El teniente de carabineros Marcello Reggiani bajó del Land Rover de servicio y llegó a pie en pocos minutos al lugar en que había sido encontrado el cadáver de Armando Ronchetti, un viejo conocido de la Guardia de Finanza que le había cogido varias veces en el pasado con las manos en la masa, es decir, a punto de comerciar con los objetos saqueados en las tumbas etruscas de la zona: vasos, bronces, y a veces incluso fragmentos, de frescos que arrancaba de las paredes con métodos muy poco ortodoxos.
En este tipo de operaciones Ronchetti era un verdadero lince: iba dando vueltas con la «perforadora», como la llamaban los especialistas, una broca puntiaguda de hierro con la que primero «tentaba» y luego perforaba los techos de las tumbas etruscas. Las localizaba con señales que únicamente él era capaz de reconocer, para volver luego con una batería de coche y una cámara de vídeo, que hacía descender en el vano subterráneo y, mediante un mando a distancia, girar alrededor, observando la toma por un pequeño monitor que llevaba consigo. Volvía a tapar la entrada, camuflándola con el máximo cuidado, y a continuación hacía circular el vídeo por los ambientes adecuados, solicitando ofertas con miras a una subasta.
El mejor postor se lo adjudicaba todo, o bien podía también suceder que vendiera por lotes: piezas individuales o simples fragmentos a distintos clientes.
Se decía que hasta había hecho ganar una oposición de adjunto a un sobrino suyo haciéndole primero «descubrir» y luego publicar posteriormente un trabajo sobre una tumba intacta de gran importancia documental. Obviamente, con el compromiso de que la recompensa por el hallazgo, suma por otra parte considerable, sería suya cuando fuese satisfecha por la superintendencia. Aquélla había sido la única ganancia en cierto sentido legal de toda su carrera, aparte de algún empleo eventual como temporero en la recogida de la aceituna en el campo cuando la vigilancia de las fuerzas del orden se volvía demasiado estrecha.
Y he aquí que a Ronchetti se le había acabado comer pan a mogollón.
«¡Diablos! —pensó Reggiani—, ¡qué horrible manera de acabar una carrera de saqueador de tumbas!».
Estaba cubierto con una sábana, pero había sangre por todas partes y atraía una nube de moscas de todos lados. El oficial hizo una seña a sus hombres para que descubrieran el cadáver y no pudo evitar contraer el rostro en una mueca de asco. La bestia que había agredido al saqueador de tumbas le había destrozado. El cuello había sido prácticamente devorado y no quedaban de él más que unos jirones, tenía el pecho desgarrado y una de sus clavículas se entreveía desarticulada por la espalda, rota en la base del tronco.
—¿Le ha visto el doctor? —preguntó Reggiani.
—Le ha echado una ojeada, pero espera para hacer la autopsia en el depósito de cadáveres —respondió un carabinero.
—¿Y qué ha dicho?
—Que es una mordedura de potencia devastadora…
—Eso ya lo veo yo también. Pero ¿una mordedura de qué?
—Bueno, ¿quizá de un perro vagabundo?
—¡Sí, de mi abuela! Ronchetti sabía perfectamente cómo arreglárselas con los perros vagabundos: alguien como él que andaba por ahí a todas horas del día y de la noche, siempre por los campos. Parece que le hubieran arrancado el cuello y el gaznate de una sola dentellada, mira.
—Sí, también el doctor ha advertido estas señales de colmillos, aquí en el hombro, que son en efecto demasiado grandes para ser de un simple perro…
—¡Qué demonios un perro! Aquí sería más propio hablar de un león o algo parecido. ¿Hay algún circo por los alrededores?
—No, señor teniente —repuso el carabinero.
—Entonces, zíngaros. A veces llevan osos con ellos…
—Haremos una inspección. En cualquier caso, aquí por la zona yo no he visto ninguno.
