La terraza del bar es un largo balcón estrecho donde se alinea una decena de mesitas, bajo las chimeneas de descoyuntados ladrillos y los salientes del techo, que se desmenuzan. Encajada contra la barandilla que unas cadenas sujetan en la pared, domino la plaza de la Constitución, desde el antiguo palacio del gobernador a la catedral asegurada con vigas. Una bandera mexicana se hincha y ondea sobre la explanada, por encima de una piscina de gravilla blanca donde unas gallinas de estuco, monumentales, representan las fichas de un juego de ajedrez, islote de arte moderno en el centro de ese gótico que está derrumbándose. La circulación es curiosamente fluida, el aire casi agradable de respirar, el silencio insólito.

Kevin Williams cruza el umbral de la puerta cristalera, con su esmoquin demasiado pequeño y una carpeta de acordeón en las manos. Me busca con la mirada, inclina la cabeza para pasar bajo las cadenas, se sienta ante mí.

—¿Ha pedido usted algo?

—Se lo dejo a usted.

—Tequila —ordena a una camarera que se inclina, inmóvil, en medio del balcón.

Quita luego las gomas que cierran su clasificador, con provocadora lentitud, sin apartar de mí los ojos, como si iniciara un strip-tease.

—¿Dispuesta para la impresión?

Asiento con un parpadeo. Sujeta la tapa de cartón con el cenicero y me tiende, con solemne movimiento, una fotografía en la que dos chiquillos, haciendo muecas, abrazan a una rubia marchita contra un fondo único.

—Wendy y los chicos —dice ante mi aire perplejo.

Y cubre la foto con una ampliación cuadriculada.

—El ojo izquierdo de Wendy, aumentado mil veces. Puede verme en él, por tres veces, tomando la foto. Pero no estoy diciéndole nada nuevo. Ahora he aquí el mismo plano, con un tratamiento numérico análogo, pero aplicado a la mirada de la Santa Virgen.

Dirijo las ampliaciones hacia el farol que oscila sobre la puerta cristalera. Aunque haya descubierto fácilmente los reflejos en Wendy, allí me cuesta ver algo más que unas sombras o unas manchas.

—Es normal —me tranquiliza en un tono comprensivo—: Hay demasiada gente. Demos un salto de tres años y he aquí el resultado de mis investigaciones.

Al mismo tiempo llega la bandeja. Kevin, contrariado, dobla su brazo ocultando la foto, mientras la camarera deja en la mesita el tequila y sus accesorios: zumo de tomate, salero, limones y unas tapas. Luego me alarga con orgullo una especie de garabato infantil, recortando trece siluetas en el ojo en blanco y negro. Con breves chasquidos de lengua, saborea mi silencio, deja que me consuma unos segundos, luego me muestra una tras otra las fotos que aíslan cada personaje con su ficha descriptiva. El hidalgo barbudo, Juan Diego, el obispo Zumárraga, su sierva negra, un indio sentado con una calabaza, Juan González el traductor y una familia al completo, del anciano al bebé. Toma de nuevo la segunda ficha, señalo la línea de contorno blanco que delimita el reflejo con gorro puntiagudo y largo babero bautizado «Juan Diego».

—¿Dónde lo encontró usted?

—En la córnea izquierda. Está enseñando su tilma al obispo.

—¿La tilma en la que acaban de estamparse los ojos de la Virgen donde se refleja esta escena?

—Eso es —dice sin olerse la trampa.

—¿Y cómo es posible que se le vea en los ojos del vestido que está mostrando?

Kevin aspira sus labios, luego agacha la cabeza. Me reprocho haber echado por los suelos, con tanta brutalidad, tres años de investigaciones, pero él responde con una voz suave, como si tuviera que tener cuidado conmigo:

—Ahora, se lo advierto, abandonamos el terreno de la ciencia. Lo que voy a decirle es una suposición sin la menor prueba, una intuición dictada sólo por la lógica.

—Le escucho —digo en tono vibrante, para darle confianza.

—Ella estaba allí. La Santa Virgen. Cuando su imagen se materializó en el tejido, ella estaba contemplando la escena, invisible, a sesenta centímetros del suelo y treinta grados a la diestra del obispo. Es, según mis cálculos sobre la posición respectiva de los personajes en ambos ojos, el punto de vista más probable.

—¿El punto de vista de una Virgen invisible que visualizó en los ojos del tejido todo lo que veía su mirada invisible?

Hace una pausa, turbado por mi formulación, acaba respondiendo que sí. Dirijo los ojos a la plaza por la que ya no circula coche alguno. Es extraña esa impresión de toque de queda, ese silencio artificial, puntuado por sonidos que no debiéramos oír: el chasquido de unos tacones altos en el adoquinado, el gemido de un perro, el timbre de un teléfono en un apartamento, un aletear en el campanario de la catedral, el correr del agua en el piso de abajo. Nunca hubiera pensado que podría encontrar, en una de las metrópolis más ruidosas del mundo, esa atmósfera de velada romántica sobre una fuente de pueblo.

