El local era una casa de labor transformada para turismo rural junto a un camino que se ramificaba de la provincial en dirección a Pisa. Servían entremeses rústicos con embutido de jabalí, ribollita y, si apetecía, un filete a la florentina.
Mientras abandonaban la carretera asfaltada, Francesca y Fabrizio vieron un Alfa Romeo de los carabineros pasar a toda velocidad en dirección a Pisa con la sirena puesta.
—¿Has visto? —preguntó el joven—. Pero ¿qué está pasando en este sitio? Y yo, que me lo imaginaba un lugar tranquilo, por no decir muerto…
Francesca entró en el patio y aparcó al amparo de un olmo; luego se dirigió a la entrada del local y buscó una mesa libre.
—Bien, si es por esto el muerto no falta, y ni que decir tiene que se añadirán otros…
—Siéntate, ahora nos traen el vino.
—Pobre desgraciado. Yo a ese Ronchetti le conocía, ¿sabes?; aquí a los saqueadores de tumbas los conocemos a todos: a veces es gente que lleva dedicada a este oficio desde hace generaciones. Algunos han desarrollado una pasión propiamente dicha por la materia; alguno, me han dicho, incluso se puso a estudiar…
Fabrizio la escuchaba divertido y Francesca continuó:
—En general creen ser mejores y más eficientes que nosotros y hasta cierto punto es cierto: ellos no tienen las limitaciones del método científico, van a tiro fijo y recuperan todo lo recuperable en espacio de pocos minutos. Fuera de bromas, en una cosa sí que nos superan, y es en el conocimiento del terreno que pisan: conocen su tierra palmo a palmo, puede decirse que han removido hasta la última piedra, y no falta quien piensa incluso que son la reencarnación de algún antiguo personaje del mundo etrusco. Pero tal vez te estoy contando cosas que ya conoces…
—En absoluto. ¿Sabes?, yo provengo del ambiente universitario, las nuestras son excavaciones tranquilas, organizadas con todo el tiempo que haga falta. Vosotros los de las superintendencias estáis en cambio siempre en el tajo e imagino que alguna vez debéis de enfrentaros también a situaciones de riesgo.
—Ocurre, aunque esta vez han sido nuestros competidores los que se han topado con algo terriblemente peligroso, por lo que me han dicho. Pero dejemos estar este asunto, háblame más bien de tu intervención hoy en Zona Rovaio.
—No hay mucho que contar. Tú misma has podido ver que he despejado la fachada. Pero no he encontrado nada en la capa de sedimento. Todo inerte. Y tampoco en la zona de paso.
—O lo mantenían increíblemente limpio o era un lugar que nadie frecuentaba… —conjeturó la muchacha.
—También yo lo he pensado. Decía que los cementerios han sido lugares frecuentados: se ven las huellas de las continuas pisadas, pequeños objetos que la gente pierde con el paso de los años y que luego pisotea. Allí no he visto la más mínima señal. Y el plano es ése, he llegado a la base del monumento, no cabe ninguna duda. ¿A qué crees que puede ser debido?
La hostelera trajo el vino y un plato de embutido y Francesca probó una loncha degustando el fuerte sabor de la carne de jabalí.
—Es demasiado pronto para afirmarlo —dijo—, pero es así: el sendero que pasa por delante de una tumba es siempre frecuentado y algo se ve o se encuentra. Ésa gente no tenía ni un perro que llevase una ofrenda o viniera a decir una oración, como diríamos hoy. ¿Has visto alguna señal en la piedra?
—Me ha parecido ver la esfera de la luna nueva.
—Es decir, la luna oscura.
—Hay algo que no encaja, ¿verdad?
—Escucha, es inútil hacer conjeturas. Mañana abre y ve cómo están las cosas. Lo único que me corroe es no poder estar presente. Por lo menos, no antes de mediodía.
—¿Quieres que te espere? Alargaré el levantamiento de los planos, recorreré un poco las cotas, haré limpieza…
—No será por falta de limpieza. No, tú ve por delante, que luego tienes también tu trabajo en el Museo esperándote.