El carabinero volvió a cubrir los restos con la sábana. Poco después llegó el juez instructor, un bisoño de Rovereto que había sacado la oposición hacía un par de meses y echó la primera papilla apenas vio aquel espectáculo. Tomó unos pocos apuntes, pidió que le dieran algunas fotos polaroid, dejó dicho que le avisaran tan pronto como estuviese listo el informe del médico forense y se fue a vomitar el resto de su desayuno a otra parte.
—¿Y qué dicen los de la Guardia de Finanza? —preguntó Reggiani al carabinero.
—Si no he entendido mal, señor teniente, las cosas ocurrieron del siguiente modo: un par de sus hombres de las unidades especiales en traje de campaña estaban batiendo la zona porque habían recibido un chivatazo…
—Cosa de la que se han guardado mucho de ponernos al corriente.
—Es normal. Entonces advierten unos movimientos extraños, oyen ruidos sospechosos, se esconden y ven a Ronchetti y a otros dos individuos que no han podido reconocer destapando la olla.
—Es decir, abriendo una tumba.
—Exactamente. Les dieron el alto y los otros salieron huyendo por piernas el uno por un lado y el otro por otro y desaparecieron entre los matorrales. Cuando estaban a punto de echarle el guante a uno de ellos, este tira para abajo, todo recto, por una pronunciada cárcava de meter miedo, salta luego sobre una bicicleta que tenía preparada en las proximidades y se aleja a toda velocidad bajando por el sendero del Rovaio. Después de esto, poco les quedaba ya por hacer a los de la Finanza: llamaron a uno de los suyos para montar guardia en la tumba y se marcharon a redactar su parte para entregarlo a la superintendencia. Al romper el alba han mandado a otro agente para turnar al primero y ha sido este quien ha hecho, como se dice, el macabro descubrimiento. Y ha sido entonces cuando nos ha dado aviso también a nosotros y aquí nos tiene.
Reggiani se quitó la gorra, se sentó sobre una piedra a la sombra de un roble y trató de poner orden en sus ideas:
—¿Ha dicho el doctor cuál es la hora estimada de la muerte de este pobre desgraciado?
—Así, a primera vista, entre las dos y las tres de la noche.
—¿Y qué hora era cuando los de la Finanza les sorprendieron con las manos en la masa?
—Las dos en punto, me parece que dijeron.
—¿Y no han advertido nada? Me parece imposible.
—No sé qué decirle, señor teniente —respondió el carabinero—. Tal vez sea mejor esperar a los informes definitivos. El doctor ha dicho que hará la autopsia tan pronto como reciba el cadáver.
En ese momento se oyó el sonido de una sirena y una ambulancia de tracción a las cuatro ruedas subió hacia donde ellos estaban: bajaron de ella dos camilleros con una camilla, cogieron el cuerpo, lo cargaron en el vehículo y se fueron.
—¿Dónde está la tumba? —preguntó Reggiani.
—Por ese lado, señor teniente —contestó el carabinero encaminándose primero a lo largo del sendero y luego hacia el interior de un campo de enebros y de carrascos. Llegaron a un punto donde algunos de aquellos arbustos habían sido arrancados hacía no mucho y las hojas empezaban a marchitarse. Salió del bosque el de la Finanza, que estaba de guardia empuñando una pistola.
—Tranquilo —dijo Reggiani—, somos nosotros.
Una losa de arenisca había sido removida por medio de un par de palanquetas hendidas que yacían abandonadas a un lado y podía verse claramente la oscura abertura que daba al interior del hipogeo.
—Una tumba con cámara —explicó el de la Finanza, que debía de haber hecho un curso acelerado en la Facultad de Conservación de Bienes Culturales.
—Pero ¿está intacta? —comentó Reggiani.
—Parece que sí —fue la respuesta del de la Finanza—. ¿Quiere echar un vistazo al interior, señor teniente?
