—Buenos días, soy Guido Ponzo, ¿la he despertado? Me han soltado esta mañana, estoy abajo, en la recepción, ¿podemos vernos?
No le pregunto para qué.
—Tengo un mensaje para usted, Nathalie. Y usted tiene algo para mí. ¿No? He sabido que el peritaje se llevó a cabo ayer.
Dejo que se haga el silencio, le cito en el quinto, en el balcón del bar y voy a la ducha para lavar el insomnio.
Me aguarda ante una taza minúscula, explica con aire rencoroso que, en México, lo único que diferencia el espresso del café americano es el tamaño del recipiente. Cada vez más pálido tras sus gafas negras, con la camisa arrugada y barba de la víspera, contiene un temblor de impaciencia para preguntarme si he podido coger una fibra. Busco en mi bolsillo la pequeña botella de tequila que acabo de sacar del minibar para vaciarla en el lavabo. En el fondo reposa un hilo que he arrancado de la bata del hotel. Contempla la botellita al trasluz, se muerde los labios, la esconde rápidamente en su chaquetón y me aprieta la muñeca con aire extraviado. Es el día más hermoso de su vida. Se aparta, se inquieta, me dice que sea prudente: mi vida está ahora amenazada. Le digo que también la suya, para complacerle. Con un temblor de excitación, acompañado por un gesto despreocupado, me responde que está acostumbrado y me pregunta mi dirección de e-mail para comunicarme los resultados, en cuanto haya fechado mi muestra con el carbono 14.
Aparto los ojos. ¿Por qué lo he hecho? ¿Para que una voz vuelva a elevarse entre los cartesianos, rechazando el milagro en nombre de una prueba objetiva? Proporcionar una falsa prueba en beneficio de la ciencia. Dar, por medio del engaño, argumentos a los adversarios de la ilusión. Engañar a un racionalista para que la razón recupere sus derechos… Manipular a un ateo, como han hecho conmigo, pero con el fin de reforzar su tesis, la mía, que no tengo ya certidumbre alguna… El único medio que he encontrado para agarrarme a la realidad.
—Un pequeño regalo, a cambio —dice Guido Ponzo señalando con malicia el teléfono portátil que acaba de sacar de su bolsillo.
Lo enciende, se atarea con las teclas, se lo lleva al oído, inclina la cabeza y me lo tiende. Suena un bip, luego escucho un ronco soplo. Una voz femenina, desigual, de mal timbre, articula unos sonidos en español Le devuelvo el teléfono recordándole que no comprendo la lengua. Teclea un código para volver a oír el mensaje y me lo traduce palabra a palabra, con un dedo en la oreja derecha y el móvil pegado a la izquierda.
—«No hay Paraíso sin él. Ayúdale, Nathalie, pues a ti te escucha. Dile que María Lucía está con él desde su muerte. Mientras siga decidiendo que estamos separados, estará solo.»
Guido Ponzo apaga el aparato con una delgada sonrisa.
—¿Sabe usted quién era María Lucía, doctora?
—Su mujer.
—Eso es. Lo denominan una voz paranormal; tengo muchas en mi contestador, en Nápoles. Incluso aquí, ya ve, en este móvil de alquiler cuyo número no sabe nadie.
Su tranquilidad me desconcierta. Su aire travieso, fatalista, acostumbrado. Le pregunto, tan neutra como me es posible, si también ha recibido mensajes del más allá por Internet.
—No, no, el ordenador es para ellos mucho menos práctico. Expresarse en lenguaje binario… ¿Por qué complicarse la muerte? Si yo fuera un espíritu, utilizaría los voltios, lo analógico. Es más rápido y más creíble para ellos fabricar sonidos que introducirse en un programa. ¿No?
Le contemplo, atenta, intentando saber si ha cambiado, como yo. Con un hilo de voz, pregunto:
—¿Ellos?
