¡Socorro! No la escuches, no te fíes del fax que te ha mandado, se equivoca, Damiano, está bajo la influencia del ampliador de fotografías porque se enamoró de un hombre en una montaña rusa, entonces ve lo que él ve, no la creas, te lo suplico, olvídala, cámbiala, hay tiempo todavía para mandarme un nuevo perito que sólo escuche su razón y que sepa no ver nada, perdóname, Damiano, yo te orienté hacia ella, por su combate contra los milagros de Lourdes, yo dirigí tu atención al periódico que hablaba de ella o tal vez fue el azar y nuestros espíritus siguieron caminos paralelos sin concertarse, pero no tiene importancia ahora, lo que cuenta es que encuentres otra persona, pronto, en cuanto conozcas el fax que se imprime a tu espalda, en la consola de cristal, vamos, vuélvete, lee y reacciona, hombrecillo, yo te conjuro…

Escúchame… Cardenal Damiano Fabiani, vicedecano del Sacro Colegio, conservador del fondo reservado de la Biblioteca Vaticana y abogado del diablo, estoy hablándote a ti, yo, tu obsesión, tu lucha postrera, tu canto del cisne y tu venganza final. ¡Escúchame! No te duermas sobre tu plato de pasta en el corazón de tu antro de cemento emplomado, a seis metros bajo tierra, sé muy bien que no hay ya horas para ti cuando reinas en el centro de tu blindaje sobre la memoria de la humanidad, pero no es el momento de aflojar tus esfuerzos o mejor sí, duérmete, si tu espíritu no es ya capaz de reunirse conmigo cuando oras. Eres viejo, Damiano, ya no puedes más, estás demasiado solo y demasiado preñado de los secretos que llevas, los demás testigos murieron uno tras otro y tú vas a reunirte muy pronto con ellos, los dos lo sabemos, sabemos muy bien por qué el sucesor de Juan Pablo I te confió un puesto tan prestigioso como ignorado por el público, ese puesto que no figura en el anuario del Vaticano, ese puesto refrigerado que corroe tus pulmones a cada inspiración, ese puesto que hubiera debido resultarte fatal desde hace ya veinte años. Vas a morir, Damiano Fabiani, vas a poder morir porque estás a punto de lograr tu venganza, impedirás que el soberano pontífice me proclame santo y el juego de alianzas del próximo cónclave quedará por ello trastornado; los cardenales reaccionarios a quienes prometiste que la aureola nunca se posaría sobre la cabeza de un indio votarán así por tu candidato, habrás llevado a cabo sin que te hayan visto venir la voluntad de tu amigo Juan Pablo I, el nuevo Santo Padre será un verdadero reformador, un pobre entre los pobres, y te cagarás en todos ellos desde lo alto de los Cielos, como tú dices, si llegas allí, yo estoy mal situado para asegurártelo, pero óyeme, Damiano, no te detengas tan cerca del final.

Eso es, te deslizas en el sueño y mi pensamiento se dilata en ti, siento que me percibes. Tienes que recusar urgentemente a la doctora Nathalie Krentz y encomendar la misión a otro oftalmólogo. ¿Por qué no al profesor Manneville, el dueño de su clínica? Mantienen unas relaciones muy tensas, por lo que he podido entender, y sin duda estará encantado de contradecir sus conclusiones, ¿no crees? Con un poco de suerte, será racista y compartirá la aversión que siente por mí más de un tercio de la curia romana. ¿Qué te parece, Damiano? ¿Estás de acuerdo?

Un sordo zumbido le hace dar un respingo. Alguien solicita audiencia. Se estremece, suelta una tos, aparta la Biblia de Gutenberg, en caracteres góticos, el libro más viejo del mundo, un facsímil cuyo original se halla encerrado para siempre en uno de los cofres de acero pulido empotrados en las paredes. Busca a tientas el mando de la pantalla, a su izquierda. La cabeza desmesuradamente ampliada del cardenal Solendate aparece vista desde arriba. Aprieta otro botón para ordenar a los guardias suizos que hagan esperar cinco minutos, en la superficie, al prefecto de la Congregación de Ritos.

No, no, Damiano, no pierdas tiempo con ese amargado taciturno que te influye, ese falso compañero de camino que te hace tropezar desde el seminario. Vuélvete, mira el fax que ha caído en el depósito, léelo, medita, recuerda el breve sueño que te ha aconsejado… No diluyas tu energía en querellas de capilla con esa figura de Cuaresma que, una vez tras otra, despierta tu úlcera.