Fabrizio trató en cierto momento de desviar la conversación del terreno profesional a asuntos más personales, pero Francesca se ponía a la defensiva, con cortesía, con una cierta afabilidad incluso, manteniendo siempre las distancias. De repente se sintió descorazonado y solo, sin un especial motivo para proseguir con aquella escaramuza.
—Anoche tuve miedo —dijo de pronto.
—Me has dicho que oíste algo, en efecto.
—Un aullido. Atroz, bestial, un estertor ruidoso… algo que ponía los pelos de punta, te lo aseguro.
—Y lo relacionaste con la muerte de Ronchetti, ¿no es así?
—¿Tú qué pensarías?
—Hoy me he parado en el lugar mientras venía a tu casa. No hay la menor señal en el suelo, ni entre los matorrales. De haber sido un animal, algo se hubiera visto; qué sé yo, ramas rotas, el terreno removido.
—¿Entonces?
—Yo me he hecho mi propia idea, pero…
—Me interesa, tal vez me tranquilice en vista de que vivo aislado en esa alquería. ¿Un poco más de vino?
Francesca asintió:
—Hay pastores sardos que andan por aquí, medio bárbaros. Gente dura.
—He oído hablar de ellos.
—Pon que Ronchetti se hubiese asociado con alguno que le cubría las espaldas…
—¿De los de la Finanza?
—Por ejemplo. El pastor anda por todas partes: tiene forma de dar aviso de la llegada de cualquiera que…
—Continúa.
—Pon que Ronchetti hubiese hecho un tejemaneje; por ejemplo, no haber repartido el botín o no haber dicho nada de este último descubrimiento… El hombre es asesinado… estrangulado, luego el cadáver es llevado a otro lugar y uno de los perros pastores (los tienen de muy feroces) completa la faena. De este modo no se advierten señales del estrangulamiento…
—¿Y el aullido que oí anoche?
—Va… ¿es posible que no lo haya oído nadie más?
—¿Cómo puedes decir eso?
—La ciudad es pequeña. Si aquí la gente se agita hasta por el ruido de la caída de una hoja, imagínate tú por un aullido de ese tipo. A la mañana siguiente hubiera sido la comidilla general.
—Entonces, lo habré soñado.
—No digo tal cosa. Pero ¿sabes?, la noche magnifica los ruidos y también las sensaciones. El canto de un vagabundo… hazme caso.
—Será así, no digo que no, pero yo me he traído la escopeta de caza y la voy a cargar.
—¿Eres cazador? —preguntó Francesca.
—A veces voy a la liebre. ¿Por qué lo dices? ¿Eres de la liga anticaza?
—Me he comido un filete a la florentina, creo recordar. —Y lo dijo con una cierta complacencia felina. Fabrizio se quedó unos segundos en silencio sin alzar los ojos para mirarla a la cara, y acto seguido continuó—: ¿Y esa misteriosa historia que tiene prisionero a Balestra en su despacho y lejos de Florencia?
—Perdóname, pero no puedo revelártelo. Me arriesgaría a decir cosas inexactas porque tampoco yo tengo noticias ciertas… Nada más que rumores… rumores de pasillo.
Fabrizio asintió como diciendo: «No insisto». Francesca pidió el café.
—¿Cómo te lo pasas en la finca Semprini? Es una casa bonita y grande, debes de estar cómodo allí.
—Demasiado incluso —respondió Fabrizio—. Es de esas casas de otro tiempo, de familia patriarcal, hay por lo menos seis alcobas… un verdadero desperdicio para un hombre solo.
—¿Y tu chica no viene nunca a verte?
Fabrizio se asombró de aquella pregunta que volvía a llevar la conversación al terreno personal; era evidente que a Francesca no le gustaba hablar de sus cosas, pero sí indagar en las ajenas.
—No, dado que no tengo ninguna chica. Me plantó hace algunos meses, digamos que por motivos de diferencias de clase. Creo que los suyos le han buscado un marido mas adecuado a su estatus económico.
—Debe de ser hiriente —comentó Francesca.
Fabrizio se encogió de hombros y respondió con tono firme:
—Son cosas que pasan. Sobreviviré.
