¿No vas a dejarte impresionar, Nathalie? Relájate, cenad juntos, pasa con él la noche; te sentará bien si él sabe hacerlo o, de lo contrario, saldrás de ello más enamorada del hombre de tu vida, pero no habléis de mí. No escuches sus argumentos, su exaltación, su modo de extrapolar poniendo su técnica al servicio de su fe. No siento a ese muchacho. No me gusta el modo como cree en la tilma. Tiene esa temible fuerza de los espíritus débiles que acaban conmoviendo a los más escépticos por su sinceridad. Claro que es conmovedor. Y competente. Y está bien hecho. Y es desgraciado. Pero no permitas que su voz ahogue la mía. Te lo ruego…
He conocido, ¿sabes?, falsas esperanzas y auténticas oportunidades, decepciones repetidas, regresos a la realidad… Han estado tan cerca de olvidarme, a veces, de negar mi existencia, de ensuciarme, de destruirme… de soltarme. Pero la imagen era siempre más fuerte. La Virgen, de la que no tengo ya noticias, triunfaba siempre sobre mis detractores.
Estuvo primero, siete años antes de mi muerte, aquel Alonso de Montufar que había sustituido en el obispado al franciscano Zumárraga y que, como dominico, no le importaba ver cómo manchaban la obra de se predecesor. Los teólogos de su entorno afirmaban que la devoción hacía esa Virgen milagrosa, en una colina consagrada antaño a una diosa pagana, podía reducir a la nada treinta años de esfuerzos para apartar a los indios de sus ídolos. Pero el culto rendido a mi Virgen era ya tan fuerte que los dominicos tuvieron que tragarse la hiel y acabar, de buen grado o por fuerza, la nueva basílica de Guadalupe, que sustituía a la primera capilla, demasiado pequeña para mis adoradores.
Y tuve que esperar al Siglo de las Luces para que el rechazo recuperara sus derechos, en la persona del historiador Bautista Muñoz, un ambicioso que soñaba con entrar en la Real Academia de Madrid. Estando ésta, por aquel entonces, en manos de los racionalistas de la corriente ilustrada, redactó para complacerles una tesis negando un prodigio del que casi no sabía nada en un país al que no acudió, con el fin de preservar su imparcialidad.
La atracción y el ascendente que ejerció sobre mí, de 1792 a 1794, mientras trabajaba para disolverme, fueron mis primeras vacaciones póstumas. La sinceridad de sus mentiras, la solidaridad de su prejuicio y la profundidad de su ignorancia prometían una resonancia que me llenaba de esperanza. Su argumento descansaba, por entero, sobre dos postulados cretinos pero eficaces: no podía confiarse en los testimonios de los indios, dispuestos a tragarse cualquier paparruchada siempre que les conforte en lo maravilloso, ni apoyarse en las declaraciones de los religiosos españoles, porque eran viejos y a partir de cierta edad, es bien sabido, la memoria se enturbia. Por mi parte, yo era un personaje de ficción, la criatura alegórica y vaporosa de un poeta indígena que, reía sarcástico Muñoz, había intentado hacerse pasar por historiador. Él fue admitido, con buena nota, en la Academia de la Historia, lo que acreditó retrospectivamente su tesis ante todo Madrid, pero no tuvo por desgracia influencia negativa alguna en el público de mi basílica.
Podía pensarse que le saldrían émulos; sólo hubo uno, y doscientos años más tarde: un investigador llamado Lafaye que se interesó tan poco por mí que nada supe de su vida, ni de sus pasiones, ni de sus razones, y que no consiguió librarme ni un solo instante del fervor abusivo de mis idólatras. La tesis que defendió en una universidad francesa se titulaba Quetzalcoatl y Guadalupe: la formación de la conciencia nacional en México. Mi historia era para él un simple mito construido por el clero para conciliar los distintos elementos étnicos, lo que sería un buen comienzo, pero yo no era ni siquiera discutido como testigo: se empeñaba en demostrar el mecanismo de la creencia más que en poner en duda la realidad de los hechos, y la imagen de la Virgen de Guadalupe le inspiró como único comentario: «Un metro cincuenta de altura».
Incluso en mi estado, ya ves, se dirigen a menudo las esperanzas en la mala dirección: aunque me decepcionaron mucho los hombres de letras, estuve a punto de deber mi salvación a una mujer de la limpieza, Hacía apenas veinticinco años que habían protegido con una placa de cristal mi túnica indestructible, y la persona encargada de limpiar el marco de plata dejó caer ácido sobre el tejido, por encima de la mirada en la que habito. Lógicamente, el producto debería haber reventado la tilma: sólo aparecieron unas manchas amarillentas y, podrás comprobarlo, actualmente están a punto de reabsorberse, como desaparecieron todos los añadidos de pintura del siglo XVI, aquellas florituras rituales y aquellos símbolos destinados a adecuar la imagen al arte religioso en vigor.