Reggiani se acercó a la abertura y se sentó sobre los talones mientras el de la Finanza hacía descender la linterna para escudriñar con el rayo de luz en el interior del hipogeo. Reggiani pudo ver que era un vano bastante grande, tal vez de cuatro metros por tres y por consiguiente debió de pertenecer a una familia aristocrática, pero le sorprendió la falta casi absoluta de decoración, aparte de un fresco en la pared del fondo, que representaba casi sin duda a Charun, el demonio etrusco barquero de los muertos. Los sarcófagos eran dos, uno enfrente del otro, al menos por cuanto podía verse desde aquella limitada abertura. Uno estaba rematado por la figura de una mujer recostada en un pequeño triclinio, el otro en cambio estaba desnudo y era casi tosco: una urna de unos dos metros y medio por uno y medio, cubierta por una losa de toba. La pila del segundo sarcófago había sido evidentemente tallada en la piedra viva y solo toscamente esbozada, así como la losa de cobertura, pero el plano de acoplamiento de las dos partes aparecía lo bastante pulido como para garantizar un cierre casi hermético.
Reggiani advirtió que la toba del suelo que hacía las veces de pavimento de la cámara, una piedra bastante frágil de la zona, parecía estriada por unas profundas marcas en todas direcciones.
—Interesante —comentó volviendo a ponerse en pie. Luego, vuelto hacia el de la Finanza añadió—: Entonces nosotros nos vamos. Mantenga los ojos bien abiertos y si nos necesita para algo ya sabe dónde encontrarnos.
—No lo dude, señor teniente —respondió el guardia llevándose la mano a la visera de la gorra.
Reggiani volvió al coche y se hizo acompañar hasta su despacho en la ciudad. Detestaba pedir datos a los de la Finanza, pero levantó el teléfono y llamó a la central de información especial para hablar un momento con los hombres que habían llevado a cabo la emboscada. Pudo obtener una mínima descripción del aspecto de los dos que se habían escapado, así como de la bicicleta utilizada para huir por el sendero del bosquecillo del Rovaio: una vieja bicicleta de hombre negra, con el cuadro y el manillar herrumbrosos, como las había a cientos en Volterra y por la campiña.
Se puso entonces a rebuscar en los ficheros para ver si encontraba alguna cara que tuviera semejanza con las descripciones de los de la Finanza, en espera de que llegasen los informes del médico forense. Siempre pasaba lo mismo en las pequeñas ciudades de provincia: un tedio mortal durante meses y años, y luego, de repente, aparecía uno con la cabeza casi separada de cuajo del tronco y prácticamente ninguna señal de lucha en la escena de la carnicería. Seguramente le llamaría el coronel antes de la noche para informarse sobre el estado de las investigaciones, y él respondería que por el momento andaba a tientas en la oscuridad, ¿qué más podía decir?
No obstante, dio orden de comprobar si en la circunscripción se habían escapado animales feroces de algún circo, de algún campamento de zíngaros, de algunas atracciones de feria o de la villa de algún excéntrico señor que se deleitase criando ilegalmente panteras, leones o leopardos —una moda, por lo que se oía decir, bastante extendida—, y esperó a que llegara el informe del forense sobre la autopsia de Ronchetti.
Fabrizio llegó al Museo poco antes de las nueve y se sentó a su mesa para dar comienzo a su jornada laboral. Apenas había empezado a hacerlo cuando oyó llamar a la puerta y entró una bonita muchacha, de pelo moreno, buen tipo y bien vestida, no la clase de pálidas vestales que a menudo había encontrado en los museos y en las superintendencias.
—Hola. Eres Castellani, ¿verdad? Me llamo Francesca Dionisi y soy inspectora aquí, en Volterra. El superintendente desea verte.
Fabrizio se levantó y salió con ella.
—¿Vives por aquí? —le preguntó mientras recorrían el pasillo.
—Sí, vivo en el barrio de Oliveto, esa callecita que se desvía a la izquierda pasada la primera curva que da a la carretera que va a Colle Val d’Era.
—Ya —repuso Fabrizio—. Me parece que no vivimos lejos: yo estoy en la finca Semprini, en Val d’Era.
Estaban ya delante del despacho.
—Escucha —le pidió antes de entrar—, ¿no has oído nada esta noche?