Insistió en pagar la cuenta y Francesca le dio las gracias con una sonrisa. Por lo menos no era una de esas feministas endemoniadas y probablemente bajo los vaqueros llevaba una ropa interior de cierto gusto. A eso de las once se levantaron de la mesa y montaron en el coche sin dejar de charlar hasta que Francesca se paró delante de la entrada del Museo donde Fabrizio había dejado aparcado su Fiat Punto. No se había creado siquiera el clima para un beso en la mejilla y Fabrizio no lo intentó. Se limitó a decir:
—Buenas noches, Francesca. He pasado una agradable velada, te agradezco la compañía.
Francesca le rozó la mejilla con la mano:
—Eres un buen chico y mereces abrirte camino. También para mí ha sido un placer. Te veré mañana.
Fabrizio asintió con la cabeza, luego subió a su Fiat Punto y se dirigió a la alquería. Había dejado encendida la luz de encima del portal, por fortuna.
En aquel mismo momento el teniente Reggiani entraba en el laboratorio de medicina legal de Colle Val d’Elsa. El doctor La Bella, un hombre que frisaba la sesentena y de complexión corpulenta, vino a su encuentro con el mandil aún sucio de sangre.
—Me he precipitado —dijo Reggiani—. ¿Y ahora qué?
—Venga —respondió el médico y le hizo seña de que le siguiera, primero al vestidor y luego a su despacho. El hedor a cadáver le perseguía por todas partes y superaba incluso el de las colillas acumuladas en gran número en dos ceniceros colmados sobre la mesa del doctor. La Bella se encendió un nazíonale para la exportación sin filtro, prácticamente inencontrable, cosa que le hizo pasar a los ojos de Reggiani por un profesional escrupuloso.
—Nunca he visto nada parecido a esto y mire que llevo en este oficio treinta y cinco años… —comenzó diciendo—. He sondeado las heridas con el mango del bisturí y he ahondado una cosa así. —Y apoyó la uña del pulgar sobre un bolígrafo para indicar una profundidad de más de seis, siete centímetros—. Ningún perro, que yo sepa, tiene los colmillos de esta longitud. Todo el plexo solar estaba desarticulado, las costillas superiores arrancadas del esternón, las clavículas rotas, una verdadera carnicería. De la tráquea no había quedado casi nada. ¡Ni que se le hubiera abalanzado encima un tigre o un león, nada de un perro!
Reggiani le miró directamente a los ojos remarcando las palabras:
—No hay leones por la zona, ni tampoco panteras o leopardos. He hecho rastrear media provincia, he alertado a todas nuestras unidades, a la policía, a los guardias urbanos, incluso a los bomberos. No hay circos ni campamentos de zíngaros, en ninguna residencia privada ha sido detectada la presencia de ningún animal exótico. He hecho inspeccionar las tiendas de comida para animales, carnicerías, mataderos y cualquier otro sitio para ver si algún cliente acostumbraba a aprovisionarse de cantidades sospechosas de carne. Nada. Ni el menor indicio.
La Bella encendió un segundo pitillo con la punta del primero, con lo que en breves instantes la atmósfera del pequeño despacho se volvió casi irrespirable.
—Y sin embargo, sé perfectamente que no me equivoco —remachó—. Descubra a esa mala bestia, teniente, o dentro de poco me veré seccionando a otro desgraciado en mi mesa de operaciones.
—¿La hora de la muerte?
—Sobre esto me parece que no existen dudas: entre las dos y las tres de la pasada noche.
—Pero ¿no pueden hacerse otros análisis? Qué sé yo, el ADN de la saliva de este animal… para establecer por lo menos de qué se trata.
La Bella apagó también el segundo pitillo, luego tosió fuerte, una tos gruesa que pareció ahogarle durante unos instantes. Cuando volvió a respirar dijo:
—Esto es algo más bien propio de las películas americanas, querido teniente. Antes de que se hayan terminado las pruebas, apenas quedarán los huesos de este cadáver. Y, además, son análisis que cuestan un ojo de la cara. Se hacen precisamente en casos de violencia carnal, estupro o cosas por el estilo. Éste no es más que un saqueador de tumbas que no le importa un carajo a nadie.
