Francesca llegó hacia las cinco y vio que los operarios habían cargado en el pequeño camión el sarcófago de alabastro «de cenotafio» con la efigie de la dama recostada en el pequeño lecho fúnebre y que estaban desmontando las barras del cabestrante. Vio el portalón abierto y entró. Fabrizio estaba apoyado sobre el borde de la tosca urna con la cabeza y los brazos hacia el interior.
Se levantó al oír sus pasos y ella se quedó impresionada por la expresión de su rostro, parecía que volviese del mismísimo infierno.
—¿Qué te sucede? Tienes un aspecto horrible.
—Estoy un poco cansado. —Le hizo seña de que se acercase—. Mira aquí. ¿Has visto nunca algo semejante?
Francesca se asomó para mirar en el interior de la urna y su sonrisa se apagó de golpe.
—Dios santo… pero es…
—Un Phersu… en mi opinión es un Phersu. Mira el cráneo, hay pegados en él todavía jirones del saco dentro del cual metieron su cabeza.
—Es un descubrimiento sensacional. Yo creo que es la primera vez que se encuentra la prueba arqueológica de ese rito, hasta ahora atestiguado únicamente en la iconografía, si no estoy equivocada.
—Así es, y sin embargo no consigo estar ni contento ni satisfecho. Cuando al levantar la tapa he visto esta escena casi he sufrido un síncope. Me ha hecho el efecto de que acababa de suceder ahora.
—Es normal —comentó Francesca—. Lo mismo me pasó a mí cuando excavé el muelle de Herculano con Contini; aquellas escenas de muerte y de desesperación cristalizadas en el tiempo no habían perdido un ápice de su carga de dramatismo humano… al menos para mí.
—¿Qué pudo haber hecho este pobre desgraciado para merecer una cosa semejante?
—Sabes perfectamente que estaban ya muertos cuando los encerraban en el sarcófago…
—Admitamos que así sea, pero ¿y antes? ¿Has visto esa bestia? Yo… yo no he visto nunca una cosa semejante…
Francesca se asomó de nuevo para atisbar en el interior con prevención, casi con temor.
—¿Qué es, según tú?
—Parece un perro, pero…
—A mí también me lo parece, tiene el hocico alargado, pero es… enorme. ¿Tenían perros de estas dimensiones en aquellos tiempos?
—No me lo preguntes, pues no tengo la más remota idea. Ésta noche quiero llamar a una amiga mía de Bolonia, Sonia Vitali, que es una especialista en paleozoología. Le mandaré la foto y luego le pediré que venga a ver estos huesos…
—¿Y ahora qué haces?
—Lo he fotografiado todo tanto con película normal como con digital, he tomado la posición de cada una de las cosas encontradas en el interior de la urna. Ahora estoy sacando los restos.
—¿Lo sabe Balestra?
—Le he llamado al despacho y al móvil, pero no he conseguido encontrarle. ¿Tú le has visto?
—No he pasado por el Museo… pero me parece extraño. Creo que le complacería ver la situación en su estado original.
—También yo lo creo, pero tanto la Finanza como los carabineros tienen problemas para asegurar la vigilancia, así que he hecho cargar el sarcófago de alabastro en el pequeño camión y ahora aparto esto. No me fío de dejarlo sin custodia. No hay nada de valor, pero…
—Entonces te ayudo —dijo Francesca. Y se puso manos a la obra recogiendo junto con Fabrizio cada fragmento, cada pieza de aquella tragedia y volviéndolo a poner en las cajitas de plástico. Colgaron de ellas unos cartelitos amarillos con la leyenda: «Tumba de Zona Rovaio, sarcófago A, restos óseos animales y humanos», una expresión vaga y confusa como la situación que se había presentado con la apertura de aquel sarcófago.
En el interior de la gran cámara no quedó más que la tosca urna en la que fue depositada nuevamente la pesada losa de cobertura. Las cajitas fueron colocadas ordenadamente por último en el pequeño camión, apoyadas sobre una capa de gomaespuma, envueltas en una tela de yute y encerradas en sacos de plástico para protegerlas de la deshidratación. Eran las siete y media cuando estuvo todo listo.
