Fabrizio Castellani llegó a Volterra una noche de octubre montado en su Fiat Punto, con un par de maletas y la esperanza de conseguir un puesto de investigador en la Universidad de Siena. Un amigo de su padre le había encontrado un alojamiento barato en una alquería de Val d’Era a no mucha distancia de la ciudad. El colono se había ido algún tiempo antes, la finca estaba desarrendada y lo seguiría estando por mucho tiempo porque su dueño pensaba reestructurar el edificio y venderlo a uno de los muchos ingleses enamorados de la Toscana.
La casa había crecido en varias épocas sucesivas en torno a un núcleo básico que se remontaba al siglo XIII tenía un bonito patio en la parte trasera, con cobertizo donde guardar los aperos de labranza en la planta baja y heniles en la superior. La parte antigua estaba hecha de piedra y recubierta con viejas tejas árabes manchadas, al norte, de líquenes amarillos y verdes; la más reciente era de ladrillo. El terreno circundante, cultivado en la parte que miraba al sur, alineaba una docena de filas de grandes olivos nudosos cargados de fruto y otras tantas de unas vides bajas, con abundancia de racimos violáceos con los pámpanos que empezaban a virar del verde al rojo encendido del otoño. Un murete de piedra seca corría a lo largo, pero en varios puntos aparecía hundido y necesitado de una restauración. Más allá se extendía un bosque de robles que subía hasta la cresta del monte expandiendo una mancha de un vivo color ocre, mancha interrumpida en algunas de sus partes por el rojo y el amarillo de los arces de montaña. Un boj secular adornaba la entrada a la derecha y un par de cipreses descollaban por el otro lado, superando en altura el techo de la casa.
A escasa distancia había también una fuente de la que partía un arroyuelo refulgente que gorgoteaba entre los pulidos cantos rodados hasta el borde de la carretera, bajo la que desaparecía en un pequeño sifón para reaparecer más abajo y descender luego hasta el Era. El río, cubierto de un espeso manto de vegetación, no se veía, pero dejaba oír su murmullo mezclado con el susurrar de las copas de los robles y de los chopos.
La casa le gustó de inmediato, sobre todo por el agradable olor a heno, a mastranzo y a salvia que llenaba el aire de la noche junto con los vuelos de las últimas golondrinas, remisas aún a abandonar sus vacíos nidos. Apenas dejó las maletas en el umbral, se fue a dar una vuelta para estirar un poco las piernas por el sendero que recorría la propiedad de un extremo a otro dividiéndola en dos partes casi iguales. Luego se sentó sobre el murete de la cerca y saboreó un momento de dicha en aquella paz vespertina, en aquella atmósfera suspendida y casi irreal que anunciaba la llegada de la noche.
Tenía treinta y cinco años y no podía contar aún con un puesto estable, como tantos de sus amigos y colegas que habían dedicado su vida a la ciencia del pasado por pura pasión, sin darse cuenta de lo difícil que era vivir de la arqueología en un país que tenía tres mil años de historia. Y sin embargo, no se sentía ni descorazonado ni humillado: no conseguía pensar en otra cosa que en el momento en que se encontraría cara a cara, sin intrusos ni gente molesta, con el objeto de su más reciente interés y de sus más apasionados estudios: la estatua de un chiquillo conservada en el museo etrusco de Volterra.
Un gran poeta había impuesto a aquella estatua un nombre sugestivo y cargado de misterio: L’ombra della sera. Pero los poetas pueden soñar, pensó el joven, los estudiosos no. Y empezaba a ser hora de ponerse a la tarea. Se recobró de aquella especie de absorto torpor al que se había abandonado y volvió hacia la casa que sería su residencia, al menos durante algunas semanas, hasta que hubiese terminado sus investigaciones y recabado todos los datos y materiales necesarios para una publicación que levantaría probablemente ampollas.
El inicio de aquellos estudios y de aquel interés habían sido totalmente fortuitos. Se hallaba en Florencia en el Instituto Nacional de Restauración para hacerse una idea de las técnicas más actuales de tratamiento de los bronces antiguos cuando tuvo ocasión de ver una serie de radiografías de la estatua, realizadas tal vez con miras a una restauración, y se quedó impresionado por una sombra que revelaron los rayos X casi a la altura del hígado, una cosa extraña que tenía, desde determinado ángulo, el aspecto de un objeto oblongo y casi puntiagudo. Aquéllas radiografías se guardaban en su expediente dentro de un fichero y allí se hubieran quedado, quién sabe por cuánto tiempo, hasta que se hubiera aprobado un nuevo presupuesto para algún otro proyecto del ministerio.