Ya está, has visto el fax. Lo tomas, te pones las gafas y lees.

La abajo firmante, Nathalie Krentz, doctora en Medicina, certifica, tras el examen oftalmoscópico practicado hoy, que los ojos impresos en la tela llamada «tilma de Juan Diego» presentan, además de los reflejos adecuados a la ley de Purkinje-Samson, huellas de microcirculación arterial.

Por consiguiente, me declaro incapaz de afirmar que la reproducción perfectamente realista de estos fenómenos oculares haya podido ser obra de un artista pintor, sea cual sea su época. La distorsión de las imágenes correspondiente a la curva de la córnea, tal como podría advertirse por medio del mismo oftalmoscopio en una persona viva, hace esta observación inexplicable en una superficie plana, en el estado actual de la ciencia y en los límites de mi especialidad.

Para que conste a todos los efectos necesarios.

Damiano guarda sus gafas, sonríe, arruga la hoja y la arroja en el conducto del triturador. No le hace más efecto… Dios mío, pero ¿cómo funcionan estos cardenales? Ya monseñor Zumárraga era para mí un misterio, cuando yo vivía, con aquel modo de secuestrarme para contribuir a la liberación de mi pueblo, y no puede decirse que mis relaciones con el alto clero hayan evolucionado mucho en cuatro siglos.

Fabiani toma su plato de pasta, va a abrir uno de los cajones de metal, pone en marcha el montaplatos, se ciñe a los hombros la manta de lana que le permite soportar la temperatura constante, a dieciocho grados, y recorre la sala de cajas fuertes, con las manos a la espalda, la frente adelantada, fijos los ojos en las junturas del mármol. Piensa, como cada vez que estamos juntos, en los diez días de felicidad que conoció en la Tierra, aquel verano de 1978 cuando, dos semanas después de su elección, Juan Pablo I le convocó, a él, simple obispo secretario de la Prefectura de Asuntos Económicos, para confiarle la investigación financiera del Banco del Vaticano.

Noche tras noche, sentado en el despacho que monseñor Marcinkus ocupaba de día, Damiano examinaba las cuentas, descubría las estafas, la falsificación de escrituras, el blanqueo y las evasiones organizadas hacia lo que llaman paraísos fiscales. Todas las mañanas, a las cinco menos cuarto, cuando el papa despertaba, subía a informarle ante una taza de café. La confianza del Santo Padre y su común voluntad de reformar en profundidad el Vaticano, de hacerle abandonar la pompa inútil, la especulación bursátil, los vínculos oficiosos con la mafia y la hipocresía oficial, daban a los dos montañeses nativos del Véneto la ilusión de que era aún posible restaurar el espíritu del Evangelio y expulsar a los mercaderes del templo.

Hasta el undécimo día, cuando el obispo Fabiani descubrió, a las cinco menos cuarto, al papa sentado en su lecho, envenenado. Avisó enseguida al cardenal secretario de Estado, que comenzó por imponerle voto de silencio, hizo desaparecer ante sus ojos el medicamento contra la hipotensión, que estaba en la mesilla de noche, confiscó el testamento del pontífice, vació sus cajones de todas las notas referentes a las históricas decisiones que iba a anunciar e hizo que se practicara el embalsamamiento para evitar la autopsia. Ante el mundo entero, el papa que había reinado treinta y tres días habría muerto de un infarto provocado por el peso de sus funciones, aunque su salud era magnífica y quería revolucionar la Iglesia para que volviera a seguir los pasos de Cristo. El carácter y las intenciones de Juan Pablo I fueron maquillados, reducidos a la nada en pocas horas. Sólo quedó ya un idiota tímido y sin cultura, un inofensivo inocentón superado por el papel que el Cielo le había asignado, y que Damiano Fabiani asocia siempre a mi imagen, algo que me conmueve infinitamente.

Para asegurarse de su silencio, ocuparlo y separarle del mundo, el secretario de Estado, confirmado en sus funciones, se las arregló para que el nuevo papa diese al testigo molesto el capelo cardenalicio y la responsabilidad de la Riserva, esa caja fuerte subterránea de setecientos metros cuadrados, concebida para proteger de la contaminación romana y de una eventual explosión nuclear la memoria de la humanidad: trescientos mil manuscritos y los archivos secretos del Vaticano.