—¿Y la puerta? —preguntó Francesca—. Conozco a gente que nos daría un montón de dinero para venderla a algún traficante de Suiza.
—Pesa como un muerto —respondió Fabrizio— y haría falta un camión grúa de treinta toneladas: no conseguiría pasar nunca por este sendero y los carabineros han dicho que harán dos o tres pasadas con el jeep esta noche. Me parece que podemos estar tranquilos. Cuando vuelva Balestra le preguntaremos qué conviene hacer.
Francesca asintió.
—¡Virgen santa!, no pareces en absoluto un badulaque de universitario, podrías ser un excelente inspector.
—Gracias. Me imagino que se trata de un cumplido.
—Lo es, en efecto. Escucha… has hecho un trabajo excelente.
—No era difícil. No había estratigrafía, solo los dos sarcófagos.
—¿Has explorado un poco el terreno de alrededor?
—Ayer. Sobre todo en la parte alta. Recuperé algún que otro fragmento de bucchero, nada digno de mención. Está en el saquito de plástico transparente.
Francesca dio instrucciones a los operarios sobre dónde colocar el sarcófago de alabastro y las cajitas con los huesos. Dos hombres cerraron y bloquearon los pesados batientes de piedra de la puerta y la efigie de Charun pintada en la pared del fondo volvió a sumirse en la oscuridad, mudo y solitario guardián de una tumba vacía.
El jefe de los operarios puso en marcha el pequeño camión y partió con gran prudencia, en primera, seguido por el jeep de los carabineros. Los dos jóvenes se quedaron solos, uno en frente del otro delante de la puerta cerrada del antiguo mausoleo. Caía la tarde y el horizonte se apagaba lentamente en la arboleda del Rovaio.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Francesca quedamente.
—Sí… pero mira que…
—Lo sé, no es nada, pero tenías mal aspecto cuando te he visto. Es normal… son cosas que pasan. No ocurre todos los días ver una escena de este tipo. También yo me he quedado impresionada. Una concentración semejante de horror… yo no…
—Y ahora me explico también esos arañazos en el pavimento.
—¿O sea?
—Fue ese animal mientras trataban de forzarlo a entrar vivo en la tumba.
—Pero ¿cómo lo hicieron?
—Con unos lazos atados al cuello, y tal vez también a las patas… No consigo imaginarme la escena… Ésas garras hicieron surcos en la superficie de arenisca, así que imagínate en la carne de un hombre…
—¡Santo Cristo!
—Ya. —Y se encogió de hombros—. Bien, no vale la pena pensar más en ello. Sucedió hace más o menos dos mil quinientos años. Ahora ya no podemos hacer gran cosa. Y acaso era también un bastardo que se merecía morir así. En cualquier caso, nunca lo sabremos.
Francesca pasó por alto la ocurrencia sin fundamento de su compañero. Cambió de conversación.
—¿Y la dama?
—Su mujer, diría yo.
—Tal vez.
—O su hermana.
—Menos probable, en mi opinión. Ése falso sarcófago me parece de todos modos una declaración de amor.
Fabrizio extrajo del bolsillo de su camisa una foto polaroid que había tomado una hora antes y observó las maravillosas facciones de la dama de alabastro.
—Déjame adivinar lo que piensas: el Phersu era el esposo de esta mujer estupenda que continuó creyendo en su inocencia incluso después de la ordalía y no pudiendo ser enterrada en un lugar maldito quiso de todas formas que su propia imagen fuese colocada allí para atenuar la angustia del marido injustamente condenado per saecula saeculorum.
Francesca le miró con una leve sonrisa.
—¿Tan extraño lo encuentras?
—No, en absoluto. Y, además, no sabría cómo explicarme de otro modo la presencia de un cenotafio femenino en este lugar.
Francesca se dio cuenta de que a Fabrizio le hubiera gustado prolongar en otro lugar la conversación, pero se excusó.
—Lo siento, no puedo hacerte compañía esta noche. He de ir a casa de mis padres, a Siena. Mi madre no se encuentra muy bien.