—No, ¿qué tendría que haber oído?
Fabrizio estaba a punto de responderle, pero en aquel momento subía Mario por las escaleras.
—¿Habéis oído? Han encontrado a Ronchetti, el saqueador de tumbas, en la campiña del Rovaio con el gaznate desgarrado y la cabeza casi separada del tronco.
—¿Y cómo lo sabes tú? —le preguntó un ujier.
—Mi primo, que conduce la ambulancia, lo ha visto bien, estaba destrozado. Afirman que ha sido una bestia feroz, hay quien dice que un león, otros que un leopardo o una pantera que se ha escapado de algún circo. ¿Os acordáis de esa pantera que se escapó el pasado año en Orbassano? Pues una cosa así.
—¿Cuándo ha sucedido?, preguntó Castellani, palideciendo de repente.
—Bueno, los hay que dicen que a las dos, otros a las tres. Ésta noche, en definitiva.
Fabrizio volvió a oír en su mente, claro, inconfundible, el aullido bestial que había desgarrado la noche mientras él trabajaba en silencio en el Museo y un estremecimiento le recorrió el espinazo.
Francesca le sacó de su ensimismamiento.
—¿Qué hubiera tenido que oír?
—Bueno… un aullido… un…
Le miró sorprendida y llena de curiosidad; él estaba pálido e intimidado, seguramente presa de una fuerte emoción.
—Ve, que el director te espera —le dijo para sacarle de su embarazo—. Nos veremos más tarde si quieres.
Y le introdujo en el despacho de Palestra.
—¿Le molesta si fumo? —preguntó el director con buenas maneras—. Estoy tomando el café y tengo costumbre de…
—Al contrario —repuso Fabrizio—. Tal vez me sentaría también bien a mí, si me invita a uno, y tal vez también a un poco de café, si hay.
Balestra se sirvió un poco de moka y le ofreció un cigarrillo.
—Creía que no fumaba.
—En efecto, no fumo. Pero algunas veces lo hago… es decir, si estoy algo tenso.
—Comprendo. Cuando se trabaja en algo importante, da buen resultado.
—Me ha hecho usted llamar, ¿pasa algo?
—Sí —respondió Balestra—. Tenemos una pejiguera.
—Espero que no sea por mi permiso…
—Oh, no, quédese tranquilo. En cuanto a eso, no hay problema. Se trata de otra cosa y espero que pueda echarme usted una mano.
—Si puedo, ¡con mucho gusto!
—Entonces… —prosiguió Balestra—. Ésta noche los carabineros han sorprendido a unos saqueadores de tumbas mientras abrían una y me telefonearon enseguida. Eran las dos y media. Yo pedí que dejaran a alguien de guardia, que luego iríamos nosotros.
Fabrizio se preguntó si el director sabía algo del asunto de Ronchetti, pero imaginó que no y prefirió en cualquier caso no mencionarlo, al menos por el momento. En el fondo, oficialmente tampoco él sabía nada del caso y el informe confieso de Mario podía muy bien ser exagerado.
Balestra tomó un nuevo sorbo de café, aspiró una bocanada de humo del cigarrillo y prosiguió:
—Me preguntaba si usted no se vería con ánimos de hacer una inspección y excavar esa tumba. Puedo poner a su disposición un par de operarios, incluso tres o cuatro si fuera preciso. Nos coge en un mal momento, mire: estoy sobrecargado de trabajo hasta las cejas y tengo unos plazos agobiantes; la señorita Dionisi se halla ocupada en una excavación de emergencia en la instalación de la conducción eléctrica del ENEL; otro de mis inspectores tuvo un percance y está de baja en casa por enfermedad; otro también de vacaciones, merecidas, el pobre: ha estado trabajando todo el verano en el yacimiento vilanoviano de la Gaggera… En resumidas cuentas, confío en usted, sé que ya ha escrito y publicado numerosas intervenciones de este tipo, y por tanto, ¿cómo decir?, he hecho lo posible por favorecer su venida, si fuera usted tan amable…
Fabrizio se quedó impresionado por aquella propuesta: era inaudito que el director no efectuase personalmente la excavación de una tumba etrusca presumiblemente intacta, presumiblemente de época muy antigua: sin duda debía de estar comprometido en algo de tanto peso e importancia que no podía dejarlo por ningún motivo, ni siquiera para ocuparse de un acontecimiento de aquel alcance.