Aunque no había hablado con nadie de aquel descubrimiento, que no aparecía en ninguna ficha ni en descripción alguna de aquella obra maestra anónima del arte etrusco, sí había hecho reproducir las radiografías y las había escaneado y guardado en algunos compactos para procesarlas con el programa gráfico de su ordenador. Una vez concluida esta fase, solicitó poder someter la estatua a una serie de exámenes para llegar a una conclusión acerca del problema, lo que le hizo preciso que se trasladara directamente in situ para poder seguir la investigación de forma más regular y continuada. Tal vez le permitieran incluso someter la estatua a resonancias magnéticas y así podría completar el patrimonio de conocimientos que obraba en su poder y encontrar una explicación a la anomalía.
Había pensado en un defecto en la fundición o en una soldadura no lograda del todo, pero la cosa no tenía mucho sentido en una parte de la estatua hecha de superficies planas y relativamente regulares, donde el flujo del metal licuado no podía haber encontrado ciertamente ningún obstáculo en el momento del vaciado veinticuatro siglos antes.
A lo largo de la calle se había parado en una tienda de comestibles para comprar pan, queso, jamón y una botella de Chianti, y con esas pocas cosas se sentó en la gran cocina a cenar en una mesa gastada por el uso secular, leyendo, para tener compañía, un libro de Jacques Heurgon sobre la civilización etrusca. Puso en la cama unas sábanas limpias que se había traído de casa y se acostó a eso de medianoche en una habitación con un agradable olor a cal reciente, mirando las vigas del techo y escuchando el canto del ruiseñor que subía de las arboledas de robinias y de codesos que acompañaban el curso del arroyuelo.
Elisa, su novia, le había dejado hacía tres meses, y aún no se había recuperado totalmente del golpe. Lo típico: muchacha un poco casquivana que no tiene el valor de defender, ante unos padres riquísimos y llenos de prejuicios, su relación con una persona de cultura más que elevada y de buena educación, aunque de escasos posibles y de vestimenta por lo general presentable pero informal. Pensó con cierta amargura en lo que se había ilusionado con poder estar a la altura de la situación y en lo mucho que se había sentido humillado por dicho rechazo y pensó asimismo que no hacía el amor desde entonces, causa para él de un estado de escaso equilibrio psicológico mientras había permanecido en la ciudad. Ahora, sin embargo, la atmósfera tan distinta, el ambiente tan intensamente impregnado de simples y austeros elementos le hacían sentirse en paz consigo mismo y fuerte como un atleta que se prepara para una prueba crucial. Cierto que se preguntaba si aquel estado de gracia resistiría la media y larga distancia y si el aislamiento no conseguiría, en breve, el efecto contrario, obligándole a echar mano a su agenda para buscar el número del móvil de alguna amiga particularmente comprensiva, pero al final las no pequeñas emociones del traslado y del inicio de una investigación tan importante, así como la tibieza creciente de la cama, acabaron por imponerse a sus interrogantes.
Se presentó al día siguiente al superintendente regional Nicola Balestra, que se había instalado de forma estable en la ciudad por un par de semanas, dejando temporalmente su sede natural de Florencia, desde donde su secretaria le pasaba las llamadas importantes y le mandaba por correo las cartas urgentes que debía firmar. Balestra era un hombre seco y parco en palabras, con fama de ser más bien desabrido con los universitarios, que mantenía siempre a una respetuosa distancia, en especial, decían las malas lenguas, cuando se trataba de estudiosos de fama mimados por los medios de comunicación e invitados fijos de programas de televisión de éxito.
—Buenos días, Castellani —le dijo levantándose y dándole la mano con una cierta cordialidad—. Bienvenido a Volterra. ¿Ha encontrado donde instalarse?
—Buenos días, superintendente. Sí, mi padre me encontró un buen sitio, la casa de la finca Semprini, en Val d’Era. Está cerca de la ciudad, pero es muy tranquila. Me encontraré muy bien allí.
