El doctor La Bella apagó la colilla en el cenicero, se quitó las gafas con gesto parsimonioso y estudiado y comenzó a limpiarse los cristales con un pañuelo de un blanco inmaculado.
—¿Entonces? —preguntó el teniente Reggiani con un tono casi impaciente.
—Es tal como había dicho, mi querido teniente, ¿recuerda? Si no atrapan a esa bestia no tardaré en tener otros cuerpos desgarrados en mi mesa de autopsias. Así es la cosa.
—Únicamente querría saber si es cierto que se trata de la misma causa —dijo Reggiani.
—Yo no tengo ninguna duda al respecto —respondió La Bella—, aunque no podamos afirmarlo a ciencia cierta. En cualquier caso, si quiere echarle un vistazo…
Se levantó y se dirigió hacia las cámaras frigoríficas. Reggiani hubiera querido decir que no, que en aquel momento no le interesaba, pero le siguió por un prurito profesional. La Bella agarró el tirador de una portezuela, tiró hacia él hasta que los restos, cubiertos por un lienzo, asomaron hasta la altura de la cintura, y levantó la sábana.
—¡Cristo bendito! —murmuró Reggiani apartando casi al instante la mirada—. Ha quedado peor incluso que el otro.
La Bella volvió a cerrar la cámara frigorífica y bloqueó la puerta:
—¿Ha hablado con el fiscal sustituto?
—¡Cómo no! Me llama al móvil cada dos o tres horas para saber en qué punto se encuentran las investigaciones.
—¿En qué punto se encuentran las investigaciones? —repitió mecánicamente La Bella.
—Están estancadas en la mierda, doctor La Bella. ¿Dónde quiere qué estén? Tengo dos fiambres hechos polvo y ni el menor rastro de pruebas. Y por si fuera poco el caso puede estallar de un momento a otro, lo que significa que en un abrir y cerrar de ojos la ciudad se vería asediada por una turba de reporteros de televisión y por una jauría de periodistas ávidos de sangre y de misterio. Hasta ahora he conseguido convencer al fiscal de que mantenga en secreto la situación para no desencadenar el pánico. En medio de la desgracia hemos tenido la suerte de que el testigo del hallazgo de este segundo cadáver ha mantenido por ahora la boca cerrada; sé que puedo fiarme de mis hombres, pero no sé si puedo seguir así por mucho tiempo. Al mismo tiempo he de poner en práctica todos los medios de protección para los ciudadanos expuestos. No es fácil.
Los dos se encontraban en el umbral de la puerta. La Bella miró a los ojos al oficial con una expresión de desconsuelo.
—Tal vez lo que digo es una bobada, pero ¿ha probado con los perros?
—Es lo primero que hicimos. Pero la batida no dio ningún resultado. Ésos pobres animales parecían enloquecidos, corrían en todas direcciones, luego volvían atrás, para dispersarse nuevamente por los matorrales y volver a continuación atrás otra vez. Algo que daba verdadera lástima.
—Comprendo —dijo La Bella—. Pero no puede dejar de advertir a la gente. Tienen derecho a saber, aunque solo sea para que puedan tomar precauciones…
—¿Y cree usted que no he pensado en ello? Mire, esperaba que el primer caso pudiera permanecer aislado; ese animal, o lo que sea, hubiera podido desaparecer o terminar en otra parte, o bien haber sido muerto, ¡qué demonios! Ahora iré a ver al fiscal y someteré a su consideración mi plan.
—¿Soy indiscreto si le pregunto de qué se trata?
—No es por desconfianza, La Bella, pero primero debo pedir consejo al fiscal sustituto. En definitiva, se trata en cualquier caso de la cuadratura del círculo: comunicar con los ciudadanos, pedir a la prensa una actitud responsable y a continuación concentrarse en la solución del caso con todas las energías disponibles.
El doctor La Bella le dio una palmada en la espalda.
—No le envidio, teniente. Y buena suerte, no he visto nunca en mi vida a alguien que la necesite más que usted.
Reggiani montó en su coche con el sargento Spagnuolo y pasó por el despacho del fiscal sustituto. El hombre parecía en estado de fibrilación; ni siquiera le pidió que se sentara.
—Tal vez no se da usted cuenta, teniente —atacó—, pero de un momento a otro esta situación puede escapársenos de las manos, provocar incluso la intervención de las más altas instituciones…
Reggiani perdió enseguida la paciencia.