Respondió, en cualquier caso, con solicitud:
—No tiene ni que decirlo, señor superintendente, me siento honrado por su confianza. Dígame cuándo quiere que empiece…
—Siento interrumpir su trabajo, créame. Sé que es muy importante para usted, pero no sé muy bien cómo arreglármelas y, mire, sinceramente, pedir hombres a algún colega no va conmigo porque después hay que devolver los favores, y además son de esos que… bueno, mejor no hablar…
—De verdad —insistió Fabrizio—, de verdad, lo haré con mucho gusto. Dígame cuándo desea que empiece.
—Hay que empezar enseguida, Castellani. Como usted mismo puede ver, esta es una emergencia. Vaya a ver a Dionisi y que ponga a su disposición los hombres que vaya a necesitar.
Fabrizio terminó de tomarse su café, luego se despidió y salió. Francesca Dionisi le aguardaba en el pasillo como si hubiese adivinado qué encargo le había sido asignado.
—¿Qué quería el jefe, si no es indiscreción? —preguntó.
—Quiere nada menos que excave la tumba que han descubierto esta noche.
—Ah. La tumba del Rovaio.
—La misma. Espero que no me pongas zancadillas. Mira, yo estoy aquí por otra cosa y…
—Lo sé, el muchacho de la sala Veinte.
De repente Fabrizio pensó en la voz femenina que había oído la noche anterior en el teléfono: ¿no hubiera podido ser la suya? Pero por más que se esforzaba en recordar no conseguía relacionar el timbre de la voz del teléfono con el natural de Francesca.
—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.
—Oh, en nada, perdona.
—Bien; no, no me creas ningún problema, mejor dicho, me haces un favor y el director te estará agradecido. Es un hombre que no olvida a quien le ayuda y estoy convencida de que en este momento sabrá valorar muchísimo tu disponibilidad…
Francesca le hizo acomodarse en su despacho donde destacaba en un platito una manzana verde, probablemente su tentempié o, ¿quién sabe?, su comida.
—Oye, si tengo tiempo me dejaré caer por el Rovaio para ver qué sacas a la luz; pero no cuentes conmigo porque también yo estoy muy liada. Ahora te firmo la orden de servicio para los operarios: ¿cuántos? ¿Uno, dos, tres?
—Con dos me bastará.
—Muy bien. Dos.
—Francesca.
—¿Qué pasa?
—Hay algo que no comprendo: el director deja durante semanas su sede central de Florencia para venir a enterrarse en este despacho periférico. Se encuentra una tumba intacta que probablemente armará mucho ruido y él ni siquiera va a echarle un vistazo, sino que le encarga la excavación a un externo que, por si fuera poco, es un universitario que… En resumen, a mí esta historia no me encaja y me preguntaba si…
—¿Si yo sé algo al respecto? Sí, querido, algo sé, pero finjo no saber nada. Es un asunto gordo, más gordo de lo que puedas imaginarte.
Fabrizio pensó que si la muchacha hubiera querido verdaderamente atajar desde un principio su curiosidad se habría limitado a responder que no sabía nada y continuó, por tanto, sondeándola.
—¿Más que una tumba intacta, digamos que del siglo quinto o cuarto?
—Más.
—¡Virgen santa!
—Sí, Virgen santa. Y ahora coge a tus operarios y vete al Rovaio a excavar esa tumba; luego me cuentas.
—¿En la pizzería, esta noche? —aventuró Fabrizio.
Francesca mostró media sonrisa:
—¿Qué es, una cita?
—Pero qué quieres, estoy más solo que la una y detesto comer solo.