Pero mi auténtica posibilidad de liberación fue obra de un terrorista, el 14 de noviembre de 1921. Un muchacho jovial, impulsado por un ardor fanático, que dejó a los pies del altar una bomba oculta en un ramo en el que se leía «Gracias, Juan Diego». Yo era el que le daba las gracias, créeme, y de todo corazón. El mármol voló hecho pedazos, el crucifijo de bronce se retorció por la violencia de la explosión, los vitrales de la basílica y todos los cristales de las ventanas de los aledaños desaparecieron, pero ni la túnica ni la imagen sufrieron el menor daño. Era para llorar.
Luego llegó de nuevo el buen tiempo, cuando nombraron rector de la basílica a monseñor Schulemburg, que no creía en los milagros y quería descolgar la imagen, pero era ya demasiado tarde: la ciencia había tomado el relevo de la Iglesia. La ciencia en la que yo había creído tanto, esa ciencia que había triunfado sobre los cultos y lo oculto en todas partes del mundo. Y he aquí que, abrumadora paradoja, ahora comenzaba, con sus sucesivos descubrimientos, a probar el origen desconocido de la imagen.
Esperaba, una vez tras otra, que un experto se levantara y dijera: no, tengo una explicación racional. Pero nunca fue así. O, en cualquier caso, para negar lo sobrenatural, esbozaban hipótesis tan irreales que incluso los más cartesianos consideraban razonable la superstición. Tú lo has experimentado, hace un rato, con el pobre Ponzo, cuyo escepticismo es loable como fantasiosas, lamentablemente, sus teorías. No basta con atacar las reliquias para eliminar lo divino. Si pudiera reducirse a la nada mi recuerdo licuando la tilma con clara de huevo, sería maravilloso. Pero de los verdaderos científicos, me refiero a los espíritus libres, los intuitivos, los metódicos tanteadores… no puedo defenderme: inventan sin cesar aparatos que sacan a la luz nuevos enigmas, reforzando cada vez la evidencia del milagro que, sin embargo, no lo necesita en absoluto. Realmente, acabaré creyendo que se están encarnizando conmigo.
Así están las cosas. Hoy, Nathalie, mi última esperanza eres tú. Si el papa me proclama santo, mi destino quedará sellado para siempre tras ese cristal, y el mundo entero se dará de empujones para implorarme. Ya Juan Pablo II ha exigido que se coloque una reproducción de la tilma en la basílica de San Pedro, a la izquierda de la tumba del apóstol, el lugar más sagrado de la cristiandad romana. Y me ha hecho representar en una placa de bronce, mostrando mi túnica al obispo; de momento, los antiaparicionistas, muy influyentes en el Vaticano, han logrado que no haya inscripción alguna diciendo quién soy, y nadie se fija en mi capilla, pero sólo es un aplazamiento.
No escuches a los demás peritos. No te dejes conmover por Kevin Williams. Resiste. Deja que hablen tus prejuicios, tus rechazos, tus bloqueos. Busca la anomalía, el error. Hay uno. Penetrando en tus pensamientos, impregnándome de las informaciones almacenadas por tu memoria, he visto este aparato que permite ahora reconstruir el relieve de la escena en la que estoy cautivo, encontrar la respectiva posición de los personajes comparando los datos captados por cada ojo de la Virgen. Y advertirás que un elemento no concuerda. La familia, Nathalie. La familia india. Es demasiado pequeña. Dado el lugar que ocupa en el decorado, debiera ser mayor que el obispo. Además, la veis en el lugar donde debieran estar las rosas que yo dejo caer al suelo. No sé lo que ocurrió, ni si esta falta de perspectiva la quiso Nuestra Señora, si tiene un sentido que, algún día, descubriréis, pero de momento no es sino una anomalía. Ponía de relieve, Nathalie. Apóyate en ella, Impútala a un error humano o pon en cuestión la infalibilidad divina, ignoro lo que será mejor… Siembra las dudas. Miente, si es necesario. Declara que esta ínfima negligencia es la prueba de que un genial falsificador pintó, con pigmentos desconocidos, una obra indeleble destinada a hacer creer que la Santa Virgen clava sus ojos en cada uno de sus hijos. Pero, te lo suplico, de un modo u otro, provoca una polémica: es la única solución posible para mí. El Vaticano es demasiado calculador, demasiado desconfiado para arriesgarse a una canonización con un expediente científico en el que la menor reserva puede hacerse contagiosa y conducir a los demás peritos a retractarse, a diferir su veredicto hasta una mejor información. Gáname tiempo, Nathalie. Es todo lo que te pido. El papa no es eterno y su sucesor no volverá a abrir mi caso si huele a azufre, satisfecho con alegar prudencia para reiniciar un proceso de canonización con un postulante fresco, reciente: su propio bienaventurado.
Si ganas esta carrera contrarreloj, Nathalie, estoy salvado. Basta con que dejen de creer en la divinidad de la imagen que me secuestra para que ésta se disuelva. Al menos es la única esperanza, la única ilusión que me queda.
Destruyeme, Nathalie, que acabe de morir en paz, que conozca el otro mundo, que encuentre allí a mi mujer, que pueda abandonar mi vestido y mis ataduras terrestres, como cada cual. Es mi derecho, es mi deber, es mi condición de ser humano; fui elegido al azar y perduro por error o por omisión, artificialmente prolongado con desprecio de la ley común. No quiero estar solo, Nathalie. No quiero sufrir la excepción.
Ayúdame…