Sostuve a Kevin hasta su habitación. El esfuerzo sobrehumano que había tenido que hacer para tomar una foto del ojo izquierdo sin caer de la escalera le había vuelto a sumir en un medio sopor que me convenía. No quería hablar de lo que había visto. Con nadie. Escribirlo y mandarlo, enseguida, para estar en paz con mi conciencia e intentar olvidarlo. O admitirlo. O negarlo, con el tiempo. Acabar dudando de mi razón para poder algún día, de nuevo, rechazar lo irracional.
Redacté mis conclusiones de un tirón, entre los irregulares ronquidos de mi compañero de peritaje. Su ordenador se colgó cuando quise mandar el e-mail. Desperté a una operadora. La palabra Vaticano es una de las pocas que pueden sacudir la inercia: treinta segundos después un botones venía a buscar el fax y me traía, cinco minutos más tarde, el comprobante de emisión. Cambio de amura, como dicen los marinos al pasar de una bordada a otra.
Dudaba en volver a mi habitación. La espalda de aquel muchachote dormido atravesado en la cama, con los brazos en cruz y su esmoquin demasiado estrecho, me retenía, sin objeto y sin deseo. Yo estaba prisionera y libre, llena de impulsos y vacía de sentido. ¿De qué servía marcharme o quedarme, tenderme contra él o acabar junto al minibar? Yo era sólo una piedra de vado, sin vida, que le permitiría hundirse algo más lejos. Eso es todo. Su tipo me deprime, sólo se cura con el escalpelo y no sabe cortar nada, romper nada: es incapaz de tirar cosa alguna, ni siquiera una tortuga al inodoro para salvar su matrimonio. Nos parecemos tanto que es patético. Si al menos supiera cómo cambiar, y para quién. Si consiguiese formular claramente una demanda… Pero no voy tampoco a ponerme a rezar a la Virgen, con el pretexto de que acabo de confirmar su permiso de residencia en un viejo jirón de tejido. El hecho de que vea no quiere decir que exista. Yo me entiendo. Y tengo mérito.
El gran teléfono suena en la mesilla de noche. Esta vez espero que Williams descuelgue. Se sacude al tercer timbrazo, alarga la mano a tientas hacia el auricular.
—¡Sí! —suelta con voz disuasoria, que se suaviza enseguida—. Buenas noches, monseñor, o buenos días, no sé qué hora es en su país.
Ha adoptado el tono falsamente desenvuelto de la gente que exagera el dinamismo, creyendo disimular así que acaban de despertarse.
—Claro está, he tomado las fotos sin cristal. ¿Cómo? No, aún no… Ah. Sí, es posible, claro, le llamaré cuando haya terminado. Mis respetos, Eminencia. Vete a la mierda —concluye al colgar.
Rueda hasta los pies de la cama, se levanta, se rasca la espalda y va al cuarto de baño.
—¿Dónde he metido mi cámara? —masculla meando con la puerta abierta.
Es curioso cómo cambia el sueño a un hombre. Apenas el alba clarea en la ventana y ya somos íntimos, sin haber tenido que esforzarme, habiendo economizado nuestros cuerpos. Recojo de la alfombra el instrumento, increíblemente sofisticado, que dejó caer hace un rato, al entrar. Diríase una especie de cámara numérica con una suerte de embudo de filtros en vez de zoom, todo lleno de sensores y pantallas de control. Pregunto, para apagar cortésmente el chapoteo en la taza:
—¿Cómo es su cardenal? El mío se parece al extraterrestre de Roswell.
Regresa, se detiene para contemplarme, reconocerme y recordar lo que hemos hecho o no.
—No debo beber con esos somníferos —dice conectando la cámara a un chirimbolo no identificado unido a su ordenador portátil, que ahora parece funcionar sin problemas.
Algunos movimientos de ratón más tarde, aparece en la pantalla un mosaico de manchas cuadriculadas.
—¿7-6 o 6-5? —se pregunta.
Decide, examina el cuadro que acaba de aislar, borra la maniobra, hace clic en el cuadro siguiente y comienza a ampliarlo.
—¡Bingo! —dice, huraño.
Sin intentar descifrar las razones de su triunfo, tomo mi maleta y me dirijo hacia la puerta.
—¿No quiere usted asistir al éxito de su misión?
Me vuelvo, frunciendo el ceño.
—No del modo que usted lo esperaba —prosigue en tono absorto—, pero será lo mismo. He descubierto un decimocuarto personaje en el ojo.
Vuelvo hacia él. Me señala un montón de manchas parecido a los demás, teclea y unos pimpantes colores revelan una vaga silueta de pelo corto y nariz aguileña.
—¿Morphing? —aventuro.
—Mejor aún. Es la última generación de microdensitómetros. Donde la visión humana detecta como máximo treinta y dos matices de gris, él distingue hasta doscientos cincuenta y seis. Hice mi descubrimiento trabajando con fotos existentes, pero tenía que comprobarlo tomando un nuevo cliché del original con él… ¿Me está escuchando?
Mi espíritu va de una imagen a otra; me encuentro en el estado en que me hallaba durante el examen en la escalera.
—Si sigue siendo escéptica, no vale la pena que siga adelante.
—No sé ya lo que soy, Kevin. Los ojos están vivos, lo he visto. No… no puedo encontrar la palabra. Me miraban.
—Bienvenida al club. También yo pasé por ahí, créame. ¿Recuerda a Juan González, el traductor indio, a la derecha del obispo? Hice zoom en sus ojos y mire lo que he encontrado. ¿Lo reconoce?
