos revirados, pareció satisfecho de mis promesas y me indicó el lugar exacto en el que se conservaba la inscripción: un saco de plástico cubierto de arena y piedras al fondo de una torrentera. Fuimos de noche, con los carabineros de la unidad especial…

—¿Estaba también el teniente Reggiani? —le interrumpió Fabrizio instintivamente.

—No —respondió el superintendente—. Reggiani no es de la unidad de protección del patrimonio arqueológico. Él viene del ROS y le mandaron aquí para que se relajase después de tres años en Sicilia y dos en Calabria en zonas de altísima densidad mafiosa. Llegó al año siguiente y por el momento no sabe nada de esto. Al menos eso creo.

»Recuperamos la inscripción y yo informé de ello a mis superiores: al ministro en primer lugar, y luego al director general y a los más estrechos colaboradores. Cinco personas en total, ahora seis con usted, Castellani. Luego me puse a estudiar la inscripción, o, mejor dicho, los seis fragmentos. Muy pronto me di cuenta de que faltaba una pieza, la séptima, pero no conseguí de ningún modo saber dónde podía encontrarse. Le apreté las clavijas al revendedor, que me indicó, permaneciendo sin embargo anónimo, el lugar en el que, según él, había aparecido la inscripción. Mandé realizar inmediatamente unos sondeos para ver si existía un contexto de algún tipo, algún rastro que me permitiera situar aquella inscripción, relacionarla con un período y un lugar concreto. Pero mi investigación no condujo a ningún resultado. No encontré allí el más mínimo elemento que me condujera a un contexto antiguo. O el hombre me había mentido o la inscripción había sido trasladada a aquel lugar y provisionalmente enterrada antes de ser exportada ilegalmente al extranjero…

Fabrizio notó que el superintendente había recuperado el color; el poder comunicarse con alguien había aligerado la presión que una preocupación angustiosa ejercía sobre él. Esto le convenció de que aquella preocupación debía de ser más tétrica y sombría de lo que se había imaginado.

—Mientras ensanchaba el campo de las investigaciones para podernos hacer con el séptimo fragmento, admitiendo que existiera —continuó el superintendente—, me puse con el máximo empeño a estudiar la inscripción e hice enseguida un descubrimiento extraordinario: estaba redactada en un lenguaje extraño, indudablemente etrusco, pero, por así decir, plagado de latinismos arcaicos que de algún modo hacían el texto más comprensible. Creo que, una vez publicada, esta inscripción será citada por los filólogos y por los lingüistas del mundo entero.

—¿Significa ello que ha conseguido traducirla? —preguntó Fabrizio con una expresión casi de incredulidad.

—Creo que estoy cerca de lograrlo y en cualquier caso he comprendido de qué se trata… Es… un ará.

—Una maldición —tradujo Fabrizio.

—En realidad son seis, una por cada fragmento… Y con toda probabilidad falta la séptima y más terrible de todas.

Balestra guardó silencio y también Fabrizio se quedó un poco sin saber qué decir.

—No será esto lo que le angustiaba… —trató de minimizar Fabrizio—. La antigüedad está llena de maldiciones que no se han cumplido.

Balestra le miró con una expresión imperturbable, casi molesta.

—Ésta sí —dijo.

—¿Perdone?

—Ésta podría… —interrumpió la frase que había iniciado y prosiguió con tono muy distinto—. Mire, Castellani, será sin duda una coincidencia, pero esa maldición fue grabada en bronce para durar eternamente y fue lanzada debido a un crimen horrendo perpetrado en la antigüedad en la misma ciudad de Volterra. Y va usted y me pone sobre la mesa la documentación de la excavación de la sepultura de un Phersu, aparentemente de la misma época de la inscripción, y que pinta la situación más espeluznante, si queremos llamar a las cosas por su nombre.

—A decir verdad, sí —hubo de admitir Fabrizio.

—Es algo inevitable relacionar las dos cosas aunque uno no quiera.

—En efecto.

—Por si fuera poco, dos individuos implicados en el intento de apertura de la tumba son encontrados con la garganta destrozada, el cuello y la cara prácticamente devorados por una fiera de la que no se ha encontrado el más mínimo rastro. Nunca se ha visto una secuencia de coincidencias de este alcance.

—¿Ha hablado con el teniente Reggiani?

—Soy un funcionario del Estado.

—Ya.

—Reggiani es un oficial de primer orden, un muchacho con pelotas. —Fabrizio se quedó sorprendido por una expresión tan coloquial por parte del superintendente, siempre tan envarado, y la interpretó como una necesidad de confianza y de seguridad, lo cual no hizo sino alarmarle más aún y le hizo pensar que le había dicho mucho menos de lo que en realidad sabía de aquella inscripción. Era evidente por un buen número de indicios que tenía un miedo del demonio—. Puede que consiga encontrar el cabo de la madeja antes de lo que creemos —concluyó el superintendente.

—Es posible. Pero he tenido la impresión de que navega en aguas turbulentas.