—He aquí en lo que me baso.

Vuelvo al presente en las gafas redondas del investigador de la Nasa. Aproxima la silla a la mesa y, a guisa de supremo argumento, me hace advertir en la siguiente ampliación que la tilma que se refleja en el ojo izquierdo no muestra aún la imagen de la Virgen. Y luego suelta alegremente:

—Bueno… ¿Qué opina usted?

Con la mejor voluntad del mundo, no se me ocurre contestar más que:

—Es usted católico.

En un doble impulso de fervor, se rebela y reivindica:

—¡Protestante! ¡Y la fe nunca ha influido en el rigor de mis trabajos!

—Salvo que llega usted, como conclusión, a la hipótesis de Dios.

—No es una hipótesis y no llego a conclusión alguna. Me limito a poner de relieve un fenómeno científicamente inexplicable: ¡que cada cual saque las conclusiones!

Tomo las distintas fotografías, las comparo, las miro de lejos y luego las acerco. Él se relaja y el orgullo sustituye en su voz al acento agresivo del inocente que, a su pesar, se ha sentido culpable de ser falsamente acusado.

—Estoy acostumbrado a los juicios de intenciones, ¿sabe usted? Todo el mundo se burló de mí, al principio, en la Nasa. Ahora ya se ríen menos. En el programa Pathfinder, en mi equipo, he tenido ya tres peregrinaciones. Bueno, bebamos para que se recupere.

Retiene mi mano que se dirige al zumo de tomate.

—¡No, sobre todo no en ese orden! Haga como yo.

Su mirada brilla, su sonrisa se desborda, la excitación de sus descubrimientos le quita diez años de encima. Creo que es del todo sincero y que tengo algo mejor que hacer que intentar socavar sus certidumbres.

—Primero un trago de tequila, luego se pone usted una pizca de sal en el limón verde y lo exprime sobre su boca, así, luego bebe de un trago el zumo de tomate, come dos tapas y vuelve a empezar.

El minucioso ritual me pone un nudo en la garganta. Pienso en los sandwiches de Franck, en la letanía pan-mantequilla-jamón-gruyère-pimienta. En nuestras apasionadas discusiones sobre los experimentos con córnea artificial, que terminaban bajo las sábanas. Entre la nostalgia del pasado, el deseo de novedad y los esquemas que se repiten, no sé ya dónde situar a ese tipo alto y febril que contempla cómo bebo «por orden» con agradecimiento y ansiedad.

—¿No le gusta?

Le tranquilizo con una sonrisa. Es innoble, sobre todo hacia el final, con esa especie de pedazos de pizza de habichuelas rojas. Repito todo el proceso, con la esperanza de que el tequila borre el sabor de las tapas. La segunda vez es menos malo, la tercera casi bueno y a partir de la cuarta no consigues parar. El limón salado exalta el alcohol al tiempo que neutraliza el picante del zumo de tomate. Eso debe de cauterizar las papilas: cuanto más se bebe menos fuerte resulta, cuanto más te embriagas menos borracho te crees. Le comunico mis impresiones. Lo confirma, añade que eso explica el número de asesinatos al salir de los bares. Pide otra ronda, se arremanga el esmoquin y planta, con aire glotón, los codos en la mesilla.

—Espero sus objeciones, Nathalie. Vamos.

Para no atacarle de frente enseguida, le pregunto cómo llegó, técnicamente, de los reflejos oculares a esta galería de retratos-robot.

—Con el mismo tratamiento que para las fotos de Marte —responde simplemente.

—Pero ¿cómo?

—Primero numeré las imágenes utilizando distintos tamaños de cuadrícula, de veinticinco a seis micrones, para obtener hasta veintiocho cuadriláteros por milímetro cuadrado.

Acompaño con una cortés mueca unas cifras que no me dicen nada.

—Luego empleé un escáner de una precisión de mil doscientos píxels por pulgada, y realicé ampliaciones que tenían dos mil veces el tamaño original. Sin ninguna deformación, muy al contrario, porque cada imagen es luego mejorada digitalmente. A partir de ahí trabajé con tres tipos de filtros: los suavizantes para reducir las formas regulares de las subimágenes, los combinados para contrastar ciertas partes y los intensificantes para facilitar la interpretación visual. Le he mostrado ya los personajes contenidos en cada uno de los ojos: puede advertir que están en situación correspondiente, que ocupan las mismas posiciones relativas y, sobre todo, que el conjunto coincide con esto.

Haciendo un gesto de mago, blande ante mis narices una tarjeta postal.