—Veremos —dijo Reggiani poniéndose en pie—. ¿Tiene preparado su informe?
La Bella abrió un cajón y extrajo un expediente.
—Aquí lo tiene listo.
Reggiani le dio las gracias, le estrechó la mano y se despidió. Antes de salir se volvió sosteniendo el pomo de la puerta:
—Pero se habrá hecho usted una idea, ¿no?
—Oh, sí —respondió La Bella—. De tener que representarlo pensaría en un animal de un peso de unos cien, ciento veinte kilos por lo menos, con unos colmillos de unos seis o siete centímetros de largo, garras poderosas y mandíbulas capaces de despedazarle el lomo a un toro. Sí… una leona, por ejemplo, o una pantera; he hecho comprobar por medio de la policía científica si había pelos en el cadáver, pero nada, no han encontrado nada, una cosa increíble, ¿no cree? ¿Y a usted? ¿No se le ha ocurrido buscar unos pelos?
Reggiani meneó la cabeza con aire de piedad.
—Fue lo primero que hice. Mandé peinar el terreno en un área de cuatro o cinco metros cuadrados en torno al punto en el que fue descubierto el cadáver de Ronchetti y se lo pasé a los de la policía científica.
—¿Y entonces?
—Hay cabellos de Ronchetti, pero por lo demás nada, ni un pelo de gato.
La Bella se levantó a su vez para acompañarle hasta la salida.
—Pues entonces no sé qué decirle, querido teniente. Si tanto interés tiene, trataré de ver si podemos obtener ese análisis del ADN.
—Por favor.
—Pero no le aseguro nada.
—Naturalmente.
Poco después el Alfa Romeo azul de servicio partía derrapando y desaparecía en dirección a Volterra. En cuanto llegó a su despacho, Reggiani cogió el teléfono y marcó el número de un móvil.
—Sargento Spagnuolo —respondió una voz al otro lado del teléfono.
—Soy el teniente Reggiani. ¿Cómo andan las cosas por ahí?
—Todo tranquilo, señor teniente. Dentro de media hora nos relevan, tanto a nosotros como a los de la Finanza.
—Está bien, pero no os relajéis, no juguéis al ramino, no leáis tebeos, no os echéis a descansar en el coche. Mantened los ojos bien abiertos y guardaos el culo el uno al otro porque estáis en peligro. Repito, peligra vuestra vida. ¿Está claro?
Hubo un momento de incertidumbre en la otra parte; luego la voz respondió:
—Clarísimo, señor teniente, estaremos atentos.
Reggiani consultó el reloj, era la una de la noche. Se deshizo el nudo de la corbata y se desabrochó el chaleco, se apoyó contra el respaldo de la silla y suspiró. Le parecía que aquella noche no iba a pasar nunca.
Fabrizio salió de casa a las siete y se dirigió inmediatamente al lugar de la excavación, donde un carabinero de guardia le saludó.
—¿Ha ido todo bien esta noche? —preguntó Fabrizio.
—Muy bien. No se ha movido ni una hoja, no se ha visto ni un alma.
—Mejor así. Si quieren, por mí pueden irse también.
—El señor teniente ha dicho que es mejor que uno de nosotros se quede en todo momento aquí para cualquier eventualidad, pues nunca se sabe. Dentro de poco vendrá mi colega a relevarme y espero también que me traiga un café calentito.
—Tengo yo —dijo Fabrizio desenroscando el tapón de su termo—. Antes del tercer café no estoy nunca despierto del todo y por tanto llevo siempre conmigo una buena reserva. Y, además, veo que los operarios no han llegado aún.
Se sentó sobre una piedra de toba perfectamente alisada, mientras el carabinero permanecía de pie con la mano izquierda apoyada en el gatillo de su MAB, y se tomaron tranquilos el café en el fresco de la mañana. Una bonita mañana de octubre en la que las hojas de los árboles comenzaban a cambiar de color y las bayas de los espinos albares y de los escaramujos tomaban encendidas tonalidades de rojo y de naranja.