—No te preocupes, nos veremos mañana o pasado. Y, además, no tengo ganas de comer nada. Ésta noche me tomaré un vaso de leche y directo a la cama.
—Entonces, ciao…
—Ciao, Francesca.
La muchacha subió a su coche, lo puso en marcha y partió. Fabrizio esperó a que se hubiese disipado un poco el polvo y acto seguido partió él también. Podía ver a un kilómetro delante de él los faros del Suzuki de Francesca que iluminaban el sendero y oír el ruido de su motor en la lejanía. Puso música de Mozart en el radiocasete tratando de calmarse. De golpe, mientras estaba a punto de tomar por la carretera asfaltada, le pareció percibir de nuevo aquel ulular, pero el sonido, si bien lo había oído, se vio enseguida ahogado por la sirena de los carabineros, y él dejó escapar un suspiro de alivio.
Por poco rato. Le buscaban a él.
—Gracias a Dios le hemos encontrado, profesor —dijo el sargento Spagnuolo bajando, en botas y traje de campaña, del jeep.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Han encontrado a otro, hace diez minutos.
—¿Otro qué?
—Otro cadáver destrozado por esa bestia. Éste está prácticamente sin cara y será aún más difícil identificarlo. Lo ha encontrado Farnetti mientras volvía de la alquería y nos ha llamado enseguida. El señor teniente ha ordenado una batida descomunal.
Fabrizio alzó los ojos al cielo y vio un helicóptero que escudriñaba con el foco de cola el robledal entre los matorrales del río Rovaio y las cárcavas de la Gaggera.
—Oiga, ¿ha visto a la profesora?
—Sí, ha ido hacia Colle Val d’Elsa.
—Bien.
—¿Usted no ha visto u oído nada antes de llegar aquí?
—Nada de nada.
—Mejor así. Pero creo que el señor teniente tendrá que hacerle una visita mañana por la mañana. ¿Dónde podemos encontrarle?
—En el Museo, después de las nueve me encontrará seguro en el Museo.
Spagnuolo saludó llevándose la mano a la visera de la gorra, montó en el jeep y partió a toda velocidad. Fabrizio volvió a partir a su vez y se dirigió hacia casa: estaba muerto de cansancio y fuertemente excitado al mismo tiempo. La idea de otro cadáver tan destrozado le espantaba y de algún modo le era imposible disociar la escena que había visto en el interior de una urna de la carnicería que acababa de consumarse en algún perdido rincón de la campiña de Volterra.
Cogió el teléfono y llamó al móvil de Francesca.
—¿Dónde estás?
—Cerca de Colle, me dispongo a tomar la autopista, ¿por qué?
—Gracias al cielo.
—¿Por qué lo dices?
—Han encontrado a otro, hace media hora.
—¿A otro qué?
—A otro pobre desgraciado destrozado por ese monstruo. Spagnuolo me ha dicho que este está prácticamente sin rostro, o sin cabeza, no recuerdo ya. —Francesca no respondió—. ¿Me escuchas?
—Te escucho, sí —replicó la muchacha—. Y estoy trastornada.
La comunicación se cortó, probablemente se había perdido la señal. Pero Fabrizio se sintió más tranquilo. Francesca se encontraba por lo menos a treinta kilómetros del teatro de la carnicería. Hubiera querido llamar a los carabineros y preguntar si había sido posible identificar el cadáver, porque hubiera jurado que se trataba de uno de los tres saqueadores de tumbas que habían tratado de abrir la tumba de Zona Rovaio, pero se tachó de estúpido, avergonzándose de dejarse impresionar y de pensar en fantasiosas maldiciones etruscas como si fuera un aficionado.
Finalmente en casa, remojó unos cereales en una taza de leche y se sentó a trabajar en su ordenador. Puso un poco de música, cargó el programa gráfico y comenzó a examinar las imágenes del chiquillo de la sala Veinte del Museo. Integró las radiografías con las imágenes tridimensionales y se puso a hacer rotar en el espacio la figura tratando de situar una forma extraña en un modelo lo más realista posible.