—Es un cuadro del gran pintor mexicano Miguel Cabrera, pintado en 1760, que representa, fiel a los relatos de los testimonios, el episodio llamado Milagro de las rosas. Verá usted que están todos los protagonistas y que su lugar, su tamaño, sus rasgos y sus vestidos se adecuan a las escenas que reconstruí en las córneas de la Virgen.

—Pero ¿de qué modo la reconstruyó, Kevin?

—Por Morphing.

—Tengo pues ante los ojos unas imágenes potenciales elaboradas por un programa informático.

Asiente.

—Es decir, una creación de formas debida a un programa que opera por analogía. Analiza manchas y las interpreta. Si le facilita usted la foto de una nube, verá una casa, un perro o el mapa de África.

—El azar no debe aquí tenerse en cuenta —replica sin enojarse, aureolado por una serena certidumbre—. Trabajé con los programas más serios del mercado: APL, Micrografx, Photomorph…

Mi pie encuentra el suyo, bajo la mesa. Como no lo retira, prolongo el contacto, sin encontrar el menor eco en su voz que prosigue, imperturbable:

—… Y, en último lugar, empleé la codificación matemática que utilizo en la Nasa para tratar las fotos del espacio. A partir de las cifras representativas de la imagen, efectué operaciones aritméticas que actúan como un filtro óptico, para subrayar los cuerpos realmente presentes en la imagen, detectando sus formas. ¿Qué le hace sonreír?

—El adverbio «realmente».

—No comprendo qué le sorprende. ¿Que haya descubierto trece personas en una córnea de ocho milímetros de diámetro?

Una inesperada excrecencia contra el pulgar de mí pie me da a entender que me estoy timando con la pata de la mesa. Retiro la pierna.

—No es una cuestión de tamaño, Kevin, sino de punto de vista. Creo que todo lo que usted encontró se debe a que lo buscó. Sus programas tenían la misión de detectar los testigos de la escena en casa del obispo. Partió usted de un cuadro del siglo XVIII e hizo caber en los ojos de la Virgen todo lo que el pintor había representado.

—Pero ¿qué está diciendo? ¡No introduje en mis programas directriz alguna!

—No, pero rechazó todas las interpretaciones que no se adecuaran a su visión de la escena. Júreme cara a cara que ningún programa le propuso nunca un reflejo de Batman, un camión cisterna o la sierva negra mamándosela al obispo.

Se encoge de hombros y cierra su clasificador.

—Es imposible discutir con usted.

Pongo una mano en su muñeca, dulcemente.

—Perdóneme, Kevin. Estoy provocándole, eso es todo. Puesto que no puedo excitarle.

Retira su mano, aplasta en su nuca un imaginario mosquito, vuelve a poner los dedos en mi palma.

—No lo crea, Nathalie. Moralmente me plantea usted un verdadero problema.

—¿Por qué?

—Si se empeña en llamar a las cosas por su nombre…

Sus puntos suspensivos y su mirada clavada en el campanario pueden significar tanto un estado de erección como su cruel ausencia. En la duda, respondo gracias.

—De nada. No es sexual. Quiero decir: no tengo nada contra usted, pero… no me atrae en el plano físico.

—Dispénseme. Buenas noches.

Retiene mis dedos, los separa y los dobla uno tras otro.

—Estamos tomándonoslo mal, Nathalie.

—Tómeme mal.

Mi suave sonrisa le arranca una mueca contrariada.

—No, hablo en serio… Lo que me conmueve terriblemente de usted es el hecho de que comparta mis trabajos, de que pueda por fin expresar en un contexto privado lo que me obsesiona desde hace tres años. Abordar el tema con Wendy es inútil. No soporta mi pasión, el tiempo que consagro a la imagen…

—¿Está celosa de la Virgen?

Una sonrisa de chiquillo le fuerza, de pronto, a meter la barbilla en su pajarita.

—Claro que tiene motivos. He colgado en nuestra alcoba dos carteles de un metro por tres. El ojo izquierdo ante la cama, el derecho entre las ventanas.

—Debe de ser muy agradable, cuando hacen el amor.

—No hemos vuelto a hacer el amor desde que nacieron los gemelos.

Archivo la noticia con una cortés discreción, mientras él recoge sus pruebas y las coloca, una a una, en el clasificador. Por una esquina de la plaza aparece un grupo de jóvenes que caminan en línea, ante una camioneta con altavoz, envuelta en una lona del FRENTE POPULAR INDEPENDIENTE. Decenas de portadores de pancartas siguen al paso, blandiendo la efigie de un carnicero de mueca tranquilizadora, entre el rumor del megáfono en el que reconozco algunas palabras clave: libertad, revolución, compañeros…

—¿Qué edad tienen?

—Tres años y medio. La incomunicación es total entre Wendy y yo, pero mantenemos la farsa. Todo Seattle nos envidia.

Repitiendo los eslóganes, otros manifestantes llegan, codo con codo, por las seis avenidas que desembocan en la plaza. El cortejo aumenta y rodea la explanada con un sinuoso cordón. Visto desde arriba, es muy hermoso. Mientras la camarera nos enciende una vela, le pregunto a Kevin cómo fue reclutado por el Vaticano.