Llegó el pequeño camión con los operarios y las herramientas y Fabrizio se acercó a la puerta del conductor.
—En mi opinión, este portalón está articulado con los goznes clavados en los quicios, roca sobre roca. Hemos de practicar debajo de los batientes una abertura de por lo menos cincuenta centímetros, limpiar los quicios con un ligero chorro de agua y luego ver si conseguimos hacerlos deslizarse empujando hacia dentro.
Los operarios se pusieron manos a la obra, primero con los picos sacando a la luz un afianzador transversal que fue quitado con cuidado al cabo de una hora de trabajo, y a continuación con las piquetas debajo de los batientes del portalón. Cuando ya no quedaba más que un ligero obstáculo de tierra suelta, Fabrizio intervino personalmente desplazándola con la trulla, centímetro a centímetro, hasta penetrar en el espacio interior.
El intercambio con el aire exterior trajo a su nariz nada más qué olor a tierra húmeda. El olor de los milenios, inconfundible al olfato de un arqueólogo, había desaparecido con la primera e inexperta apertura de la bóveda por parte de los saqueadores de tumbas. Cuando toda la capa de debajo de los batientes estuvo despejada, se hizo pasar la pistola de un pequeño compresor eléctrico unido al generador de corriente que liberó los quicios de tierra, lavándolos cuidadosamente a presión. No quedaba ahora más que abrir los batientes.
Fabrizio se puso en pie e hizo una seña a los operarios de que se acercasen. Se colocaron uno a cada lado y él en el centro, que empujaba en el punto de conjunción de los dos batientes. Comenzaron a empujar con fuerza uniforme y constante bajo la dirección de Fabrizio, que continuaba diciendo:
—Despacio, despacio… no tenemos ninguna prisa. Sí, así, un poquito más…
Los dos batientes se separaron finalmente el uno del otro con un leve chirrido de arena triturada en los quicios, dejando filtrar en el interior el primer rayo de sol después de dos mil quinientos años. La mueca sarcástica de Charun, el barquero de los muertos, apareció enseguida ante Fabrizio, un fresco de buena calidad, obra probablemente de un artista tarquiniense, valoró a simple vista el arqueólogo. Ordenó empujar de nuevo hasta que los batientes se desplazaron lo suficiente como para permitir con comodidad la entrada de un hombre. Se volvió hacia atrás, antes de entrar, acordándose de las palabras de Francesca y para ver si la muchacha había aparecido para compartir con él aquel momento tan emocionante. Pero no vio a nadie.
Eran las doce en punto cuando pasó por debajo de la señal de la luna oscura y traspuso el umbral del antiguo sepulcro. Miró a su alrededor para habituar la mirada a la penumbra del interior y al contraste entre la parte iluminada frontalmente por el sol y la dejada en la oscuridad.
Era allí, a su izquierda, donde se distinguía el cuerpo recostado de una mujer esculpido delicadamente en un bloque de alabastro. Representaba a una persona aún en el esplendor de su belleza, pero de edad indefinible, tal vez de treinta años, apoyada sobre el codo derecho de forma que su mirada se posaba, casi, en el otro sarcófago que tenía delante, a lo largo de la pared de la tumba opuesta a ella: desnudo y tosco, esculpido en un bloque de arenisca apenas esbozado, sin ningún acabado y mucho menos aún decoración.
La figura femenina estaba adornada con sus joyas: un collar, un brazalete, anillos y pendientes, y llevaba el cabello recogido en la nuca y ceñido con una cinta. El rostro, tallado en el pálido encarnado del alabastro, era de extraordinaria dulzura y al mismo tiempo de una altivez intensa y doliente.
«Una situación extraña, inquietante», pensó Fabrizio acercándose al sarcófago y recorriendo el borde con la mano. Pero precisamente aquel gesto reveló una situación inesperada: el sarcófago había sido tallado en un único bloque; en otras palabras, era casi seguramente macizo y cabía por tanto considerarlo un cenotafio, un sepulcro en el que no había sepultado nadie. Cosa rara, por no decir única: no recordaba haber visto jamás nada semejante. Revisó también atentamente los laterales y la parte posterior, pero no vio señal alguna que pudiera indicar una separación entre tapa y caja; además, no había nombre o palabra de ningún tipo, hecho también harto inusual.