—He leído su investigación. Veo que quiere ocuparse de un asunto de suma importancia. Me complace, justo es que un joven pique alto y trate de destacar. Solo espero que haya echado una ojeada a la buena y completa bibliografía ya existente, que no es poca y sin duda de no escasa calidad.
Fabrizio tuvo la impresión de que Balestra quería tantear el terreno y darse cuenta de si se guardaba algún as en la manga.
—He trabajado mucho y he hecho fichas de todo el material que he logrado encontrar —repuso—. Creo poder comenzar mi investigación personal y espero poder llevarla a término con tranquilidad y tal vez con un poco de fortuna. Voy a necesitarla.
Balestra le invitó a un café, señal indudable de consideración y de estima según las voces que circulaban; luego le despidió:
—Le he firmado un permiso muy amplio, Castellani, que le permite quedarse en el interior del Museo más allá del horario de cierre. Mario le enseñará cómo se conectan y desconectan las alarmas, le dará el número del móvil del teniente de los carabineros, por si acaso, claro está. Es una gran prueba de confianza, espero que sea consciente de ello; por tanto, por favor, sea lo más responsable y atento posible.
—Soy consciente —respondió Fabrizio— y no sabe lo mucho que le estoy agradecido, señor director. Le aseguro que estaré atento y no le causaré el menor problema. Cuando haya terminado, si es que he llegado a algún resultado, será usted el primero en saberlo.
Balestra le estrechó la mano y le acompañó hasta la puerta. Fabrizio pasó el resto de la mañana organizando su propio trabajo e instalándose en el despachito que habían puesto a su disposición, de tres por dos metros y medio bajo un viejo arco ciego que debía de formar parte de una antigua estructura anexa al edificio del Museo. Luego volvió a revisar los ficheros de la biblioteca para asegurarse de que no se le pasaba por alto nada de cuanto se había escrito sobre el chiquillo de Volterra.
A las cinco de la tarde el Museo cerró. Mario, el vigilante, volvió a explicarle desde el principio lo que convenía saber sobre el sistema de alarmas y, en confianza, le dijo que, si se olvidaba de conectarlo al salir, se activaría enseguida una alarma suplementaria en su casa, a dos pasos del Museo, y hasta un dispositivo modificado al efecto que siempre llevaba al cuello, y acudiría enseguida. Evidentemente, le agradecería que no le obligara a saltar de la cama a la una o a las dos de la noche. Eso era todo.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Mario? —inquirió por último Fabrizio.
—Diga, profesor.
—Me han dicho que el superintendente se ha instalado aquí por un par de semanas y que tiene incluso intención de quedarse otras dos o tres, si no he entendido mal. Me parece algo un poco insólito, para un funcionario de su nivel y de sus responsabilidades, dejar la sede central durante todo este tiempo… ¿Sabe usted, por casualidad, algo al respecto?
Mario esbozó una media sonrisa, como diciendo: «Eh, te gustaría saberlo, chaval…», y respondió:
—Verá usted, el señor superintendente toma sus decisiones, pero no es que nos las haga saber a nosotros los del personal… Sé que trabaja mucho en su despacho, que le pasan solo las cartas urgentes y que atiende a las llamadas desde las once hasta mediodía, a menos que sea el señor ministro.
—Debe de estar ocupado en algún trabajo que le urge especialmente —conjeturó Fabrizio—. Bueno, le deseo buenas noches, Mario. Ah, tal vez pueda aconsejarme usted alguna trattoria económica, así tomaré un bocado rápido hacia las siete y volveré al trabajo.
Mario le aconsejó la trattoria de la señora Pina, no lejos del cinturón de circunvalación, que servía comida de la región y casera a un módico precio. Y que le dijera también que le mandaba Mario y recibiría un trato de favor, como todos aquellos que trabajaban en la superintendencia.
Fabrizio le dio las gracias y se puso de nuevo a la tarea con gran ahínco. No había nada mejor que encontrarse completamente a solas, sin ruidos de ninguna clase, sin teléfonos que sonasen de continuo y un ir y venir de gente de un despacho a otro. Cuando fue la hora de la cena, había terminado de revisar todas las fichas de la biblioteca que contenían publicaciones sobre el chiquillo de Volterra y había descubierto que se le habían escapado solo dos articulitos de estudiosos locales, de esos que se tiene en la biblioteca tan solo para decir que no falta nada en ella, pero que no añaden ni quitan gran cosa a lo ya sabido.