—Del mismo modo que usted, supongo —responde con aire preocupado—. Y volviendo a Wendy…

Espero la continuación, con la mirada dispuesta y la sonrisa en espera. Contemplo con aire de hastío la manifestación de la que brotan, ahora, sones de trompeta.

—¿Sí? —digo para alentarle.

—No, nada.

Observo las cadenas negras que sujetan, cada tres metros, lo alto del muro a la barandilla. Cada vez que las muchachas traen un pedido, caminan con la cabeza inclinada hacia un lado para evitar que los eslabones estropeen su peinado.

—¿Las cadenas están para estabilizarnos en caso de seísmo? —propongo para poner algo de pimienta en el deseo que se entibia ante el clamor popular.

—Sobre todo para evitar que el balcón caiga sobre los que pasen.

Me aparto del borde fingiendo espanto, busco la risa en su mirada. Sólo veo resignación, seriedad, sufrimiento.

—Me habría gustado tanto seguir conectando con Wendy —suspira—. Compartir los mismos intereses…

Apuro mi copa, lamo los últimos restos de sal.

—¿Sabe usted, Kevin?, viví cinco años con un hombre que estaba obsesionado, como yo, por la córnea artificial. Tener una pasión común no evita los problemas en la pareja.

—Es muy amable.

—¿Por qué?

—Por impedir que me haga ilusiones.

Su aire de castigado, su timbre sin tono me oprimen el corazón.

¡Libertad sí, mundialización no! —se desgañita un altavoz.

—Bueno, mejor es que vaya a acostarme —dice agitando la mano.

No respondo. Le entregan la cuenta, la firma. Se levanta, mira el cortejo que gira en torno a la plaza, con creciente ruido. Me acodo a su lado, en la barandilla. Dice:

—Tampoco sería justo cargarlo todo en las espaldas de la Virgen.

—¿Cómo?

Aclara su frase levantando tres tonos la voz, para cubrir los eslóganes.

—Quiero decir que Wendy está deprimida por mi causa. Primero mi ascenso en la Nasa: sé muy bien que se sintió relegada. Ella es profesora de lingüística, esperaba ser titular en Columbia, y hubo ciertos obstáculos… Al mismo tiempo, mis trabajos sobre Pathfinder eran la comidilla de los medios de comunicación. Tuvimos incluso las cámaras de la tele en casa… La vida privada de un investigador. La comedia de la felicidad modélica, el desayuno en el jardín, el béisbol con los niños, la madre que prepara una tarta mientras el padre corta el césped; las sencillas alegrías de una familia floreciente… Wendy se prestó a la mascarada con tanta… tanta facilidad… Quiero decir: eso fue tal vez lo que más me dolió. Comencé a pensar: si hace comedia con tanta naturalidad, tal vez esté representando continuamente. Perdone que siga hablándole de ella…

—¿Y los peces?

—¿Los peces?

—Hablaba usted de un acuario, por teléfono, hace un rato…

—No, es por Zelda. Una tortuga que los niños trajeron de nuestras vacaciones en Disneyworld y que, precisamente, devoró a los peces. Los cíclidos de Wendy, una especie muy rara, peces de colección… Pero me negué a actuar, a tirar a Zelda al váter. Me puse del lado de los gemelos. Fue dramático, con Wendy. Sé muy bien que no debería haber puesto la tortuga en el acuario, sé muy bien que tiene razón; es un síntoma, una dimisión, una negativa a asumir la autoridad paterna… ¿No le parece a usted?

Me parece, sobre todo, que es genial vivir sola, sin cónyuge, sin chiquillos, sin relaciones de fuerza ni tragedias cotidianas por una pecera. Enternecida por su angustia, le digo que tal vez no estemos obligados a seguir gritando en el balcón y que, si me ofrece tomar una copa en su habitación, prometo no violarle.

Una detonación petrifica a la muchedumbre. Los eslóganes cesan.

—No se burle de mí —murmura—. Me gustaría mucho desearla.

Los manifestantes se miran, se vuelven, se apartan buscando la procedencia del disparo, el lugar del impacto. Una salva de petardos estalla en la esquina de la catedral. Kevin se vuelve de pronto, recoge su clasificador de acordeón, entra en el bar. Le sigo. Pasa ante las rejas del ascensor de honor, toma por un inmenso pasillo de macilentas luces. En un extremo, ante el ventilador de la lavandería, mete su llave en la cerradura, abre la puerta, me indica que entre. Su habitación es mucho mayor que la mía, con un baldaquino, dos tronos con incrustaciones de cristal y una mesa de piedra con las patas esculpidas, donde una serpiente emplumada estrangula a un asno que debió de perder una oreja mientras pasaban el aspirador.