—Esto, si me permite, es lo último que se me ocurriría pensar; esa gente no corre el menor peligro y sin duda tienen asuntos muy distintos en la cabeza. En cuanto a la situación, ya se nos ha escapado de las manos, y por dos veces, dado que tenemos dos fiambres en el depósito de cadáveres en tan mal estado que inspiran lástima, y lamentablemente todo hace pensar que puede haber otros.
—¡No es posible! —gritó el fiscal sustituto—. ¡Pero sino es más que un animal! Dispone usted de unidades con perros policía, helicópteros, todoterrenos, docenas de hombres.
Reggiani agachó la cabeza para disimular la cólera y respiró hondo antes de responder.
—Mire, señor fiscal sustituto, todos los medios que usted acaba de mencionar han sido puestos ya en práctica sin que hayamos podido lograr ningún resultado y he empleado a los mejores hombres tanto en las batidas como en las investigaciones. No es este un caso como los demás. Sin embargo, ahora, he de preocuparme también de otras cosas y pedirle su colaboración.
El fiscal sustituto asintió no sin cierta condescendencia.
—Quisiera que pidiera usted de forma directa y discreta a los directores de los periódicos el silencio de la prensa teniendo en cuenta la gravedad y lo insólito de la situación; yo por mi parte me las arreglaré para poner al corriente a la población, entre la que sin duda ya corren rumores incontrolados de la presencia de una amenaza, por lo que deben observar una serie de precauciones. Por suerte, no estamos en una gran ciudad. En el fondo debemos comunicarnos con un número de familias bastante restringido. Al mismo tiempo trataré de replantear las investigaciones a partir de otros presupuestos.
—¿Y cuáles serían dichos presupuestos, si puede saberse? —preguntó el fiscal sustituto.
—Quiero partir de esa tumba —repuso Reggiani— y del hombre que la ha abierto y excavado. Debe de ser el inicio de todo…
Fabrizio tomó del tablero el manojo de llaves y bajó a los almacenes. Sonia se había excitado tanto a la vista de las fotografías que quiso partir enseguida a toda costa; por tanto llegaría con toda probabilidad al día siguiente y él quería arreglárselas para que encontrara el material ya ordenado para el trabajo. No veía, además, la hora de volver a sus estudios y olvidar todo lo demás. De haber sido posible lograrlo…
Descendió dos tramos de escalera por debajo de la planta que daba a la calle y enseguida se dio cuenta de que estaba en la entraña de la ciudad; paredes de toba, antiguos cimientos de características indefinibles, un basamento de grandes bloques, seguramente de época etrusca. Encendió la luz y recorrió un largo pasillo cubierto por una bóveda de cañón. A los lados había el típico depósito polvoriento de objetos de todos los subterráneos de los museos y de las superintendencias de Italia; piezas de mármol y de piedra, segmentos de columnas, esculturas mutiladas y fragmentadas en espera de restauración desde hacía décadas, golletes y asas de vasijas, ladrillos de pavimentación y cajitas. Cientos de cajitas. De plástico, amarillas o rojas, apiladas una sobre otra, cada una de las cuales con su propia etiqueta adhesiva que llevaba el nombre de la excavación, el sector y la capa de la que provenían los hallazgos que contenían.
Los materiales de la excavación de Zona Rovaio, aparte del sarcófago de alabastro que había sido guardado en otro almacén fuera de la ciudad, estaban al fondo, colocados bajo un gran nicho abierto en el espesor del muro. Fabrizio extendió sobre el suelo una lona de plástico y comenzó en primer lugar a ordenar las piezas más dispersas y rotas del esqueleto humano. Colgó en la pared de enfrente una fotografía ampliada de la polaroid que había sacado del interior del sepulcro, luego encendió una lámpara portátil de mecánico y se puso a recoger aquellos fragmentos, uno tras otro, buscando con dificultad los puntos de coincidencia, las atormentadas líneas de recomposición de un cuerpo casi desintegrado por una fuerza devastadora.