Frunzo el ceño aproximándome a la ampliación que ocupa la pantalla. Niego con la cabeza. El abre su clasificador de acordeón, me tiende dos postales: una especie de calendario pintado donde los aztecas evocaban los acontecimientos del año 1531 y el cuadro de Miguel Cabrera inspirado en él, que representa a dos hombres de larga nariz aquilina; el primero muy viejo con aspecto astuto y un gorro puntiagudo, el segundo más joven con unos ojos ingenuos y levantando las manos al cielo, destocado.
—El tío y su sobrino —presenta poniendo un dedo sobre cada uno.
—¿No era Juan Diego el que llevaba un gorro?
—Ningún documento lo dice. Ningún dibujo de la época permite afirmarlo. En cambio, Juan Bernardino era apodado, en nahuatl, «El que oculta sus bienes bajo el gorro».
Teclea y en la pantalla aparece la ampliación de una forma gris, con gorro puntiagudo, que parece sacudir una sábana, poniendo buena voluntad. Un clic y la imagen pasa a colores virtuales, fondo difuso, contornos subrayados de negro. El cursor se detiene en la cabeza del indio, la amplía.
—¿Ve usted el gorro, doctora Krentz?
Asiento.
—Tenemos dos certezas: el indio que muestra su túnica al obispo lleva un gorro y el que he descubierto en el ojo del traductor, el decimocuarto personaje, no lo lleva. De modo que Juan Bernardino es el mensajero de la Virgen, habría que beatificarlo a él.
Le miro, atónita.
—¿Con quién hablaba usted por teléfono, Kevin?
—Con el cardenal Fabiani.
La sencillez con la que acaba de confesarme su doblez me deja desarmada.
—¿Está usted diciéndome que estamos trabajando para la misma persona? ¿Que actúa usted, de tapadillo, para el abogado del diablo?
Levanta un dedo para corregir mi formulación:
—Trabajo para la exactitud histórica, Nathalie, en el marco de un fenómeno sobrenatural que no por ello es cuestionado. Muy al contrario. Juan Bernardino vio a la Santa Virgen, también. A él le dijo el nombre de Guadalupe. Ella le curó de la peste y le mandó a casa del obispo, cuando Juan Diego se había escabullido. Nada impide llegar a la conclusión de que fue el tío el que recogió las rosas. Por el camino, encuentra a su sobrino que regresa con el sacerdote para administrarle la extremaunción, le dice: «La Madre de Dios me ha curado, vayamos a decírselo al obispo». Y ya conoce el resto. Salvo que, de acuerdo con mis ampliaciones, la Virgen se estampó en la tilma de Juan Bernardino, mientras Juan Diego contemplaba la escena con la cabeza desnuda, como nos indica su reflejo en el ojo del traductor.
Hace clic de una imagen a otra, para que yo compare los dos personajes con colores artificiales. Le hago observar que, de todos modos, eso no es muy probatorio.
—Tampoco monseñor Fabiani desea un elemento de refutación que sea en exceso… probatorio.
—¿Cómo lo hizo para metérselo a usted en el bolsillo?
—Como con usted, sin duda. Me invitó a almorzar, el mes pasado, me expuso sus temores y supo encontrar las palabras. Yo tenía ya la misión de la Congregación de Ritos: él pensaba que me dejarían trabajar más libremente, creyéndome del bando de los «favorables». Mientras usted servía de chivo expiatorio.
—Pero ¡es asqueroso!
Parece tan sorprendido como yo por ese grito del corazón que ha brotado de mis labios. ¿Por qué he reaccionado de ese modo, en nombre de quién y en virtud de qué?
—Hay que comprender al Vaticano, Nathalie. No pueden canonizar a cualquiera, sobre todo cuando hay una duda sobre su identidad. Un eventual error cuestionaría, por los siglos futuros, la propia realidad del milagro. Lo que importa es la Santa Virgen estampada para siempre en la tela. No el nombre del portador.
Caigo sentada en la cama, desconcertada por la estrategia que se ha tejido sin que yo lo supiera.
—Pero ¿por qué todos los textos hablan de Juan Diego? ¿Por qué habría mentido durante diecisiete años? ¿Y por qué el obispo de México iba a acreditar esta impostura?
Kevin se sienta a mi lado, sonríe siguiendo con el dedo una arruga de mi vestido, en mi rodilla.
—Porque Juan Bernardino no era realmente creíble como testigo. Había engañado a algunos mercaderes de esteras, según el rumor, y además, curado o no, de todos modos había contraído la peste…
—¿No habría tenido buena prensa?
—Los peregrinos habrían temido el contagio, tanto con él como con su tilma. En fin, son sólo suposiciones… Pero, de todos modos, era demasiado viejo; habría muerto antes de ser oído por los investigadores de Madrid. En cualquier caso, Juan Diego era una opción mejor. Sin querer ofender a la Virgen, las autoridades católicas de la época estimaron que había cometido un error de casting.
Enmudezco. Decepcionada, traicionada en mi confianza y, a la vez, recorrida por un impulso de júbilo que no consigo explicarme. Será mejor que vaya a dormir.
—¿No se queda? —se extraña.
—¿Para qué?
Su vago gesto deja la puerta abierta a todas las interpretaciones.
—Tengo la impresión de que me siento mejor desde que la conozco a usted.
Le respondo que me alegro por él, recojo mis cosas y regreso a mi vida.