La señora Pina le hizo acomodarse en el patio de detrás de la trattoria encajonado entre la pared trasera de un antiguo convento y un soportal en forma de «L» que constituía en otro tiempo un claustro. En el soportal se abría un arco que daba a una placita cerrada, en la parte opuesta, por la imponente y un tanto lúgubre mole de un palacio muy antiguo, probablemente una casa fortificada reestructurada en parte durante el Renacimiento.
—¿Qué es ese palacio? —preguntó cuando la señora Pina le sirvió un plato de sopa de alubias.
—¿Cómo? ¿Es que no lo sabe? —dijo la señora con marcado acento local.
Cómo podía saberlo, le explicó Fabrizio, si acababa de llegar y se había instalado en la finca Semprini, en Val d’Era, justo la noche anterior. Y la señora Pina, en vista de que era temporada baja y que los clientes no llegarían por lo menos hasta dentro de una hora, se sentó para hacerle compañía y se puso a contarle que aquel era el palacio de los príncipes Caretti Riccardi, deshabitado desde hacía cuarenta años a excepción de un breve período en el que su último propietario, el conde Jacopo Ghirardini, lo había habitado, cuatro o cinco años antes. Había tomado en casa a una mujer de servicio, medio arpía por lo que se contaba, y a continuación había desaparecido de repente; nunca más se había vuelto a oír hablar de él. La mujer se había quedado en la zona y trabajaba ahora en la barra de un bar en las Macine. Y desde entonces el palacio estaba cerrado y no había albergado ni a un alma. Una lástima, un palacio tan grande y bonito, desde cuyo piso más alto debía de disfrutarse de una vista fantástica sobre el valle.
—Obviamente estará plagado de fantasmas… —aventuró Fabrizio para darle cuerda.
—Bromea usted, profesor —repuso la señora Pina casi picada—, pero yo que vivo aquí desde que nací le puedo asegurar que en ese palacio se les ve y se les oye, ¡y cómo! Hace varios años un mozo del molino de la Bruciata, que era fuerte como un toro y grande como un armario ropero y que fanfarroneaba de que no le temía a nada, pasó en él una noche por una apuesta que hizo en la taberna con los amigos y…
—Y cuando salió por la mañana tenía el pelo blanco por el espanto —completó Fabrizio interrumpiendo el relato.
—Oh, ¿cómo lo sabe usted?, preguntó ingenuamente la señora Pina.
Fabrizio hubiera querido explicarle que historias de aquel tipo se contaban en todas partes de Italia, lo mismo que las historias de tesoros escondidos, de pasadizos secretos que unían este o aquel edificio a lo largo de kilómetros por debajo de tierra, de cabras de oro que se aparecían por la noche a los caminantes solitarios en las proximidades de algún cruce de caminos y de cuanto la imaginación popular había inventado a lo largo de los siglos en los que no existía la televisión para idiotizar a la gente por las noches.
—Pero, perdone, ¿cómo se las arregló ese mozo para entrar en el palacio si lleva todo ese tiempo cerrado y atrancado?
—Debe saber usted, profesor, que existe un pasadizo secreto que conduce del palacio Caretti Riccardi a la capilla de las Almas del Purgatorio cerca de la cisterna etrusca, ya sabe, esa del otro lado de la carretera provincial…
Le parecía bien. Pero hubiera querido añadir: si ese pasadizo era secreto, ¿cómo era que lo conocía hasta el mozo de un molinero? Pero se había terminado la sopa de alubias y prefirió felicitar a la señora y pedir un trozo de tortilla con dos hojas de ensalada.
Después de cenar dio una breve vuelta por la ciudad. En resumidas cuentas, aquellos primeros contactos, aquellas primeras charlas con el vigilante del Museo y con la propietaria de la trattoria le habían procurado un gran placer, haciéndole sentir de algún modo inserto en el nuevo contexto y en aquella comunidad que le había sido descrita como un tanto cerrada y no siempre acogedora, pese a estar acostumbrada a un flujo turístico bastante intenso.