—¿Puedo hacerle una confidencia muy íntima?

Asiento con voracidad. Mi entusiasmo le enfría un poco, pero cierra la puerta, deja el clasificador y hace acopio de valor, de pie ante mí.

—Fue durante las vacaciones en Disneyworld, precisamente. Habíamos ido con otra pareja. Un colega de la Nasa que tiene también dos hijos y cuya esposa se lleva bastante bien con Wendy: tiene un problema de obesidad. Ella se quedaba en la piscina del hotel mientras nosotros llevábamos a los niños al parque. Solíamos montar en las atracciones juntos, pero una vez… Eran demasiado pequeños y subí solo con Bob en las Space Mountains. Tuvimos mucho miedo, en la oscuridad; el descenso es vertiginoso y…

Las palabras se espacian, le falta la saliva. Tomo su mano, suavemente, para ayudarle. Levantando la frente, con la mirada fija, intenta valerosamente ir hasta el final de su recuerdo. Pero, de hecho, me describe sobre todo la atracción, un tipo de montaña rusa con refinamientos y efectos especiales. Es extraña una confesión que se parece tanto a un folleto turístico.

—No puedo decir que ocurriera algo concreto entre ambos —concluye—, pero fue recíproco. Lo sé. Aquella turbación, aquel… Aquel deseo de… Y, sobre todo, aquella represión… Luego, durante toda la estancia, nos comportamos como si fuéramos culpables ante todo el mundo. Y ahora, en la Nasa, no nos atrevemos a hablarnos. Todo el mundo debe de imaginar que tenemos una aventura juntos. Creo que Wendy ha recibido llamadas anónimas. Desde entonces, no es la misma… Hay algo distinto en su hostilidad. Un desprecio que antes no había.

Poso las manos en sus hombros, hago que se siente lentamente en su cama. Me mira con tanta angustia como confianza.

—¿La escandalizo?

—Soy yo la que va a escandalizarle, Kevin. Creo que debería llamar a Bob e ir a echar una canita al aire, juntos, un fin de semana en San Francisco.

Se encoge de hombros.

—¿Cree usted que es tan sencillo? El siente, exactamente, el mismo bloqueo moral que yo. Si éste es el único consejo que puede darme…

Suspiro devolviendo a la horizontal su pajarita.

—Tengo otro, Kevin. Pienso que el mejor modo de resolver su problema con Wendy es, en efecto, tener una experiencia homosexual. Pero sería, de todos modos, más sencillo si evitara enamorarse de otro hetero.

Aparta el rostro. Tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Si supiera el dilema que soporto… El reproche vivo —añade señalando el clasificador de acordeón.

—Deje tranquila a la Virgen… Ha hecho usted su trabajo, va a testificar en el proceso de Juan Diego, y eso es todo. Pase a otra cosa.

Se levanta, corre hacia el armario, saca un tubo para carteles y lo abre con un «blong» que suena a dibujos animados. Se acerca a la cama y extiende una ampliación coloreada de lo que él denomina el «grupo familiar»: un joven con sombrero mira a una mujer que lleva un bebé atado a la espalda, los abuelos que les contemplan y una niña que busca piojos en el pelo de su hermano.

—Nada tienen que hacer en la casa del obispo, ¿está usted de acuerdo? Fíjese en la posición que ocupan en el centro de la pupila. Con respecto al decorado, y a los demás personajes… No están a escala. No están en situación. No se han vuelto como los demás hacia Juan Diego que desenrolla la túnica. Se miran, sonriendo, aislados. ¿Comprende usted? No forman parte de la escena. No es un reflejo real impreso en la córnea de María, es un mensaje que ha querido entregarnos. Un mensaje que se refiere directamente a nuestra época, por lo mismo que las distintas razas cohabitan en sus ojos: los blancos, los indios, la sierva negra… La aparición multiplicó unos detalles que sólo la tecnología actual nos permite apreciar, pero también las alusiones a las que los peligros de hoy dan un sentido crucial.

—¿Adónde quiere llegar? La familia es un valor en peligro en nuestras sociedades, y entonces ¿la Virgen María hace sonar la alarma? Pero ¡deje ya de proyectar sus problemas personales en esos ojos, Kevin! También yo puedo hacer una interpretación que me corresponda. Lo que veo es una tribu replegada sobre sí misma, que se autovigila, sin advertir el gran acontecimiento que está sucediendo a dos pasos.

Sus dedos sueltan el cartel que vuelve a enrollarse solo. Me mira con una especie de horror, da media vuelta y va al cuarto de baño. Silencio. Si vuelve desnudo, encenderé un cirio.

Cremallera. Ruido de agua. Tintineo no identificado. De nuevo cremallera. Desplazándome levemente hacia el espejo, le veo dejar su neceser de aseo en la repisa del lavabo. Se peina con los dedos, vuelve a la habitación.