Reconstruía pacientemente húmeros y clavículas, alineaba las falanges de los dedos dispersas por doquier. De vez en cuando alzaba la mirada a la fotografía gigante que había colgado en el muro y aquella imagen espantosa, aquel amasijo horrendo de huesos y colmillos le transmitía una inquietud angustiosa, una ansiedad creciente que trataba en vano de dominar. Casi sin darse cuenta llegó a rozar con los dedos el cráneo del hombre, una parte del hueso temporal en el que tenía aún adherido un pedazo de hebra del saco en el que había sido metida la cabeza en el momento de la trágica ordalía, y la emoción que le oprimió por dentro estalló con fuerza incontrolable. Ésos pobres restos le transmitieron, nítidamente, las imágenes de aquellos momentos atroces y desesperados: un jadear afanoso, sofocado; el latido enloquecido de un corazón atenazado por el terror y aquellos colmillos, puñales acerados que se clavaban en la carne viva mientras el hombre gritaba de dolor blandiendo a ciegas, e inútilmente, la espada empuñada. La sangre que salpicaba a cada mordisco más copiosa, empapando el terreno, la sangre que volvía a la fiera cada vez más excitada y agresiva, más ávida de causar estragos. Oía el siniestro triturar de huesos que cedían de golpe a la mordedura de los dientes de acero, el olor nauseabundo de los intestinos desgarrados, arrancados del vientre y devorados palpitantes aún, él vivo y aullando, sacudido por los estertores de la agonía.
Chorreando de sudor, Fabrizio no conseguía controlar ni el latir furioso del corazón, ni las lágrimas que brotaban de sus ojos y le bañaban las mejillas, ni el movimiento convulso de los párpados que fragmentaban aquella tragedia en mil aguijones sanguinolentos que le traspasaban cada poro del cuerpo y del alma.
Lanzó un grito ronco y ahogado, como de alguien que grita en sueños, y tuvo la impresión de que su voz había apagado la lámpara sumiéndole de golpe en las tinieblas del subterráneo. Pero muy pronto aquella oscuridad silenciosa resonaba con una nenia lúgubre, se animaba de presencias, oscuras, siniestras; espectros arropados con negros mantos que llevaban un féretro con los jirones sangrientos de un gran cuerpo descuartizado. Y detrás gruñía la fiera, los ojos fosforescentes en la oscuridad, chorreante de baba sanguinolenta, sujeta con lazos y ligaduras por los bestiarios sacudidos por su inmensa potencia. La arrastraban a viva fuerza a su último destino: ser sepultada viva con el alimento humano que debería saciarla para toda la eternidad.
Fabrizio gritó de nuevo y se dejó hundir, sin ofrecer ya resistencia, en un pozo de silencio.
Ignoraba cuánto tiempo había pasado cuando una luz le hirió los ojos y una voz le hizo volver en sí de improviso.
—¡Profesor, profesor! Pero ¿qué le ha pasado? ¿Se siente mal? ¿Quiere que llame a un médico?
Se levantó pasándose una mano por la frente y la imagen confusa que tenía delante fue adquiriendo paulatinamente los contornos del rostro bien conocido de Mario, el vigilante.
—No… no… —respondió—. No hay ninguna necesidad. Debo de haberme caído… No es nada, estoy muy bien, se lo aseguro…
Mario le miró de reojo.
—¿De veras? Tiene mal aspecto…
—Segurísimo, Mario. Estaba trabajando, pero aquí abajo hay humedad… falta el aire…
—Sí, es cierto… no es un lugar para trabajar. —El vigilante alzó los ojos hacia la pared para contemplar la fotograba ampliada—: ¡Oh, santo cielo!, pero ¿qué es eso?
—No es nada, Mario —dijo Fabrizio enrollando apresuradamente la fotografía—. Nada más que huesos. Quién sabe cuántos habrá visto.
Mario comprendió y cambió de conversación.
—Oiga, arriba le buscan.
—¿Quién?
—El teniente de carabineros. Se llama Reggiani.
—¿Sabe qué es lo que quiere?
—Únicamente hablar con usted… debe de ser por ese desgraciado al que han matado. A mí me ha dicho que no abra el pico. No sé cómo se las ha arreglado para saber que yo estaba enterado…
—Es su oficio, Mario.
—De todas formas, yo no he hablado con nadie, pero los rumores corren igualmente, la gente tiene miedo.
—Es algo comprensible.
—Ya… Entonces, ¿le hago acomodarse en su despacho?
—Sí, gracias. Dígale que voy enseguida.
