No sé si me escuchas, Nathalie, si tu estado presente facilita o no nuestra conversación. Para mí es mucho mejor, pero no te siento distinta. Menos concentrada, menos estresada, claro; más confortable, pero en plena posesión de tu alma, y eso es lo esencial para mí.
El anuncio de tu desaparición hizo mucho más daño de lo que imaginaba, ya ves, mucho más bien. Desde que recibió el fax del cardenal Fabiani, tu amigo Franck tomó el primer avión hacia México. Le era preciso perderte para comprender hasta qué punto le importabas. El padre Abrigón le esperaba en el aeropuerto, con un jefe de la policía que le tranquilizó diciéndole que los raptos eran frecuentes, pero que casi siempre se encontraba la persona viva. No dijo en qué estado. Llevaron a Franck hasta tu hotel; se encerró en tu habitación y rompió a sollozar en tu cama, con la nariz en tus cosas. Y pensando lo mismo que tú habías pensado dos días antes: ¿por qué ese estropicio, ese tiempo perdido, ese amor sacrificado al entorno, a los principios, a los escrúpulos? Y luego Kevin Williams llamó a la puerta. Estaba pálido, dividido entre la angustia y la exaltación, bajo el doble efecto del tequila y de la crisis mística. Desenrolló en la cama una ampliación del ojo, mostró a Franck los puntos, las manchas, las siluetas rodeadas, los colores de síntesis. Le dijo que acababa de descubrir un decimoquinto personaje en la córnea, y que eras tú. Un signo más, un mensaje comparable al que transmitía el grupo familiar; una advertencia y una llamada al orden: habías desaparecido del mundo real, aspirada por la mirada de la Virgen en la que no habías querido creer.
¡Franck lo echó al pasillo! Niega lo irracional, ahora, pero lo hace por superstición: adopta tus sentimientos para acercarte a él, deja que te disuelvas para aumentar sus posibilidades de encontrarte.
Bajó a la recepción, interrogó a todo el mundo, fue a todos los lugares adonde tú habías ido, del barrio de la catedral al restaurante frente a la cárcel, de las ruinas de Calixtlahuaca al apartamento de Roberto Cárdenas, de la basílica a la colina de las apariciones, de mis aldeas natales al cuarto piso de El Nuevo Mundo, intentando adivinar tus humores y tus paradas, queriendo abordar a las personas a quienes te habías dirigido, siguiéndote los pasos, con vuestras impresiones al unísono, y era extraño para mí sentirme así vinculado a él cuando él sólo pensaba en ti.
Nunca me había sucedido eso de ser el vínculo de una pareja. Y la historia de amor en la que me habéis metido ha tenido un increíble efecto que nunca os agradeceré bastante: por primera vez he percibido la voz de María Lucía, he sentido su presencia en mí. Tal vez porque el sentimiento de privación en el que la muerte me había encerrado, el rechazo de mi destino y la certidumbre de estar solo le impedían responderme, ayudarme a comprender que amarse después de la vida es, como vosotros decís, «ser una sola cosa». Sigo escuchando a los peregrinos, sus plegarias y sus acciones de gracias alrededor de mi tilma, pero, ves, no sufro ya por ello; la fuerza de mi vinculación terrestre ha dejado de volverse contra mí. Vuelvo a vivir. Vuelvo a morir. Y te lo debo.
El segundo día, Franck comenzó a recorrer los hospitales de la ciudad y acabó encontrándote en el San Cristóbal, pabellón B, tercer piso, donde te había llevado la ambulancia, inanimada, sin papeles. Y desde hace unas diez horas aguarda que despiertes, algo que ya no va a tardar ahora, creo: tus recuerdos van reconstruyéndose a mi alrededor y pronto les cederé el lugar. Sólo te robaron el bolso; tus heridas cicatrizarán y el traumatismo sólo fortalecerá tu decisión, precipitando las cosas.
No es que adivine tu porvenir, Nathalie, pero tengo confianza en ti. Sé adónde quieres ir, con quién y lo que vas a hacer. Vuestra vida está aquí ahora, en este hospital o en otro, en cuanto te hayas restablecido y hagas venir a tus amigos japoneses. Explicarán su descubrimiento, su técnica, presentarán sus resultados y solicitaréis la autorización de los servicios sanitarios, para formar a los cirujanos de aquí en el injerto de córnea artificial.
La tarea será dura, para Franck y para ti, los obstáculos agotadores y el éxito no os dejará ni un minuto de reposo para pensar en mí; además, ya no seré útil entre vosotros y no estaré aquí. Como los puntos se disuelven cuando han cerrado la herida, el vínculo desaparecerá.
Ignoro cuánto tiempo me retendrá aún el mundo. Pero si ahora, además de los milagros que me atribuyen, puedo contribuir a tejer nuevas ataduras y ver cómo se reconstruyen felicidades semejantes a la que conocí en vida, entonces no rechazo ya la prisión desde la que os contemplo. Y tal vez incluso, algún día, ¿quién sabe?, la añore.