—Los curas, los agentes del Vaticano, los mercaderes del más allá, todos los que conspiran para trastornar mi razón. No me dejan ni un solo instante: las voces paranormales, las puertas que golpean, los objetos que cambian de lugar, mi coche que se detiene sin motivo y, luego, arranca solo… Me lo han hecho todo. Y también a usted, ya veo. Conozco ese modo de encogerse apretando los puños. Aguante, Nathalie. Hay una explicación para todo, ¿me oye? Estoy con usted. Y no estamos solos. Miles de personas, en todo el planeta, luchan con nosotros contra las fuerzas del oscurantismo, el lobby sobrenatural… El envite es gigantesco para los servicios secretos del Vaticano. Piensan que la Iglesia católica no tiene más medio de sobrevivir contra el Islam. ¡Despreciando la razón de los fieles y las enseñanzas de Cristo! Quieren un ejército de creyentes manipulados por milagros, por fantasmas, ovnis y médiums. Llegaron hasta cargarse, a medias, a su papa, un 13 de mayo, para hacer que resultara cierto el tercer secreto de Fátima y revelarlo luego. «Un obispo vestido de blanco cae como muerto bajo las balas de un arma de fuego», eso es lo que la Virgen profetizó al parecer el 13 de mayo de 1917 a los pastorcillos de la aldea que lleva, precisamente, fíjese en el símbolo, el nombre de la hija preferida de Mahoma. Pero ¿hasta dónde van a tomarnos el pelo? ¡No desean ya más fe que la credulidad! ¡Y yo me niego! ¡Por eso creo en el hombre que ha declarado la guerra a la Iglesia!
Se interrumpe, mira a los turistas que le contemplan masticando con aire molesto. Apura su taza, hace una mueca, se levanta, me da gracias por mi ayuda y por el café, me promete noticias muy pronto.
Le veo alejarse por la terraza con una impresión de desgarro, dividida entre el asco por mí misma, la vergüenza y la solidaridad ante ese justo combate que libra contra nada. Pero, sea para atacar las ilusiones de los demás o sea para defender las suyas, tal vez lo esencial sea luchar. No lo sé. Ya no quiero saber nada. Ni siquiera tengo fuerzas para dudar.
El Nuevo Mundo está cerrado. Cruzo la explanada, evitando los sacos de dormir donde descansan los manifestantes de la víspera, entro en la catedral llena de viajes organizados. Unos carteles jalonan la nave, recomendando en seis lenguas prudencia y declinando cualquier responsabilidad. Una red tendida a diez metros del suelo protege a los cristianos de las piedras y el yeso caídos. ¿Qué hacer salvo orar a mi pesar para que Juan Diego oiga la voz de su mujer y me deje en paz? No ha dejado de obsesionar mis sueños, esta noche, entre dos charcas de insomnio. Cada vez que me dormía, lo encontraba en el mismo lugar, de pie en el ojo, unas veces con su gorro puntiagudo y otras sin él; me invitaba a reunirme con él y yo cruzaba los párpados, apartando las pestañas. Nathalita, Nathalitzin… Cuídate, hermanita… Siempre la misma frase y la misma sonrisa atenta. Pero cuidarme ¿de qué? La idea de que existe un más allá, este consuelo que hace funcionar a tantos creyentes, me arrebata cualquier deseo de vivir. Al menos de retomar el hilo que he seguido hasta hoy. Construir otra cosa, sí. Pero ¿para quién y dónde? Nunca he pensado en mí. Y he perdido la afición a entregarme. Sacrifiqué al hombre al que amaba para que se desarrollara, se realizara, y sigue en el mismo lugar, petrificado por los escrúpulos que sigue sintiendo hacia mí. Si Franck y yo tenemos aún un porvenir, un presente posible, está en otra parte, lejos de nuestros medios, de nuestras renuncias, de nuestras rutinas. Cuando me proyecto en mi país, me siento tan extranjera como aquí, tan fuera de mi lugar. ¿Cuánto tiempo podré seguir rechazando las leyes comunes, el modelo de los demás, los hombres que me envidian, las responsabilidades que me dan miedo? ¿Y para qué perdurar? ¿Quién me necesita, allí? ¿Quién necesita lo que soy, los valores en los que he creído, las pesadumbres que acarreo, las quimeras que ya ni siquiera persigo? La revelación de ayer por la noche, ante los ojos de la Virgen, nada cambió en mí. Todos los pensamientos de esta mañana estaban ya en mi cabeza, enterrados; la inacción los hace subir a la superficie, no la toma de conciencia o el guiño del cielo: la inacción de la que siempre me he protegido porque, en cuanto me detengo, caigo. La diferencia es que, esta vez, no deseo ya levantarme.