—He tomado un somnífero —dice para marcar el final de la entrevista.

Acepto su elección con un gesto fatalista, me dirijo hacia la salida. Lamento un poco haberle herido en sus convicciones, pero me reprocho, sobre todo, haberle tirado los tejos por nada. Es la primera vez que me siento humillada por un deseo.

—No se vaya —murmura.

Me vuelvo por completo.

—¿Y qué hacemos? ¿Jugamos al scrabble a la espera de que actúe el somnífero?

—Hay algo más que no le he dicho.

—Escúcheme, Kevin, no tengo nada contra usted, pero también yo tengo un hombre en la cabeza, he estado a punto de engañarle y, ahora, deseo hablar con él, eso es todo. Buenas noches.

—Mándele un e-mail —responde dulcemente señalando el portátil en la mesa de piedra.

Le observo, desarmada. Dobla el cubrecama, se quita la chaqueta, desanuda la pajarita, sin apartar de mí su mirada implorante. Como si el hecho de verme comunicándome, ante él, con el hombre al que amo fuera a aliviar el peso de las confidencias que me ha hecho. Para que estemos en paz equilibrando de nuevo la turbación. Soy muy sensible a esta delicadeza. Tal vez no fuera juicioso decírselo, pero creo que son sus complejos, sus frustraciones y sus tabúes los que le han permitido seguir siendo un ser humano, casi intacto. Me acerco a él, deposito un beso en sus labios, me retiro cuando él me responde. El «mua» que emite en el vacío acaba de reconciliarme con ese muchachote infeliz.

—¿Y si nos prometiéramos algo, Kevin? Dejar de sacrificarnos por tonterías, tanto el uno como el otro. Hay un solo Dios en el que, a veces, siento la tentación de creer. Una especie de voz interior que se dirigiría a nosotros, en nuestra tumba, riñéndonos por todas las ocasiones de felicidad que no hemos aprovechado.

—¡Prometido! —farfulla levantando la mano con aspecto pastoso.

Sus párpados se cierran mientras se despoja del pantalón, se quita los mocasines con la punta del dedo gordo y se acuesta con calcetines grises, calzoncillo azul y en mangas de camisa. Tendré que preguntarle el nombre de su somnífero, mañana por la mañana.

Me siento ante su portátil, lo enciendo. Mientras espero el acceso a Internet, pienso de nuevo en el ligón anónimo que pirateó mi discusión con los colegas japoneses. Pronto me conocerás, hermosa Nathalie, y me alegro de ello… Esta intrusión sin consecuencias sigue perturbándome más de lo razonable, asociada a la visita del cardenal Fabiani, y ahora la imagen de Kevin Williams se injerta en el malestar mientras le envío a Franck una frasecita tímida y vaga. Pero ¿qué más decirle? La mezcla de ternura, enfado y deseo en el vacío que he experimentado esta noche por una tercera persona me lo ha hecho más cercano, más lejano que nunca. ¿Qué porvenir, qué presente podemos tener aún, con mis impulsos contradictorios, mis resbalones y mis quebrantamientos de las resoluciones? Soy agotadora. Me gustaría tanto renunciar a él, o poder amarle en paz.

Suena el teléfono. Doy un salto ante el ancestral cascabel que conmueve el aparato de la mesilla de noche. Al tercer timbrazo, viendo que Kevin Williams no se inmuta, con la respiración regular y la frente relajada, descuelgo.

—Dígame.

—Ejem… ¿Es la doctora Krentz? —verifica la voz del padre Abrigón.

—La misma.

Tras un silencio, el sacerdote me pregunta si el profesor Williams está ahí. Se lo confirmo. Dice que siente mucho molestarnos pero que el avión del doctor Berlemont acaba de aterrizar: se nos reunirá directamente en la basílica para el peritaje, los demás están en el vestíbulo del hotel con su material y el minibús nos aguarda. Tomo nota y cuelgo mirando a Kevin, que sonríe mientras duerme. Le sacudo, dulcemente. Nada. Insisto. Agarra mi mano gimiendo en su sueño y la mete bajo las sábanas. Bueno. La carcajada que contengo debe de transmitirle unas vibraciones cuyo efecto comienza a hacerse sentir. Suelta de pronto mis dedos y despierta de un brinco.

—¿Qué ocurre?

—El peritaje va a realizarse enseguida —digo sacando la mano de las sábanas con la mayor elegancia posible.

—Mierda —masculla—, he tomado dos Morphenyl.

Corro a tomar una Coca-Cola del minibar, se la abro mientras se pone de nuevo el esmoquin.

—¿He dormido mucho?

—No. Sólo el tiempo de mandar mi e-mail.

Vacía la coca, me pide otra, saca del armario una maleta y un trípode articulado.