—Me lo pensaré. Mientras, ve a hacer un buen trabajo, que Balestra es un tiquismiquis de cuidado.
Bajó a la calle y esperó al pequeño camión con los operarios, subió delante al lado del conductor y partieron. Llegaron al lugar de la excavación media hora después y el policía de la Guardia de la Finanza se sintió feliz de poder volver a la comandancia a dar el parte.
Fabrizio decidió efectuar una excavación frontal, o sea, desde la entrada principal de la tumba; por eso, una vez identificada la situación de la fachada, comenzó a hacer quitar la tierra que se había acumulado delante de ella en el curso de los siglos por la erosión de la colina que se alzaba a espaldas del edificio funerario, el cual ciertamente no debía de ser el único en la zona. Tal vez Ronchetti y sus amigos habían descubierto una nueva necrópolis suburbana de Velathri, la antigua Volterra, cuya exploración completa iba a requerir meses, si no años…
Hubo que emplear toda la mañana y parte de la tarde para dejar libre la parte frontal del hipogeo: una estructura labrada en la toba a imitación de la fachada de una casa, con un portalón de dos batientes —que tenían tallados los agarraderos a manera de grandes anillas— y un frontón triangular ornado con el símbolo de la luna nueva, o por lo menos eso le pareció de tener que interpretarlo; ni un signo, ni un indicio que pudiera conducir a la identificación de los difuntos que descansaban en el interior de la cella funeraria. Le pareció también extraño que en la superficie de tierra batida no se hubiera encontrado el menor resto, objeto o prueba de que hubiera sido visitada. Las tumbas eran visitadas muy a menudo y con ocasión de las diferentes ceremonias religiosas y conmemorativas, y delante de su entrada había encontrado casi siempre, en otras excavaciones, las huellas de los ritos sacrificiales y de las ofrendas en honor de los difuntos.
Comenzaba a oscurecer cuando se encontró enfrente de la puerta. El espacio entero de delante de la entrada había sido limpiado y despejado. Ni siquiera durante el traslado de los depósitos de aluvión se había encontrado nada, como tampoco en la capa de tierra batida de las áreas inmediatas a la tumba. Fabrizio dejó escapar un profundo suspiro y se quedó de pie durante un momento en silencio, trulla en mano, delante de aquella puerta cerrada; muchos pensamientos le cruzaron por la mente, ninguno de ellos grato. La voz de Francesca, que había llegado en aquel instante, le sacó de sus pensamientos y fue un alivio para él.
—Bonita. No queda más que abrirla.
—Ya. Mañana, si todo va bien.
Poco después llegó la camioneta de los carabineros con dos hombres para el turno de guardia.
—¿Tienes hambre? —preguntó Francesca.
—Bastante. No he tomado más que un bocadillo a la una con un vaso de agua mineral.
—Entonces, vamos. Conozco un sitio simpático donde también se puede charlar tranquilamente. Sube a mi coche, que luego te llevo yo a casa.
Fabrizio montó e hizo ademán de cerrar la puerta, pero se detuvo enseguida como si hubiese sido asaltado por un pensamiento repentino. Volvió atrás a donde estaban los dos carabineros, dos jóvenes que debían de rondar los veinticinco años, uno del Norte y el otro del profundo Sur.
—Escuchad, muchachos. No os toméis esto a la ligera. Éste no es un sitio tranquilo: no por ellos, los pobres, que no molestan ya a nadie —y señaló la puerta de la tumba—, sino por esa mala bestia o lo que diablos sea que destrozó al pobre de Ronchetti. Anda merodeando aún por aquí, por lo que sé.
Los dos jóvenes mostraron la metralleta montada y la Beretta calibre nueve largo enfundada.
—Quédese tranquilo, profesor, que aquí no va a pasar nada. Encendieron un pitillo cada uno y cuando Fabrizio se dio la vuelta, más adelante, antes de doblar la curva, las dos brasas parecían los ojos de un animal al acecho en la oscuridad.