Era pasada medianoche cuando se convenció de que la sombra que se había manifestado en las radiografías podía ser interpretada como el perfil de una hoja. ¡La hoja de un cuchillo que hubiera penetrado de forma profunda en el cuerpo del chiquillo!
Meneó la cabeza repetidamente como si quisiera ahuyentar un pensamiento fantástico, luego se levantó, dio una vuelta alrededor de la sala, se fue hasta el frigorífico para tomarse un vaso de agua con el fin de recuperar la lucidez. Habían pasado solo tres días desde que llegara y le parecía haberse precipitado en una vorágine de locura. Había perdido ya el control de sus propias emociones y le parecía que su acostumbrado modo de abordar los documentos y los objetos de investigación se veía deformado por la sucesión tumultuosa de los acontecimientos. Se sentía, cada vez más, caer sin escapatoria en una dimensión angustiosa y distorsionada.
Volvió delante de la pantalla a observar la imagen del chiquillo que seguía rotando en el espacio virtual generado por la máquina como si flotase en su limbo fuera del tiempo.
¿Cómo era posible? ¿Qué significaba aquella intrusión en el cuerpo de la estatua? ¿Por qué nadie la había advertido hasta aquel momento? ¿Cómo había sido insertada, y por qué? ¿Acaso tenía un significado, contenía un mensaje? Y si era así, ¿era un mensaje de quien había encargado la obra o del artista? Lamentablemente, de los elementos a su disposición no se deducía ninguna información que pudiera serle de utilidad sobre el contexto del que aquella estatua provenía. Pensó que no tenía otra elección que pedirle a Balestra un sondeo metalográfico si quería resolver el rompecabezas y llegar a una publicación que tuviera un fundamento documental aceptable. Tal vez el director le estuviera agradecido por su intervención en Zona Rovaio y se mostrase favorable a su solicitud. Le bastarían unos pocos miligramos de material para saber si había acertado. Sí, al día siguiente se lo pediría francamente.
Le quedaba aún una cosa que hacer; conectó la cámara fotográfica digital con la que había efectuado las tomas de los restos óseos encontrados en la tumba al ordenador, descargó dos o tres fotografías en un archivo y las envió como documento adjunto a Sonia Vitali con un texto de acompañamiento.
Hola, Sonia, ayer excavé en Volterra por encargo del superintendente una tumba etrusca del siglo IV o III ¡y —agárrate no me faltan motivos para pensar que se trata de la sepultura de un Phersu! Junto a los huesos del hombre he encontrado, en efecto, el esqueleto de un animal— un lobo, o un perro, no sabría decirte —de proporciones gigantescas. En un primer examen somero, en mi opinión media por lo menos un metro dieciséis de cruz, era de más de dos metros de largo desde el extremo del hocico hasta el rabo y tenía unos colmillos de seis o siete centímetros de longitud. Te adjunto una foto para que puedas darme tu opinión, con el ruego de no decir ni media palabra de ello a nadie. Si por casualidad te interesa examinarlo de cerca, creo que Balestra no tendría ningún inconveniente en confiarte el esqueleto y permitirte tanto estudiarlo como dedicarle alguna publicación. Te dejo mis números de teléfono. Da señales de vida tan pronto te sea posible. Fabrizio.
Se sentía más tranquilo ahora y se disponía a levantarse e ir finalmente a descansar cuando sonó el teléfono. En aquel profundo silencio de la noche el tintineo insistente le provocó una impresión angustiosa de alarma, una desagradable sensación de soledad y de inseguridad. Pensó que debía de ser Francesca, Spagnuolo o alguien de la Guardia de la Finanza, pero interiormente se temía que fuese alguien distinto. Levantó el auricular y una voz que había ya oído le intimó:
—No perturbes la paz del chiquillo. Vete, es mejor para ti.
—Oye —respondió Fabrizio lo más rápidamente posible—. No me impresionas. Yo… —Pero no tuvo posibilidad de proseguir. La comunicación se había cortado.
«Muy bien», pensó para sus adentros.