Mario se fue escaleras arriba y Fabrizio volvió a observar su trabajo. El esqueleto humano estaba recompuesto solo en su parte superior y de modo incompleto. Pensó que tal vez tendría que pedir ayuda a un técnico especializado en osteología o no conseguiría llevar a cabo aquella empresa. Quedaba muchísimo trabajo aún que hacer, sobre todo por los pequeños fragmentos, que eran difíciles de identificar, y quedaba en cualquier caso por recomponer todo el esqueleto del animal, perfectamente entero aparte de algunas astilladuras y fracturas debidas probablemente a la acción del hielo durante milenios. Se inclinó y vio que uno de los cuatro enormes caninos se había desprendido de la mandíbula superior debido a las vibraciones durante el traslado. Lo recogió y se lo metió en el bolsillo, con el propósito de observarlo con atención y de medirlo, luego subió las escaleras, apagó la luz y cerró la puerta tras de sí.
El teniente Reggiani le esperaba en su pequeño despacho y cuando entró se puso en pie para saludarle y estrecharle la mano.
—Profesor Castellani…
Pero también por la expresión del oficial se veía que su aspecto no debía de ser del todo tranquilizador.
—Buenos días, teniente. Póngase cómodo le saludó Fabrizio, esforzándose por aparentar normalidad. —¿Puedo invitarle a un café? De máquina, se entiende.
—También ese está bien —repuso Reggiani—. Ahora lo hacen bastante bueno.
Fabrizio salió y volvió a aparecer poco después con dos vasitos de plástico que contenían el café y dos sobrecitos de azúcar, y fue a sentarse detrás de su escritorio. Reggiani se echó al coleto un sorbo del líquido humeante y comenzó diciendo:
—Profesor Castellani, siento tener que abusar de su tiempo, pero las circunstancias no me dejan elección. Estará usted al corriente de cuanto ha sucedido recientemente en la campiña de Volterra…
—No conozco todos los detalles, pero digamos que estoy al tanto.
—Mejor así. Por desgracia, la situación dista mucho de estar bajo control y he venido a verle con la esperanza de poder ver, hablando con usted, un rayo de luz en esta intrincada historia. Permítame que le resuma brevemente lo sucedido: el pasado miércoles, hacia la una de la noche, la Finanza sorprendió a tres furtivos tratando de penetrar por la parte superior en una tumba etrusca, esa que usted conoce.
—En efecto.
—Uno de ellos, un viejo conocido tanto nuestro como de los de la Finanza, un tal Ronchetti, fue encontrado muerto al día siguiente no muy lejos del lugar donde se produjo el intento de robo, con el gaznate horriblemente destrozado. El fiscal sustituto, que no está habituado a este tipo de cosas, al verle vomitó hasta la primera papilla.
—Me lo figuro.
—Pensamos en un primer momento que podía tratarse de la agresión de un perro vagabundo, pero la cosa nos pareció de todos modos extraña, porque alguien como Ronchetti que andaba desde hace años por los campos de noche, con el oficio al que se dedicaba, tenía que saber perfectamente cómo arreglárselas con los perros vagabundos y, en efecto, en el bolsillo de la chaqueta tenía la linterna con el flash y una pistola, una pequeña Astra Llama calibre 6,35.
»Según nuestro punto de vista, no le dio tiempo siquiera de echar mano al arma antes de morir. La noche del viernes, mientras estaba usted acabando el trabajo de excavación y de recuperación de los materiales, encontramos un segundo cadáver más maltrecho aún que el primero, también este desgarrado del mismo modo espeluznante. De los datos de que disponemos resulta que se trata de un tal Aurelio Rastelli, natural de Volterra, como también su padre, un vendedor ambulante que iba por los mercadillos populares vendiendo ropa. Absolutamente ninguna razón podía justificar un asesinato semejante si no es la pura casualidad…
—Es decir —apostilló Fabrizio—, el encontrarse en el puesto equivocado en el momento equivocado.
—Contamos, sin embargo, con indicios de que Rastelli estuvo, como Ronchetti, más o menos implicado frecuentemente en operaciones de excavación clandestina y venta ilegal de objetos de procedencia arqueológica. En estas zonas, como ve, el de saqueador de tumbas es para muchos como un segundo trabajo, una especie de trabajo a tiempo parcial con el que cierta gente trata de redondear sus ingresos. Nosotros y los de la Finanza hacemos lo que podemos, pero somos pocos, el territorio es grande y la gente no siempre colabora… Me he dirigido a nuestra central de Roma especializada en este tipo de investigaciones y he sabido que Rastelli fue fichado hace algunos años por posesión de objetos de este tipo.
—Lo que no hace necesariamente de él un saqueador de tumbas profesional —observó Fabrizio—. Sobre todo no creo que contemos con pruebas que puedan ubicarse con seguridad en Zona Rovaio en la noche de marras. ¿O me equivoco?