Había ya oscurecido y no había un alma por las calles cuando Fabrizio se encontró enfrente de la puerta del Museo. Desconectó la alarma, dio vuelta a la llave en la cerradura, entró y volvió a conectar inmediatamente la alarma. Había llegado el momento de encontrarse cara a cara con el muchacho de bronce que le esperaba en la sala. Subió las escaleras, cogió una silla, encendió la luz y se sentó enfrente de él. Por fin.
Para su sensibilidad, se trataba de la obra más impresionante que hubiera visto nunca: la originalidad del asunto, la extraordinaria calidad de la ejecución, la intensa y profunda sugestión que emanaba le hacían pensar en ciertas formas poéticas de pilluelos realizadas por Vincenzo Gemito, pero también en el poder expresivo de Picasso y, al mismo tiempo, en el sentido de exasperada fragilidad de los bronces más inspirados de Giacometti. Una manifestación de creatividad vibrante y conmovedora que le dejaba estupefacto y casi espantado.
Era la imagen acerba y endeble de un niño triste de grácil cuerpo, exageradamente alargado, de rostro menudo y de mirada melancólica en la que, sin embargo, sobrevivía una sombra de natural despreocupación, truncada antes de tiempo por la muerte. Un niño que debía de haber dejado a sus padres en el más doloroso desconsuelo toda vez que habían recurrido a un artista tan sublime para inmortalizar sus formas y hacerlo además acentuando el realismo que le confería su carácter, la edad, y tal vez también los síntomas de la enfermedad que había provocado su final…
Cayó en la cuenta de que había pasado casi una hora cuando se estremeció al sonido de los toques procedentes del campanario de Sant’Agostino. Se levantó y se puso a preparar los aparatos y accesorios para la sesión fotográfica.
Las fotografías del archivo no le eran ya de ayuda para una mejor comprensión y necesitaba explorar con el objetivo cada mínimo detalle de la estatua a fin de descubrir si por casualidad había en ella aspectos de la fundición que habían escapado hasta aquel momento a los expertos. Le vinieron a la mente las palabras de su maestro, Gaetano Orlandi, el cual solía decir que el mejor lugar para excavar son los museos y los depósitos de las superintendencias.
Trabajó durante horas preparando la iluminación, estudiando los encuadres, las trayectorias y los ángulos de los objetivos; impresionó una docena de rollos de diapositivas y realizó el mismo número de exposiciones con una cámara fotográfica digital que le iba a permitir procesar las imágenes electrónicamente. De repente, mientras se disponía a hacer los últimos disparos en el rostro, en la cabeza y en la nuca de la estatua, sonó el teléfono en el pasillo. Fabrizio consultó el reloj y comprobó que era la una de la noche, evidentemente alguien que se había equivocado de número. ¿Quién podía telefonear a un museo a aquella hora? Reanudó el trabajo para acabar, por más que el cansancio se dejase ya sentir, pero al poco se vio nuevamente distraído por el sonido del teléfono. Fue a levantar el auricular y dijo:
—Se ha equivocado usted…
Pero una voz femenina de timbre extrañamente seco y perentorio le interrumpió:
—¡Deja en paz al chiquillo!
Siguió el ruido del final de la comunicación.
Fabrizio Castellani colgó con gesto mecánico y se pasó una mano por la sudorosa frente. ¿Malas pasadas del cansancio? ¿Quién podía saber que estaba trabajando en aquella investigación aparte del director y de Mario, el vigilante, que en cualquier caso tenía una idea muy imprecisa de ella? No sabía qué pensar y la imposibilidad de encontrar en el momento una solución racional a un acontecimiento aparentemente inexplicable le fastidiaba sobremanera. La única explicación plausible era que la noticia de su investigación se hubiera filtrado por medio de algún empleado y hubiese impresionado a algún débil mental, a alguno de esos fanáticos que se nutrían de literatura pseudocientífica de inspiración vagamente New Age sobre los egipcios y sobre las pirámides y, por qué no, también sobre los etruscos, que eran después de los egipcios los que despertaban un mayor interés debido a sus creencias ultraterrenas y a su fama de magos y adivinos.