¿Cómo sería mi regreso? Llamaría a Franck, le contaría mi experiencia como se comparte el relato de una pesadilla y, luego, la realidad reanudaría su curso: mis pacientes, mi casa, sus amantes. Con, como únicas variantes posibles, en lo que a mí concierne, cambiar de casa, comprar un perro, tener un hombre. Aceptar dirigir la clínica sin preocuparme de las consecuencias para Franck, asumir las relaciones de fuerza con los administradores y los financieros para intentar imponer mi punto de vista, alternar diplomacia, enfrentamientos, concesiones… No siento ya la tentación de decir sí ni tengo el valor de decir no. Me siento cada vez más habitada por Juan Diego, de acuerdo con todo lo que he leído sobre él, lo que sobre él me han dicho y lo que mi sueño ha hecho con él… Estoy como él, hace cuatro siglos, ante la aparición de la Virgen. Primero no se cree en ello, luego se pone uno de su parte y acabamos encontrándolo normal. La revelación de lo sobrenatural no cambia la naturaleza del ser humano: la amplía, la exalta o le arrebata su principio activo. El pequeño indio permaneció sentado diecisiete años entre los peregrinos, los idólatras, encerrado en el relato de su única aventura. ¿Qué más podía desear en la Tierra, tras la pérdida de su mujer, qué mejor cosa podía esperar? Vivió hacia atrás, como yo lo he hecho hasta ahora, aun yendo hacia adelante, y hoy me siento en un reclinatorio y espero.
¿Es este parecido, esta identidad de puntos de vista lo que tanto me pesa, lo que me deja inmóvil, sin objetivo, al borde de las lágrimas, con el vientre vacío y el corazón pesado? Pero el silencio, en mí, sigue siendo el mismo, el que siempre he conocido, tanto en la sinagoga de mamá como en las iglesias donde, más tarde, intenté justificar a mi padre. Salgo en el mismo estado en que entré.
En el atrio destrozado por las interrumpidas obras, un viejo sin piernas ni brazos mendiga en una silla de ruedas con un cartel de «Gracias» colgado del cuello. Algunos viandantes meten monedas en el bolsillo de su camisa, como si fuera la ranura de un cepillo, se persignan evitando su mirada y prosiguen su camino. Permanezco un momento apoyada en una reja, fascinada por esa escena que se hace cada vez más improbable a medida que, pasada la impresión, te acostumbras a ella. ¿Cómo ha llegado hasta aquí, cómo mueve su silla, cómo se las arregla para recuperar las limosnas o impedir que se las roben? Su rostro sólo expresa la atención fugaz, la cortés indiferencia de un empleado en su ventanilla.
Minutos más tarde, una camioneta se detiene en el atrio. El chófer enciende las luces de situación, baja a abrir las puertas traseras, instala un plano inclinado y va a buscar al impasible tullido empujándolo, sin más emoción que si estuviera vaciando un parquímetro. Vuelve a salir luego, llevando en los brazos a un niño que lleva al cuello una pancarta idéntica, coloca a sus pies un bol en el que hay dibujados algunos Mickeys, cierra la puerta trasera y arranca para proseguir su gira.
Trastornada, me agacho ante el muchachito, que debe de tener seis o siete años, le tomo la mano. Responde «Gracias», con voz suave y neutra. Sus párpados cerrados son dos telones de carne blanda que ocultan el vacío de sus cuencas.