—Pero ¿por qué tienen siempre tanta prisa, en este país, cuando dejan de retrasarse? —maldice Kevin—. Es un momento solemne, una ocasión única y actúan como en un viaje organizado, un rally con sorpresa…

Se incorpora de pronto, me pregunta con voz cohibida si ha ocurrido algo entre ambos. Lo desmiento. Responde «Ah, bueno», con un porcentaje igual, creo yo, de decepción y de alivio.

En el centro del vestíbulo, los tres especialistas con ropa de trabajo, plantados alrededor de sus respectivos equipos, se vuelven en un hermoso movimiento de unánime condena hacia mi vestido de noche y el esmoquin de Kevin. Al ir a tomar mi maleta, he estado a punto de cambiarme, pero finalmente he preferido que fuéramos a juego. Dudo en caminar tres pasos por delante de él y, luego, me digo que aún estoy presentable y que, psicológicamente, eso sólo puede sentarle bien: le tomo la mano con ostentosa alegría y les pregunto si han pasado una buena velada. La historiadora nos da la espalda mientras el ruso me guiña un ojo y el alemán suelta un suspiro. Kevin me lo agradece con una presión de sus dedos, ahoga un bostezo que acaba de homologar nuestra relación.

Sin manifestar la menor reacción, el padre Abrigón nos ayuda a colocar el material en el minibús.

—He aquí cómo vamos a hacerlo —expone por su micrófono, con las nalgas despegándose del salpicadero por la brutal arrancada—. Unos artificieros están retirando el cristal de protección, no teman, no hay peligro alguno: son, sencillamente, las manos más seguras de México. Por razones de seguridad, la imagen no abandonará su soporte. Subirán, sucesivamente, a la escalera de los artificieros y realizarán sus distintos exámenes en el orden siguiente: el señor Berlemont, la señora Galán Turillas, la señorita Krentz, el señor Traskine, el señor Williams y el señor Wolfburg. No vean en ello una cuestión de privilegio, es sencillamente el orden alfabético.

—No estoy de acuerdo —interviene el alemán—. No acepto, en absoluto, ir después de Williams, que trabaja con infrarrojos. Exponer los pigmentos a la radiación puede falsear mis análisis.

El sacerdote se vuelve hacia Kevin, que ha vuelto a dormirse apoyado en mí. Asiento de su parte. Abrigón corrige su hoja.

—Siento el mayor respeto por la doctora Krentz —declara pausadamente el ruso—, pero yo no me limito a las estrellas que hay en el manto: necesito toda la superficie de la imagen para proyectar mi mapa del cielo. Si se cuelga un panel de aumento ante los ojos…

—Sólo utilizo mi oftalmoscopio —digo para tranquilizarle—. Pero no me molesta ir después de usted.

—Gracias.

Abrigón añade una flecha en su lista, suspirando.

—No sé qué aparatos va a instalar el doctor Berlemont —se inmiscuye la historiadora—, pero ya nos ha retrasado bastante: yo sólo necesito comprobar unos detalles a simple vista: me parece lógico ser la primera.

—Salvo que no ha sufrido usted la diferencia horaria —objeta con acritud el alemán—. Piense en quienes no han dormido desde hace veinticuatro horas.

El ruso asiente y la mexicana responde señalando a mi compañero: los hay que no han cruzado el Atlántico y a quienes eso no impide dormir; que cedan pues su turno.

—¡Ya es el último en pasar! —le hace observar el sacerdote, con una paciencia que va deshilachándose.

—Dicho eso —se apacigua ella con aire ofendido—, ya he formulado mis conclusiones sobre las fotos: el atavío de la Virgen se adecua al de las jóvenes judías del siglo I, los ornamentos son típicos de finales de la Edad Media española y los motivos tienen todos un origen alegórico, azteca. Si mi presencia les parece superflua, puedo esperar perfectamente en el minibús.

—No se lo tome a mal —suelta el alemán condescendiente—, pero admita, de todos modos, que un análisis de pigmentos y una proyección cosmográfica son más delicados de efectuar que una descripción del vestido.

—¡Descripción del vestido! —se atraganta ella—. Hice un descubrimiento fundamental sobre el doble significado azteca de cada símbolo cristiano. Sabemos que la imagen no está hecha de pintura y que en ella se reflejan las estrellas de la época.

—No, precisamente no sabemos nada en absoluto —se enoja a su vez el ruso—. Al proyectar el mapa de las constelaciones del 12 de diciembre de 1531 a las diez cuarenta, se obtiene la posición exacta de las estrellas que figuran en el manto azul pero yo les revelo también lo que ustedes no ven. La Corona boreal estaría sobre la cabeza de la Virgen, el signo de Virgo a la altura de sus manos unidas y el signo de Leo en su vientre.

—Esta terminología no tiene sentido alguno —interrumpe la historiadora—. Para los aztecas, el signo de Leo no se identifica con el león, sino con un círculo rodeado por cuatro pétalos, el Nahui Ollin: el centro del mundo, el centro del cielo, el centro del tiempo y del espacio.