Ignoro lo que es cierto o no en los recuerdos de Fabiani, lo que su rumiante fidelidad oculta o magnifica, pero una de las cosas que lamento de mi supervivencia es que el papa de los pobres, como él se llamaba, no hubiese tenido la ocasión de pensar en mí. ¿Habría podido advertirle de lo que se tramaba contra él, si hubiese encontrado tiempo, durante sus cuatro semanas en el Vaticano, de examinar la petición de beatificación del arzobispo de México que dormía entre los expedientes de Pablo VI, habría podido salvarle la vida como hice, tal vez, con Nathalie Krentz en el departamento de camas y complementos de El Nuevo Mundo?

Pero aquí, en ese instante, quiero que olvides el 29 de septiembre de 1978, Damiano, quiero que vuelvas al presente, a este mes de marzo de 2000, que tomes la decisión y aproveches la visita del prefecto que dirige mi proceso para informarle del nombramiento de tu nuevo perito. Concéntrate, te lo ruego. Llévame a ti, tengo la impresión de disolverme entre tus recuerdos… Olvida al bribón de Marcinkus, puesto de nuevo a la cabeza del Banco del Vaticano y cubierto de honores por Juan Pablo II, olvida tu puesta a buen recaudo disfrazada de ascenso, olvida tu odio reconcentrado hacia Luigi Solendate que te evitó la muerte antaño respondiendo de tu silencio, olvida el pasado para consagrarte a mi porvenir.

Recupera tu compasión por mí, Damiano, te lo suplico… Soy desgraciado. Tengo miedo. Creí tanto en Nathalie y ahora estoy de nuevo solo contigo, que me olvidas. Tengo la impresión de que forjas otros proyectos, de que cambias de estrategia, de que te afecto menos, de que nuestro vínculo se afloja, de que voy a esfumarme de tu espíritu… ¿Qué debo hacer para que me oigas de nuevo, para que la Providencia nos haga concordar como antes? ¿Debo arrepentirme de nuevo? ¿Conmover tu corazón momificado con un acto de contrición, uno más? Sé muy bien que estoy viviendo el infierno que merezco. Mi deseo más caro, el ansia dominante de mi existencia, ha sido colmado: que nunca nada cambie a mi alrededor. Sé muy bien que la Virgen compensó la ausencia de mí mujer dándome, durante diecisiete años, el mejor remedio contra la soledad, el tiempo que pasa y las emociones que se olvidan: revivir incansablemente por la gracia del relato, en la exaltación egoísta y el interés general, el momento crucial de una vida. Me lo había avisado en la roca de Tepeyac: «Serás recompensado por el servicio que me prestas». Y cierto es que repetir cada día, para nuevos desconocidos, las apariciones de la colina y el milagro de las rosas me producía la ilusión de ser invulnerable porque me sentía útil, y era tan agradable. Ignoraba que su favor desbordaría el marco de mi encarnación. ¿Ese voto de petrificar las horas, de remontar el tiempo, de vivir hacia atrás era pues más fuerte que el de encontrarme con mi mujer en el más allá? Debiéramos desconfiar siempre de lo que deseamos, aun inconscientemente: la vida adopta a veces nuestros sueños secretos, para lo mejor o para lo peor, y la muerte confirma entonces la elección.

Una luz parpadea sobre la pared blindada. Damiano vuelve a sentarse, aprieta con el pie el botón que abre la puerta corredera del ascensor privado. Erguido como un cirio con su sotana ribeteada, con la gran cruz pectoral colgando como un recordatorio sobre su faja roja, y con la larga cabeza caballuna, sombría, que no expresa más sufrimiento que la dificultad de perdurar, el cardenal Solendate entra en la sala de las cajas fuertes.

—Le veo en mejor forma que el mes pasado, monseñor —dice con la humildad condescendiente que le sirve de cortesía.

—Sin duda se lo debo a usted, Eminencia —responde Fabiani cruzando los dedos bajo la barbilla—. Si no me hubiera ofrecido una misión en México, no habría tenido otra ocasión para salir de mi tumba.

—¡Su tumba! —sonríe el prefecto con un aire de indulgente reproche—. Qué reductora palabra, monseñor, para un privilegio que toda la curia le envidia. Es usted el más valioso de todos nosotros, con respecto a la posteridad.

—Y el más inútil para lo cotidiano —precisa el conservador—. Los técnicos escanean, sobre mi cabeza, los más antiguos manuscritos del mundo, y vienen luego a encerrar en mis arcas los originales que no volverán a salir de ellas. Firmo un recibo y valido un código informático que ignoro. No es un privilegio, es un tormento.