Se dirigió en ese momento hacia el otro lado y se quedó enseguida impresionado por las profundas marcas grabadas desordenadamente en el pavimento, como si unas garras de acero lo hubiesen arañado durante una espantosa refriega. No conseguía pensar en otra cosa en aquel momento que en colmillos y garras, y en un aullido feroz que desgarraba la noche y le helaba la sangre. Comenzó a tomar medidas y a dibujar el plano de la tumba con la situación de los diferentes objetos. Lanzaba de vez en cuando una mirada al misterioso y tosco sarcófago que tenía delante, como si quisiera posponer para lo más tarde posible el encuentro con lo que contenía.
Salió hacia la una para comerse su bocadillo, tomar un poco el aire y ver si por casualidad llegaba Francesca. Tenía que asistir a la apertura de la urna. Los carabineros, como disponían de un hornillo de gas, prepararon café y también Fabrizio tomó un sorbo antes de reanudar su trabajo. Los operarios habían traído los aparejos necesarios: colocaron dos caballetes delante y detrás del sarcófago, apoyaron en ellos una vigueta transversal y colgaron de ella un cabestrante eléctrico unido a un generador de corriente. Hicieron descender del cabestrante un cable con una anilla en la que engancharon cuatro cables separados terminados en cuatro angulares de aluminio, moldeados al efecto, con objeto de aplicarlos en los cuatro cantos de la tapa.
Fabrizio se aseguró de que no hubiera fracturas y a las tres y cuarto en punto de la tarde dio la señal de encender el interruptor que accionaba el cabestrante a mínima velocidad. Los cuatro cables de acero se tensaron al mismo tiempo, la tapa se levantó lentamente sin el más mínimo ruido y el interior de la gran urna apareció como un vano completamente vacío en el que no era posible distinguir cosa alguna. Pero esta vez sí que percibió el olor de los milenios: un hedor a moho y a piedra húmeda, a polvo y a cerrado, un olor indefinible cuyos diversos componentes habían tenido todo el tiempo del mundo para descomponerse y volver a agregarse mil veces con el paso de las estaciones, de los siglos, de las eras, del calor y del frío y, sobre todo, del silencio.
Encendió la linterna y dirigió el rayo de luz al interior. El espectáculo que surgió de golpe de la oscuridad le heló la sangre y le cortó la respiración. Se esperaba una urna con las cenizas de un difunto y junto con ella los acostumbrados objetos de ajuar propios del rito funerario, y en cambio se ofreció a su vista una escena de horror en la que se había posado tan solo el finísimo velo de polvo caído durante los siglos de la parte inferior de la tapa de arenisca.
Vio un amasijo de huesos humanos y de fiera entremezclados y casi fundidos por una furia y una ferocidad sin límites: enormes patas con garras, una mandíbula desarticulada de la que asomaban unos colmillos monstruosos, un cuerpo humano ya casi irreconocible: huesos rotos, miembros descoyuntados, un cráneo machacado en el que se reconocía a duras penas la arcada dental superior abierta de par en par sobre la mandíbula en un grito de dolor no audible ya, pero sí presente, desesperado, inmortal. Tanto los laterales como la parte inferior de la tapa estaban surcados por unos profundos arañazos que Fabrizio había visto también en el suelo al lado de la tumba.
No podía caber duda: un ser humano había estado sepultado junto con una fiera aún viva que había desgarrado el cuerpo y se había debatido presa de atroces espasmos en el interior de aquella angosta prisión de piedra antes de morir sofocada. Adheridos al cráneo del hombre había todavía algunos fragmentos de la burda tela que lo envolvía en el momento de la sepultura, y también este detalle parecía no dejar lugar a dudas respecto al rito espantoso que había provocado la muerte.
Fabrizio se apartó del sepulcro pálido y empapado en frío sudor, murmurando:
—¡Oh, Cristo bendito, Cristo bendito! Un… un Phersu.