—Eso viene a ser lo mismo —replica el ruso—. La estrella más importante de Leo se llama Regulus, «el reyezuelo», y se proyecta a la hora de la aparición en el vientre que contiene el embrión de Jesucristo.

—¿Y cómo habrían comprendido la alusión los aztecas? Lo importante es que la posición de las estrellas forma el signo simbólico del rey, convergiendo hacia la flor de cuatro pétalos que fija el centro del mundo en el vientre de la Virgen: ¡sólo por eso recibieron los indios el mensaje!

—¡Siempre que las estrellas sean originales! —decreta el alemán—. A mi entender son un añadido del siglo XVII, como los rayos dorados y la luna bajo los pies, una adecuación a la visión del Apocalipsis de San Juan, y se lo demostraré con un simple tritest oxidante-decolorante-disolvente, siempre que me permitan acceder a la imagen.

—¡Le prohíbo que toque mis estrellas!

—¿Han terminado ya? —grita bruscamente el sacerdote—. Bastante me ha costado organizar este peritaje, no me compliquen más las cosas.

Kevin se incorpora en su asiento, sorprendido. Los demás apartan los ojos como los niños de una colonia de vacaciones cuando el monitor se enoja.

—Siento tener que recordarles que sus exámenes se llevarán a cabo en un lugar sagrado, donde el silencio y la humildad son tan necesarios como la competencia.

Y el padre Abrigón cierra el micrófono para acabar la discusión y se vuelve hacia el parabrisas.

En el gran tipi de hormigón vacío, una carga de angustia y soledad cae sobre nuestros hombros. En posición de firmes, alrededor de las inmóviles aceras mecánicas, los artificieros observan la imagen de la Virgen con contagioso recogimiento.

Uno tras otro, los expertos, vistiendo un mono estéril, suben por la escalera bajo la iluminación necesaria para sus trabajos. El padre Abrigón, nervioso, mira constantemente a su alrededor, como si temiera una protesta divina o el inesperado regreso de su rector.

La historiadora aplica calcos, comprueba la posición de los símbolos, toma medidas con un metro de costurera. Luego, el doctor Berlemont, un calvo reservado, agarra los barrotes, sube para mirar con la lupa el vientre de la Virgen y baja para confirmarnos que está preñada de tres meses. Le sigo con la mirada mientras se dirige a la salida.

—¿Sólo ha venido para eso? —susurro al oído del padre.

Abrigón mueve la cabeza, murmura que el investigador canónico debe examinar, mañana por la mañana, los dos casos de milagro alegados en favor de Juan Diego. Dudo en reunirme con mi colega, pero como el ruso se ha retrasado con la instalación de su retroproyector y el alemán no está todavía listo, absorto sobre su maleta de redomas y pipetas, el sacerdote me propone ocupar su puesto.

Saco el oftalmoscopio, subo por la escalera intentando dominar el vértigo, del que he preferido no hablar. Jadeando, efectúo mis regulaciones, invadida por un olor que desconozco, una mezcla de lodo y desván caliente, que poco a poco compone un perfume homogéneo. La cabeza no me da vueltas ya. No siento ya vértigo, la tentación de mirar hacia abajo. Una tranquilidad total se apodera de mí, aumentando mi precisión, mi atención mientras me sitúo junto al ojo izquierdo. Y efectúo el examen según el procedimiento normal, procurando olvidar que se trata de una pintura.

A la luz del oftalmoscopio, la pupila se ilumina. Reflejo en el círculo exterior, difusión, relieve en hueco… Aparto la cabeza, parpadeo, vuelvo hacia el objetivo, intentando dominar mi respiración, tranquilizar mi corazón. Lo que estoy observando es imposible en una superficie plana que, además, es opaca. Los ojos están vivos. No sueño; el iris se contrae. Si proyecto la luz sobre el segmento trasero, lo veo brillar más, aunque menos que la pupila. Y eso no basta para explicar la impresión de profundidad. Ni los movimientos que se producen de un instante a otro.

Podría evocar todas las razones del mundo: la fatiga, la comida, el estado emocional, la impaciencia de los de abajo que esperan que termine… De todos modos, la sensación de contracción es demasiado subjetiva, demasiado dependiente de mi propia visión para tener derecho a sacar la menor conclusión. En cambio, el fenómeno que acabo de descubrir, al mover el oftalmoscopio un milímetro hacia el borde del párpado inferior, debiera hacerme caer de la escalera. Y sigo tranquila. Y pido que me tiendan mis lupas y mi biomicroscopio, y compruebo su presencia en el ojo derecho, y advierto que no es una irregularidad de la tela, ni una consecuencia de una hebra suelta, ni un efecto de empaste debido al pincel.

En cuatro lugares he advertido, y cada nueva observación me lo confirma, signos perfectamente claros de microcirculación arterial.