—Vamos, Eminencia… Qué exaltante debe de ser, para un bibliófilo como usted, cohabitar con tantos tesoros… El Codex benedictus, la Primera Epístola de San Pedro, La Divina Comedia caligrafiada por Boccaccio, los dibujos de Da Vinci, el primer manuscrito del Romance de la Rosa

—Yo era un enamorado de los libros y soy el guardián de un depósito de cadáveres. ¿Cuál es el motivo de su visita, Luigi?

El prefecto de la Congregación de Ritos dirige los ojos al lugar donde debiera encontrarse un sillón para el visitante. El zumbido del aire acondicionado puntúa su silencio, que se debe menos a la turbación que siente que al misterio que alimenta. Esos viejos me exasperan, con su hiel confitada en melosidades protocolarias.

—Una noticia triste para nosotros, monseñor —acaba soltando el hombre de la superficie—. El decreto que fija la jubilación de los cardenales a los setenta años acaba de ser firmado por el Santísimo Padre. Entrará en vigor el mes próximo.

—¿Por qué era tan urgente? —articula Fabiani en un tono neutro.

—Para nombrar a treinta y ocho nuevos cardenales adictos para formar un cónclave que pueda votar como Su Santidad desea, ¿por qué?

Mi abogado del diablo dirige la mirada hacia las paredes de acero desnudo, para digerir la noticia que arruina todos sus proyectos. El otro prosigue, con las manos formando una concha sobre su ombligo:

—A fin de cuentas, tal vez el Santísimo Padre se haya burlado de nosotros cuando pretendíamos manipularlo.

—Usted está mal situado para lamentarse, sobre todo ante mí. Quería dar marcha atrás: lo ha logrado. Acusaba a la modernidad de ser la causa de todos los males de la Iglesia: los tradicionalistas son los que le ponen de patitas en la calle. El papa ama a todo el mundo, salvo a las marionetas que tiran de sus hilos.

—No comprendo sus alusiones. Para mí el segundo Juan Pablo es tan admirable como el primero, tan carismático, tan valeroso, tan conmovedor en su mezcla de agotamiento físico y energía espiritual. Tal vez tengan todos razón, a fin de cuentas: sólo soy un ingenuo. Pero ¿por qué va a ser eso un defecto?

—Sea como fuere —prosigue Solendate—, siempre hay un medio de impedir la aplicación de la medida.

—Le escucho.

—El fallecimiento del Santo Padre anula automáticamente todas las disposiciones en curso.

—¿No irá usted a asesinar a otro papa, con el fin de poder elegir a su sucesor antes de que le afecte el límite de edad?

Un rictus deforma el rostro de Solendate que, en un instante, pierde su altivez, su desprecio, su contención.

—¡Dios le perdone sus insinuaciones, Fabiani! Le estaba recordando, sencillamente, que el Sacro Colegio debe reunirse para conocer el decreto. Es puramente formal, pero podemos hacer muy bien que no se logre nunca el quorum hasta que el soberano pontífice muera.

—¿Y consideraría una victoria el hecho de no tener ya más poder para ejercer que el del absentismo?

Los dos jubilados potenciales se contemplan. Por su mirada inmóvil pasa toda una vida de intrigas de pasillo, de necesarios dobles juegos y de ambiciones personales al servicio de Dios.

—¿Sabe usted en qué pienso, Luigi?

La cabeza del alto cardenal se mueve lentamente hacia la falsa luz opalina que humaniza el edificio, entre dos cortinas blancas. Sus labios se separan el uno del otro. Aguarda, sin incitación, sin impaciencia y sin pasión.

—Pienso en la respuesta de monseñor Bierens, en una situación como la nuestra.

El hombre que dirige mi proceso abre sus manos y las deja caer sobre su sotana, en señal de impotencia o de resignada aprobación. En el cónclave de 1978, del que los mayores de ochenta años habían sido excluidos por el testamento de Pablo VI, todos los cardenales, tras haber quemado según la costumbre sus papeletas de voto en la estufa, estuvieron a punto de morir asfixiados por el humo negro que invadió la Capilla Sixtina. El cardenal Bierens, prefecto de la Casa Pontificia, de ochenta y dos años y medio, había «omitido» ordenar que limpiaran el conducto de la chimenea.

—Y pensar que, además —suspira Luigi Solendate—, vamos a ofrecer al Santísimo Padre su postrer triunfo con la canonización de Juan Diego…

—No habrá canonización.