Al día siguiente le pediría a Reggiani que interviniera los dos teléfonos, el del Museo y el de su casa, y el móvil por añadidura. Así, no tardaría en tener la satisfacción de ver cara a cara a la señora que se divertía gastándole aquellas estúpidas bromas. También pensó que tal vez ella le había llamado porque desde alguna parte de los alrededores veía su luz encendida, o incluso le veía a él sentado delante de la pantalla del ordenador. ¡Si al menos hubiese tenido un perro!
De todas formas, cerró los postigos, apagó el ordenador, fue hacia la pared, descolgó la escopeta de caza, una Bernardelli automática de cinco disparos, y la cargó con cinco balas. Luego se dirigió hacia la escalera para subir a su dormitorio.
El teléfono sonó de nuevo.
Se detuvo un momento con el pie en el escalón como si estuviese reflexionando, luego volvió sobre sus pasos y levantó el auricular.
—Escucha, gilipollas, no te creas que…
—¡Fabrizio! Soy Sonia, lo siento, creía que estabas aún despierto…
El joven dejó escapar un largo suspiro.
—Ah, perdóname, la cosa no iba contigo, yo…
—Acabo de llegar en este momento del congreso de Padua, he visto tu e-mail y no he podido resistirme… Pero ¿quién es ese gilipollas al que te dirigías?
—Bueno, no lo sé. Una tocacojones que llama a horas intempestivas y…
—Oye, he visto la foto, es increíble. Pero ¿son exactas las medidas que me mandas?
—Centímetro más, centímetro menos.
—No me lo puedo creer, ¿de veras crees que me lo publicarán?
—No veo por qué no.
—¿Hablas tú, con Balestra?
—Ya le hablaré yo de ello. Pero, en tu opinión, ¿de qué se trata?
Sonia se quedó en silencio durante algunos segundos.
—Si he de hablarte con franqueza, no sé qué decirte. Nunca he visto un animal de este tamaño en toda la literatura científica. Es un monstruo.
La voz de Fabrizio se hizo extraña, opresiva.
—¿Qué pretendes decir?
—Bueno, solo que no he visto nunca una cosa parecida e incluso ahora, sinceramente, incluso en nuestros días, pongamos un moloso caucásico, que ya es de por sí un gigante, no alcanza un tamaño semejante.
—Pero, entonces, ¿qué coño es? Quiero decir, tú eres la experta, ¿cómo te lo explicas?
—Eh, pero ¿qué te pasa? ¿Cómo es que estás tan nervioso? Dime, ¿te he despertado, estabas ya en la cama? Mejor dicho, ¿estabas en la cama con alguna?
—No, perdona, no quería ser descortés. En resumen, ¿no sabrías decirme qué es?
—Debería ser un cánido, pero de tan enormes dimensiones no he visto ninguno nunca. Un experto es experto en aquello que ha estudiado y ha visto. Fabrizio, lo sabes mejor que yo, y yo no he visto en mi vida nada de este tipo ni nadie, por lo que se me alcanza, te lo aseguro. Podría pensar en alguna raza antigua que no conocemos… en una mutación genética quizá, ¿qué puedo decirte?
—Es una posibilidad, ciertamente… Oye, haz una cosa, ven aquí tan pronto como puedas, ya hablaré yo con el director.
—Mira que voy mañana mismo —respondió la muchacha resuelta.
—Mañana quizá no. Dame un día o dos. Te llamo en cuanto sepa algo.
Hubo un momento de silencio, y en aquel mismo instante volvió a sonar el ululato que Fabrizio había oído la primera noche. Un largo, desesperado lamento que fue subiendo en fuerza e intensidad hasta la vibración más espantosa, la de un grito sobrecogedor, como de bestia malherida, un estertor atroz de timbre casi humano.
Fabrizio se quedó helado de terror mientras la voz de Sonia resonaba llena de angustia en el auricular:
—Dios mío… pero ¿qué es eso?
—No lo sé —respondió Fabrizio mecánicamente.
Colgó el auricular, cogió la escopeta y la montó.