Un policía me silba, me levanta gritando que no tengo derecho a estar allí. ¿Por qué? ¿Dificulto la circulación, impido la compasión de los viandantes, perturbo el comercio? La revuelta, el asco me obligan a dar media vuelta sin responder al excitado que señala el bol del mocoso con aire conminatorio. ¿Cómo dar dinero cuando se sabe que se está avalando esta innoble explotación, que se engorda a un macarra de tullidos? Un guía ha contemplado la escena, mientras espera a su grupo en el semáforo; me asegura que no puede hacerse nada: centenares de miserables son raptados cada año y, luego, los encuentran abandonados en las calles, sin ojos. El tráfico de órganos florece, en México, y la policía no tiene tiempo ni medios para desmantelarlo.
Suspira, da luego unas palmadas, hace que su grupo cruce dirigiéndose a otro lugar pintoresco. El tranquilo horror de este país me petrifica, entre el oleaje de la circulación y el crepitar de las cámaras fotográficas. Juan Diego, seas quien seas, con o sin gorro, tú en quien creen, tú que salvaste la vida de un niño que se había perforado el ojo pescando, ¿cómo puedes permitir estas atrocidades? ¿Cómo aspirar a la santidad cuando se escucha una plegaria de cada mil, cuando se practica el milagro como una acción espectacular destinada a convencer? ¿Cómo quieres que admita la intervención de la Virgen, si ella predica amor como se hace la publicidad de un medicamento inaccesible a los pobres?
Entro en un bar, salgo enseguida. Iglesia o bar, licor o plegaria, es lo mismo: sólo sirve para bajar los brazos, ahogar la conciencia y librarse de actuar. Para que exista semejante tráfico de órganos debe haber una demanda. El único medio de interrumpir el tráfico es suprimir la demanda. Si la córnea artificial existiera en México, los chiquillos de las calles no serían ya considerados como reservas de piezas sueltas. Los injertos que necesitan las distrofias, el queratocono o el herpes salvarían a los donantes vivos. Nosotros debemos actuar, no el Cielo. Este país me duele pero el mío me avergüenza cuando rechaza un avance médico que no genera beneficio. ¿Para qué querer convencer a las paredes cuando aquí se salvarían chiquillos?
Me hundo en las callejas que rodean la plaza, buscando el silencio, la sombra y el camino a seguir. No puedo ya vivir en este mundo sin poder cambiar nada. Y no esperaré al más allá para imprimir mi voluntad en los ordenadores, los contestadores y el contenido de los sueños. Pero ¿por qué ese súbito miedo, esa impresión de urgencia, esa sensación de fracaso cuando estoy, tal vez, por fin, recuperando el control de mi vida?
Suenan unos pasos a mi espalda, se interrumpen cuando me detengo. Me doy la vuelta. Nadie. Estoy sola en esta calleja, entre dos bloques de casas abandonadas. Acelero hacia la calle perpendicular, vuelvo la esquina. Es un callejón sin salida. Al otro extremo, ante mí, maniobra un camión. Vuelvo hacia atrás pero dos hombres brotan de un portal, se dirigen hacia mí. Otro baja del camión, con las manos en los bolsillos. El chófer pisa por dos veces el acelerador, en punto muerto, ahogando mis llamadas de socorro. Los tres hombres han sacado unas navajas. Ayúdame, Juan Diego, te lo suplico, no me dejes morir por nada, precisamente cuando he decidido servir para algo. No has podido traerme hasta aquí, hacerme andar todo ese camino para que la cosa termine así… ¡No! Aporreo las puertas del callejón. Los pasos se acercan, reanudo mi carrera, tropiezo. Unas manos me levantan. Una hoja se hunde. ¿Por qué? ¿Qué querías de mí? ¿Cambiar mi vida o arrebatármela?
Me deslizo en la noche sin respuesta.