El prefecto observa, con un aire de superioridad preñado de mansedumbre:

—¿Ah, no? Y sin embargo su perito acaba de declararse incapaz de refutar el milagro.

—¿Cómo lo sabe usted? —se sobresalta Fabiani—. ¿Acaso intercepta mi fax?

El otro une los dedos con sencillez:

—Digamos que me ha llegado una copia.

Con las manos crispadas en el borde de su mesa, el abogado del diablo salta del sillón impulsado por su indignación:

—¡Ha pinchado usted mi línea privada!

—No abusemos del sentido de las palabras, Eminencia. No por ser privada su línea deja de estar conectada a la centralita del Vaticano y protegida pues, como tal, por los servicios competentes, que tienen la obligación de remitirse a la vía jerárquica.

—¿Jerárquica? ¡No puedo ser, en modo alguno, su subordinado, Solendate!

—Como promotor de la fe en el proceso que yo instruyo, sí: usted lo es.

—¡Hizo que me nombraran abogado del diablo sólo para pincharme la línea!

—No me subestime, monseñor: tengo otras ventajas. Cuando puso usted bajo control mis cuentas en el Banco Ambrosiano, en 1978, yo no hablé de abuso de poder, ni devalué sus ambiciones para conmigo.

—Cumplí con mi deber sólo en interés de la Iglesia aunque, desgraciadamente, el examen de sus cuentas no me proporcionara pruebas bastantes para declararle cómplice de Marcinkus.

—¿Y cree usted que sus sosas conversaciones telefónicas me han ilustrado mucho más?

Callan por un instante, desafiándose con la mirada; acaban sonriendo. Pobre Iglesia en manos de esos vejestorios susceptibles que sólo defienden sus prerrogativas y se tienden pequeñas trampas metidos en su concha. Adelantar el momento de su jubilación sólo cambiará las caras, no las mentalidades. Los sumos sacerdotes aztecas de mi juventud tal vez no fueran unos angelitos, pero al menos mataban para alimentar al sol, por orden de sus dioses, con abnegación y sin dobles intenciones.

—¿Piensa usted nombrar otro perito? —prosigue el prefecto sin abandonar su suave sonrisa.

—No.

—¿Y entonces?

—Ya lo verá —añade con acritud Fabiani, señalando su teléfono-fax—. Pero ya puede, a partir de ahora, reservar una celda en su abadía de retiro: Juan Diego no sobrevivirá a mis conclusiones.

—Está muy seguro de sí mismo.

—Hágame esta merced.

El alto cardenal se dirige hacia la puerta del ascensor, da media vuelta señalando con un índice acusador.

—¡No tiene usted derecho a ocultarme una prueba, Fabiani! Cualquier nuevo elemento debe incluirse en la instrucción en…

—No es un nuevo elemento. Estaba ante las narices de todo el mundo, pero no ha interesado a nadie. Habría podido aprender muchas cosas aún, monseñor, si le hubieran dado tiempo.

Malhumorado, el prefecto le da la espalda, busca un interruptor en las paredes lisas. Fabiani extiende el pie bajo la mesa y aprieta el botón oculto por la alfombra. La puerta del ascensor se desliza con un siseo.

—¡Aproveche su refugio, Damiano, las pocas semanas que le quedan! No tendrá la oportunidad de evaluar su eficacia.

—No pierdo la esperanza.

El alto anciano se ríe para sí, con los labios cerrados, luego pregunta fingiendo preocupación:

—¿Cree que va a estallar un conflicto atómico antes de que le sustituyan?

—Sólo depende de mí.

—Creo que ya es hora de descargarle de sus responsabilidades, Fabiani. Se está volviendo senil.

—Yo debo decidir el cierre de la Riserva, Eminencia. En la guerra o en la paz, si tengo ganas de encerrarme con la memoria de la humanidad, nadie podrá abrir de nuevo esta puerta antes de cincuenta años, tiempo para proteger los manuscritos de cualquier contaminación radiactiva.

—Bromea usted.

—Es muy Ubre de creerlo. Buenos días, monseñor.

El ascensor se cierra y Fabiani devuelve a su hermano enemigo hasta la superficie, dejándome solo con él en su cripta blindada, incapaz de adivinar sus argumentos, de separar los arrumacos de las mentiras, de apreciar los objetivos reales y el cambio de situación, en ese combate del que me creí el envite y en el que sólo soy, para todo el mundo, un pretexto.