—He hecho analizar la tierra de las suelas de sus zapatos y, efectivamente, es la misma que se encuentra en la zona, pero, por desgracia, es la misma de toda una vasta área de alrededor y también de la zona donde vivía Rastelli.
—De modo que estamos en un punto muerto.
—En efecto. Hubiera podido ser, como hubiera podido no ser. Pero admitamos, desde el momento en que no se puede excluir, que la noche del miércoles Aurelio Rastelli estuviese en el Rovaio junto con Ronchetti y un tercer individuo desconocido por ahora. En este punto los dos muertos tendrían algo en común, es decir, haber sido cómplices en el intento de saqueo de la tumba etrusca.
—Bastaría entonces con descubrir la identidad del tercer hombre; rodearle sin hacerse notar con grupos bien armados y seleccionados y esperar a que el asesino, sea hombre o bestia, dé señales de vida para capturarlo o cuando menos reducirlo a un estado en que no pueda causar ulteriores daños.
—Veo que no le falta intuición —le dijo a modo de cumplido Reggiani.
—Nosotros los arqueólogos somos también investigadores, teniente, justamente como ustedes, pero con una diferencia. Ustedes llegan al lugar del delito algunos minutos o como máximo algunas horas después de producido el hecho. Nosotros al cabo de varios siglos.
—Es cierto, no lo había pensado nunca… Decía que lamentablemente no estamos en absoluto seguros de que la segunda víctima pueda relacionarse de algún modo con la primera y no podemos esperar encontrar una tercera para aforar el tiro en las investigaciones…
—¿Cómo cree que puedo yo ayudarle?
Reggiani agachó la cabeza como si sintiera incomodidad en expresar su propio pensamiento.
—No sé cómo decir… Yo, sí, tengo la impresión de que todo se ha originado por la apertura o, si prefiere, por la violación del sepulcro de Zona Rovaio. Tal vez le haga reír, pero yo me pregunto si… si no es a causa de alguna… alguna…
—¿Maldición? —concluyó Fabrizio, pero había en su tono una sombra de sarcasmo.
—Bien, no sé cómo explicarme… pero puedo decirle que a veces, cuando precisamente no tenemos ni la más mínima pista que seguir, ni una pizca de información a la que recurrir, solicitamos la ayuda de ciertos personajes… ¿sabe?, esos que llaman «sensibles», y le puedo asegurar que no pocas veces se han obtenido resultados asombrosos. También lo hacen en el extranjero, en Francia, en América…
—Confidencia por confidencia, teniente, le diré que también entre nosotros hay quien recurre a este tipo de personas, no sabría decirle con qué resultados porque, por lo que a mí se refiere, jamás he creído en ellas —respondió Fabrizio—, pero soy consciente de su problema. Si no he entendido mal no sabe muy bien por dónde tirar.
—Así es. No tenemos huellas de ningún tipo, ni tampoco indicios que nos permitan seguir una pista que valga la pena investigar…
Fabrizio pensó en las escenas que le había parecido revivir en el subterráneo y sintió que un escalofrío le recorría el espinazo. También Reggiani se dio cuenta de ello.
—¿Y la batida de la otra noche? —le preguntó como para distraerle de su estado—. Un despliegue de fuerzas imponente.
—Sí, que ha llamado la atención de la gente más de lo conveniente. Hemos divulgado que se trataba de una caza al hombre como consecuencia de un robo. Y, de todas formas, sin el menor resultado. Es como ir a la caza de fantasmas. No hemos dejado de intentar nada. Ésta mañana he ido a ver al anatomopatólogo y a nuestro médico forense, el doctor La Bella, un hombre de pocas palabras pero de gran experiencia, que ha realizado la autopsia, y el informe es espeluznante. Tanto uno como otro fueron desgarrados por un animal feroz dotado de una fuerza espantosa, semejante a la de una gran fiera… y de enormes colmillos. Se habla de seis, siete centímetros.
A Fabrizio se le ensombreció el rostro y de golpe se acordó del diente canino que había recogido de la caja del subterráneo para estudiarlo. Se metió una mano en el bolsillo y lo palpó, largo, liso y acerado, como si veinticinco siglos hubiesen pasado sin hacer la más mínima mella en él. Lo extrajo y se lo mostró al teniente Reggiani sosteniéndolo por la punta.
—¿Como éste? —preguntó.