Imaginó que la persona que había telefoneado podía haber visto filtrarse la luz por las ventanas del piso superior del Museo donde estaba él trabajando y que de todas formas debía de encontrarse en las inmediaciones. Espió por tanto las ventanas de las construcciones de enfrente del Museo y en los laterales sin descubrir absolutamente nada que pudiera llamar su atención. Pero mientras miraba, otro sonido, mucho más inquietante que el sonido de un teléfono en plena noche y que la voz de una desconocida, golpeó su oído y más aún su imaginación: un grito de fiera agudo y prolongado, un aullido feroz de desafío y de dolor, el ululato de un lobo en la noche de Volterra.
—¡Cristo bendito! —pensó en voz alta—, pero ¿qué está sucediendo?
Por primera vez en su vida de adulto sintió la comezón del miedo, una sensación de pánico que surgía de golpe de su infancia, el terror que le dejaba clavado inmóvil y tembloroso en la cama cuando el reclamo de un pájaro nocturno hendía la noche en la casa de montaña en que había pasado su niñez.
¿Un lobo? En el fondo, ¿por qué no? Le parecía haber leído que últimamente la política de protección ambiental había propiciado una cierta expansión de ese depredador a lo largo de la dorsal de los Apeninos un poco por toda la península, pero sus razonamientos se vieron invalidados cuando el aullido resonó de nuevo, más cerca aún, esta vez más amenazante y desgarrador, para apagarse finalmente en un estertor agónico.
Recogió sus cosas, apagó las luces una tras otra y bajó deprisa las escaleras en dirección al vestíbulo. Conectó la alarma y salió a la calle cerrando la puerta con triple vuelta tras de sí. Le pareció, mientras se alejaba, oír de nuevo el sonido del teléfono de arriba, insistente y prolongado, pero se guardó mucho de volver atrás: en el estado en que se encontraba, la imaginación habría podido jugarle una mala pasada.
A pesar de que tenía aparcado su coche a no mucha distancia, en una plazoleta apartada, los pocos minutos a pie por las calles silenciosas y desiertas que le separaban de su vehículo le parecieron una eternidad. ¿Era posible que nadie lo hubiese oído? ¿Que nadie se asomase a la ventana o encendiese una luz? Se detuvo varias veces porque le parecía oír a sus espaldas un ruido de pasos o incluso un jadeo bestial y cada vez reanudaba su camino apresurando el paso. Cuando, al llegar a la plazoleta, no encontró el coche, se sintió dominado por el pánico y echó a correr de una calle a otra, de un cruce a otro con un nudo en la garganta, con el resuello entrecortado. A cada latido, a cada respiración, el terror iba en aumento y aquel ululato atroz parecía ahora resonar ya contra cada pared, bajo cualquier arco, al fondo de cada calle.
En un momento dado, se impuso con todas sus fuerzas refrenar el miedo que le dominaba: se apoyó contra un muro, respiró hondo y se esforzó por reflexionar. Evidentemente, debía de haber aparcado el coche en otra parte y trató de reconstruir con lucidez sus movimientos. Se puso de nuevo en camino y finalmente logró poner orden en sus pensamientos y dar con el lugar en el que, en realidad, había aparcado el vehículo. Montó en él, lo puso en marcha y se dirigió a velocidad sostenida hacia su casa en Val d’Era. Pero, en el mismo momento, tuvo la impresión de que aquella vivienda aislada y casi oculta por la vegetación no iba a ser ya el lugar ideal que tanto le había gustado para su estancia en Volterra. Entró deprisa, cerró la puerta tras de sí y echó el cerrojo.
Se acostó agotado por las violentas emociones vividas en su primer día de actividad en una ciudad que se había imaginado tranquila hasta el aburrimiento. Durante un rato aguzó el oído, temiendo que aquel aullido se dejara oír de nuevo, y a continuación comenzó a razonar con la mente fría: la llamada había sido obra de una mitómana que tenía a algún conocido entre el personal del Museo; el aullido… bueno, el aullido podía haber sido cualquier cosa: un perro vagabundo que hubiera sido herido de muerte, o bien, quién sabe, otro animal cualquiera escapado de un circo —a veces sucede—; en cuanto al coche, había sido su distracción nada más la que le había jugado una mala pasada: estaba simplemente convencido de haberlo aparcado en el lugar equivocado. También esto era algo que le había sucedido en más de una ocasión y en más de dos.
Al fin consiguió dormirse acunado por el susurrar de los robles y por el murmullo del río al fondo del valle.