—Ya veremos —comentó Balestra masticando nerviosamente su medio puro.

—Ya veremos —repitió maquinalmente Fabrizio. Pensó que tal vez Balestra tenía ganas de decir algo más y que, insistiendo, tal vez podría recabar otras noticias. Dijo—: Perdone el atrevimiento y no me juzgue demasiado entrometido, ¿no me permitiría por casualidad, y de modo totalmente reservado, leer la traducción?

—No puedo —respondió enseguida el funcionario—. Es demasiado pronto. No estoy totalmente seguro de la interpretación y hay muchas partes con lagunas. Tenga paciencia, es algo delicado.

—La fragmentación de la inscripción, ya sea en seis o siete piezas, ¿cree que se produjo en la antigüedad o bien en nuestros días, obra de los que tal vez querían exportarla clandestinamente?

—Se produjo recientemente. Estoy seguro de ello. Se ve perfectamente que utilizaron una cortadora con disco diamantino, los bárbaros ésos.

—¿Y por qué razón, según usted?

—Puede haber varias posibilidades, la primera es que alguien la cortara para hacerla más transportable: un objeto entero de tales proporciones resulta muy visible y puede fácilmente despertar sospechas y curiosidad. En este caso hay que pensar que la lámina estaba a punto de ser exportada. Un buen restaurador habría podido recomponerla cómodamente en el extranjero soldándola con el mismo tipo de material. O bien pudiera ser que el comprador o el propio revendedor pensase en un primer momento en sacar más dinero vendiendo las piezas por separado. Lo curioso del caso es que el mismo autor de la maldición parece haber descompuesto en bloques, por así decirlo, su texto, toda vez que la fragmentación de la losa no ha creado lagunas en él.

—¿Y usted cómo interpreta este hecho?

—En el sentido de que el autor quiso imprimir una mayor eficacia a cada una de sus maldiciones.

—Estoy de acuerdo con usted.

—Las fracturas fueron realizadas por un hombre bastante diestro, que las hizo coincidir con los espacios de separación de los seis bloques de texto… Escuche, Castellani, lo siento, pero por el momento no puedo decirle más. Solo debe tener un poco de paciencia. De todos modos, mantengámonos en contacto; para cualquier necesidad o urgencia, no dude en llamarme a la hora que sea. —Balestra se levantó para acompañarle hasta la puerta y añadió—: Se lo ruego, no diga ni media palabra a nadie de lo que le he dicho. Llevo dos años trabajando en esta inscripción y no quisiera que trascendiese nada antes de que haya terminado de estudiarla y antes de que…

—¿De qué, señor superintendente?

—Antes de que aparezca el séptimo fragmento. Aún no he perdido del todo la esperanza.

—Puede contar con mi discreción.

Fabrizio recordó de nuevo la voz de mujer que le había llamado la primera noche mientras trabajaba en el Museo y por un momento pensó que habría podido hablar de ello con el superintendente, pero se dio cuenta de que la situación estaba demasiado enredada ya para complicarla aún más con ese asunto y no dijo palabra de ello. Recogió las fotografías de la mesa y las volvió a guardar en la bolsa.

—Mande hacer copias y hágamelas llegar, por favor —dijo Balestra.

Fabrizio asintió, le estrechó la mano y salió al pasillo volviendo a su despacho.

Francesca le alcanzó enseguida.

—¿Cómo ha ido?

—Se ha quedado de una pieza.

—Me lo figuro. No ocurre todos los días ver imágenes de este tipo.

—Me ha hablado de la inscripción. Francesca pareció caer de las nubes.

—¿Qué inscripción?

Fabrizio le dio la espalda y se acercó a la ventana para mirar hacia abajo a la gente que transitaba por la calle. Delante de él, en el lado opuesto, había una tienda de souvenirs que tenía expuesta en el escaparate una pésima reproducción del «chiquillo de Volterra». Dijo:

—¿Crees oportuno seguir jugando al escondite? Te estoy hablando de la inscripción en seis fragmentos que Balestra está tratando de traducir.

Francesca se le acercó y apoyó una mano en su hombro.

—No es desconfianza —dijo en tono conciliador—, balestra me había ordenado no decir una palabra a nadie y yo soy una persona como es debido. Es una patata caliente. Falta aún una pieza y él…

—También a mí me ha ordenado que no diga ni media palabra a nadie y, en realidad, estoy hablando de ello contigo. Y en cualquier caso, sé también que falta una pieza.

—¿Entonces?

—Pues entonces quiero que me consigas la traducción. Tú tienes acceso a su despacho y puedes lograrlo.

—Ni hablar.

—Entonces lo intentaré yo.

—Estás loco. Daré cuenta a los carabineros.

—Eres una tonta que no se da cuenta de que estamos en una situación apurada, y sobre todo en peligro. Yo el primero, pero también tú. De todas formas, haz lo que te parezca, pero no me vengas a jorobar.

Francesca le miró pálida de la estupefacción, sin conseguir articular palabra; luego salió dando un portazo.